Nada presagiaba el desastre vital en el que me vi sumido. Mi vida se paró.
El día del desastre en cuestión, había empezado como cualquier otro día, casi a toque de diana.
El eficiente despertador cumplió, una vez más, cruelmente su cometido, solo que, esta vez, echó a perder un valioso regalo de Morfeo: una noche de lujuria con Maribel Verdú y Penélope Cruz. Sí, con las dos. Imperdonable.
Pero a pesar de su inoportuna intromisión, lanzarlo contra la pared hubiera sido venganza, que no justicia, porque lo había programado yo.
Una ducha rápida, un afeitado muy apurado, un desayuno apresurado basado en los falsos mandamientos de la religión de los productos light con bio-bichitos y fibra, y al garaje.
Entré en mi coche, puse la llave en el contacto, giro de 90 grados, y... nada. Otro intento, y... nada. ¡Catástrofe!
Testé la batería con un artilugio que había comprado en una gran superficie, nueve euros creo, pero todo correcto: carga al noventa por cien. Con ello había agotado mis conocimientos de mecánica.
Así que, después de un buen rato negociando con la realidad, no tuve más remedio que aceptar la evidencia: mi coche estaba averiado; una llamada al seguro, y a esperar.
Después de tres Marlboros (light, claro) fumados compulsivamente en la puerta del garaje, y de atribuir vivencias poco honorables a la familia del conductor de la grúa de asistencia en carretera por su tardanza, especialmente a su madre, se me acercó un ser bajito y sudoroso, vestido con un mono de un color que hacía sospechar que una vez fue azul, y me preguntó en una jerga casi ininteligible: "¿A sio ustèl ka dao parte?".
Respuesta afirmativa. Poco después, con los ojos entornados, vi impotente cómo la única forma de control que tenía sobre mi vida marchaba en una de esas ambulancias para coches. Mi vida se detuvo. Solo quedaba el plan B: el transporte público.
Mi puntualidad, mi eficiencia, mi disponibilidad, se había convertido en algo que debería ajustarse a unos horarios que no había hecho yo. Mi vida dependiente de la habilidad del conductor, del estado del tráfico o de no equivocarme al elegir el momento adecuado para pulsar el botón de "parada solicitada".
Sufriría, durante un máximo de cinco días y un mínimo de tres –según el taller– y durante cuarenta y cinco minutos al día, la agobiante compañía de un número indeterminado de desconocidos, algunos de ellos, obsesionados por la escasez de agua y concienciados de que los tenso-activos del gel de ducha son contaminantes. Ecologistas, supongo.
Me vería condenado a agarrarme cada mañana, hasta el final de mi martirio social, al respaldo de un asiento burdamente grafiteado, ocupado por algún compañero de viaje a ninguna parte, que sin duda ofendería el más rudimentario sentido de la estética, exhibiendo, sin rastro de pudor, dos legañas, una en cada ojo, y todo esto en un tufo a humanidad mal entendida que haría vomitar a un coprofilico. ¡Catástrofe!
Como no pude hacerme a la idea de pasar por aquello ese mismo día, llamé a un taxi, prefería los monólogos de los taxistas. Algunas veces he llegado a pensar que se editaron cuando se inventaron los taxis, y que pasan de generación en generación de taxistas, entregados de mano a mano en algún ritual oscuro y secreto en el que el antiguo taxista le entrega al nuevo la licencia del taxi y un enmohecido ejemplar con los monólogos, porque todos tratan de lo mismo: fútbol y política. Dos temas que, a mí, no me interesan en absoluto.
El viaje fue ameno para el taxista, él hablaba y hablaba y hablaba, y yo, le hacía creer que le escuchaba, utilizando la bendita función fática del lenguaje, con expresiones del tipo: ¿Sí?... !Ah!...
Claro... Ya ves tú…
Si lo haces bien, siempre funciona, te conviertes en un robot programado para pasar de la gente sin que se den cuenta de que no les estás prestando ninguna atención.
