PAÍS RELATO

Autores

miranda july

algo que no necesita nada

En un mundo ideal, seríamos huérfanas. Ejerceríamos de huérfanas y seríamos acreedoras de esa piedad que merecen los huérfanos, pero, para nuestra suma humillación, teníamos padres. Yo incluso tenía dos. Ellos nunca permitirían que me marchase, de modo que no me despedí. Metí mis cosas en una pequeña bolsa de mano y les dejé una nota. De camino a casa de Pip, cobré los cheques de la graduación. Cuando llegué a su casa, me senté en el porche y me dediqué a fingir que tenía doce o quince años, incluso dieciséis. Cuando tenía esas edades, había soñado con este día. Incluso me había imaginado que me sentaría aquí para esperar a Pip por última vez. Ella tenía el problema opuesto al mío: su madre le permitiría marcharse. Su madre tenía las piernas gigantescas e hinchadas, síntoma de algo mucho peor, y se medicaba en exceso con marihuana.
Ya nos vamos, mamá.
¿Adónde?
A Portland.
¿Puedes hacerme un favor antes de irte? ¿Me acercas esa revista que hay allí?
Teníamos muchas ganas de comenzar nuestra vida como personas independientes. Y nos resultó fácil encontrar apartamento porque nos daba lo mismo una cosa que otra. Estábamos maravilladas de tener nuestra puerta, nuestra alfombra podrida, nuestra plaga de cucarachas. Lo decoramos con serpentinas y farolillos chinos y compartíamos la antigua cama que había en el estudio. Para una de nosotras era tremendamente emocionante compartir cama. Una de nosotras siempre había estado enamorada de la otra. Una de nosotras vivía en un estado perpetuo de anhelo. Pero nos conocimos cuando éramos unas chiquillas y parecía que estábamos destinadas a dormir como tales, o bien como una veterana pareja que se hubiese conocido antes de la revolución sexual y que fuese demasiado tímida para aprender los nuevos usos.
Estábamos deseosas de conseguir trabajo. En casi todos los sitios a los que íbamos dejábamos una solicitud de empleo. Pero, una vez contratadas como lijadoras de muebles, no podíamos creer que eso fuese lo que en realidad hacía la gente durante todo el día. Lo que habíamos imaginado que era el Mundo era en realidad resultado del trabajo de alguien. Cada tramo de acera, cada galleta salada. Todo el mundo tenía que pagar para poder disfrutar de una alfombra podrida y de una puerta. Horrorizadas, dejamos el trabajo. Tenía que haber una manera más digna de vivir. Necesitábamos tiempo para definirnos a nosotras mismas, para elaborar una teoría sobre quiénes éramos y ponerle música.
Con esa meta en mente, Pip propuso un nuevo plan. Nos empecinamos en él con determinación. Durante tres semanas seguidas escribimos y reescribimos y enviamos una y otra vez nuestro anuncio al periódico local. Finalmente, el Portland Weekly lo aceptó. Ya no sonaba a prostitución descarada, y, sin embargo, a un lector avisado no podía sonarle a otra cosa. Nos fijamos como objetivo a mujeres acaudaladas a las que les gustasen las mujeres. ¿Existía tal cosa? También estábamos dispuestas a aceptar a una mujer de renta media que hubiese ahorrado algún dinero.
El anuncio se publicó a lo largo de todo un mes y nuestro buzón de voz rebosaba de gente interesada. Todos los días teníamos que analizar sintácticamente las voces de centenares de hombres, a la espera de encontrar a aquella dama especial que nos pagaría el alquiler. Se hacía esperar. Quizá ni siquiera leía aquella sección del semanario gratuito. Nos entró la inquietud. Sabíamos que aquella era la única manera de ganar dinero sin comprometernos. El señor Hilderbrand, el casero del apartamento, ¿aceptaría los cupones de comida como pago del alquiler? Desde luego que no. ¿Le interesaría aquella vieja cámara fotográfica que la madre de Pip le había prestado a su hija? En absoluto. Quería que le pagásemos como se paga tradicionalmente. Pip, con mucha diligencia, empezó a echarles el anzuelo a los mensajes con la intención de pescar a un caballero amable. Observaba su cara de muchacho mientras los escuchaba y me di cuenta de que estaba aterrorizada. Pensé en su pequeño trasero, que se parecía tanto a un pastel, y en el cálido mundo de complicaciones que tenía entre las piernas. Yo rezaba: Que sea un hombre ya mustio. Un hombre que lo único que quisiera fuese vernos saltar de aquí para allá en ropa interior. De repente, Pip sonrió y anotó un nombre. Leanne.
El autobús nos dejó ante el camino de grava que Leanne nos había descrito por teléfono. Le dijimos que nos llamábamos Astrid y Tallulah, y esperábamos que «Leanne» fuese también un seudónimo. Teníamos la ilusión de que llevase puesto un batín corto o una boa, porque esperábamos que estuviese familiarizada con la obra de Anais Nin. Teníamos la esperanza de que no fuese como daba la impresión de ser por teléfono. Ni pobre, ni vieja, ni reacia a pagar la compañía de unas personas que se habían tomado la molestia de llegar hasta las afueras de Nehalem, una población de 210 habitantes.
Pip y yo bajamos por el sendero de grava en dirección a una pequeña casa de color marrón. Nos llegó un olor de guiso de comida en mal estado. Y, justo en aquel momento, una mujer puso un pie en el porche y frunció el ceño. Nos resultaba difícil determinar su edad desde nuestra atalaya, una atalaya que, en aquel tramo de nuestra vida, no nos dejaba fijar del todo nuestra atención en un cuerpo viejo. Es posible que tuviera la edad de la hermana mayor de mi madre. Y, al igual que tía Lynn, llevaba puestas unas mallas, unas mallas de color azul marino intenso, y una camisa descomunal ribeteada de encaje. Mi cabeza se infló a causa de un miedo nervioso. Miré a Pip y, durante una fracción de segundo, sentí como si no fuese nadie especial en mi esquema de vida a medio plazo. La veía como a una chica que me hubiese atado a su pierna para que la ayudara a hundirse cuando saltase desde el puente. Después de aquella visión, parpadeé y volví a estar enamorada de ella.
Leanne nos saluda con la mano y nosotras la saludamos con la mano. La saludamos hasta que estamos lo suficientemente cerca para decir hola y le decimos hola.
