Hacía una noche preciosa para una ejecución, cálida y perfumada por las flores de verano. Sin embargo, enfundado en su raído albornoz marrón, Cornelius Miller tenía el mismo aspecto que si su Transformación hubiera empezado ya, a pesar de que la luna llena no asomaría hasta pasados por lo menos veinte minutos. Además, si realmente la Transformación hubiera empezado, Miller no estaría en el auditorio al aire libre del parque, paseando con el alcalde y con la señora Grimes. En su camino se cruzaban con la gente más distinguida y todos les saludaban con discretas inclinaciones de cabeza. Los hombres se llevaban la mano al ala de sus panamás. Cerca de allí, un oficial de uniforme vigilaba junto a una de las dos entradas del parque.
El anfiteatro natural del que el auditorio era centro y principal atractivo estaba iluminado por cientos de antorchas clavadas en el césped en ángulos oblicuos. Las luces y las sombras oscilaban, dando a la escena una vibración expectante que en cualquier caso, aun sin antorchas, tampoco le habría faltado.
En la parte superior del anfiteatro natural, justamente detrás de la última hilera de asientos, un individuo atezado de aspecto extranjero, vestido con ropas demasiado chillonas para resultar de buen gusto, daba vueltas a la manivela de un organillo, que emitía a todo volumen las notas de «El hombre del trapecio», en un monótono sonsonete. Un mono atado con cadena pedía monedas a la multitud.
Un hombre vestido de blanco llevaba sobre el pecho colgado del cuello con una correa una pequeña heladera y alzaba la voz para hacer oír su pregón: «¡Helados!». Iba abriéndose paso entre la muchedumbre de personas ataviadas con sus mejores galas, procurando guardar el equilibrio a pesar de los empujones de los niños a quienes, en tan señalada ocasión, se les permitía ser un poco más salvajes que de costumbre.
El alcalde Grimes paró al hombre de blanco y preguntó:
—¿Un helado, señor Miller? ¿Qué me dice, señora Grimes, le apetece?
Miller sonrió con timidez y negó con la cabeza, pero la señora Grimes dijo que le encantaría. Como su marido, era una persona entrada en carnes y de aspecto imponente. Una explosión de plumas de avestruz de color púrpura complementaba la belleza de su amplio sombrero púrpura y de su vestido púrpura de seda. El alcalde Grimes llevaba un terno gris perla. Miller era alto y flaco. Tenía el aspecto de sufrir los primeros síntomas de alguna enfermedad consuntiva, pero no era en absoluto el caso.
Mientras la señora Grimes utilizaba una cucharilla de madera para paladear las artísticas bolas de helado, Miller agitó la mano para saludar a Allegra Idaho, una delicada mujer sentada en la primera fila, vestida de azul pálido desde la inmensa pamela con que se tocaba hasta los zapatos de raso. Allegra bajó la mirada por unos instantes y luego devolvió el saludo, moviendo la mano como el ala de un pájaro.
A medida que se aproximaba el momento, los padres llamaban a los hijos y buscaban sillas para presenciar el espectáculo. Un hombre gordo y sus seis hijos obligaron a desalojar de sus asientos a siete personas que habían ocupado la primera fila desde varias horas antes.
—Bonita noche, señor Tivley —dijo un joven que se apresuró a apartarse de una rubia señorita Tivley.
Mientras se acomodaba, el señor Tivley contestó:
—Cuando se hace justicia cualquier noche es bonita.
Allegra Idaho, disgustada, dirigió una mirada de soslayo a los recién llegados y sacudió la cabeza.
—Empezaremos muy pronto —dijo el alcalde Grimes al tiempo que contemplaba a la multitud. Sacó su grueso reloj de bolsillo, lo estudió e hizo un gesto afirmativo.
Miller levantó la mirada hacia el pálido cielo veraniego y emitió un susurro de asentimiento. Miró a Allegra Idaho y ella le hizo una seña para darle ánimo.