Pero el segundo día, tuve que enfrentarme a mi destino. Aquel día empezó igual que cualquier otro, pero media hora antes. Mi disciplinado despertador echó de la cama a otra famosa estrella de cine, esta vez, americana y rubia.
Una ducha rápida, un afeitado apurado, un desayuno rico en, no sé qué oligo-omegas o algo similar, ¡ah, sí!, rico en fibra y, después, diez minutos de ejercicio obligatorio, practicando esa patética variante de marcha atlética, cuya técnica es imprescindible dominar... si no quieres perder el bus.
Una vez en la parada, me mezclé discretamente con las cuatro o cinco personas que esperaban allí y, después de casi dos Marlboros, una mole rectangular pintada de amarillo anaranjado que emitía nubes densas, de no sé qué veneno, por su tubo de escape se paró enfrente de donde yo estaba. Llevaba en todo el lateral un anuncio contra el tabaquismo y me pregunté a cuántos cigarrillos equivaldría inspirar de una sola vez lo que salía por aquel tubo de escape, pero sabía que nunca tendría respuesta. No es políticamente correcto hacer esos estudios comparativos.
Miré el panel del bus para asegurarme: "Albal-Pl de España". Era el mío. Me lo tomé con calma y dejé que todos subieran antes que yo, no me importaba viajar de pie, a decir verdad, lo prefería. No me imaginaba sentado al lado de cualquiera de esos seres oliendo su colonia de imitación, su aliento a alcohol, o tener que aguantar la insoportable letanía biográfica novelada de algún pariente del de la butaca de al lado, contada sin ninguna coherencia, con verbos mal conjugados y sin ningún esquema argumental.
Me dirigí al fondo del autobús, utilizando los codos para abrirme paso entre el pasaje sin ni siquiera mirar si había un asiento libre o no.
Llegué por fin a esa zona neutra que tienen los autobuses, donde todo es inmediato y huidizo por transitorio: la parada solicitada, la última mirada a esa minifalda, el aroma salvaje y sexi de la chica de al lado, de ducha diaria pero sin perfume, la absurda atención al sistema hidráulico de las puertas de bajada, una mirada indiscreta al conductor del coche que va detrás del autobús, fastidiad por no poder adelantar...
Ya había decidido el lugar donde me situaría. Detrás del todo, agarrado a la barra del respaldo del último asiento del autobús, estratégicamente situado, a un zarpazo del codiciado botón de parada.
El cachalote urbano se movió al fin, una brusca sacudida y en marcha. Y, en ese momento, invoqué al Dios de la soledad para que los que me acompañaban, después de aquellos primeros cuarenta y cinco minutos, siguieran siendo igual de desconocidos.
Miré nervioso a mi alrededor, y no vi nada que hiciera que cambiara la imagen preconcebida que tenía del transporte público: un 75 % de inmigrantes, actores secundarios en el vergonzoso “remake” de la cabaña del tío Tom, pero esta vez disfrazado de solidaridad, coproducido por los políticos y los periodistas a partes iguales; un 20% de estudiantes, que nunca sabrían si, cuando acabaran el invento ese del doble grado, trabajarían en el ayuntamiento, en una discoteca de go-gos, de presidente del gobierno, o en un local de carretera (hoy en día, no hay nada seguro para nadie aunque se tenga estudios); y un 5% de gente que no está tan clara su etiqueta social. Entre ellos, algunos como yo, supongo.
Después de interminables paradas, que a partir de la cuarta rehusé contar, vi que la próxima era la mía, acerqué el pulgar al enorme botón rojo y, deslizando mi mano por la barra de acero, lo pulsé, pero la luz roja de "parada solicitada" ya estaba encendida, alguien se me había adelantado.
Confié en que el conductor no cometiera la estupidez de disculparse después de saltársela, pero no se la saltó, aunque frenó bruscamente, y yo, que estaba más pendiente del botón que del equilibrio, casi incremento el gasto de la futura e inescrutable factura del mecánico con la de otro mecánico –el dental– para que me hiciera unos dientes nuevos, además, claro, de la del coste de un móvil, porque el mío fue a parar al pasillo del autobús, casi en el centro de la indomable bestia urbana.
