Cuando me dieron las vacaciones para el mes de julio, pensé que me había fastidiado el verano. En agosto me tocaría quedarme en la ciudad, encima de perderme el viaje a Canarias que solía hacer con mis colegas. ¡Una panda de tíos juntos teníamos mucho peligro! Sin embargo, decidí aprovechar esos días en un resort de vacaciones con todo incluido en la Costa Blanca, donde, bajo el sol de julio, conocí a la tentación hecha persona.
La primera semana pasó sin darme cuenta: por las mañanas hacía deporte, bajaba a nadar a la piscina, me tomaba un refresco en la palapa, me volvía a remojar y comía. Después de la siesta, con la toalla al hombro, salía del recinto para bajar a la playa a darme otro chapuzón. A última hora de la tarde subía la inclinada cuesta que llevaba hasta el hotel, donde me duchaba y cenaba. A la noche paseaba por el pueblo. Vamos, un descanso sin complicaciones para un chico de mi edad.
Cuando bajé a la piscina el segundo lunes de mis vacaciones, mi tranquilidad estaba a punto de fugarse. Desde dentro del agua descubrí a una chica con unas gafas de sol enormes y un bikini diminuto, se comía un trozo de sandía en una tumbona. No la había visto antes por allí; me acordaría de ella. Se introdujo entre los labios una pieza jugosa de fruta con la sensualidad de una diosa del Olimpo. Se bajó las gafas hasta la punta de la nariz para mirarme y me guiñó un ojo, descarada. Cogió otro trocito más y volvió a llevárselo a la boca con desparpajo, sin apartar la mirada de mí. Me empalmé.
Dejó a un lado el cuenco de fruta y guardó las gafas en un bolso playero que colgaba del asiento para ponerse de pie. Con paso sinuoso se plantó en el borde de la piscina, justo a mi lado. Habría saltado con gusto para ponerme junto a ella, pero tenía algo abultado entre las piernas y no creía que fuera la mejor forma de presentarse. Con una soberbia encantadora me dijo desde arriba:
—Veo que te gusta mi bikini.
—En realidad, no. —Ella levantó una ceja intrigada—. Lo odio tanto, que si encontrara a un genio de la lámpara, le pediría verte sin él.
La chica, que aún no tenía nombre, saltó al agua y, como en un anuncio de colonia, salió a la superficie con la cabeza hacia atrás y la melena lisa chorreando por su espalda.
—¿Y si te digo que soy la «genia» de la lámpara? Te puedo conceder el deseo, pero con una condición.
—La que sea. —Habría vendido mi coche en ese momento. Es lo que tiene tener el riego sanguíneo concentrado en un lugar que queda lejos del cerebro.
—Me quitaré el bikini, podrás mirar cómo lo hago, pero en ningún momento podremos tocarnos.
—Trato hecho —extendí la mano para zanjarlo, pero la rechazó sin rozarme.
—El trato ya ha comenzado: prohibido tocar.
Salimos de la piscina y me aseguré de enrollarme en la toalla lo antes posible, porque podía sacarle un ojo a alguien en cualquier momento. Ella no se secó, sino que se echó sobre los hombros una especie de kimono blanco y floreado, que se empapó enseguida y se le pegó a la piel. Se escurrió y cepilló el pelo, imagino que alargando el momento cuanto pudo, porque me miraba de soslayo con una sonrisa burlona. Por un momento pensé que me tomaba por tonto, que no iba a cumplir su promesa y solo quería reírse de mí.
De camino hacia los ascensores me enteré de que se llamaba Eva. Le dije que yo, Pablo, y que si íbamos a su habitación o a la mía.
Su cuarto era igual que el mío, solo que estaba más ordenado y su ventana daba a otra orientación. Dejó su bolso sobre el escritorio y giró la silla para indicarme que me sentara. A dos pasos de mí, puso una música sensual en su teléfono móvil, una especie de jazz con saxofón. Al ritmo de la música, comenzó a contonearse dejando que la viera moverse. Su mirada seductora me ponía el corazón a mil. Empezó por juguetear con el kimono. Mostró un hombro, luego otro y volvió a cubrirlos antes de darse la vuelta. Meneó el culo y subió la tela hasta que los cachetes asomaron. Abrí las piernas para dejar espacio, porque aquello empezaba a apretar.