La señora Girmes le deseó suerte y el alcalde depositó en la palma de su mano la tradicional moneda de oro. El señor y la señora Girmes tomaron asiento en las localidades que tenían reservadas; el señor Grimes y el señor Tivley se estrecharon las manos. Cornelius Miller permaneció en pie a la entrada sin más compañía que la del único policía uniformado. Miller guardó la moneda en un bolsillo del albornoz.
El policía se tomaba su trabajo en serio. Apenas miró a Miller cuando abrió la puerta exterior de barrotes y Miller entró por ella. La puerta exterior se cerró con un chasquido metálico. Ahora Miller tenía una puerta de barrotes de acero a su espalda y otra igual al frente.
La multitud silbó y abucheó cuando el jefe de policía O’Mara avanzó, delante de una carreta en la que iba arrodillado un hombre de cara muy triste, vestido con el uniforme rayado de los presos. La carreta iba tirada por tres de los hombres de O’Mara. Los ojos del preso, clavados en lo que tenía frente a él, estaban ribeteados de rojo. Tenía el aspecto sorprendido, infeliz y aturdido de un hombre al que hubieran golpeado en la nuca con un bate de béisbol. Nadie se había molestado en peinarle los cabellos, largos y dorados, que relucían a la luz de las antorchas.
El jefe O’Mara abrió la puerta exterior de una pequeña jaula colocada directamente enfrente de la jaula en la que estaba Miller. Dos policías sujetaron al preso mientras el tercero abría el cierre de la argolla que le rodeaba el cuello. Cuando le empujaron al interior de la jaula, el preso se resistió un poco, pero sin energías ni esperanza, de la manera en que un gato viejo se resistiría a tomar el inevitable baño.
La puerta de la jaula se cerró con estruendo y la multitud guardó silencio. El organillo se detuvo en mitad de un fraseo. Un niño muy pequeño preguntó a su padre qué era lo que estaba pasando. El padre chistó y el niño volvió a sentarse, muy derecho. Los policías se alejaron de la jaula. El preso empezó a gemir y a lamentarse.
Dos hombres quedaron frente a frente; uno, sereno, con un albornoz raído; el otro, gimiendo, con uniforme rayado, aferrado a los barrotes de la puerta por la que acababa de entrar, con las rodillas ligeramente flexionadas como si las piernas no pudieran soportar su peso. Una ligera brisa agitó las hojas de los árboles, provocando un susurro parecido al del cereal al caer por una rampa.
La espera se prolongó algún tiempo, estirándose como una cinta de goma. Cuando la cinta estaba ya tan tensa que corría el peligro de romperse, una forma blanca asomó por entre las ramas de los árboles. Luego se alzó lentamente por encima de estos como una gran bandeja de plata.
Mientras la luna llena ascendía en el cielo, Cornelius Miller se despojó del albornoz, lo dejó caer a sus pies y permaneció en pie, completamente desnudo pero no más ofensivo que una de las estatuas del parque. Su Transformación se inició lentamente. Luego los espectadores retuvieron el aliento, como si la multitud poseyera una única garganta, y se inmovilizaron; solo se movían las personas que habían llegado tarde y buscaban sus asientos o quienes se estiraban para poder ver mejor.
Un pelo de color castaño rojizo empezó a crecer a oleadas en el cuerpo de Miller, mientras sus brazos y piernas cambiaban de forma. El rostro se estiró formando un hocico. Las orejas se alargaron y sus extremos se aguzaron. Muy pronto los rugidos que salían de una de las jaulas silenciaron casi los gemidos de angustia de la otra.
En cada una de las jaulas, sendos policías retiraron las puertas interiores haciéndolas deslizarse por sus guías metálicas. Miller el Lobo avanzó al trote y se puso rígido, las orejas en alto y el morro palpitante. El preso le miraba por encima del hombro. Luego intentó forzar la puerta exterior o escurrirse entre los barrotes. Gritó pidiendo socorro.
Miller el Lobo gruñó y dio un paso más. El preso, convencido ya de que su cuerpo no conseguiría pasar entre los barrotes, se dio la vuelta. De nuevo gritó pidiendo socorro y un hilillo de baba le salpicó la barbilla temblorosa. Pedía que le perdonaran, que le socorrieran, que le sacaran de allí.