Me rehíce de la caída lo más dignamente posible y cuando, con la frente alta, iba a dirigirme al lugar del aterrizaje, una mano femenina me tendió el teléfono en la palma de la mano.
–Tome, ¿es suyo, no?
–Sí, gracias.
Me quedé embobado mirando a mi joven benefactora que me sonreía, no era una belleza de plástico calcada al papel cuché, pero tenía el atractivo que tiene la gente normal, un rostro inocente y una bonita sonrisa, mi móvil en una mano y dos manuales de alguna facultad sujetos en la otra, y me fijé en alguno de sus matices en forma de tatuajes calculadamente discretos, que indicaban que no era tan inocente.
Oí el rebufo de las puertas hidráulicas detrás de mí, cogí el teléfono de su mano y bajé del autobús. No pude quitarme de la cabeza a esa chica en todo el día, no sabía nada de ella y además era una cría, pero la sonrisa bonita e inocente de la vecina del quinto siempre es más atractiva que el plástico moldeado de una prótesis en los pechos o que un labio hinchado con ácido.
Esperé verla en el viaje de vuelta, pero no la vi. La mañana siguiente no hizo falta el despertador. Dos horas antes de su estridente toque de diana, ya estaba yo fantaseando en conversar con ella. Pensé que diariamente asistiría a clase a alguna facultad y que sería un buen modo de iniciar un acercamiento, preguntarle qué estudiaba. Desconecté el despertador y seguí una vez más todos los ritos iniciáticos matinales al pie de la letra, empezando ese día por una buena ducha fría.
Me dirigí a la parada del bus algo nervioso, me descolocaban un poco todas las sensaciones que
había experimentado el día anterior, pero me sorprendió agradablemente que el contacto con desconocidos hubiera obrado el milagro de que yo me interesara por aquella chica, aunque reconocía que me había enamorado como un crío y, además, sin motivo alguno.
Intenté librarme del dulce martirio de su recuerdo, imaginando que seguramente era una cría maleducada con gustos que, por la diferencia generacional, nada tendrían que ver con los míos y que, ante el silencio en una conversación, yo diría algo de Mazinguer Z y ella me hablaría sobre los superpoderes de los Pokemon, sin saber ninguno de los dos a qué se refería el otro. Y que nada funcionaria bien salvo, claro está, que pudiéramos tener un acercamiento físico.
Pero no podía renunciar a imaginar el tacto suave de su piel, la cálida humedad de sus labios en los míos y el ácido olor a tierra mojada de su sexo empapado en su esencia de mujer cuando mis brazos rodearan su cintura, y ella sintiera mis manos como candados evitando que se apartara de mí, poniendo fin al pudor fingido de sus caderas, intentando ella evadirse de la certeza de que... cuando se desvaneciera el centímetro de aire que separaba nuestros cuerpos, sería mía.
Por fin llegó el autobús y, esta vez, sí estuve atento a cada parada esperando la llegada de mi ángel, para que iluminara el basto vientre de la bestia amarilla de metal barato con su carnal presencia. Pero no ocurrió.
Dejé aviso a mi secretaria de que no me pasara llamadas, no estaba en condiciones de concentrarme en nada que no fuera su recuerdo, y tracé un ingenioso plan para librarme de mi obsesión. A partir de mañana, utilizaría el taxi, así ni la vería más, ni esperaría verla.
Aquella noche la pasé en vela, diciéndome a mí mismo que era un gilipollas por no creer lo que decía la ciencia: que el amor no tiene nada que ver con la belleza, que solo es una reacción química que se inicia en un segundo sin razón y que dura de dos a cuatro años en el cerebro de alguien. Y continué navegando toda la noche, cambiando de puerto frenéticamente, atracando en el cálido puerto de sus imaginados besos, a veces, y en el puerto USB que conectaba mi pc a internet, otras, buscando qué elemento químico era el culpable del amor, y si la web ofrecía en “doctor Google” algún antídoto eficaz que me librara de amores y pasiones imposibles y, así, salir indemne del dolor que el amor produce por ser este agridulce, y que el desamor mata por ser su sabor amargo más dominante.