Se giró de nuevo, al compás de la melodía, y se quedó de perfil. Sin dejar de mover los hombros, se sacó la manga, con lo que pude admirar su apabullante figura. Tenía las rodillas semi flexionadas, la cabeza inclinada hacia atrás, para dar más vuelo a su cabello mojado, y una barriga plana que acababa en lo que escondía aquel triángulo diminuto de color rosa.
El resto del kimono desapareció de escena, y entonces le tocó el turno a los tirantes de la parte superior. Se le marcaban los huesos de las clavículas y sus hombros enlazaban con unos brazos delgados, pero fibrosos, como si soliera hacer pesas.
Volvió a colocarse de espaldas, con el escaso trozo de tela que apenas cubría la parte inferior. Sus glúteos, redondos y tersos, subían y bajaban siguiendo las notas. Escuché un clic, producido por el enganche del sujetador, y el paladar se me inundó de agua salada. Lo había desabrochado, pero aún lo abrazaba cuando se dio la vuelta con una sonrisa demoníaca.
—Eres malvada —protesté.
—¿Lo soy? —Se quedó con la pieza colgando en su mano derecha, con la muñeca doblada con mucho glamour. El otro brazo aún tapaba parte de su pecho, pero lo cierto es que dejaba ya poco a la imaginación.
Dio un paso hacia mí y alargué los brazos para agarrarla, pero se escabulló con sutileza mientras daba un chasquido con la lengua que me denegaba el acceso. Me pasé la mano por la cara y me mordí el dorso por la frustración. En ese momento, deslizó el brazo que la cubría para agarrarse la teta izquierda, dejando la otra a la vista: preciosa, pequeña, con el pezón erizado.
—¡Buff! —exclamé.
Eva soltó una carcajada y tuve que recolocarme el paquete porque me estaba doblando de dolor. Al ver que mi mano iba a esa zona, ella utilizó las suyas para frotarse los pechos. Jugueteaba con sus pezones, obviando por completo la música, y de vez en cuando, bajaba la mano hacia el bikini para acariciarse por fuera. No sé en qué momento aquello dejó de ser un espectáculo para mí y comenzó a ser una fiesta para ella.
Quizá lo fue todo el tiempo porque, a pesar de que me observaba para comprobar mis reacciones, se centraba en darse placer ella. Sin más preámbulos, se bajó las bragas hasta los tobillos y las apartó de una patada. Apoyó la espalda contra la puerta del armario empotrado que había a mi izquierda y, con las piernas abiertas y flexionadas, se masturbó. Desde donde estaba, podía olerla. Su perfume íntimo a flujo invadía la pequeña estancia e, incluso, podía escuchar una especie de chapoteo que producía la fricción. Emitía gemidos suaves y abría la boca como un pez en busca de aire.
Nunca había presenciado algo así. No tenía claro cuál era el protocolo, pero ya que ella estaba disfrutando de lo lindo, pensé que no le importaría que yo también lo hiciera. Me quité el bañador y comencé a masturbarme sin quitarle el ojo de encima. En un momento dado, levantó la cabeza y al verme decidió darse la vuelta contra el armario y masturbarse desde detrás, con el culo en pompa hacia mí. Desde mi perspectiva podía ver todo, y cada vez me bajaba la piel con más velocidad, con más fuerza, hasta que me corrí sobre mi palma. Ella apoyó los codos sobre la puerta y la cabeza contra estos, recuperando la respiración.
—Creo que necesito ir al baño —dije.
—Claro —susurró ella, apenas sin aliento.
Cuando salí de asearme la encontré con una camiseta de manga corta, larga hasta los muslos, retirando la cubierta de la cama. Pensé que era mi turno. Me moría de ganas de tocarla como lo había hecho ella, de repetir sus mismos pasos, mientras la besaba y la lamía.