Miller el Lobo saltó y, al mismo tiempo, el preso chilló. Miller el Lobo hizo presa en la garganta del reo. La sangre salpicó el suelo de la jaula. El reo dejó muy pronto de debatirse y Miller el Lobo arrastró su cadáver hasta el centro de la glorieta, donde se dedicó con toda tranquilidad a la tarea de separar la carne de los huesos, sin prestar la menor atención a los corteses aplausos ni al llanto de los niños.
Mucho más tarde, Cornelius Miller recuperó su forma humana y quedó tendido, inconsciente, junto a los restos sanguinolentos del preso. No hacía falta un experto para saber que el preso estaba muerto, pero la firma de Doc Kelly al pie de un documento certificó oficialmente la ejecución.
Doc no tenía pelo debajo de su bombín y sonreía continuamente como si el trabajo le agradara. Aquella sonrisa consolaba a unos y desconcertaba a otros. Él y el alcalde Grimes supervisaron la escena cuando el jefe O’Mara y sus hombres cargaron a Miller en una camilla. Doc lo cubrió con el albornoz, y, ya en el hotel, cuidó de que Miller quedara confortablemente instalado.
Pasó el resto de la noche, el día siguiente entero y la mayor parte de la mañana del otro, antes de que Miller despertara. Rebulló lentamente bajo las mantas y abrió los ojos. Pasado un rato salió de la cama, moviéndose con precaución. Se sirvió un vaso de agua de la jarra colocada en la mesilla de noche, se enjuagó la boca y escupió el agua en la taza del baño. Repitió la operación varias veces y luego se sentó en la cama, con el vaso medio lleno en la mano.
Miller se vistió y bajó las escaleras, moviéndose aún como un hombre con agujetas. En el vestíbulo del hotel encontró a Doc Kelly que le esperaba arrellanado en un sillón de orejas. A su lado humeaba un cigarro en un cenicero de plata.
Miller se sentó en el sillón de enfrente y dijo:
—Hola, Doc.
—Hola, Cornelius. Se hizo justicia.
Miller asintió.
—A Dios gracias. Tantos meses seguidos sin ejecuciones me estaban volviendo más loco que una serpiente con sarna. —Palmeó los brazos de su sillón—. Voy a almorzar. ¿Me acompañas?
—Encantado —dijo Doc, y sonrió de un modo que podía no significar nada—. ¿Has visto esto? —preguntó, dejando un ejemplar del Rambler, el periódico de Mill River, sobre las rodillas de Miller.
Los titulares decían: ALLEGRA IDAHO, DETENIDA.
—¿Qué significa esto? —dijo Miller, sorprendido y horrorizado.
—Léelo.
—Cuéntamelo tú —insistió Miller—. Me duele la cabeza.
—Allegra fue arrestada ayer, acusada de negligencia.
—¿Y eso qué quiere decir? —dijo Miller, irritado.
—El gallinero de Manor Tivley se quemó y la acusan de tener la culpa.
—Nunca haría una cosa así.
—Sin duda no lo haría a propósito. Por eso la acusan de negligencia.
Miller se puso en pie, demasiado aprisa al parecer porque vaciló ligeramente y tuvo que apoyarse en el brazo del sillón.
—Voy a verla.
—Estaré en mi despacho. Vente cuando quieras ese almuerzo. Después de despedirse de Doc con un brusco gesto afirmativo, Miller salió del hotel y cruzó el amplio porche de la entrada. El día era caluroso, como suele ocurrir en verano.
—Se hizo justicia —dijo un hombre gordo sentado a la sombra en una mecedora.
—Gracias —respondió Miller y siguió su camino. Estuvo a punto de tropezar al bajar a toda prisa los escalones cegado por el brillo del sol.
