PAÍS RELATO

Autores

maría r. gómez iglesias

alejandra de troya

I
«Lo único terrible es la luz. Te será imposible ser piedra en el centro de la hoguera —me oí decirle a Polixena—, las llamas no respetan la dureza del corazón. Mañana lo sabremos todos, y tú también, hermana». Polixena siguió monte arriba casi sin verme. El sol del poniente le cubría los ojos hasta hacerlos desaparecer bajo los párpados. Pobre hermana mía, había nacido sin alas para perseguir al amor y solo el amor la habría hecho feliz. Se detuvo un instante como si quisiera responder a mis presagios, pero no dijo nada. Subió gateando por la falda de la montaña en busca de esos conjuros que seducen a los hombres con el corazón de pájaros blancos. Una vieja de Rodas se los proporciona a cambio de las pocas joyas que aún guarda el tesoro de Príamo. Feliz Polixena, es la única de entre nosotros que disfruta de las riquezas de la casa real. Cuánto envidio hoy sus tragos de ese vino letárgico que la mantiene embobada, permitiéndole abrigar algo semejante a la felicidad. La felicidad..., ¿qué felicidad?, si mañana nos pudriremos todos, igual que esos muertos a quien ni los cantos ni la tierra han querido tomar a su cuidado... Ya es inútil intentar empezar de nuevo. Todo ha terminado.
Tengo la voz rota de gritar los desastres que se avecinan, pero mi mano no tiembla, aún puedo dejar escritos estos versos para que los entonen los hombres que vendrán después de nosotros. He cambiado tanto, tanto que apenas me reconozco. Sé que he de arrancar esa pátina estúpida con la que he ido recubriendo mis palabras y mi vida a lo largo de los años. Quiero verme desnuda, navegar por los extraños sentimientos que me turban, por las ignorancias que padezco, por el vacío que me atenaza. Hurgar en las viejas heridas, ver salir de ellas los gusanos sin apartar la vista. Sacarme de esa larga mentira que he tejido y que comparte conmigo todo el reino. Será duro habituar los ojos a tanta oscuridad y conseguir ver allí algo. Muchas veces el miedo me ahoga y me derriba. Aún así. intento convencer a los minotauros que me persiguen de que se dejen cercenar el cuello por mí. Busco mirar de frente todas mis ciénagas, la muerte, la cobardía, la confusión..., mirarlas y amarlas, porque también ellas son mi propia historia.
Ojalá que todo hubiese terminado, ojalá que los griegos ya nos hubiesen aniquilado. Es terrible esperar la muerte sitiada entre estas murallas. Quisiera ser vieja, muy vieja, tener más de cien años, y que la vida ya hubiera pasado, que se extendiera ante mí, y contemplarla desde lo alto de una colina y, al mismo tiempo, saber que puedo descender de nuevo a ella cuando lo desee. Ver allí abajo su figura terminada, definida y perfecta, con sus enredaderas y sus violetas, porque la vida está sembrada de violetas que es casi la única flor que no me gusta. Ser vieja, digo, y tener unos grandes ojos que pudieran penetrar hasta el fondo del mundo y escribir lo que allí veo. Escribir… escribir es hermoso, es lo único que me queda.
II
Hoy se me agranda esa llanura en la mirada, se me clava en el alma. Nunca hubo tanta quietud a lo largo de estos diez años de asedio. Se acaba este día y con él termina la historia. Ya no será necesaria la sal de Marmórica para quemar los campos. Pronto el fuego incendiará los sembrados, las fuentes, los caminos, y nos incendiará también a nosotros. Arderemos a pesar de estar bañados por el llanto de todos estos años, nuestras lágrimas se volverán resina que nos quemará por dentro y por fuera.
Estos son los últimos días de Ilión… Al decirlo, aprieto este espino entre las manos y lamento no ser implacable como las Erinias para poder barrer a los griegos de la faz de la tierra. ¡Cuántas palabras necesito para atajar el dolor que nos espera!... ¿A quién suplicar las voces que detengan la miseria de Troya?, ¿a quién rogarle, no ya la victoria sobre el enemigo, sino la palabra visionaria que evite, al menos, nuestra perdición completa?, ¿dónde seguir buscando la profecía salvadora que nos desenganche del carro de la muerte? Sonrío resignada ante mi propia vehemencia. Si yo fuera la princesa que Troya necesita, suplicaría el favor de los dioses, les reclamaría una fuerza milagrosa para nuestros guerreros, imploraría el despertar de Héctor del sopor de la muerte... Y, sin embargo, no lo hago, incluso hoy solo les pido palabras, eso sí, disfrazadas de profecía bienhechora, pero palabras al fin y al cabo. De nuevo las palabras se anteponen a todo lo demás, al rey, a la patria, a los mismos dioses. El deseo absoluto de poseerlas es lo único que sigue anidando en mi garganta. Y yo continúo sucumbiendo en sus remolinos profundos, dando vueltas en sus círculos voraces, como los buitres dan vueltas alrededor de Ilión.
No es fácil dar cuenta de todo esto. Entender tantas desgracias es tarea de titanes. Puede que sea más sencillo ahora que todo llega a su fin. Con esta esperanza empiezo mi relato, quizá consiga dejar aquí escrita mi historia para que los hombres la escuchen. Quién sabe, tal vez en el porvenir se compadezcan del dolor que me atraviesa y entiendan algo de lo que digo. Aunque para ello deba abandonar la grandilocuencia, los enigmas, la oscuridad, y contar sencillamente lo ocurrido… Sencillamente…, ojalá pudiera hacerlo... sencillamente…
III
Las nubes amortajan lentamente al sol. El céfiro cincela en ellas figuras idénticas a las que se formaron el día que desembarcaron los aqueos: la serpiente, el huevo, el altar, el cuchillo..., el ciclo se cierra. Por eso, este atardecer es tan semejante al de su venida, cuando llegaron reclamando a una Helena que ya nuestros barcos habían conducido de vuelta a Esparta hacía muchos días. Y aun así se quedaron, permanecieron a las puertas de Ilión, vocalizando gruñidos incomprensibles, levantando empalizadas y cavando túneles. Aún recuerdo cómo nos asombraba ver que sus greñas ensebadas no ondeaban al viento durante las batallas, y que sus pasos danzaban a ritmos asombrosamente primitivos. Salían de sus tiendas igual que alimañas rabiosas, revolviéndose contra la luz del amanecer, y en los banquetes apagaban su sed con la sangre de los bueyes sacrificados. Bárbaros e ignorantes, venían solo a llevar nuestro aliento a esas insignificantes patrias de las que proceden: Atenas, Aspledón, Beocia, Salamina, Micenas, Lacedemonia, Pilos, Creta, las Calinas... todas ellas lugares de burdos balbuceos y manos que palpan sin saber nombrar lo que tocan. Para eso llegaron hasta el pie de estos muros, para injertar sus torpes ciudades con la savia de Troya y alimentar sus espíritus raquíticos con los rescoldos de nuestra alma. Esta es la causa del largo asedio, y no la belleza dulzona de la casquivana Helena o el honor del desgraciado Menelao.