Ahora estamos tan cerca, que podríamos abrazarla, pero no lo hacemos. Ella dice: Entrad, y dentro se está a oscuras, y no hay niños. Por supuesto que no hay niños. Pip le pide el dinero nada más entrar, ya que era algo que habíamos decidido de antemano. Siempre es terrible tener que pedir algo. Ojalá fuésemos algo que no necesitase nada, igual que la pintura. Pero incluso la pintura necesita ser repintada. Leanne nos dice que somos más jóvenes de lo que esperaba y nos invita a sentarnos. Nos sentamos en un viejo sofá de plástico y ella sale de la habitación. Es una habitación horrorosa, llena de revistas apiladas por todas partes y de un mobiliario que podría provenir de un motel. No nos miramos, ni miramos nada que nos reflecte. Yo tengo la vista clavada en mis rodillas.
Durante un rato, no sabemos dónde está. Después, poco a poco, noto que está de pie detrás de nosotras. Me doy cuenta justo antes de que me toque el pelo con sus uñas. No creí que se tratase de una tipa a la que le fuese el sexo, pero ahora me doy cuenta de que no sé nada. Ha empezado, y cada segundo estamos más cerca del final. Me digo que las uñas largas son sinónimo de riqueza; la idea de riqueza siempre me tranquiliza. Me esfuerzo en imaginar que huelo un perfume. En el caso de que todos utilizáramos un champú caro, ¿qué pasaría? En el caso de que estuviésemos de broma todo el tiempo y no nos preocupásemos por nada, ¿qué pasaría? Relajo mi mente, y hago ese ejercicio en que tienes que imaginarte que te conviertes en miel. Aflojo el ritmo de la mente hasta un punto que no se consideraría funcional para cualquier otro trabajo. Estoy viva solo uno de cada cuatro segundos, solo contabilizo quince minutos en una hora. Se halla delante de nosotras con una combinación que no está en absoluto limpia, y entonces me muero. Veo que Pip está quitándose los zapatos, y me muero. Veo que estoy apretando un pezón, y me muero.
En el largo camino de regreso a casa, ninguna de nosotras dijo nada. Éramos cometas que volaban en direcciones opuestas, atadas a unas cuerdas sostenidas por una misma mano. El dinero que acabábamos de ganar también estaba en aquella mano. Pip entró en una tienda para comprar una bolsa de patatas, lo que implicaba que teníamos un dólar noventa y nueve centavos menos para pagar la renta. En aquel momento, se hizo obvio que teníamos que cobrar más caro. Pip metió el dinero en un sobre y escribió: Señor Hilderbrand. Nos quedamos allí, distantes, heridas y oliendo igual que Leanne. Nos separamos y nos pusimos a tensar las diminutas cuerdas de nuestra miseria. Fui a darme un baño. Justo antes de meterme en la bañera, oí que la puerta de la entrada se cerraba y me quedé paralizada con la pierna a medio camino: Pip se había largado. A veces lo hacía. En aquellas situaciones en que otras parejas se pelearían o se reconciliarían, ella me abandonaba. Con un pie metido en la bañera, esperé a que volviese. Estuve así durante un irrazonable y largo periodo de tiempo, lo suficientemente largo como para darme cuenta de que no volvería esa noche. Pero ¿qué tal si la esperaba fuera de la bañera? ¿Qué tal si me quedaba allí desnuda hasta que regresara? Y, una vez que Pip entrase por la puerta, podría completar el movimiento y sentarme en cuclillas dentro de la bañera, en el agua ya fría. Antes había hecho cosas raras como esa. Me había escondido debajo de coches durante horas, esperando a que me encontraran. Había escrito la misma palabra siete mil veces, intentando alquimizar el tiempo. Analicé mi situación ante la bañera. El pie ya lo tenía arrugado. ¿Cómo me sentiría cuando anocheciera? Y cuando Pip volviese a casa, ¿cuánto tiempo tardaría en mirar dentro del cuarto de baño? ¿Comprendería que el tiempo se había detenido mientras ella no estaba allí? E, incluso en el caso de que se diese cuenta de que había llevado a cabo aquella increíble proeza por ella, ¿qué pasaría? Nunca me mostraba agradecimiento ni comprensión. Me lavé con mucha rapidez, frotándome el cuerpo de manera exagerada para protegerme de una parálisis.
Iba de un lado a otro de aquella habitación diminuta. Ni siquiera se me pasó por la cabeza salir a la calle. No tenía ni idea de cómo navegar por la ciudad sin su compañía. Solo había una cosa que no podía hacer cuando ella estaba conmigo, de modo que, al cabo de un rato, me tumbé en el sofá y la hice. Cerré los ojos. En todos los recuerdos manidos, tenemos entre seis y ocho años. Estábamos bajo las mantas del sofá-cama de su madre, o en la parte alta de mi litera, o en una tienda de campaña en el jardín trasero de su casa. A su manera, cada escenario resultaba convincente. Estuviésemos donde estuviésemos, todo empezaba cuando Pip me susurraba: Vamos a jugar a ser marido y mujer. A toda prisa, se colocaba encima de mí. Nos rodeábamos con los brazos. Nos frotábamos las pequeñas caderas para intentar alcanzar la fricción. Cuando lo hacíamos bien, la sensación llegaba como un estremecimiento por todo el cuerpo.
Pero, antes de llegar a esa sensación, oí el sonido de un chasquido en el aire. Era un sonido molesto y discretamente insistente. Miré al techo. Encima de mi cabeza, los cinco farolillos chinos se balanceaban un poco de manera espontánea. Cuando alargué la mano para tocarlos, me di cuenta enseguida de por qué se balanceaban, pero ya era demasiado tarde para no tocarlos. Sacudí uno de los farolillos y, desde el orificio del fondo, empezó a salir en tropel un ejército de cucarachas. Cuando caían, continuaban arrastrándose. Planificaban la conquista del terreno donde iban a aterrizar incluso antes de hacerlo. Y cuando chocaban contra el suelo no se morían, ni siquiera pensaban en morir. Echaban a correr.
Cuando Pip llegó por fin a casa, estuvimos de acuerdo en que el trabajo que habíamos hecho para Leanne no resultaba rentable. Pero unos días más tarde vimos a Nastassja Kinski en la película París, Texas. Llevaba un jersey rojo largo y trabajaba en un peep-show. Me pareció un trabajo muy fácil, siempre y cuando Harry Dean Stanton no apareciera por allí. Pero Pip no estaba de acuerdo.
¡Ni loca hago yo eso!
Podría hacerlo sin ti.
Se enfadó tanto cuando le dije eso, que se puso a lavar los platos. Nunca lo hacíamos, a menos que intentásemos ser espléndidas y autodestructivas. Me apoyé en la puerta e intenté guardar silencio después de lo que acababa de decir, mientras ella raspaba unos fideos calcificados. Si digo la verdad, yo aún no había aprendido a odiar a nadie, salvo a mis padres. En realidad, seguía allí de pie, enamorada todavía. No estaba ni siquiera de pie: si ella hubiese decidido largarse de repente, me habría caído.