No había gente en la calle, a excepción de algunos chiquillos en calzones cortos, demasiado excitados con las vacaciones de verano para resguardarse del sol. Desde los porches de madera, que dominaban el césped de sus amplios jardines como gatos blancos henchidos de autosatisfacción, los vecinos le saludaban. Algunos le ofrecieron un vaso de limonada. Él agitaba la mano y les respondía con frases corteses, pero seguía caminando.
El Ayuntamiento era un edificio de ladrillo de tres plantas, que se alzaba en la plaza. Subió a toda prisa las escaleras y cruzó el fresco vestíbulo en penumbra hasta el extremo donde estaba la puerta del despacho del jefe de policía.
Miller se acercó al mostrador.
—Hola, Casey —dijo al joven uniformado que estaba sentado detrás.
—Se hizo justicia —dijo Casey, al parecer incómodo.
—Quisiera ver a Allegra.
Se abrió una gruesa puerta de madera castaña con una ventana de cristal translúcido y el jefe O’Mara apareció frente a él.
—¿Has venido a ver a Allegra? —le preguntó. Su tono era solemne.
Miller hizo un gesto afirmativo y preguntó:
—¿Quiere registrarme?
O’Mara desvió la mirada al suelo e hizo un mohín.
—No creo que sea necesario.
Casey acompañó a Miller. Cruzaron otra puerta y una sala mucho más oscura y fría que la del vestíbulo principal. Ev Dinks, el borracho local, dormía pesadamente en una celda. Casey y Miller se detuvieron delante de otra. Allí estaba Allegra Idaho, sentada en el banquillo, leyendo un libro. Llevaba un ligero vestido veraniego con flores estampadas, sin duda una ropa que se había traído de casa. Su rostro, normalmente fino, aparecía aún más delgado y, en aquella penumbra, tenía el aspecto de una mascarilla mortuoria. Levantó la vista y sonrió, como si le costara hacerlo debido a algún dolor interno.
—Le he traído una visita —dijo Casey y se quedó allí plantado como un adolescente en su primer baile.
—Ya veo —dijo Allegra.
—¿Puedo hablar con ella a solas? —preguntó Miller.
—Claro —exclamó Casey, aliviado—. Estaré ahí fuera, si me necesitan para algo.
Cuando Casey se hubo ido y el único ruido en el edificio fueron los ronquidos de Ev Dinks, Allegra Idaho dejó a un lado el libro y, acercándose a la puerta de la celda, abrazó a Miller lo mejor que pudo por entre los barrotes. El abrazo no fue precisamente un gran éxito y tanto Miller como ella se echaron un poco atrás.
—¿Qué es todo esto? —preguntó Miller.
—Manor Tivley me ha acusado de incendiarle el gallinero.
—¿Qué es lo que ocurrió realmente?
—Que el gallinero se incendió.
—¿No puedes hablar seriamente por un minuto?
Allegra se sentó en su banquillo y dijo:
—El hijo de Manor, Irvin, tenía un resfriado tremendo. Los remedios caseros no servían para nada y tampoco Doc Kelly pudo hacer gran cosa por él, de modo que me mandaron llamar. Bueno, era evidente que Irvin había atrapado en algún lugar a un diablillo menor…
—No me sorprende. Ese Irvin acabará mal.
—Muy mal. ¿No has leído en el Rambler toda la historia?
—No. Doc me contó algo y quise que tú misma me contaras el resto.
Ella miró la ventana enrejada de la pared. En el exterior, alguien paseaba silbando «El hombre del trapecio». Sin volverse a mirar a Miller, dijo:
—Hice mi exorcismo. El diablo salió del cuerpo de Irvin y se metió en el gallinero.
—¿Es que no usó clavos de plata en su construcción?
—Manor asegura que nadie le advirtió que debía usar plata en lugar de hierros.
—Roñoso —murmuró Miller y se recostó en la pared, esperando que Allegra concluyera su historia.
—Y luego el diablo hizo que las gallinas pusieran huevos que explotaron cuando la hija menor de Manor, Edwina, intentó cogerlos.
—¿Ella está bien?
—Quemaduras sin importancia. Se llevó un buen susto.