Contra esto luchamos los troyanos desde el primer día, por ello cayeron Héctor y Astianacte y Alejandro... y muchos más, tantos que da vértigo el recordar su número. Durante los primeros años, después de las batallas, acudíamos raudos al campo a recoger sus cadáveres. Pero pronto hubimos de abrir decenas, cientos, miles de tumbas, porque los muertos nos anegaban igual que las riadas en el invierno. Enseguida me di cuenta de que perderíamos la guerra, que las fauces aqueas caerían sobre nosotros con la fiereza de animales hambrientos. Supe que desgranarían Troya como una mazorca arrojada a los puercos.
Fue entonces cuando comencé a suplicar a los dioses la palabra redentora que guiara al ejército, el decir preciso que nos hiciera favorable la lucha, una voz potente que derramara fe sobre los hombres y que contuviese en sí la salvación. Quise buscar esa fuente inagotable del decir de la que oía hablar a los ancianos e imploré en todos los altares para que el cielo sembrara mi voz. Rogué a los muertos, horadé la mismísima tierra, visité todos los oráculos de Jonia, el de Delos, el del Cisne y, aún más lejos, el de los yámidas y el de la oscura Cidón.
Pero un silencio absoluto y pulido sobrevivía a cada uno de mis ruegos, ignorando los sacrificios que en mi nombre hacían los sacerdotes. Por fin, en Delfos dijeron algo, «ha de ser durante el sueño, cuando los canales de la sangre están abiertos y el corazón en carne viva». Y un barco me trajo de vuelta a Ilión con aquella oscura sentencia grabada en una hoja de hierro.
IV
Ahí empezó mi desgracia. Aquel maldito enigma me asfixiaba, cada palabra era cómo un mal bocado que me cerraba la garganta. Los enigmas son siempre crueles, porque derraman aceite hirviendo sobre la herida que los reclama. El dictamen de Delfos enfermaba mi alma, era mi fiebre y mi desvarío, peor aún, era la confusión, la trampa que atenazaba mi lengua. Todos los días iba con él al templo para intentar desentrañar su obstinado misterio, destripar las palabras, rasgarlas y saber lo que guardaban dentro. Para ello me exprimía la lengua con desesperación, retorciéndola como se retuercen las madejas de lana en los secaderos, todo para recoger unas pocas gotas de voz miserable que los dioses ignoraban con desprecio, velándome su sentido.
En aquellas ceremonias, un coro cansado me azuzaba con furia. «Sigue. Sigue. El que canta no calla nunca», me gritaban coléricos. Eran parteras de brazos fuertes arrancándome hijos sin vigor ni figura humana, porque mi esfuerzo era baldío. De la misma manera que el cuchillo lucha por despojar al árbol de su corteza, así clavaba yo mi lengua en las palabras de Delfos, pero éstas se cerraban obstinadamente, y su fuerza al ocultarse era mil veces mayor que la mía al querer desvelarlas. Yo era un perro y las palabras un tejón veloz que burlaba mi carrera. Mi voz se iba perdiendo, igual que un remero fatigado en la niebla, un remero que no nombra más que la bruma y el agua, avanzando en la oscuridad hacia una oscuridad aún mayor...
Sentía crecer el dolor de no conocer, de que el significado de lo dicho en Delfos permaneciese oculto a mi entendimiento. Ninguna lanza hería tanto como aquel verbo pastoso que me caía de la boca. Mi voz desmayaba a cada paso, desarticulaba sonidos y rimas, reiteraba, marcaba y entonaba extrañas mezclas de nombres. Así día tras día, presa de una actividad tan frenética como inútil que me llevaba a despeñarme muy lejos de cualquier sentido comprensible, donde era arrojada por la implacable indiferencia de los dioses…
V
Qué habrían querido decir en Delfos. Se me pudrían las rosas en las manos y la lengua se me iba volviendo pesada. Contemplaba cómo pasaban los días sin que el cielo me enviase una señal que encendiese algún sentido. No pedía mucho, un rayo ennegrecido, una fuente que manara miel o un pájaro que se me posase sobre la boca, cualquier cosa. La vida empezó a perder su valor. Una noria que gira y gira, pero sin avanzar en su camino. Oh sí, se mueve, pero sin moverse. Un enigma más, y estaba cansada de enigmas.
Hasta que un día, en una de aquellas ceremonias, de mi voz surgió algo semejante a un eco penetrante, «ven, ven», se escuchó en todo el templo. Todavía no sé si eran los dioses o mi propia locura lo que habló aquel día. Poco importa ya. Dicen los marineros que el alción se posa en la mesana al final de la tormenta, y, después de tanta desesperación, ese pequeño alción se agarró a mi lengua para convertirse en pájaro, un triste pájaro sin vuelo.
«Ven, ven...» pero ¿a dónde he de ir?, me preguntaba confusa. Quién podría saberlo. Qué curioso es esto de la sabiduría –sonrío desengañada. Hoy sé tantas cosas. Pero da lo mismo, ahora mi lengua no acierta a hablar de ellas y me revientan la garganta.
Pero entonces necesitaba urgentemente fuegos que me alumbrasen, que me ayudaran a entender aquel galimatías. «Tal vez si me enamorara…», pensé aquella aciaga tarde. No dejaba de ser un disparate. Amar, ¿a quién?, y allí, en una ciudad en guerra, sitiada en medio de la nada. No, definitivamente aquello de amar no parecía una buena idea.
«Ven, ven…» me repetía incansable, sentada en medio de la nave del templo. «Ven, ven…» eso era todo lo que tenía y el tiempo se acababa. Troya sangraba por los cuatro costados. Debía comenzar mi búsqueda por alguna parte o el mundo que conocía se perdería para siempre. Aquellas palabras parecían de amor, así que, a pesar de todo, empecé por el amor… después de todo, por qué no. Yo no sabía nada del amor, pero estaba dispuesta a aprender, a colgarme, si hacía falta, de los cuernos de los toros, a ahuyentar con la lengua las abejas de sus panales o a lavar las manos en el crisol del bronce. Recuerdo que me preguntaba a todas horas si yo tendría el poder de amar de esa manera, de amar hasta cortar el vuelo de los pájaros.
No había avanzado mucho en mis intentos de entender el dictamen de Delfos. Aquel «ven, ven» apenas significaba nada. Una rara encrucijada se erguía ante mí, un laberinto blanco mucho más terrible que el que dicen que existe en Creta. Aún así, me adentré en él buscando al amor. ¡Qué aterradores son los laberintos! Miedo. Inocencia. Cruces solitarios. Pasillos que se remontaban sobre pasillos. Esquinas que se confundían con el centro perseguido. Encuentros que no eran más que engaños. Retrocesos. Caídas. En ocasiones, se estrechaban los muros y el aliento abandonaba mi pecho. Otras veces, las paredes se separaban y el cuerpo se me hinchaba con ellas. Así son los laberintos, al amor tampoco le agradan, no se deja prender fácilmente en ellos, se vuelve escurridizo, huye, se esconde. Y pocas veces desciende al corazón de quien lo reclama.