—Tengo sueño. —La frase me cayó como un jarro de agua fría.
—Supongo que estarás cansada.
—Mucho. Tal vez nos veamos mañana. —Se sentó en el borde de la cama y entendí que me debía marchar sin, ni siquiera, un beso de despedida.
Esa noche fue horrible. Apenas pude dormir. Las pocas veces que cerré los ojos, tenía sueños húmedos que me despertaban con el cipote como una roca. El resto del tiempo rememoraba lo sucedido, sin comprender cómo había sido capaz de hacer algo tan íntimo delante de mí. No estaba seguro de si era el chico más afortunado del mundo —al menos había podido verlo con butaca en primera fila— o el más tonto, ya que no había podido ni rozarla. Me levanté temprano y me maté a hacer deporte, a ver si aquello me desahogaba.
Bajé a la piscina con un nudo en el estómago, sin quitar la vista de la verja de entrada. Aunque me hervía la sangre por dentro, me helé por estar parado en el agua fresca matutina —que aún no había calentado por el sol—. Hice unos cuantos largos y, aunque no tenía hora, sabía que era tarde porque se había llenado de gente. «A lo mejor no quiere verme». Quizá le daba vergüenza encontrarse conmigo después de lo del día anterior.
Crucé la piscina estilo mariposa y salí hacia la palapa. Pedí un café con leche y una tostada con aguacate y me puse un podcast de dos cómicos que hablaban sobre ciencia al que me había aficionado últimamente. Eso me distraería. Al dar el último bocado al pan, sentí que una mano me acariciaba como una pluma de un hombro a otro. Tenía que ser ella.
—Buenos días. —Me saqué los auriculares—. ¿Así que estabas aquí escondido?
Estaba divina. Llevaba un sombrero de ala ancha, un vestido blanco —con las gafas de sol colgadas del escote— del que asomaba un bikini de color turquesa anudado al cuello. Al verla, mi cuerpo reaccionó de forma inminente e involuntaria. Por suerte al estar sentado, pude ocultar mi erección.
—¿Yo? He ido antes a la piscina, pero no te he visto y creía… no sé, que no estabas.
—A lo mejor ya no tienes ganas de verme… —se sentó sin pedir permiso en la silla de enfrente— más.
Cada palabra que salía de su boca estaba cargada de segundas intenciones. Trajo a mi mente su imagen desnuda apoyada contra la puerta del armario. Encima, cruzó una pierna y rozó con su empeine descalzo mi gemelo por debajo de la mesa.
—No me cansaría de verte en un millón de años. Y no solo eso: quiero comerte entera.
—¿No acabas de desayunar?
—Ese apetito es diferente. Te lamería de arriba abajo —dije, obsceno.
Eva sonrió con malignidad. Miró hacia un lado, como si estuviera desinteresada, pero continuó la conversación con la picardía habitual.
—Tal vez la «genia» de la lámpara te pueda conceder otro deseo.
—¿Otro deseo?
—Pero esta vez, asegúrate de pedir lo que quieres.
—Ya te lo he dicho: deseo comerte entera.
—¿Solo eso? —me retó.
—¿Te parece poco? —Rio—. No pensarás lo mismo cuando acabe contigo.
Subimos a su habitación y se plantó ante mí, expectante. Coloqué sus brazos sobre mis hombros y la besé. ¡Dios! ¡Cuántas ganas había tenido de hacerlo! Nunca en tan poco tiempo había acumulado tanto deseo por alguien. Su boca estaba tan jugosa como la sandía con la que jugueteaba para tentarme el día anterior. Esto sí era el pecado original: Eva y la sandía, no la maldita manzana.
Recorrí su espalda, suave como un melocotón, besé su cuello y luego lo mordí fuerte, lo que provocó que se le escapara un gemido de sorpresa, acompañado de una risa nerviosa. Bajé por el escote y recorrí con la lengua la línea del bikini. La agarré por los cachetes para subirla, mientras ella me rodeaba con sus piernas. Tenía acceso a todo su cuerpo. Una mano acariciaba sus muslos y su culo, la otra apretaba su cintura contra mí, y con mis labios exploraba su cuello, para volver de vez en cuando a su boca.