No importa. No lo haré.
Parece que lo dices desilusionada.
No lo estoy.
Vale. Sé que quieres que te vean.
¿Quiénes?
Los hombres.
No. No quiero eso.
Si lo haces, no podré estar contigo nunca más.
En cierto sentido, era lo más romántico que me había dicho en la vida. Implicaba que vivíamos juntas no porque hubiésemos crecido juntas y no conociéramos a más gente, sino porque había algo más entre nosotras. Porque ambas no queríamos que me mirasen los hombres. Le dije que nunca trabajaría en un peep-show y dejó de lavar los platos, lo que significaba que volvía a estar bien. Pero yo no estaba bien. En los últimos diez años, nos habíamos metido mano solo en tres ocasiones.
1. Cuando tenía once años, su tío intentó abusar de ella. Cuando me lo contó, me eché a llorar y me dio un puñetazo en la barbilla. Durante cuarenta minutos, me hice un ovillo hasta que me desovilló. Me quedé con los ojos cerrados mientras ella apartaba mis rodillas del pecho. Noté que observaba mi cuerpo y supe que si yo continuaba con los ojos cerrados ocurriría, y ocurrió. Deslizó la mano por debajo de mis leotardos y empezó a tantear hasta que localizó aquella cosa que ella ya conocía porque tenía una igual. Después movió el dedo de una manera tan animal y violenta, que de inmediato me vino el estremecimiento. Cuando acabamos, me pidió que no se lo contara a nadie y no supe si se refería a lo que acababa de ocurrir o a lo de su tío.
2. Nos emborrachamos por primera vez cuando teníamos catorce años, y, durante unos nueve minutos, tuvimos la impresión de que todo era posible, y nos besamos. Aquello parecía ser el anuncio de lo que iba a ser lo normal en el futuro, así que esperé más besos durante los días siguientes, incluso algún intercambio de anillos o de esos medallones en que se guardan la fotografía de la persona amada. Pero no hubo intercambio alguno. Cada cual se quedó con lo suyo.
3. En nuestro último año en el instituto, tuve otra amiga esporádica. Era una chica del montón, se llamaba Tammy y le gustaban los Smiths. No había posibilidad de que pudiese enamorarme de ella porque era tan patética como yo. Día tras día me contaba todo cuanto se le pasaba por la cabeza, y llegué a creer que eso era lo que hacían las chicas cuando se reunían. Yo quería hablar sobre mí, pero no resultaba fácil saber por dónde empezar. En los detalles minuciosos de los poemas que escribía sobre sus sueños, siempre estaba muy por delante de mí. Así que me limitaba a dejarme llevar, en una imitación aproximada de Pip. Pip no tenía un gran concepto de Tammy, pero estaba ligeramente intrigada por la naturaleza de nuestra amistad.
¿Qué hacéis?
Nada. Escuchar cintas de música y rollos por el estilo.
¿Solo eso?
El fin de semana pasado hicimos galletas de mantequilla de cacahuete.
Ah, parece divertido.
¿Intentas ser sarcástica?
No, claro que no.
De modo que la siguiente vez que fui a la casa de Tammy, Pip vino conmigo. Me puse un poco nerviosa porque los padres de Tammy eran de esos que no dejan de merodear. Por lo común, los padres de las otras niñas no sabían qué pensar de Pip, que tenía más aspecto de chico que de chica, y, de alguna manera, aquello hacía que las madres se mostrasen coquetas y que los padres se sintiesen extrañamente amenazados. Pero, cuando llegamos, los padres de Tammy estaban viendo una película y se limitaron a saludarnos con la mano por detrás de sus cabezas. Como era de esperar, escuchamos unas cintas. Pip preguntó si no íbamos a hacer galletas de mantequilla de cacahuete, pero Tammy le dijo que no tenía los ingredientes. Entonces, se tiró en la cama y nos preguntó si éramos amigas o qué. Un vacío terrible inundó el dormitorio. Yo miraba fijamente la ventana y repetía la palabra «ventana» en mi mente, y estaba preparada para repetir ventana ventana ventana indefinidamente, hasta que de repente Pip contestó:
Sí.
Cojonudo. Yo tengo un primo gay.
Tammy nos dijo que su dormitorio era un lugar seguro y que no teníamos que fingir. Después nos enseñó una pegatina de neón rosa que su primo le había enviado. Decía: fóllate a los de tu sexo. Las tres observamos la pegatina en silencio, procurando asimilar sus dos significados posibles. Al menos dos. Probablemente había alguno más. Tammy parecía esperar algo, como si Pip y yo, obedientes, nos tuviésemos que lanzar la una sobre la otra en el instante mismo en que leímos la consigna descarada de la pegatina. Supe que la habíamos decepcionado al seguir sentadas dócilmente en la cama. Pip debió de tener la misma impresión porque, sin pensarlo, me echó el brazo sobre el hombro. Nunca había hecho nada parecido, de modo que, como era de esperar, me quedé paralizada por completo. Después, poco a poco, fui recomponiendo mi cuerpo hasta adoptar una postura despreocupada. Cuando suspiré y apoyé la mano en su muslo, Pip suspiró. Tammy estaba pendiente de cada uno de nuestros movimientos, incluso hizo una leve inclinación de cabeza en señal de aprobación antes de centrar de nuevo su atención en la música. Escuchamos a los Smiths, a la Velvet Underground y a los Sugarcubes. Pip y yo no nos movimos. Después de una hora y veinte minutos, empezó a dolerme la espalda y la entumecida y morada mano se sintió independiente del resto de mi cuerpo. Muy educada yo, pedí permiso para ausentarme un momento.
En la calidez pulverulenta del cuarto de baño me sentí eufórica. El hecho de encontrarme sola hizo que me desenfrenara. Eché el pestillo y empecé a hacer ante el espejo una serie de gestos involuntarios, barrocos. Me saludaba a mí misma con la mano como una loca y retorcía la cara en medio de expresiones espantosas y hostiles. Me lavé las manos como si fueran las de una niña chica: primero me froté una, después la otra. Experimenté un paroxismo de individualidad. El nombre científico de tal espasmo es el Último Hurra. Aquella sensación pasó enseguida. Me sequé las manos con una toalla azul diminuta y volví al dormitorio.
Lo supe un momento antes de verlo. Supe que las encontraría juntas en la cama de esa manera. Supe que me quedaría pasmada. Supe que se separarían, sorprendidas, de un brinco, y que se secarían los labios. Pip no me miró a los ojos. Nunca más volví a hablar con Tammy. Sabía que todas terminaríamos el instituto y que Pip y yo viviríamos juntas, tal y como habíamos planeado. Y supe que ella no me quería de esa manera. Nunca me querría así. A otras chicas sí, a cualquier chica, pero a mí no.