VI
Qué hermoso está el mar esta noche, parece que él también supiera que es nuestra última noche. Ojalá pudiera succionar el azul, la salina, el ocaso, y ponerlos en estas hojas de papiro. No es sencillo escribir sobre lo que ha sido mi vida en los últimos años. Busco las palabras, voy tras ellas, las hostigo. Pero, una vez más, huyen de mí y me dejan sin resuello. He de terminar mi historia y sólo consigo enredarme en ella cada vez más. Es una maldición que me persigue, cualquier acercamiento a las palabras se convierte en una herida que me desangra.
Estoy aquí, sola en mis aposentos, dándole vueltas y vueltas a lo que he de escribir, del mismo modo que le doy vueltas a lo que debo decir. Parece que mi vida se reduce a ir tras enigmas inexpugnables. Éste es solo uno más. Debería haber aprendido que necesito catapultas y escaleras para conquistar esas fortalezas; si no, las palabras acababan oxidándose. Y los cortes con las palabras oxidadas causan el mortal tétanos. Yo lo sé, mi carne lo sabe. Me he cortado tan a a menudo con esas palabras oxidadas, me he engangrenado tantas veces... mi cuerpo lacerado, el alma enferma, las historias perdidas para siempre… Por eso he decidido escribirlo todo. Tal vez el jugo del papiro consiga limpiar mis heridas, desinfectar los muñones que son todas estas palabras llagadas, todo lo mal dicho, lo que no fui capaz de contar, de decir. Esa impotencia se ha convertido en la lepra de mi alma. Y yo, en un mujer leprosa.
Está oscureciendo. Corro colina abajo sin detenerme y me escabullo hasta el mar. Lo hago casi todas las noches. No es difícil burlar el sitio de los griegos. Son necios hasta para eso. Las ciudades vecinas llevan años abasteciéndonos de soldados y de alimentos a sus espaldas. Sin su ayuda hubiera sido imposible resistir tanto tiempo. Es mi último paseo por estas playas de guijarros dorados. Me descalzo y dejo que el mar me moje los pies, es como una despedida…
Al regresar he visto a Hécuba derramando lequitos de aceite en los cruces de los caminos. Se me partió el corazón. ¡Mi pobre madre!, el resto de su vida cabría en los dibujos de un ánfora. Para no tropezarme con ella, he rodeado la muralla, atravesado matorrales, cardos y flores azules, de las que se destilan bálsamos agrios que curan las fiebres. El camino se contonea en pequeñas ondulaciones sobre la cintura de tierra. Estoy temblando. Sopla el viento del norte desde hace ya tres días. El boreal me inquieta, me agita todos los posos del alma, me los remueve hasta enturbiarme los sentidos y me zarandea con fuerza contra las paredes de mi pequeño mundo. No tengo escapatoria. Si las paredes ceden, las ruinas caerán sobre mí. Y si los muros se mantienen firmes, reventaré sin remedio.
Todo se mezcla dentro de mi cabeza. Los recuerdos, los deseos, los temores. No encontré otra salida de aquel laberinto en el que estaba atrapada. No encontré otra salida que el amor. Suena demasiado simple. Pero, quizá, la vida, el decir, la verdad eran simples y yo lo único que había hecho hasta entonces era enredarlo todo sin remedio.
VII
El amor… Yo lo ignoraba todo sobre el amor. Desde muy niña, escuchaba con admiración contar a la abuela Eunoe las grandes pasiones que las mortales habían sentido por los dioses, su yacer entre sarmientos que se vuelven divinos y entre lenguas que pueden crear el mundo. Y por encima de todas aquellas historias, la de un barco navegando en aguas de lluvia hacia los puertos de la hermosa Dánae. Aquel relato me embriagaba igual que un licor que a su paso me fuera quemando las entrañas, abriendo caminos, escaldando la frialdad de mi vida.
Después de escuchar aquella historia, corría al templo, en plena emoción, a invocar a dios. Me postraba ante su imagen de mármol, acariciaba su rostro como si quisiera hacer brotar de él fuego. Con los ojos anegados suplicaba su venida, que me amara, que alejara de mí el ulos de la muerte. Me debatía por sentir ese amor aquí dentro, por conseguir que inundase mi lengua y que afilase mis ojos. Pero tanto amor parecía imposible. Por eso volví la mirada hacia dios y le amé a él. No por soberbia, sino por necesidad, porque ningún mortal podía llenar así mi alma. O, al menos, eso pensaba yo aquella tarde aciaga.
Entonces sucedió… Yo fui la elegida, yo… que no era hermosa, ni semejante a la flor ni a la gacela, que ya fuera destinada a formar parte de los campos sin espigas. Sí, yo fui la elegida… aquella tarde aciaga… Una de aquellas tardes de súplicas ardorosas, por fin, un dios incendiario me escuchó, y, conmovido, vino a mí, al ver que mi boca era una granada encendida en la que resplandecía todo el amor del mundo.
¿Por qué le recuerdo tanto en esta noche?... En esta noche, como en un lugar, en un muro cubierto por la memoria negra de la hiedra...
VIII
La primera vez que le ví, no le reconocí. No es sencillo hacerse a la idea de que ese hombre que se ve a lo lejos es un dios que ha venido a tu encuentro. El otoño había empezado con un ahogo insoportable. Desde mis aposentos, se observaba un trajín inusitado en el puerto de los aqueos. A la habitual descarga de los pescadores, aquel día se le unían los comerciantes de esponjas y... en el gran embarcadero de madera que habían construido los invasores, muchas figuras pululaban alrededor de una gran pentecontera que acababa de arribar en su parte más alejada, casi ya en mar abierto. De él salían en procesión innumerables hombres con fardos, grandes bultos y mucho empaque. Algunos esclavos ayudaban en la descarga y las carretillas del transporte parecían no dar abasto. El forastero atravesó con su séquito las líneas aqueas con la ligereza de la brisa. Le fui siguiendo con la mirada hasta que le perdí de vista, cerca del palacio de Ictinio, el delio.
Aquella noche dormí mal. El fragor de las escaramuzas en las puertas de la muralla me parecía atronador. Caían las primeras lluvias del otoño y bajé hasta la playa por los túneles y pasadizos que habíamos abierto para recibir los suministros de los aliados. Iba envuelta en una capa, incluso me cubrí con ella la cabeza. Disfrutaba de la sensación de la lluvia cayéndome sobre el rostro. Le vi desde lejos, me di cuenta de que me miraba como quien tiene hambre. Me violentó su osadía. Y yo, princesa de Troya, levanté la barbilla hacia él, escupiendo fuego por los ojos. Pero pronto sentí como si me atravesara el pecho una lanza. Fue solo un instante, un destello, algo fulminante que me deslumbró y luego me dejó perpleja. Volví sobre mis pasos. No porque pensase en un lance de la guerra, sino porque presentí un lance de mi carne.