—De modo que Manor afirma que el gallinero se perdió por tu culpa.
Allegra asintió.
—Nadie se tragará una cosa así.
Allegra se encogió de hombros.
—Si estoy aquí, es porque alguien se lo ha tragado. A Manor le deben dinero la mitad de los propietarios de la ciudad.
—¡Negligencia! ¿Cuándo es el juicio? —preguntó Miller.
—La semana próxima.
—Te conseguiré un buen abogado.
—He hablado con Art Simms.
—Muy bien. Si se te ocurre algo que yo pueda hacer, pásame el recado.
Miller salió del Ayuntamiento y de repente tropezó. No llegó a caer del todo, pero dobló la rodilla sobre uno de los escalones y allí se quedó algunos minutos, quitándose pensativo con un pañuelo el polvo de la solapa.
Fue a almorzar con Doc Kelly en el Cornhusker Room. Doc no habló mucho y ninguno de los dos acabó lo que tenía en el plato.
Tres días más tarde la hija menor de Manor Tivley, Edwina, pereció en un incendio que solo la consumió a ella y su cama. La tragedia era obviamente obra de fuerzas infernales. Manor alegó que el autor era el mismo diablo exorcizado por Allegra y que en consecuencia Allegra era culpable de la muerte de la pequeña, por más que estuviera en la cárcel en el momento de los hechos y que no tuviera el menor motivo para desear daño alguno a la niña.
El juicio de Allegra por negligencia se convirtió en un proceso por asesinato. Como cualquier acontecimiento inusual ocurrido en verano, el juicio de Allegra Idaho fue tema de diversión popular.
Al saber lo ocurrido, el primer pensamiento de Cornelius Miller le fulminó con la fuerza de un rayo y corrió a la consulta de Doc Kelly para hacerle partícipe de la revelación. Doc estaba sentado en el canapé de cuero adornado con botones en la sala de espera, leyendo un ejemplar muy manoseado de la revista Liberty.
—Siéntate —dijo Doc—. Pareces a punto de sufrir un ataque. Te traeré un poco de agua.
Miller agitó el periódico delante de las narices de Doc y exclamó:
—¡Dios mío! Si Allegra es convicta de asesinato, me tocará a mí ser el instrumento de su ejecución.
Doc leyó el periódico mientras Miller paseaba inquieto delante de él. Finalmente, Doc levantó la vista y dijo:
—Puedes negarte.
—Sí —afirmó Miller, pronunciando muy despacio las palabras—. Pero el que yo salve mi responsabilidad no hará sino empeorar las cosas. Si me niego a entrar en la glorieta con Allegra en la noche de la luna llena, el alcalde Grimes contratará a otro para que lleve a cabo la ejecución.
—Si puede encontrar a otro.
—No tendrá ningún problema en encontrar a uno de esos hombres lobo vagabundos, siempre dispuestos a trampear con la ley si se les paga. —Miller sacudió la cabeza y se dejó caer abatido sobre el canapé—. Y pensar que me estaba armando de valor para pedirle que se casara conmigo.
—Bueno, ahora no puedes casarte con ella. Sería escandaloso. —Doc Kelly miró a Miller por el rabillo del ojo.
—Creí que me conocías mejor. He sido el amante de Allegra durante dos años. En lo que a ella respecta, un escándalo no significa nada para mí.
Doc Kelly sonrió.
—Sí, te conocía bien. —Palmeó el hombro de Miller y añadió—: Tu única esperanza, como la de Allegra, es que prevalezca la justicia.
Miller apoyó la cabeza en el brazo del sofá, presa del desánimo.
—Tenemos las mismas oportunidades que una pulga en una sartén al fuego —dijo.