Subí la mano y noté su pezón erizado contra mi palma. Bajé el vestido, pero aún quedaba el bikini. La tiré contra la cama para poder quitarlo con comodidad. Desaté el nudo del cuello y la giré ligeramente para deshacer el lazo de la espalda, todo esto, con el vestido arremolinado en la cintura. Me coloqué sobre ella, estirada boca arriba, y acerqué mi cara a su pecho. Sentí cómo encogía las piernas.
—Me haces cosquillas —protestó. Alcé la mirada sin apartarme, para que me lo explicara, pues no la había tocado—. Con el aire de la nariz.
Formé un círculo con los labios y le soplé flojito entre los pechos. Ella se removió con una sonrisa. Había sido divertido, pero bastaba de juegos. Abrí la boca y succioné el lateral de su teta. Repetí en diferentes puntos con distinta intensidad y después, rocé con mi labio inferior su pezón antes de lamerlo. Sus caderas subieron y provocaron que yo también gimiera.
Aparté de un tirón el vestido y la braga del bikini, sin preámbulos, sin miedos, sin dudas. Abrió más las piernas y metí la cabeza entre ellas. Lamí con suavidad alrededor de sus labios mayores y luego dibujé el contorno por el interior. Se coló en mi nariz el mismo aroma que el día anterior invadía la habitación. Creí que no podría volver a respirar otra cosa. Durante unos minutos la escuché exhalar, justo antes de adentrarme con la lengua en su vagina. Luego, di un lametazo hasta su clítoris. Lo presioné, lo rodeé, lo succioné. Cambié de ritmos y frecuencias mientras subía una mano para estimularle las tetas. Ella suspiraba, gemía, se retorcía, se encogía y estiraba hasta el punto de que tuve que sujetarle las piernas con fuerza para que no se escapara. Se agarró de mi pelo, mientras yo movía la cabeza con frenesí, con las mandíbulas manchadas de una mezcla de flujo y saliva.
Suspiró, gemió, aulló. Gritó varias veces y, al fin, relajó las rodillas y extendió los brazos en la cama.
Parecía un ángel de nieve con las extremidades abiertas y el pelo esparcido alrededor de su rostro sonrojado; pero sabía que no tenía nada de angelical. Fui al baño a lavarme la cara y el derrame de semen que había tenido durante el proceso. Cuando volví de refrescarme, ella seguía ahí tumbada y, con dificultad, se volteó para ponerse en posición fetal.
—Tengo mucho sueño —balbuceó.
Cerró los párpados, y de nuevo, me quedé con ganas de más. La hubiera abrazado mientras dormía, pero estaba seguro de que si lo hacía, me iba a poner duro —todavía estaba morcillón— y no la dejaría dormir. No quería, pero cogí mi toalla y salí.
A la tarde no bajé a la playa, sino que me quedé merodeando por el hotel a la espera de encontrarla en algún rincón. No podía quedarse encerrada todo el día, en algún momento saldría de su cuarto. Estuve en la palapa y cuando abrieron el pub irlandés, me senté en una mesa con una cerveza y unos cacahuetes. Alrededor de las nueve, entró y sonrió al verme. No estaba seguro de si me buscaba o fue casualidad, pero al menos, no se había hartado de mí.
—Estás preciosa, Eva. —Llevaba el mismo vestido blanco que por la mañana, pero sin el sombrero y con un collar de cuentas verdes que le llegaba hasta el esternón.
—Gracias. —Hizo un gesto para llamar la atención del camarero y pidió una cerveza.
—¿Has dormido bien?
—Como una reina. Y tú, ¿has podido…?
—¿Dormir? No. Desde que te conocí no he pegado ojo.
—¿Te quito el sueño? —Dio un trago largo a su botellín, sin perder el contacto visual conmigo. Se divertía a mi costa, estaba claro—. A lo mejor ese puede ser tu tercer deseo: que desaparezca y vuelvas a dormir tranquilo.