A la noche siguiente, acompañé a Alejandro a ver a Toante. Mi pobre hermano seguía atormentado por el recuerdo de Helena y buscaba respuestas en el hígado de los pájaros. Mientras esperaba, sentada en las dunas, me volví a encontrar con el forastero. No llovía y esa vez no pude esconderme en el interior del himatión. Desde las dunas, con la leve superioridad que me daba esa suave altura, le miré con un ápice de enfado en el rictus de los labios y la mandíbula un poco contraída. Pero esta vez el rayo no me derribó y conseguí verle bien. Era un hombre en buena forma, alto y esbelto, el cabello y los ojos del negro que tiñe el mar por la noche. Una figura imponente…: reserva, enigma y oscuridad. Pensé en una fortaleza, un muro alto e inexpugnable, tanto desde fuera como desde dentro; nadie podía entrar, pero él tampoco podía salir.
El recuerdo muerde en el pasado y sus dientes arrancan los espesos velos que recubren la memoría. No quiero dejar de escribir, aunque escribir duela. Un calor húmedo sube del suelo y me anida en el cuerpo. Boreas dejó de soplar y se llevó consigo la frescura. Tengo la boca seca, solo el agua de las hidrias me suaviza la garganta y me espabila los dedos. En los baúles se van acumulando hojas y hojas de papiro, es la historia de mi vida.
IX
Unos días después, volví a encontrarle de nuevo. Él se paseaba por el camino que baja desde el palacio hasta las tierras de Bión, el cretense. Se detuvo junto al recodo donde cuecen las ánforas bajo el sol del mediodía. Estaba esperándome. Le miré obstinadamente. Nunca me asustaron los desafíos, y me pareció que él me desafiaba. Le miré tan despacio que pude contar cada uno de los poros de su barbilla geométrica, tan despacio que le recorrí el pecho y el corazón y la boca. La boca es la clave de los hombres. «La boca —me dije—, es mucho más que el lugar de la vida o del tiempo, es el recipiente de las palabras, las contiene todas», y me asombré yo misma ante ese pensamiento... Le miré hasta provocar el sonrojo de su cara marmórea, le miré tanto que sentí que le conocía desde niña.
Se me acercó jovial, como quien lleva valiosos presentes. Después de los saludos, empezamos a caminar juntos hacia la parte baja de la ciudad. Siempre me gustó ese lugar, allí se ocultan mujeres sorprendentes, de almas abigarradas y saberes extraños, las cortesanas, las hechiceras, las que esculpen la piedra… mujeres muy diferentes a las que habitamos en los palacios, nosotras tenemos las almas enderezadas por las varillas de los juncos, igual que nuestras faldas. Aún no sé por qué dirigimos nuestros pasos hacia la ciudadela, ni por qué entramos en aquella casa blanca, solo recuerdo que iba exultante, ni siquiera tuve la precaución de cubrirme el rostro. «Qué está sucediendo», pensaba, estupefacta al verme paseando con aquel hombre por las calles de Troya. Nos miramos y sonreímos, los dos a la vez, como una nota que sale a un tiempo de dos gargantas.
No recuerdo bien cómo era aquella casa. Entramos en un patio interior y luego, al traspasarlo, desembocamos en un porche con columnas que se abría a una gran terraza colgada sobre la bahía. Alguien había dispuesto sobre una mesa vino caliente, ramas de mirto y dulces sagrados. Olía a incienso, y dos grandes asientos con reposacabezas de bronce parecían estar esperándonos. Al levantar los ojos me encontré con los suyos. Sonreí, pero no bajé la mirada, al fin y al cabo yo era una princesa troyana. Después me quedé callada, contemplando casi a hurtadillas a aquel que estaba allí conmigo. Su presencia era atronadora, tan poderosa que borraba el mundo a su alrededor. «Esto debe ser lo que les sucede a los enamorados —pensé—, que solamente tienen ojos para el amado». Entonces me reía en silencio de mis ocurrencias. Lo cierto es que no recordaba haber tenido tan cerca a alguien semejante en todo mi vida, mi sencilla vida de prófuga. El amor es algo extraño, irrumpe, revienta, reclama, consume… Bebiendo a sorbos aquel vino caliente, nos fuimos acercando a la balaustra de la terraza que más avanzaba sobre la bahía. Él se debruzó, sonriente, ligeramente inclinado hacia adelante y perdido contra un horizonte del color del fuego.
No pude decir nada, las palabras era aún demasiado estrechas para contener todo lo que me rebosaba de la boca. Debí perder el sentido, porque de aquella primera vez juntos solo recuerdo eso, su rostro, la calidez del vino, el fuego del horizonte, el fuego de mis entrañas…
X
Desde entonces, él me esperaba todas las tardes cuando yo salía del templo. Así parecía que era la respuesta a mis plegarias. A los dioses les gusta guardar las apariencias. Quién sabe por qué son tan absurdos.
Cuántas horas pasamos juntos no lo recuerdo bien. Pero fueron muchas. Poco a poco, fue llegando el estío, después vinieron los vientos y más tarde la lluvia y las primeras tormentas. Muchas de nuestras tardes galopábamos hasta el mar, persiguiendo lazos que nos enredaran, que nos mezclaran insoportablemente el uno con el otro. Otras veces paseábamos hasta el pie de la colina de Ate. Allí, a la sombra de los fresnos, me rodeaba con sus brazos, y su abrazo era preferible a la vida, a la salvación de Troya, a las cosechas abundantes. Por fin, sentía como sienten las mujeres fecundas, las que aman y son amadas, y eso me llenaba hasta hacerme rebosar.
Era emocionante cada vez que me asaltaba en los pasillos, en los campos, en las puertas de la muralla. Aparecía a mi espalda y me rozaba la nuca con su aliento. Al llegar la noche, bebíamos el vino en las terrazas de Troya, el vino que era como la púrpura del múrex, aquel vino sagrado de la embriaguez y de la dicha.
Lo que más me gustaba era cuando me hablaba. Lo hacía juntando extraños nombres como quien apareja jarcias, nombres que se enredaban con los que yo misma pronunciaba. No hacía falta entenderlos, solo sentirlos. Fue una de aquellas noches cuando me contó por primera vez la historia de Demofonte. Lo hizo con calma, entonando cada palabra, recalcando cada intención… Me quedé embobada por lo que escuchaba, poseída …: su voz contenía el mundo, el amor, las estrellas del cielo y la oscuridad del Hades. En un primer momento, únicamente oía la cadencia, la música de los versos, el discurrir de la oda. Parecía una historia más, una entre tantas, de dioses y mortales que cruzan sus destinos. Solo, a medida que pasaban los días y él hablaba y hablaba de ella sin descanso, empecé a entender lo que pretendía.