Al parecer, Miller estaba en lo cierto. A pesar de que Art Simms hizo todo lo que pudo, las cosas se torcieron para Allegra desde el principio. Todo el mundo estaba de acuerdo con los hechos: era solo su interpretación lo que variaba. Se habían utilizado clavos de hierro, y no de plata, en la construcción del gallinero; ¿avisó Allegra a Manor Tivley de los peligros que eso podía suponer o no? Edwina Tivley había perecido en un incendio infernal; ¿lo había provocado el mismo diablo que Allegra había exorcizado de Irwin? Y si era así, ¿recaía en Allegra la responsabilidad por la muerte de Edwina? En cuestión tan compleja, sin duda el hecho de que Manor Tivley fuera uno de los hombres más poderosos de la ciudad no dejada de tener relevancia; después de todo Allegra Idaho no era, al fin y al cabo, más que una de las tantas brujas de la región.
Cornelius Miller y Doc Kelly pasaron la mañana en la calurosa sala del juicio y luego, como muchos otros asistentes a la vista, almorzaron en el Cornhusker Room.
Allí prosiguió el debate sobre el destino de Allegra Idaho. Los hombres subrayaban sus argumentos con cuchillo y tenedor, mientras sus esposas les miraban con desaprobación, con una imperceptible sonrisa cínica o bien con rendida adoración, según fuera su costumbre. Las mujeres más decididas intervinieron ocasionalmente en la conversación y sus comentarios fueron recibidos por los hombres con reacciones similares a las de ellas aunque, la más frecuente, fue un jocundo sarcasmo.
Miller sacudió la cabeza sobre su filete intacto y por centésima vez desde que se habían sentado a la mesa, dijo:
—Tenemos que hacer algo.
Doc Kelly asintió mientras masticaba. Era una de esas raras personas capaces de masticar y sonreír al mismo tiempo sin parecer ridículo. Tragó y contestó:
—Habla con Manor. Tal vez consigas convencerle de que retire los cargos.
—Es un chiste malo, Doc.
—Supongo. —Ni siquiera entonces la sonrisa abandonó por entero los labios de Doc—. Manor no es precisamente famoso por su capacidad de perdonar las ofensas.
Aunque tenía ya tres pedazos cortados en el plato, Miller cortó un cuarto bocado de su filete y, agitándolo en el aire pinchado en la punta de su tenedor, observó:
—Toda la culpa es de mi padre.
—¿Cómo es eso? —preguntó Doc.
—Yo quería ser abogado, pero mi padre no confiaba en mis cualidades intelectuales. Ahora bien, él era un hombre práctico (diría que práctico hasta la exageración) y quería asegurarse de que yo contaría siempre con los medios para ganarme la vida. De modo que, cuando yo tenía trece años, me llevó a George Sewell, el hombre lobo local, y le pagó para que me mordiera. Todo fue cosa de un momento, no me dolió demasiado y, al llegar la siguiente luna llena, me transformé en lobo.
—¿Qué impresión te produjo?
—Estaba aterrorizado. Mi parte humana se había refugiado en un compartimiento trasero de mi cerebro, mientras mis instintos y apetitos animales campaban por sus respetos. Yo era el ejemplo vivo de las ideas que Stevenson plasmó en su historia sobre Jekyll y Hyde.
—No puedes culpar a tu padre de que Allegra tenga problemas con Tivley.
—Supongo que no.
Miller se las arregló por fin para comer un par de bocados y beber un sorbo de té helado. Ninguno de los dos habló durante bastante rato. Finalmente, Doc Kelly dijo:
—¿Y ahora cómo te afecta la Transformación?
Miller empezó a hablar como si hubiera olvidado que Doc Kelly estaba delante de él, pero luego le miró con mucha fijeza. Contestó:
—No es tan malo cuando sabes ya lo que te espera. Por supuesto, también en las noches de luna llena en las que no hay prevista ninguna ejecución, debes pasar la mayor parte de la noche encerrado en el auditorio —sacudió la cabeza y suspiró—. Una vaca, un cabrito o un par de gallinas no satisfacen el hambre de un hombre lobo. —Dejó caer un cubierto de plata, cosa que atrajo hacia él la mirada de los ocupantes de las mesas vecinas—. Tenemos que hacer algo con Allegra —concluyó.
—Art Simms hace ya todo lo que puede.