Después de pagar el alquiler, nos sentimos con derecho a mencionarle al casero el problema de las cucarachas. Nos dijo que enviaría a alguien al apartamento, pero que no nos hiciéramos ilusiones.
¿Por qué no?
Es que no pasa solo en vuestro apartamento. Todo el edificio está plagado de cucarachas.
Entonces tendría que desinfectar todo el edificio.
No serviría de nada. Vienen de otros edificios.
¿La manzana entera?
El mundo entero.
Le dije que no importaba y colgué rápidamente el teléfono antes de que oyese los martillazos que daba Pip. Estábamos haciendo reformas. En concreto, estábamos construyendo un sótano. El apartamento era muy pequeño, pero tenía los techos muy altos y quedaba un espacio tentador sin usar por encima de nuestra cabeza. Pip creía que los lofts eran cosa de hippies, de modo que, a pesar de que nuestro estudio estaba en la primera planta, había esbozado un proyecto que nos permitiría seguir viviendo en la planta principal, aunque con un techo bajo, y que, cuando estuviésemos de mal humor, nos bastaría con bajar una escalera para irnos al sótano. Las cosas pesadas, como la nevera y la bañera, se quedarían abajo, pero todo lo demás iría arriba. Ya nos imaginábamos el sótano. Tendría un olor húmedo, mineral, y el calor y las vetas de luz se filtrarían a través del techo. Allí arriba estaba nuestro hogar. La cena nos esperaba allí arriba.
Una de las razones principales para construir el sótano fue la posibilidad que teníamos de obtener madera gratis. Pip había conocido a una chica cuyo padre era propietario de Berryman’s Lumber and Supply. Kate Berryman. Tenía un año menos que nosotras e iba a un instituto privado que estaba junto a la casa de la abuela de Pip. Yo no la conocía de nada, pero me alegré de que nos fuese de utilidad. Practicábamos de manera esporádica y relajada una modalidad de lucha de clases que permitía todo tipo de hurto. No había persona ni negocio ni biblioteca ni hospital ni aparcamiento que no nos hubiese robado, ya fuese por vía psíquica o histórica, de modo que estábamos dispuestas a recuperar lo que era nuestro. Sin duda, Kate creyó que estaba de nuestra parte en lo que se refería a aquella restitución cuando forcejeaba para sacar los grandes paneles de madera contrachapada del remolque de la camioneta de su padre. Los dejaba en el callejón que había detrás de nuestro edificio y hacía sonar el claxon tres veces antes de irse. Cuando oíamos aquella señal, salíamos a la calle, simulando que íbamos a dar un paseo. A veces, incluso nos parábamos a comprar un refresco antes de decidirnos de manera arbitraria, cuando nos diese la gana, a encaminarnos tranquilamente al callejón. Los arrastrábamos escaleras arriba, absolutamente convencidas de que habíamos engañado a todos. Siempre llevábamos algo, lo que implicaba que alguien estaba siempre observándonos, lo que a su vez significaba que no estábamos solas en este mundo.
Cada mañana, Pip hacía una lista de las tareas del día. Al principio de la lista solía estar ir al banco, donde daban café gratis. Los asuntos siguientes eran a menudo inconcretos —⁠¿conseguir bonos de comida, el carnet de la biblioteca?⁠—, pero la lista me proporcionaba un sentimiento agradable. Me gustaba ver cómo la escribía, saber que alguien se preocupaba por programar la jornada. Por la noche, proyectábamos cómo decoraríamos el sótano, pero durante el día apenas avanzábamos en nuestro proyecto. Al fin y al cabo, lo que teníamos eran unos paneles de madera, apoyados en la pared y colocados sobre el sofá como perros sin amaestrar.
Estábamos tratando de clavar un poste en el suelo de linóleo de la cocina cuando Pip decidió que necesitábamos un determinado tipo de escuadra.
¿Estás segura?
Totalmente. Voy a llamar a Kate para decirle que nos la traiga.
¿No está en el insti?
No pasa nada.
Pip, después de hacer la llamada, fue a ducharse. Yo seguí clavando en el poste unas puntillas muy largas para fijarlo al suelo. El poste quedó bien asegurado. Me sentí satisfecha. No aguantaría ningún peso, pero se mantendría en pie. Era tan alto como yo, y no pude evitar darle un nombre. Tenía pinta de llamarse Gwen.
Sonó el portero automático y Pip se precipitó, aún mojada, hacia la puerta. Era Kate. Como estaba sentada en el suelo de la cocina, alcé los ojos para echarle un vistazo. Llevaba el uniforme de su instituto. No traía las escuadras. Quizá las escondía debajo de la falda.
¿Dónde están las escuadras?, pregunté.
Kate, con los ojos llenos de pánico, miró a Pip. Pip le cogió la mano, se volvió hacia mí y dijo: Tenemos que decirte una cosa.
De repente, me entró un escalofrío. Me notaba las orejas tan frías que tuve que frotármelas con las manos. Pero enseguida me di cuenta de que ese gesto podía dar a entender que me las tapaba para no oír lo que tenían que contarme, igual que el mono que no quiere oír al diablo. De modo que me froté las palmas de las manos y pregunté: ¿No tenéis las orejas frías? Pip no contestó, pero Kate negó con la cabeza.
Vale, desembucha.
Kate y yo nos vamos a vivir juntas a casa de sus padres.
¿Por qué?
¿Qué quieres decir?
Bueno, estoy segura de que el padre de Kate no querrá que vivas en su casa después de haberle robado todo lo que le has robado.
Voy a trabajar en su negocio para compensarle esa pérdida. Incluso puede que gane lo suficiente para comprarme un coche.
Me puse a pensar en lo que acababa de decir. Me imaginaba a Pip conduciendo un coche, un antiguo Ford modelo T, con gafas y una bufanda ondeada por el viento.
¿Puedo trabajar yo también en Berryman’s Lumber?
De repente Pip se enfadó.
¡Venga ya!
¿Cómo? ¿No puedo? Solo di que no puedo si es que no puedo.
¿Es que no te enteras de nada o qué?
¿De qué?
Levantó la mano de Kate, la estrechó con la suya y la palmeó en el aire.
De pronto tenía las orejas calientes, más bien ardiendo, y no me quedó más remedio que hacer un abanico con cada una de mis manos para enfriarlas. Eso fue el colmo. Pip agarró la mochila y salió airada del apartamento, seguida de Kate.