Pobre Demofonte, débil y enfermo, sin que ni los más afamados médicos del Ática le diesen remedio para su mal. Sin embargo, Deméter es generosa, le amamanta con ambrosía, le arrulla contra su pecho, le infunde su aliento. Ama a aquel niño, le ama tanto que busca darle la inmortalidad, hacerle eterno e imperecedero. Qué difícil tiene que ser arrancar del alma el dolor, el sufrimiento, la huella del tiempo, aunque el alma sea la de un niño. Pero Deméter es una diosa y a los dioses les es dado el poder de hacerlo. Entonces, una noche, le pone cuidadosamente sobre la hoguera, le mete con tiento entre las llamas que han de quemar su parte mortal, extinguirla, hacerle inmune a las heridas de Crono, esas heridas que se agrandan cada mañana…
Y con la última palabra de esa historia aún en los labios, me miraba expectante, esperando la complicidad de mis ojos. Entonces supe que él quería lo mismo, que buscaba hacerme vivir por encima del tiempo, a su lado para siempre. Comprendí que intentaba crecer en mí, podar mis ramas para que yo me injertara en él. En el fondo, también los dioses son inocentes, cómo, si no, podía creer que el destino es algo que puede ser compartido. Yo sabía que él era un dios, lo sabía casi desde el principio… aunque a veces lo olvidaba. Lo olvidaba porque le amaba demasiado.
Todas las noches, junto a la ventana de mi habitación, me repetía la historia de Demofonte tendido sobre las llamas… Después lavaba mis manos con agua de menta o me limpiaba el sudor que me bañaba los ojos. A veces, parecía que ya todo estaba dicho, que cualquier profecía era ya inútil... y el mundo se dejaba mecer igual que yo me dejaba mecer frente a la ventana.
XI
Durante mucho tiempo, nuestras noches fueron solo eso, noches de juegos y palabras, de vino y caricias cautelosas. Pero al cabo, llegó la noche esperada…, esperada y temida… Recuerdo aquel día con desazón. Incluso antes de que el sol asomase, tuve la certeza de que algo aguardaba agazapado en el aire, algo que se arrojaría sobre mí al menor descuido y me arrancaría el alma. Los versos de Demofonte me martilleaban en la cabeza, una breve y una larga, una breve y una larga, una breve y una larga, en un yambo maldito.
Me vestí con esmero. Algo inusual en mí. Elegí una falda lisa, separada por galones, sin delantal, y un corpiño abierto hasta el talle, con los antebrazos desnudos y las mangas ceñidas. No me recogí el pelo, ni moño, ni redecilla, ni cintas, y me calcé las sandalias adornadas con tiras de oscuros zafiros alrededor de los tobillos. En la puerta de mis aposentos, me puse un quitón malva sobre los hombros y me eché a las calles. Era una tarde violácea. Las montañas se recortaban unas sobre otras. Nieblas como vahos ardientes, labios dibujados con tenue temor. «Extraña la noche que se avecina», pensé. El atardecer se encrespaba con rojos sanguinolentos sobre un horizonte azulado, que parecía curiosamente cercano. Hacía calor, demasiado calor para aquella época del año, tanto que me costaba subir por los caminos empinados de la ciudad.
Nos habíamos citado en el palacio de Ictinio, el delio. Lo hacíamos a menudo. Desde allí, emprendíamos nuestras excursiones por detrás de las líneas enemigas. A veces, incluso alcanzábamos el Helesponto. También aquella tarde enfilamos la costa hasta el cabo Sigeión y, para no ser descubiertos por los espías griegos, acabamos refugiándonos en las ruinas de un viejo templo que debió de estar dedicado a Hécate.
Desde que entré allí, me sentí temerosa. Cuando los esclavos extendieron las mantas en el suelo, entendí claramente que no tenía el control de los acontecimientos. Solo acerté a rumiar: «en caso de peligro, huiré». Y revestí este pensamiento de salida de emergencia, incluso recorrí mentalmente los pasos hacia la puerta del templo. Los dos allí de pie, mirando a aquel mar más bello que todo lo bello que podía haber en el mundo, hablábamos sobre lugares comunes, la guerra, el porvenir,…pero era como si dentro de las palabras que nos decíamos habitaran otras. Las pequeñeces de aquella conversación estaban atravesadas de tiempo, de deseo, de luz que empieza a emanar desde oscuridades profundas.
Un golpe de aire me echó el pelo sobre la cara. Entonces, él, con un gesto pausado, me lo retiró en dos movimientos. En el segundo de ellos, con el dorso de la mano me fue acariciando el óvalo del rostro hasta la línea del cuello. Sentía sus manos pegadas a mi piel, como lazos que nos ataran, que nos anudasen hasta fundirnos. «La piedra magnetita —pensé—, pero ¿quién de los dos es la piedra y quién el hierro?» Sentía fuego en los pies, en el vientre, en la cara. Por un momento, temí que ya hubiera empezado a quemar lo que le sobraba de mí, el ser mortal, el ser de carne, el ser real...
Salió un momento para asegurarse de la buena marcha de los preparativos para la cena. Se escuchaba el trajín de los esclavos como si los comensales, en vez de dos, fuésemos un ciento. Me quedé sola en aquel templo destartalado, me creía perseguida por los gestos, por los pensamientos, por los deseos, como si todos ellos hubieran cobrado vida y danzasen a mi alrededor para enloquecerme.
Entonces oí su voz que me llamaba. Me levanté despacio y me fui acercando. A medida que recorría aquel empedrado, tenía la sensación de atravesar un camino interminable, un camino sin retorno, hacia un lugar del que ya la vuelta atrás no era posible. Iba como embrujada. Me parecía largo, muy largo, sin fin. Avanzaba atraída por una fuerza inconmensurable. De repente, él extendió la mano, quizás para ayudarme a salvar el trecho que me faltaba, igual que si tuviese que franquear un abismo y necesitase que aquel brazo me sostuviera. No supe muy bien cómo, pero yo también alargué mi mano. Cuando nos rozamos, me atrajo hacia sí y me vi entre sus brazos, con los labios fundidos en los suyos, hasta desaparecer uno en el otro. Fue un beso largo, muy largo, como el camino. Primero despacio, con ternura, después la pequeña llama se fue avivando y arrollando el mundo. El beso creció y abarcó los ojos, las mejillas, el cuello…, los dos temblábamos tanto que me pareció que la tarde se movía, que el templo se tambaleaba, que la costa era anegada por el mar. Cuando volví en mí, me encontré con la cara apoyada contra su pecho, mientras él me acariciaba el pelo y me surcaba los labios.