—Lo sé. Pero si eso no basta, cuando llegue la próxima luna llena despedazaré a la mujer que amo.
Allegra Idaho fue considerada culpable por un jurado de conciudadanos.
—Sí —comentó Miller a Doc—, conciudadanos que deben dinero a Manor Tivley.
Miller pensó por unos instantes en matar a Tivley, pero su rabia se convirtió muy pronto en una especie de negro marasmo. No hablaba con nadie.
Visitó a Allegra una vez. Se miraron el uno al otro a través de las barras, con rostros flácidos e hinchados. Ella dijo:
—Adiós, Cornelius. No quiero volver a verte nunca más. —Cásate conmigo, Allegra.
Allegra consiguió esbozar una sonrisa imperceptible y respondió:
—Sería fácil hacer algún comentario sarcástico sobre tu falta de oportunidad, Cornelius.
—Pero yo te amo.
—Sí, y yo te amo a ti. Pero cuando te veo, me acuerdo de la forma en que voy a morir.
—¿Prefieres que sea otro…?
—No, no quiero que me mastique ningún extraño.
Miller volvió a su hotel y se encerró. Se negó a comer, no quiso responder a ninguna llamada. El alcalde Grimes fue a visitarle y, desde la puerta cerrada, le ofreció contratar a otro hombre lobo.
—No, gracias —fue la única respuesta de Miller.
El alcalde esperó un rato más y se marchó. En ocasiones, Doc Kelly entró sin ser invitado y se sentó al lado de Miller. Este repetía constantemente la misma frase:
—Tenemos que hacer algo.
Y la constante pregunta de Doc era:
—¿Qué?
Tres días antes de la ejecución, en el momento en que Doc Kelly decía: «¿Qué?», las cejas de Miller se alzaron. Miró a Doc y sonrió de una forma más propia de un lobo que de un hombre. Se puso en pie de un salto, gritando:
—Sí. Sí, por supuesto.
Y salió corriendo de la habitación.
Doc se sentó en la cama de Miller y fumó un cigarro tras otro. El humo se acumulaba junto al techo en una nube espesa y salía por la parte superior de la ventana abierta. Miller regresó al cabo de media hora, sonriente, frotándose las manos.
—Es perfecto —dijo—. Perfecto.
—¿El qué?
—Vamos al Cornhusker Room. Estoy hambriento.
—¿Qué has estado haciendo?
—Vamos a comer —dijo Miller.
Inclinado sobre un pollo frito crujiente, Miller dijo:
—No puedo contártelo porque no quiero que te acusen de complicidad o como sea que lo llamen. Sabrás lo que he estado haciendo cuando veas lo que ocurre. Pero dime, ¿podrás hacerme un favor?
—Por supuesto.
—Cuando ocurra, procura organizar toda la confusión que te sea posible.
—¿Cómo sabré…?
—Lo sabrás. Confía en mí.
La noche era casi tan calurosa como había sido el día. Con su albornoz marrón, Cornelius Miller fue a colocarse junto a la parte exterior de la puerta de su pequeña jaula, en el fondo del auditorio. Miraba una y otra vez el cielo despejado. Los espectadores reunidos en el auditorio eran muy numerosos y muchas personas se habían apresurado a ocupar sus asientos con antelación, incluidos Manor Tivley y su familia, sentados en la primera fila con sus mejores galas y una sonrisa vengativa en los labios. Los retrasados se sentaban sobre mantas dispuestas en el borde exterior del anfiteatro.
El alcalde consultó su reloj de bolsillo y se acercó a Miller. Dio a Miller la tradicional moneda de oro y le observó entrar en la jaula. Miller permaneció unos momentos aferrado a los barrotes de la puerta exterior y paseó desde allí su mirada por la muchedumbre. Hizo un guiño a Doc Kelly; Doc correspondió con otro. Luego Miller se volvió hacia la palestra del escenario.