No podía permitir que saliese del edificio. Corrí por el pasillo y me abalancé sobre ella. Se zafó de mí. Con los brazos, la sujeté por las rodillas. Yo sollozaba y lloraba, pero no como un personaje de dibujos animados que solloza y llora: aquello ocurría de verdad. Si se iba, me quedaría muda, igual que esos niños que han sido testigos de horribles atrocidades. Salvo esos niños, nadie más podría comprender lo que sentía. Pip intentaba liberar mis dedos de su espinilla. Kate se acuclilló para ayudarla. La solté justo en el instante en que sentí el tacto de su piel, parecida a un pudín. Quería despachurrar ese pudín y acabé dándole un puñetazo en el pecho. Pip aprovechó ese momento para correr escaleras abajo, y Kate, no sé cómo, la siguió. Me quedé con la chaqueta de punto de Kate en la mano. Corrí detrás de ellas, las vi subirse a toda prisa al coche de Kate. Antes de que arrancara, cerré los ojos y me tiré en la acera. Allí me quedé. Era mi última esperanza: que Pip se compadeciera de mí. Oí que el coche se ponía en marcha. Escuchaba el tráfico y el sonido de los peatones que me evitaban cuidadosamente. Casi oía a Kate y a Pip discutir dentro del coche: Pip queriendo salir para ayudarme y Kate animándola a no hacerlo, a salir pitando de allí. Apreté una de mis mejillas contra el pavimento a modo de plegaria. Unos tacones altos martilleaban y se detuvieron ante mí. La voz de una señora mayor me preguntó si me pasaba algo. Le susurré que estaba bien y, para mis adentros, le rogué que siguiese su camino. Pero, como la mujer insistía, abrí los ojos y no me quedó otra opción que decirle que se largase. El coche de Kate había desaparecido.
Me llevé el teléfono a la cama y dormí durante tres días seguidos. Cada cierto tiempo, abría los ojos durante un rato para recordar lo que había pasado. Después volvía a entrar en un estado de inconsciencia. En mis sueños, construía un túnel para acercarme a ella: la encontraría si cavaba lo suficientemente hondo. Los túneles se estrechaban a medida que gateaba por ellos, hasta que se convirtieron en imposibles mechones de pelo enmarañado y lo único que podía hacer era arrancarlos.
El tercer día por la tarde sonó el teléfono. Lo saqué de las profundidades margosas de la cama. Quería que ella supiera, desde el momento en que oyese mi voz, que estaba muriéndome. Articulé un saludo tan cobarde, tan desdichado, que cayó de mi boca como si fueran guijarros. Hola.
Era el señor Hilderbrand, el casero. En alguna realidad estrafalaria, alternativa y de ciencia ficción, debíamos el alquiler. Había pasado un mes desde que le levantamos la combinación sucia a Leanne. Colgué el teléfono y eché una mirada a mi alrededor. Mi poste seguía alzado en la cocina, discretamente silencioso. Una estructura peligrosamente alta, parecida a una mesa, se tambaleaba en medio de la habitación. Era el primer peldaño de la escalera. Gateando, me metí debajo de él y me imaginé a Pip y a Kate cenando con el señor y la señora Berryman. Era la clase de escena que describía Pip con frecuencia. No había casa por la que pasásemos sin que Pip presumiera de que a sus propietarios les gustaría que ella se fuese a vivir con ellos en cuanto se lo propusiera. Se veía como una encantadora golfilla sin techo, una mascota en busca de madres ricas. Era un camelo. De pronto comprendí que no había nada en el mundo que no fuese una estafa. En realidad, nada importaba y no había nada que perder.
Fui al cuarto de baño y me eché bastante agua en la cara. Aquello me cayó bien. De hecho, me sentía capaz de hacer cualquier cosa. Me quité los vaqueros y la camiseta con los que había dormido. Desnuda, me puse de rodillas y corté las patas de los vaqueros con un cúter. Me los puse. Quedaron chiquísimos. Chiquitísimos, lo mínimo que existe en shorts. Corté la camiseta y dejé en el suelo un fragmento de la leyenda que llevaba serigrafiada: SI ERES UN AMANTE DEL JAZZ. El resto, toca el claxon, apenas tapaba mis pequeños pechos, pero qué más daba. Qué más daba ya. Salí del apartamento y crucé el pasillo. Delante de la puerta de mi vecina había una cesta con manzanas ya pasadas, con una nota que decía: PARA MIS VECINAS, COGED UNA. Y, joder, estaba muerta de hambre, así que cogí una manzana. La puerta se abrió. Nunca había visto antes a esa vecina, pero en aquel instante comprendí que era una yonqui. Una yonqui vieja que llevaba una prenda que yo sabía que se había encontrado en el pasillo. Era la chaqueta de punto de Kate. Me dijo que cogiera otra manzana y después me pidió que le diera un abrazo. La abracé con todas mis fuerzas, con una manzana en cada mano. La semana anterior me habría dado miedo tocarla, pero aquel día sabía que era capaz de hacer cualquier cosa.
Como no tenía dinero para el autobús, me fui caminando. La distancia era considerable. Un caballo se habría cansado yendo hasta allí al galope. Cuando los pájaros volaban hasta allí se consideraba ya una migración. Pero no era nada del otro mundo, solo llevaba su tiempo. Fue una experiencia nueva cruzar la ciudad con los diminutos shorts y una medio camiseta que decía: toca el claxon. La gente lo tocaba incluso sin necesidad de ver mi camiseta. Varias veces creí que me iban a disparar por la espalda o que me iban a lanzar una flecha, pero nada de eso pasó. El mundo no era tan seguro como me había imaginado. Todo lo contrario, era tan peligroso que mi ser prácticamente desnudo encajaba a la perfección en él, igual que un accidente de tráfico, algo que ocurre todos los días.
El lugar al que me dirigía estaba en una zona comercial, entre una tienda de animales y una oficina de cambio de cheques bancarios. Le pregunté al hombre que estaba detrás del mostrador si le interesaba contratar a alguien. Me dio una hoja de contratación prendida a una tablilla sujetapapeles para que la rellenase. Cuando se la entregué, la miró con detenimiento, aunque sin mover los ojos. Me hizo pensar que a lo mejor no sabía leer. Me dijo que podía empezar aquella misma noche si volvía por allí a las nueve. Le dije: Cojonudo. Me dijo que se llamaba Alien y yo le dije que me llamaba Gwen.
Pasé tres horas holgazaneando por la zona comercial. La tienda de animales estaba cerrada, pero me arrodillé y entreví unos conejos a través del escaparate. Repiqueteé el cristal y un anciano conejo de orejas caídas saltó hacia mí con desgana. Me miró primero con un ojo, después con el otro. Le temblaba la nariz. Durante un instante, creí que me reconocía, que me conocía de antes, igual que me reconocería un antiguo profesor o un amigo de mis padres. Los ojos del conejo lanzaban miradas a mi ropa. Olfateaba mi urgencia salvaje y triste y llegó a imaginarse que yo estaba tramando algo. Me levanté, me sacudí las rodillas y entré en Míster Peeps, Vídeos para Adultos y Demás.