Así estuvimos mucho tiempo, hasta que el sol se puso. Después cenamos, tortas aderezadas, frutas y un vino dulce de Tasos. Eso sí lo recuerdo bien, el sabor del vino, a tomillo y canela, y las granadas deshaciéndose en la boca. Hay cierzos que azotan el vientre y lo inclinan hacia otro vientre, inexorablemente, y hay vientres que se reclaman ardientes el uno al otro. Fue entonces… allí... en un lecho improvisado. Un lecho que quiso ser de lirios y fue de arena, gruesa arena de los tálamos sentenciados… sus ojos clavados en los míos con clavos blancos, en el vientre, en la savia blanca. Sucedió tal y como dijeran en Delfos. Era aquel el sueño más profundo, el más insondable. Allí estaba dios tendido sobre mí, amándome, las sienes latiéndome al son de un placer tan feroz como la sangre y el corazón en carne viva. Cada caricia suya le arrancaba poco a poco hebras a mi cuerpo, convulsionaba mi carne, aumentaba mi sed… mientras yo, inocente, me afanaba en atravesar un abismo sobre el que se extiende una senda aún más atroz que el abismo. Sentí tanto amor aquella noche… Qué difícil me resulta hablar de él ahora. En realidad, tampoco sé por qué el amor iba a ser diferente a todo lo demás, por qué iba a dejarse pronunciar por mi lengua turbada e imprecisa.
Allí, en el templo de Hécate, le miraba a los ojos y mi corazón se mostraba pletórico. No se podía pedir más a los dioses. Después de aquella noche de amor, el porvenir se mostraría ante mí con la transparencia del presente. Conocería de antemano las tácticas de los generales griegos, el sitio óptimo para quebrar sus huestes, la herida precisa que reventase sus vientres. A una voz mía, se multiplicaría el vino en los lagares y brotaría el trigo de las piedras, una sola oliva llenaría las cráteras a rebosar y todos los astros del firmamento estarían bajo mi mando. Por fin seríamos coronados con la victoria.
XII
En pleno arrebato, le escuché decir mi nombre, pero su voz me partía como parten las afiladas cuchillas a los bueyes para el sacrificio. Le oía llamarme…; la voz de dios dentro de mi alma. Se me desgarraron las entrañas, se me acabó el aliento, perdí la vida. Aún hoy no entiendo bien lo qué pasó. Solo sé que tuve miedo, pánico al presentir aquel fuego que venía hacía mí con las fauces abiertas. En el último momento perdí el valor y huí de aquel lecho, atravesando la nave, el pórtico, la escalinata... Mis oídos se tapiaron, mis ojos se cerraron, mi boca se volvió muda, solo a mis pies parecieron nacerle alas, alas veloces que me transportaron hasta la playa. Le oía detrás de mí, gritaba algo sobre el miedo y el desamor, sobre mundos que se derriban, sobre la inmortalidad perdida…
No me fue fácil regresar a la ciudad. Los pies no querían traerme de vuelta y se me clavaban en la arena, en las piedras, en los campos… Me sentía desfallecer, quería volver sobre mis pasos, ir en su busca, pero necesitaba alejarme, sino él me engulliría, me quemaría entera con aquel fuego dispuesto a devorar las partes de mí que no le gustaban. Tenía la sensación de que entre mis dedos se movían los hilos de una historia brutal, una historia que tenía que ver conmigo y que yo no sabía tejer, hilos que se abalanzaban sobre mí y que me estaban ahogando.
Por fin, conseguí entrar en el palacio. Subí a mis aposentos y cerré la puerta como si me persiguieran miles de hidras hambrientas. Me quedé quieta, allí en la oscuridad. Temerosa de aquel fuego de afiladas cuchillas que hiende las carnes. No sé cuánto tiempo tardé en reaccionar…, supongo que mucho… Después, me serví una generosa copa de licor y me senté en el suelo del balcón, de espaldas al mar, a los aqueos, a Ilión,…sin querer sentir la luna, la sal, la noche, que me avanzaban por las venas. «Qué está pasando —murmuraba en mil tonos, con mil matices poblados de miedos, de sombras, de temblores—. No, ésta no es la pregunta. De todos modos, estoy harta de preguntas, de la guerra, de los muertos, estoy harta de todo».
XIII
Fueron, tal vez, las copas de licor las que me ayudaron a ver lo que no había visto antes, la vida, el amor, aquella fuerza de torrentes que me arrastraba, poco a poco, y todo a un tiempo. La pasión que transmutaba el cobre de la vida en oro puro, solo con el roce de sus dedos. No podía dejar de pensar en aquel fuego avanzando sobre mi cuerpo. Si me hubiera quedado, me hubieran ardido hasta las uñas. Por eso huí, por el espanto que me causaron aquellas llamas, preparadas para quemar mi mortalidad, el dolor, la desdicha, el hambre, las huellas del tiempo en el corazón... Tuve demasiado miedo. Un miedo incluso más grande que el amor que sentía. Yo sabía que las brasas estaban preparadas para mí, que iba a desaparecer en ellas. Pero lo que me dio realmente pánico es que yo quería que ocurriese, anhelaba que la lumbre me consumieran para formar parte de él, como si así hubiese hallado, por fin, la calma.
Sí, fue el miedo lo que me detuvo aquella noche, un terror intacto al que es imposible negarse. Ese miedo que devora los mejores frutos, que revienta las vidas y tuerce las palabras. Pero ¿de dónde me venía?, ¿en qué banquetes lo había alimentado? El miedo no invade desde fuera, no llega así de pronto, desde ninguna parte. El miedo crece aquí, en los adentros, se derrama en el corazón, igual que un veneno lento, y nos anega, y nos trocea, y nos va quemando el alma. Dicen en Jonia que es este miedo lo que nos ata al mundo. Dicen que si él desaparece, nos diluimos, dejamos de ser hombres y nos convertimos en polvo o en dioses o en héroes o no importa en qué, quizá en inmortales.
Por ese miedo, no fui capaz de quedarme en el lecho que dios había abierto para mí en el templo del Sigeión. Me pudo el terror de sentir las llamas arrollándome, y salté fuera de aquella hoguera. Aún sueño con esto muchas noches, aunque duerma con una rama de laurel entre los dientes. Veo manar pétalos de ceniza, pétalos de ceniza que lo inundan todo, que me ahogan a y entierran Troya.
Mi rechazo le indignó tanto que tronaba el templo entero, aullaba como solo pueden hacerlo los dioses. Su clamor abrió surcos en mis piernas, en mi vientre, en mi pecho...; por estos cauces avanzan los ríos de llamas que pronto nos reventarán a todos. No quise incinerarme en su fuego, así que será Ilión quien arda, donde hoy se levanta mi patria mañana quedará solo una cicatriz en la tierra, pronto nuestros campos serán arados con los tizones de los templos.
XIV
Las ramas de canela, el cinamomo, la juncia..., el pesar de haber rechazado a dios pesa más que todos los metales del Laurión. A ese dios que se hizo fuego en mi presencia. Cómo envidié de nuevo a la vieja Dánae. Para ella dios se volvió lluvia, en cambio para mí, llamarada. Sonrío con tristeza al recordar su furia... La furia de los dioses es la desgracia de los mortales. Como condena por mi cobardía, me arrancó el habla, la palabra profética que le había pedido para defender Ilión. Conozco el porvenir, pero mis sentencias no guardan hados redentores, lo conozco no para evitar la desgracia, sino para que ésta se cumpla y nos destruya a todos.