Llegó el día anunciando orgulloso su presencia mediante su dorado heraldo, visible ya a través de las antenas analógicas del edificio de enfrente, y caí en la cuenta de que había pasado la noche velando mi amor por ella al pie del ordenador, como un Quijote urbano, igual que él, loco de amor al fin y al cabo, alanceando en balde el monstruoso molino de viento de la incertidumbre para poder conquistar una ínsula de esperanza para mi fiel escudera: la inseguridad. Y decidí, como no podía ser de otra forma, revocar mi plan de no verla más que había trazado el día anterior, utilizando como cómplices, a partes iguales, a mi cobardía y al conductor del taxi de turno, y me preparé para salir a la parada del bus.
Examiné la nutrida fila de desconocidos por si ella cogía el transporte en la misma parada que yo y se me había pasado el día anterior, pero nada. Me coloqué al final para no perder detalle en cada parada, y éstas se sucedieron como todos los días y con el mismo pasaje, salvo ella.
Llegué a destino sin rumbo y derrumbado, por buscarla y no encontrarla, por amarla y no tenerla, culpable por haberla sustituido, por la necesidad de abrazarla, por una almohada, y esperé en la parada al próximo bus, era posible que tomara el anterior o el posterior, ya que tendría hora de entrada variable en función de sus clases en la facultad a la que fuera, pero nada.
Incluso pregunté al conductor del segundo bus por ella y, cuando me pidió una descripción, solo acerté a decir que era joven y que tenía una bonita sonrisa, a lo que el conductor respondió con la suya, y arrancó el bus sin más.
Pasé otra noche en vela, pensando en cómo sería su voz en una conversación más larga. ¿Su risa sería explosiva y espontánea o sólo sonreiría cuando por fin hablara con ella y acertara a hacerla reír? Cuando dieron las dos, ya había renunciado a buscar antídotos, pues comprendí que el único posible eran sus labios, y le puse el nombre de “María” en mi delirio para poder gozar de su imaginado cuerpo en solitario, mientras la nombraba.
Fue justo antes de decir "te quiero" por quinta vez cuando dieron las ocho y ya no pude amarla más y abracé la almohada de mi cama llorando imaginando que era su cuerpo para despedirme de por vida de mi bendita obsesión.
Todo acabó cuando a las ocho y media mi pc me avisó de que tenía un correo electrónico. El taller me indicaba que mi coche estaba reparado. Podía pasar cuando quisiera.
Aún hoy, después de diez años, recuerdo a “María”, de la que sólo queda ya su sonrisa grabada a fuego en mi alma y, de vez en cuando, paso por las paradas siguiendo al bus, pero no la he vuelto a ver o, si la he visto, no he sabido que era ella, pero siempre la recuerdo en las horas bajas y alimento mi melancolía consolándome cuando pienso que nunca me defraudó, ni yo a ella, porque el destino no quiso darnos la oportunidad de hacerlo, y que el único amor puro es aquel que sientes por alguien a quien no vas a tener.
Por eso, muchas veces, cuando por pura melancolía cojo el bus para ir a la oficina, murmuro: "Otro día más añorándote, dando gracias al Dios de lo absurdo por no dejar que te defraudara, ni tú a mí, y al tiempo maldiciendo al Dios de la cobardía, que me impidió aquel día invitarte a tomar algo en la parada siguiente, “María”, en agradecimiento por haber rescatado mi móvil.
Pero siempre, mientras me quede algo de vida... siempre, siempre serán míos, cada vez que coja el bus para ser esclavo voluntario de tus humores imaginados, esos maravillosos cuarenta y cinco minutos de trayecto, echándote de menos. Amándote sin ti".