Lo «Demás» estaba en la parte trasera de la tienda. Alien me dejó allí con una mujer llamada Christy. Estaba sentada en una silla de plástico verde y llevaba un aniñado y ñoño vestido rosa de peto. Mientras miraba los cierres de su vestido, de un dorado brillante, me preguntaba si todas las cosas normales pertenecían en realidad a un submundo secreto y sexual. Me hizo pasar a la cabina y empezó a meter consoladores, botellas y bolitas chinas dentro de una bolsa deportiva Adidas. Una Adidas. Sus herramientas de trabajo las había tenido diseminadas sobre una toalla con estampación de flores, y supe que si olía aquella toalla, olería como mi abuela. Abuelita. Christy enrolló la toalla alrededor de un pequeño bote vacío de mermelada.
¿Para qué es eso?
Para el pipí.
Incluso el pipí participaba de aquello. Me mostró la lista de precios y la ranura por la que caía el dinero, y levantó la mano en el aire para describir cómo se descorrían las cortinas. Limpió el auricular con limpiacristales y una toalla de papel y me dijo que nunca lo dejara pegajoso. Después, con una eficacia precipitada, se recogió su larga y lacia melena en una cola de caballo, se echó la bolsa Adidas al hombro y se marchó.
La tienda era muy silenciosa, igual que una biblioteca. Me senté en la silla de plástico verde y me ajusté la camiseta y los shorts. Las lámparas fluorescentes zumbaban con una constancia eterna. Levanté la mirada hacia ellas y me imaginé que las lámparas, no las estrellas, habían estado colgadas allá arriba durante todo el tiempo que duró la creación de la civilización. Habían zumbado sobre las edades de hielo y de los neanderthales, y en aquel momento zumbaban sobre mí. Me levanté y entré en la cabina. No tenía nada que poder esparcir sobre una toalla. Por no tener, no tenía ni toalla. Lo único que tenía era la llave del apartamento. Si no ganaba nada aquella noche, tendría que hacer el camino de vuelta andando. Por la noche. Con aquel conjuntito que llevaba puesto. Me encontraba en una situación excepcional en que no tenía más remedio que hacer un Show de Fantasía en directo para garantizar mi seguridad personal.
Hice prácticas de descolgar el teléfono. Lo hice cinco veces, cada vez más rápido, como si aquella fuese la habilidad por la que iban a pagarme. Pensé en las palabras que tendría que decir a través del teléfono. Nunca había usado esas palabras, excepto para decir tacos. Traté de reinterpretarlas como palabras seductivas. Traté de pronunciarlas en el teléfono de manera seductiva, pero me salía un susurro estrangulado. ¿Y si no pudiera decirlas? ¿Cómo sería de embarazoso? El hombre me pediría que le devolviera su dinero y yo no podría coger el autobús. Presa del pánico, dije todas las palabrotas que conocía como si fuese un único taco largo: Mamonazo lamepollas guarra puta chochete lamecoños gilipollas cabronazo. Colgué el teléfono. Ya podía decirlas.
Estuve sentada en la silla de plástico más de tres horas. Durante todo ese tiempo, dos hombres entraron en la tienda. Ambos me miraron a hurtadillas por encima de los expositores de los vídeos, pero ninguno de los dos fue a la parte trasera. Después de que se hubo marchado el segundo hombre, Alien me gritó desde detrás del mostrador:
¡Ese es el segundo que dejas marchar!
¿Qué?
¡Demuestra más agresividad! ¡No puedes quedarte con el culo pegado a la silla!
¡Vale, tío!
Veinte minutos más tarde, un hombre con una sudadera negra entró en la tienda. Me miraba con ojos de miope por encima de un expositor de revistas. Me levanté y me dirigí hacia él. La sudadera tenía serigrafiada la fotografía de una galaxia con una flecha que señalaba un punto diminuto y la leyenda aquí estás tú. El hombre levantó la vista y me miró con una fingida expresión de sorpresa. Me lo imaginé quitándose un sombrero de manera instintiva ante la presencia de una señora, pero no llevaba sombrero.
Caballero, ¿le interesaría ver un show de fantasía en directo?
Sí. De acuerdo.
Me siguió a la parte trasera de la tienda. Nos separamos durante un segundo y nos reunimos dentro de la cabina, separados por una cortina y un cristal. Oí abrirse con un desgarro el velero de una cartera. Un billete de veinte dólares cayó livianamente dentro de la caja de plástico cerrada con llave y la cortina se alzó. Ya se había sacado el pene y agarraba el auricular con una mano. Yo descolgué el teléfono. Pero, tal y como había temido, enmudecí. Me sentí paralizada, como si estuviese sobre un peñasco en un lago frío. Nunca se me había dado bien lo de tirarme al agua, cambiar de un elemento a otro. De pequeña, podía quedarme en el peñasco durante todo el día y dejar que los demás niños pasaran ante mí eternamente. Se la movía de arriba abajo y era algo que resultaba extraño de ver, algo que no se ve todos los días. De hecho, nunca había visto aquello antes. Dijo algo por el auricular, pero no lo entendí. A pesar de lo cerca que estábamos, la recepción no era muy buena.
¿Perdone?
¿Puedes quitarte la ropa?
Ah, vale.
Desde niños, nos enseñan a no quitarnos la ropa delante de desconocidos. Llevar la ropa puesta es, en realidad, la regla número uno de nuestra civilización. Incluso un pato o un oso parece civilizado cuando está vestido. Me bajé los shorts vaqueros y me quité la camiseta. Allí estaba yo, desnuda, como un pato o un oso. El hombre me miró seriamente concentrado: mis pálidos pechos, el manojo de vello entre mis piernas. Repartía la vista entre esos polos. De vez en cuando, me miraba a los ojos para asegurarse de que yo lo miraba. Decidí fijar la mirada en su pene, con la esperanza de que ese gesto fuese suficiente, pero, al cabo de unos segundos, me preguntó si le gustaba lo que veía. Otra vez estaba encima del peñasco y los niños, chapoteando en el lago, me gritaban ¡Salta! Pero yo sabía que saltar era lo mismo que morir, tendría que despojarme de todo. Consideré lo que tenía. Ella no había llamado, no llamaría, yo estaba sola y me encontraba allí —⁠ni siquiera en un sentido abstracto, no aquí en la Tierra o en el universo, sino allí, de pie y desnuda ante aquel hombre⁠—. Me metí una mano entre las piernas y le dije: Tu enorme polla me está poniendo muy cachonda.