Lo perdí todo, la inmortalidad, la palabra, la salvación de Troya. Todo, excepto esta maldición que permanece soldada a mi boca, igual que un bozal de hierro. Estoy condenada a vagar por esta inútil sabiduría del que habla sin ser entendido. Desde entonces, me es imposible reproducir las voces que se depositan en mí y que me anegan, pero que no puedo entonar porque su cauce permanece obstruido por todo lo que no ardió aquella noche y no las deja fluir hacia el mundo.
Este dolor va siempre conmigo, no ha dejado de llevarme de un canto a otro canto, aunque mi voz se astille y se rompa. Huí de aquel tálamo, con el fuego ya quemándome la carne. Fui cobarde, nada más. Así es mi historia, la historia de una gran pasión que no llegó a consumarse. Esa es la razón de mis palabras perdidas, la causa de la maldición que, partiendo de mí, se extiende hacia Troya y que acabará devorándonos a ambas.
XV
No han pasado muchas cosas en mi vida desde aquella mala noche en el Sigeión. Todo este tiempo he seguido aquí, pegada a estas murallas, sola y estéril, pero eso sí, atada al laurel, sagrada para siempre. Oh, sí, el amor ilumina o eso dicen. Debe ser por eso que vivo atormentada por este sol eterno, siempre encendido bajo mis ojos, sin el alivio de oscuridad alguna. Cuánta luz inútil. Para ilustrar qué, me pregunto, si de todo eso que veo tan claramente no sé hablar, se me pierden las palabras igual que el agua entre los dedos.
No hay un solo instante en que no me asalten dudas sobre lo que hice… De qué tenía miedo, del fuego, del amor, de las palabras… Pero quién hubiera aceptado ceñirse su amor a la garganta igual que una soga que tronzara el aliento, quién hubiera entrado en la hoguera, inquieta y feliz, como la que va a yacer con su amado. Algún tiempo después le ví de lejos, rodeando dulcemente la cintura de Marpesa. Tal vez ella tuvo el valor que a mí me faltó y fue capaz de dejarse quemar por la pasión divina. Qué poco importan ya estas preguntas. Al final, incluso ignoro si aquello que sentía era verdadero amor, porque ni siquiera tuve el corazón sencillo y el gesto grácil de la bella Marpesa, y no fue sobre mí, sino sobre ella, sobre quien se fundieron sus brazos.
Tengo aún tantas heridas abiertas. Tantas heridas que ni siquiera, al contar lo ocurrido, consigo escarbar en mi corazón y encontrar su centro. A veces es difícil encontrar el centro de un corazón encogido por tantos dolores. Me cuesta respirar. En este estado de confusión no debería seguir escribiendo. Pero lo hago. Lo necesito y escribo sin tasa. Siempre sobre lo mismo, largos galimatías, pomposos y altisonantes. Mis historias siguen sin entenderse, no cuentan, no dicen nada. No veo el hilo ni la trama ni los personajes. No encuentro nada…, solo doy vueltas patéticas buscando poner algo de orden en tanto desconcierto.
No me queda mucho tiempo, por eso he de seguir adelante. La luz de la aurora pronto se hará presente. Voy enrollando los papiros ya escritos sobre cilindros de hueso, después las esclavas los depositan en cajas que le envío en secreto a Eneas. Él sobrevivirá al desastre que se avecina. Le he pedido que los transporte hasta el Lacio, allí descansarán a la espera de ojos que los lean.
XVI
Qué tarde es. El perfil de los barcos aqueos se dibuja a lo lejos. Ruego a los dioses que se marchen, que regresen a sus bárbaras patrias y nos dejen vivir en paz. Pero no. Todo está escrito. Troya será destruida. Lo sé desde que llegué del Sigeión, fue entonces cuando empecé a predecir su destrucción completa, la carne quemada de nuestros cuerpos pudrirse bajo la tierra, las fatales hendiduras en el pecho de los guerreros, todas las victorias coronando la frente de los generales griegos. Las palabras manaban de mí como de un manantial caudaloso, pero putrefacto. Poco a poco fue viniendo a mí la ciudad entera, acudían a ver a la hija del rey profetizar sin tasa, una bendición para la casa de Príamo. Pero de mi boca únicamente querían escuchar la lejana muerte de sus hijos, que nuestras murallas no cederían a los embates aqueos, que los dioses nos llevarían a la victoria. Y decirles esto no me era posible. No oían lo que querían oír y eso les fue apartando de mí.
Pero ¿qué palabras debería haber pronunciado?, ¿cuáles de entre todas les hubieran llegado al corazón? Podría haberles hablado de vientos favorables para las penteconteras, del oro que la tierra guarda en su seno o del férreo brazo de Héctor... Pero mi frente nunca pudo con el laurel que llevan los mensajeros gratos, y solo les contaba historias de carros tirados por yeguadas de bronce avanzando sobre Troya, de niños despeñados por los acantilados; les hablaba de Héctor, sí, pero descuartizado durante cien auroras. Yo pensaba que el remedio para sus males estaba en mi voz destemplada y en los gritos que lanzaba advirtiéndoles de sus desgracias. Pero decirles esto era llenarles de un temor que convertía mi peán en canto fúnebre y eso se les hizo insoportable.
Después de aquella noche en el templo de Hécate, todo se volvió aún más terrible, mi vida, la guerra, el desamparo de los teucros. Muchos días estaba tan desesperada que cualquier espada me hubiera parecido un bálsamo para el pecho… Condenada por cobarde, por huir del amor, por eso me he quedado sin palabras. Poseo la verdad, la diferencia entre el día y la noche, lo frío y lo ardiente, la diferencia entre Grecia y Troya. Conozco el porvenir, el tiempo se hace diáfano para que yo pueda ver a través de él. Sé el lugar y el instante justos del destino. Y, sin embargo, no puedo contárselo a los míos. La semilla que se oculta en mi interior es una semilla calcinada, fruto del inmenso vacío que me envuelve el corazón. Deambulo perdida por los desvaríos de mi voz, y sigo gritando, diciéndolo todo, y cuánto más mi boca pronuncia, más torcidas me nacen las palabras aquí abajo, en la garganta.
XVII
Los troyanos siguen sin creerme cuando les digo que los barcos aqueos no se han ido, que se esconden tras el Aquilón, que ya están preparando el engaño urdido por el rey de Ítaca, que oigo el caballo de madera cabalgar hacia nosotros. Mi desesperación me rebela contra el mundo, contra mí misma, contra la palabra pastosa que atasca mi lengua...