—¿Hay un tercer deseo? —pregunté animado. Acabé mi bebida.
—No hay dos sin tres. Pero piénsalo bien, que será el último.
—Buen consejo, «genia». Pero, ¿cómo se activa esa lámpara mágica? Por si vuelvo a necesitarla…
—Me temo que solo funciona bajo el sol de julio. El resto del año esta «genia» está de vacaciones y lleva una vida normal. —Con un dedo se enroscó de forma distraída el collar.
—¿Normal? ¡No te lo crees ni tú!
—En serio, soy muy modosita. —Lo expresó justo con el tono de voz y los gestos que contradecían su afirmación. Eva era tentación y pecado todo el año, no tenía duda.
—Entonces, ¿me queda un deseo? —Asintió—. Quiero hacerte lo que me plazca y que tú me correspondas. Quiero que nos demos placer, sin límites: tocarte y que me toques, besarte y que me beses, comerte y… todo. Ya me entiendes.
Me miró muy seria, como si dudara, aunque sabía de sobra que ella lo deseaba tanto como yo. A pesar de tener clara la respuesta, me martirizó unos segundos con su silencio.
—Trato hecho. ¿Vamos?
—¿No estás cansada?
—No hay momento como el ahora.
Conforme cerré la puerta de su cuarto se abalanzó sobre mí para besarme. Nos arrancamos la ropa en menos de dos minutos y se separó un segundo para observarme. Me inquietó y le pregunté si había algún problema y ella me respondió, que apenas me había visto mientras se masturbaba el primer día. Con esa reminiscencia, la puse contra el armario y me agaché para lamerla desde detrás. Estaba húmeda antes de que yo interviniera. Al poco, se giró para asegurarse de que estaba duro. Con dos pasos cortos alcanzó la mesilla de noche y, sin soltarme, sacó un preservativo. Lo abrió con la boca y se agachó para colocarlo, no sin antes lamerme como si fuera un Calipo tropical. «¡Dios!», exclamé, con lo que se animó a seguir un poco más, metiéndoselo en la boca.
La senté sobre mí para entrar en ella y, al hacerlo, rocé el paraíso de los pecadores con la punta de los dedos. Ella movió las caderas arriba y abajo, mientras me besaba el cuello, me mordía la oreja y me recorría el pecho con sus manos. Verla activa me ponía a mil. La tumbé sobre la cama y me puse a horcajadas sobre ella para poder aumentar el ritmo. Ella se agarraba a mi espalda y me dejó algún arañazo de recuerdo. La noche fue larga y movida. Nos bebimos uno a otro como si nada pudiera apagar nuestra sed, ni siquiera los sucesivos orgasmos. Exhaustos, yacimos uno al lado del otro con las piernas enlazadas, pero nuestros torsos hacia el techo de la habitación.
—Ojalá te hubiera hecho esto la primera noche —dije.
—No habría sido tan interesante —afirmó Eva—. Además, ¿crees que te hubiese concedido ese deseo de buena a primeras? La gracia ha sido ir paso a paso.
Jamás había conectado así con ninguna persona en la cama y creía que podíamos empezar a conocernos mejor. Es cierto que habíamos mantenido pocas conversaciones —ni siquiera sabía a qué se dedicaba—, pero hablar con ella siempre resultaba divertido. Era ingeniosa, de eso no me cabía duda.
—Supongo que tienes razón. ¿Y ahora qué?
—Ahora tengo sueño. —Sonrió con malicia—. Si te marchas, podré dormir tranquila.
Y así fue como Eva, la mujer más tentadora que jamás conocí, jugó conmigo bajo el sol de julio. Alguien se preguntará si nos volvimos a ver, si tuvimos algún encuentro casual por las instalaciones del hotel, o incluso si intercambiamos teléfonos para una futura cita. Entiendo tu curiosidad, pero tal vez sea satisfecha en una nueva historia. A mí también me ha gustado jugar contigo.