A las cinco de la mañana, atravesaba yo majestuosamente la noche en un autobús. Aunque el autobús era solo una formalidad. En realidad, volaba, y lo hacía en el aire, y era más alta que la mayoría de la gente, medía más de tres metros y podía volar, podía saltar por encima de los coches, podía decir «polla» con voracidad, con dulzura, con coquetería, con exigencia, y podía volar. Y tenía trescientos veinticinco dólares en el bolsillo. Quedarse con un pie dentro de la bañera hasta que ella regresara no era solo una manera de perder el tiempo, sino también un ritual para hacerla regresar. Sería Gwen hasta que volviera a casa.
Me compré un salto de cama verde lima, un consolador con el que me desvirgué y una peluca de color castaño, a lo garçon, modelo Élan. Odiaba aquel trabajo, pero me gustaba sentirme capaz de hacerlo. Durante un tiempo creí en el prestigioso yo interior, pero a esas alturas ya no. Creía que era un ser frágil, pero no lo era. Era como alguien que de pronto descubre que se le dan bien los deportes. A mí no me interesaba el fútbol americano, pero resultaba bastante asombroso jugar en la Liga Nacional de Fútbol. Contaba historias largas y enrevesadas que revoloteaban alrededor de mi siempre húmedo cono, exhibía cada parte de mi cuerpo, les decía a los clientes que los echaba de menos, y esos clientes se hicieron habituales, y esos habituales se hicieron merodeadores. Tenía la precaución de quedarme dentro de la tienda hasta un instante antes de que llegara el autobús, y después pasaba como un rayo delante de cualquiera que estuviese al acecho en el aparcamiento. Lo saludaba con la mano y le gritaba: ¡Ven a verme el jueves!
Y la echaba terriblemente de menos.
Una noche en que el autobús se retrasó, un cliente me siguió y se puso a mi lado en la parada. Como yo lo ignoraba, se puso a escupir. Al principio, escupía en la acera, pero luego empezó a escupir al aire. Notaba en mi cara pequeñas salpicaduras. Apreté los labios y di un paso atrás. Él hizo lo mismo, y siguió llenando el aire con aquellos escupitajos sin rumbo. Su acoso respondía a una lógica tan extraña que me desorientó. No acertaba a discernir si era algo aterrador o absurdo, y aquella sensación me sugirió que volviera a la tienda. Eché a andar y después a correr, hasta que llegué a la puerta y la cerré de un portazo. Pero Míster Peeps no era lo que se dice un refugio seguro. Además, no podía quedarme allí eternamente. Le pedí a Alien que saliera para comprobar si el cliente seguía aún por allí. Y allí estaba. ¿No podía decirle Alien que se fuese? Alien llegó a la conclusión de que no podía hacerlo porque a) no estaba violando la ley y b) era un buen cliente. Alien sugirió que lo mejor sería llamar a un amigo o pedir un taxi.
Había estado esperando a que llegase ese momento, y me maravillé de la naturalidad con la que se me había presentado. Por regla general, me imaginaba que acabaría envenenándome o dejándome atropellar por un coche y que algún funcionario, un policía o una enfermera, me preguntaría si había alguien a quien quisiera llamar. Yo habría pronunciado su nombre con voz entrecortada. Habría dicho: Ella trabaja en Berryman’s Lumber and Supply. Aquella situación mía no era tan tremenda, pero mi seguridad estaba en juego, y, lo que era más importante, no fue idea mía llamarla. Alien, mi superior en el trabajo, me lo había mandado, casi me lo había ordenado.
A lo loco, me apresuré a telefonear a Berryman’s Lumber, intentando aparentar ser una persona que llamaba para preguntar sobre repuestos de cuchillas de sierra. Pero, en el instante en que hubo línea, mis sentidos se desbordaron, ajenos a todo lo que no fuese el tono de llamada o el sonido de mi corazón.
Berryman’s Lumber and Supply, ¿en qué puedo servirle?
¿Pip Greely, por favor?
Un momento.
Un momento. Dos meses. Toda una vida. Un momento.
¿Diga?
Soy yo.
Ah, hola.
Aquello no estaba bien. Aquel Ah, hola. Yo no podía ser para ella una persona que le provocase una respuesta como aquella. Me alisé la peluca. Sonreí al aire de la misma manera en que lo hacía cuando los clientes se desabrochaban el cinturón, e hice que mis ojos se rieran como si todo fuese una especie de versión de algo divertido. Empecé de nuevo.
Oye, estoy en un apuro y me preguntaba si podrías echarme una mano.
¿Sí? ¿Qué pasa?
Trabajo en aquel lugar, en Míster Peeps, ¿te acuerdas? Y hay un tipo horripilante merodeando. ¿Tienes coche?
Durante unos segundos no articuló palabra. Casi podía oír cómo reverberaba el nombre de Míster Peeps en su cabeza. Describía a un hombre con ojos del tamaño de un reloj. Había consagrado toda su vida a evitar a Míster Peeps y, en aquel momento, allí estaba yo, tonteando con él. No sabía si le resultaba repulsiva, estúpida o qué. Cualquier cosa imprevista. Contuve la respiración.
Me dijo que tal vez podría pedir prestada una furgoneta y me preguntó si podría esperar veinte minutos, hasta que saliese del trabajo. Le contesté: Es probable.
En la furgoneta no dijimos palabra. Yo ni siquiera la miraba, pero noté que ella no dejaba de mirarme con perplejidad. Me cambiaba de ropa y me quitaba la peluca antes de ir a casa, pero aquella noche hice bien en quedarme como estaba. Miraba por la ventanilla para observar a otros pasajeros enamorados de sus conductores, pero nosotras disimulábamos bien, fingíamos que estábamos aburridas y que rezábamos para que el tráfico fuese fluido. Justo en el momento en que vio su antigua casa, viró a la izquierda y me preguntó si me apetecía ver dónde vivía.
¿La casa de Kate?
No, aquello no salió bien. Vivo en el sótano del tipo con el que trabajo.
Claro que sí.
El sótano estaba lo que se dice «sin terminar». El suelo no estaba enlosado, con unos cuantos tableros de madera desperdigados aquí y allá que formaban unas islas sobre las que se alzaba una cama y algunos cajones de embalaje de leche. Encendió una linterna y, recorriendo con ella todo el sótano, dijo: Solo cuesta setenta y cinco dólares al mes.
No me digas.
Sí. ¡Todo esto! Tiene más de ciento treinta metros cuadrados. Aquí puedo hacer lo que se me antoje.