El jefe O’Mara y tres de sus hombres trajeron a Allegra Idaho en la carreta. Iba encadenada pero en pie, parecida a una reina que hubiera tenido la desgracia de pertenecer a la estirpe derrotada. En lugar de abuchearla, la muchedumbre permaneció silenciosa, dejando que se oyera el traqueteo de las ruedas de la carreta. O’Mara escoltó a Allegra hasta la jaula y echó el cerrojo a la puerta detrás de ella. Se despidió con una reverencia en la que no había ni sombra de burla y se retiró. Allegra quedó frente a Cornelius Miller en el escenario. Ninguno de los dos daba signos de ser conscientes de que estaba allí el otro.
La luna, un fantasma plateado, asomó entre las ramas de un árbol. Se alzó y Miller dejó caer su albornoz. Los policías corrieron a un lado las puertas interiores de las dos jaulas. Miller y Allegra Idaho se adelantaron hasta quedar frente a frente sobre la arena pisoteada.
La Transformación de Miller se inició lentamente. En lugar de encogerse en un rincón, Allegra Idaho se quitó de pronto el vestido, mostrando un pelo rojizo que empezaba a crecer en oleadas por todo su cuerpo. Surgieron voces de sorpresa y de protesta entre los espectadores. En medio de los rumores desconcertados se oyó gritar a Manor Tivley:
—¡Es una afrenta flagrante a la ley!
Otras personas expresaron su acuerdo con gritos.
El alcalde Grimes ordenó al jefe O’Mara que impidiera la Transformación de Allegra. O’Mara sacudió la cabeza y rio impotente.
—Para eso necesita usted un mago, señor, no un jefe de policía. Pero le aseguro que no escaparán del auditorio.
El alcalde estaba a punto de dar nuevas órdenes, pero, como todo el mundo, su atención quedó prendida de lo que estaba ocurriendo detrás de los barrotes.
Las orejas de Allegra Idaho se habían alargado, sus brazos y piernas cambiaban de forma. Frente a ella, Cornelius Miller sufría idéntica transformación. Cuando los dos se hubieron convertido en lobos completos, Miller el Lobo y Allegra la Loba empezaron a dar vueltas el uno en torno al otro. Se olisquearon las partes, retozaron un rato y luego Miller el Lobo trotó hacia su pequeña jaula con Allegra la Loba detrás de sus pasos. Miller el Lobo saltó contra la puerta exterior y esta se abrió de par en par, dejando caer al suelo la moneda de oro que había impedido bloquear el pestillo.
El alcalde gritó:
—¡Capturadlos! ¡Ahora los dos son criminales!
Los enérgicos pero prudentes esfuerzos de Manor Tivley y sus más audaces partidarios no pudieron impedir que los dos lobos desaparecieran entre los árboles del parque. La muchedumbre se dispersó a toda prisa; los adultos tiraban sin contemplaciones de los niños que mostraban más curiosidad que sensatez.
O’Mara intentó organizar a sus hombres uniformados, mientras Doc Kelly señalaba una dirección, por donde obviamente no se habían ido los dos lobos, y vociferaba:
—¡Por ahí! ¡Han huido por ahí!
Los policías corrieron detrás de los lobos; unos desaparecieron entre los árboles del lugar por donde se habían ido los lobos y otros siguieron las falsas direcciones que voceaba Doc Kelly.
El jefe O’Mara miró despectivamente a Doc, y le dijo:
—Nunca conseguirán escapar; mis hombres están bien entrenados.
—Puede ser —contestó Kelly—. Pero este es un país muy grande, y dos hombres lobo nuevos en una ciudad no causan demasiado revuelo.
El jefe O’Mara dejó a Doc Kelly y fue a dar órdenes a un grupo de vigilantes que habían empezado a retirar las sillas.
Un ruido los dejó a todos paralizados por unos instantes. Aguzaron el oído, pero solo escucharon el roce de las ramas agitadas por la brisa. Luego, muy lejos, se repitió el mismo ruido que poco antes había conseguido congelar el tiempo: el aullido de un lobo. Momentos después, otro aullido contestó al primero. La gente permaneció inmóvil durante mucho rato aún, esperando. Pero aquella noche no se oyó ningún otro aullido.