Ahí va Toante. Abre con sigilo la puerta Escea y se desliza hasta el campamento griego. La envidia que siento me hace restañar los dientes. A él sí que le escuchan durante horas enteras los troyanos. A él, a ese adivino traidor que nos venderá muy pronto al enemigo, le oyen embobados, evocan con admiración sus palabras escuálidas y creen en ellas. De las mías, en cambio, huyen, no son para ellos más que gritos estridentes que se precipitan sobre sus vidas desde ninguna parte. Dios nos hizo distintos. A Toante le unció con agua, su palabra persuade, pero su visión es corta —si no fuera así, no estaría al servicio de quienes pronto han de darle muerte—. A mí, por contra, quiso uncirme con fuego, no hay nada oculto a mis ojos, toda la presencia del mundo habita bajo estos párpados, pero torció las cuerdas de mi voz para que resultara extraña a los oídos de los hombres. Toante ve poco y puede hablar de lo que ve. Yo lo veo todo y mi decir es equívoco para los míos.
¡Decidle a Toante que dios es fuego, que este año no serán las canículas las que sequen el lecho del Escamandro, decidle que un caballo guarda a Ilión en su seno! Decidle...
Qué poco importan ya estas advertencias. Ayer me dijo mi padre que los vencidos desaparecen de la faz de la tierra sin dejar rastro, nadie los guarda en su memoria. Tiene razón. Ya oigo a dios reír al pie de las murallas, ríe como si viera ante sí el incendio de Troya y mi lengua clavada en las picas de Micenas.
XVIII
Estoy aquí, por última vez, empujando mi vida hacia los brazos de la esclavitud, ya no hay otro lugar al que pueda encaminarme. De madrugada, Teano abrirá las puertas del Paladio, eso leí esta tarde en el hígado de los pájaros. En sus vísceras aparecemos como leños colocados para avivar el último resplandor del trono de Príamo. Pero no se lo diré a los míos. Guardaré silencio. Quizá es la cercanía del final la que me proporciona estas pocas migajas de sensatez. ¡Cuánta ingenuidad y cuánto esfuerzo baldío! Esta noche, aunque me escucharan, no les entonaría el canto del caballo de fresno que pateará el vientre de Ilión. ¿Para qué? Total, siguen pensando que es la locura la que conmociona mi alma y difunde a mi alrededor una cháchara incomprensible. Pero se equivocan. Lo veo todo con una claridad hiriente, todo, incluso el golpe seco que me arrancará de mi patria y me llevará a una lejana tierra, las nupcias con el león griego, el maldito Agamenón, la leona que me devorará en su guarida.
Lo veo, pero no sirve de nada. Dicen que la sabiduría recrea la justicia, el sentido de las sendas contrarias, el banquete que satisface el alma, pero todo eso es falso. Saber más solo significa sufrir más. Saber... la angosta maldición que me aprisiona en todos los umbrales sin dejarme traspasarlos. Saber es una mandíbula que devora, solo eso. Troya caerá y mi sangre empapará la alfombra de la reina griega. Es el fin.
«¡Al décimo año, el caballo parirá lumbre y la lumbre prenderá en nosotros!» Grito al poder divino que me ha traicionado. De nada sirven mis propósitos de guardar silencio, de callar para siempre. Parece que no puedo dejar de hablar hasta el final. No soy más que una maltrecha caricatura, sin sentido y, pronto, ya sin aliento.
XIX
El altar arde en varios puntos. El humo de los sacrificios se esparce al pie del Ida y corona los árboles en un connubio triste. El cielo ya no lo recibe y lo detiene sobre el altar, formando una nube pesada y gris. Lloro ante esta última señal del abandono de los dioses. Ya no falta mucho, estoy terminando de escribir mi historia. He de dejar estos versos a los tiempos venideros para que ellos me juzguen. Tal vez encuentre en el provenir la comprensión que me niegan los míos.
Me pregunto quién los leerá. Me pregunto si los leerá alguna mujer. Las mujeres somos extrañas, nos desangramos, reventamos, pero no dejamos de amar. Oh, sí, aún pienso en él. Cada noche, cada día, cada instante…, él despertó mi alma. Busqué en él desesperadamente eso por lo que mi pecho nunca había latido, la caricia, lo abrupto del deseo, la voraz pasión..., abrigar algo que parecía imposible para mí, tan extraño como el decir del águila o el silencio del lobo, tan ignoto como la misma tierra de los dorios.
Le amaba y le perdí. No hay mayor tormento que el de un amor perdido, produce gases venenosos, fluorescencias que ciegan los ojos, rictus que paralizan la garganta y desfiguran los rostros más hermosos. Así no es fácil escribir. Me miro en el espejo y sé que estoy doblemente perdida. Mi desgracia es terrible. Sin amor y sin patria. Ninguna de ellas me sirve para seguir viviendo.
XX
Queda sólo un dedo de día. Se apagan las buganvillas de luz del Simunte. Aunque resuenan en mi cabeza los martillazos de Epeo a lomos del gran caballo, he de ir al templo. Me esperan para celebrar la inconmensurable victoria de Troya después de diez años de asedio. Difícilmente se puede ser más necio.
Polixena vuelve con las manos llenas de conjuros para atraer al amor. Al pasar a mi lado, sonríe y baja los ojos. Es inútil cuanto yo pueda decir. Apenas se distinguen ya el laurel y los olivos en las tierras de Bión, el cretense, tan cerca del palacio que casi se tocan con los dedos. La oscuridad avanza. El tiempo se acaba.
Mis ojos se extienden sobre el mar, lo único que quedará de Troya, porque el mar no arde. Paseo alrededor de las murallas, deseando que uno de estos hoyos que cavan los esclavos sea mi sepulcro, pero Micenas pronto se convertirá para mí en puerta y túmulo.
Me estremezco. Aquí están todos felices, pletóricos de dicha, el triunfo del atontamiento. Ya me encamino al templo. Soy profeta hasta el final. Los sacerdotes me admiran envuelta en el humo de los sacrificios. Aquí estoy, como una decrépita hetaira que, en su vejez, aún se ofreciera desde la terraza a los viandantes, a todos, a cuántos más mejor.
El afán de amar esconde un corazón quebrado, pero es en un corazón quebrado donde florece la verdad. Yo soy Alejandra, la hija de Príamo, la enredadora de nombres, la que echó a dios de su lado. Tiemblan las columnas del templo, ¿o es mi brazo que las zarandea? Llegan a mí por última vez los suplicantes con sus ramos de laurel atados a vellones blancos.
No se puede escapar de las maldiciones que fueron pronunciadas para ser cumplidas en la propia carne. Yo tuve miedo de cambiar mi sangre por ceniza, pero ahora he de batirme de nuevo contra ella, inexorablemente, la misma ceniza, el mismo fuego, la misma sangre.
Me contó Ifigenia que la sabiduría solo brota en el último instante, cuando los ojos ven el cuchillo caer hacia la garganta. Me dijo que, de pronto, todo queda claro, pero entonces ya es demasiado tarde porque el golpe te derriba.