Mientras caminábamos entre los tableros, iba describiéndome lo que tenía proyectado hacer. Arriba, alguien tiró de la cisterna. Casi veía a su compañero de trabajo caminar por encima de nosotras. Se detuvo, crujió un sofá y se oyó el sonido de un televisor. Eran las noticias. Ajustó la linterna en un lazo de cuerda que colgaba del techo y un foco de luz tenue cayó sobre la almohada. Me tumbé en la cama y bostecé. Ella me observaba de pies a cabeza.
Si quieres, puedes quedarte ahí. Si estás cansada, claro.
Quizás una cabezada.
Tengo que limpiar.
Tú limpia y yo me echo una cabezada.
La escuchaba barrer. Cada vez barría más cerca. Barría por todas las esquinas del colchón. Entonces soltó la escoba y se tumbó en la cama conmigo. Ambas estuvimos allí, inmóviles, durante un rato. Por último, el hombre que estaba en la planta de arriba tosió, lo que provocó una oleada de energía cinética. Pip se sacudió los hombros para que la manga de su camiseta me rozara el brazo. Cambié de postura y, como quien no quiere la cosa, apoyé mi tobillo en su espinilla. Pasaron cinco segundos, como el redoble potente de un bombo. Los tres permanecíamos inmóviles. Un cambio de postura en el sofá en que él estaba sentado hizo que las dos nos diésemos la vuelta y que nuestras bocas se unieran y que nuestras manos se entrelazaran con urgencia, incluso con dolor. Parecía necesario mostrar brutalidad al principio, fingir ira y no claudicar en nada. Pero, una vez que habíamos luchado hasta muy entrada la noche y apagamos la linterna, me sorprendieron sus delicadas atenciones.
Aquello fue lo que fue porque yo no era exactamente yo. Y aquella, en cambio, era la verdadera Pip. Porque no hay que sacar conclusiones precipitadas: no me quité la peluca en ningún momento. Calculé que la peluca haría aquello posible, y creo que no me equivoqué. La peluca y también el hecho de no llorar, aunque quería desesperadamente llorar, decirle lo deprimida que había estado, abrazarla y arrancarle la promesa de que nunca más volvería a dejarme. Quería que me suplicara que dejase aquel trabajo, y entonces fui yo la que quise dejarlo.
Pero no me suplicó nada. Además, Míster Peeps era imprescindible. Todas las noches ella me recogía en una furgoneta de Berryman’s Lumber, me llevaba a su sótano y me hacía el amor. Y yo volvía al apartamento todas las mañanas y me quitaba la peluca. Me rascaba el sudoroso cuero cabelludo y dejaba que mi cabeza respirase durante dos horas, antes de coger el autobús para ir al trabajo. Y así durante ocho maravillosos días. El noveno día, Pip me propuso que desayunásemos en algún sitio antes de irme a trabajar.
Ojalá pudiera, pero tengo que volver a casa para prepararme.
Estás estupenda.
Es que tengo que lavarme el pelo.
Tu pelo está fantástico.
Me toqué la peluca y me reí, pero ella ni siquiera sonrió.
De verdad, está fantástico.
Nuestras miradas se inmovilizaron y un sentimiento poco amistoso pasó entre nosotras. Desde luego que era una peluca —⁠yo sabía que ella lo sabía⁠—, pero estaba decidida a ponerme en evidencia. Imaginé que nos batíamos en duelo: unos delicados floretes en alto.
Vale, vamos a desayunar.
Después puedo dejarte en Míster Peeps.
Estupendo. Gracias.
Todo el mundo sabe que si se pinta completamente a un ser humano con pintura de paredes sobrevivirá, siempre y cuando no se le pinte la planta de los pies. Solo es necesaria una insignificancia de ese tipo para matar a una persona. No me había quitado la peluca durante casi treinta horas y, mientras me desnudaba, me contoneaba y gemía, empecé a notar que tenía fiebre, mucha fiebre. A mediodía, el sudor me corría por toda la cara, pero los hombres no dejaban de llegar. Gané mucho dinero aquel día. Alien incluso me dio una palmadita en la espalda y me dijo cuando ya me iba: Buen trabajo. Eres cojonuda. Pip me esperaba en la furgoneta, aunque el camino del aparcamiento se me hizo largo y extraño. Creí reconocer a un cliente escondido junto a su coche, pero no, era un hombre normal y corriente que acomodaba algo dentro de una jaula. Murmuró: Está bien, vamos a llevarte a casa.
Pip me llevó directamente a la cama, incluso le pidió prestado un termómetro a su compañero de trabajo y de casa. Pero ni siquiera insinuó que me quitase la peluca, y en mi estado febril comprendí lo que aquello significaba. La vi, bajo la luz, con una pistola y supe, sin tener que mirármelas, que yo tenía las manos vacías. Pero podía ganar si simulaba tener una pistola. Si yo imitaba un disparo con la voz y ella me disparase, yo ganaría. Si moría siendo Gwen, ¿seguiría viviendo lo que quedaba de mí? Y ¿qué quedaba de mí? Me dormí con esa pregunta y construí un túnel a través de la noche arremetiendo contra el pelo anudado, hasta que se me cayó la peluca. A la mañana siguiente, no me la puse, y Pip no se interesó por mi estado. Se dio cuenta de que me encontraba bien. No se ofreció a llevarme al trabajo y ambas sabíamos que no iría a recogerme.
Me senté en la silla de plástico verde bajo las luces fluorescentes. Fue un día de poquísimo trabajo. Daba la impresión de que todos los hombres del mundo estaban demasiado ocupados para poder masturbarse. Los imaginé llevando a cabo actos virtuosos, esclareciendo crímenes y enseñando a sus hijos a dar la vuelta de campana. Era la última hora de mi turno de ocho horas y ni siquiera me había estrenado. Era algo casi sobrecogedor. Miré el reloj y la puerta y empecé a hacer apuestas. Si en los próximos quince minutos no entraba ningún cliente en la cabina, gritaría el nombre de Alien. Pasaron los quince minutos.
¡Allen!
¿Qué?
Nada.
Ya solo quedaban veinte minutos. Si no entraba nadie en los siguientes doce minutos, gritaría la palabra «Yo». Egoístamente. Pasados siete minutos, la puerta hizo din don y entró un hombre. Compró un vídeo y se fue.
¡Yo!
¿Qué dices?
Nada.
Eran los últimos ocho minutos. Si no entraba ningún cliente, gritaría la palabra «Renuncio». Ya es suficiente, hasta aquí he llegado, me voy a casa. Me quedé observando fijamente la puerta. Amenazaba con abrirse cada vez que tomaba aliento, cada minuto que pasaba. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Cinco. Seis. Siete. Ocho.