PAÍS RELATO

Autores

maría isabel caunseman

la isla maldita

Landers hizo otra señal en el podrido leño. Los seis hombres lo observaban abatidos, mientras Clark contaba sombríamente.
—Quince —terminó en voz alta—. Quince días desde que el buque se fue a pique.
»¡Cielos! ¡Hemos estado solo dos semanas en esta maldita isla! Me parece que han pasado quince años desde que comí una cena completa. Hum... Daría mi rincón en el infierno por un buen bistec —musitó, soñador—. Y una fuente con patatas fritas.
—¡Cállate! —exclamó Ellis, brutalmente, mirando ceñudo a Clark—. ¡No lo conviertas en un infierno peor del que ya es!
Se acurrucaron en la blanca arena, siete hombres que no tendrían nada en común en Nueva York, pero que se unían para vencer a su enemigo común: la Muerte.
Siete pares de ojos mirando con fijeza la interminable extensión de agua azul verde donde el sol se sumergía en aquel momento.
Landers miró pensativo a sus compañeros. Durante aquellos interminables quince días, había llegado a conocerlos muy bien.
En el caos promovido por el naufragio del buque, el instinto de conservación los arrojó al pequeño bote salvavidas y se alejaron del buque que iba hundiéndose en el tempestuoso.
Perecieron muchos, pero sin duda el barco que acudió en su socorro debió de recoger a la mayoría de los botes cargados de gente.
—Sin embargo, se debió de dar por desaparecido un bote —meditó amargamente Landers —un bote conteniendo siete hombres.
Habían sido zarandeados por la tempestad durante toda la noche, con la Muerte amenazándoles en cada embate y, cuando llegó la mañana, la barca chocó contra un arrecife de unos siete metros de anchura, pero que al fin, era tierra firme.
Saltaren jubilosos de la embarcación que hacía agua y se agarraron al providencial arrecife. Cuando el sol se elevó más, la marea retrocedió revelando un islote de aproximadamente una milla cuadrada.
En la playa en cuesta veíanse maderas fletantes y peces muertos y más allá, en el fango, encontraron alimentos: ostras. En consecuencia, esperaron, bebiendo parcamente de sus dos barriles de agua y alimentándose de mariscos, confiados al principio, luego esperanzados y al fin desesperados.
Al rayar el día, una bandera hecha con una camisa, ondeaba desde lo alto del arrecife para avisar al barco que por allí pasase casualmente.
De noche ardía un pequeño fuego a guisa de señal, alimentado prudentemente con la madera recogida en la playa durante la marea baja.
Cuando la marea descendía por completo, los siete hombres buscaban en la arena mariscos, que amontonaban junto a la bandera, y cuando el mar subía cubriéndolo todo, excepto el diminuto promontorio, se acurrucaban juntos hasta que la marea bajaba nuevamente.
—Pero siete hombres —musitó Landers—, no pueden vivir indefinidamente del agua de dos barrilillos y con mariscos como único alimento.
La tensión iba dejando sus (huellas en los náufragos, y todos se maravillaban de los esfuerzos que los otros hacían por disimularlo.
Landers escrutaba con disimulo los rostros de sus compañeros a la luz del crepúsculo.
Uno se llamaba Ogden; era un remachador rudo y bonachón que ganó una suma fabulosa en las carreras de Agua Caliente, y así pudo viajar por el extranjero satisfaciendo su anhelo.
Otro era Ellis, un viejo tejano, agrio, rudo y analfabeto, en cuya diminuta granja brotó un día milagrosamente el petróleo.
El siguiente se llamaba Anderson, un muchacho de diecinueve años, simpático pero reservado, cuya mirada de animal acorralado delataba algo del motivo que le obligara a salir precipitadamente de América.
Kenshaw, era un doctor de mediana edad, alegre, callado y valeroso, que viajaba rumbo a Oriente para realizar un estudio de las fiebres mongolas.
Ritters, de tan escasa talla como vivo de genio y que por propia confesión era guardia de corps de un famoso contrabandista y rey de la cerveza, que probablemente se salvo en otro bote.
Clark, plácido y sereno de rostro, impasible en presencia del peligro, era un trotamundos con un insaciable deseo de viajar y capital suficiente para hacerlo.
Y por fin Martín Landers, enviado por los jefes de la casa donde trabajaba, con el objeto de reorganizar la sucursal de París.
—Todos tenían sus planes, que se perdieron en el incendio como el mismo buque —pensó con amargura Landers.
Suspiró y tiró la cerilla apagada al fuego, dirigiendo una mirada de repugnancia al montón de ostras que se veía junto a la bandera.
—La noche se aproxima —murmuró el doctor Kenshaw.
—Sí —asintió Ogden—. Otra noche.
—Hora de taparnos las narices —exclamó el diminuto Ritters, con amargura—. Páseme el cortaplumas, Landers.
Martín entregó el cortaplumas.
Ritters lo tomó refunfuñando y empezó a abrir ostra tras ostra. Ofreció con ironía una al doctor.
Kenshaw volvió la cara con un gesto de repugnancia.
—Vamos, vamos, doctor —se mofó el pistolero—. El marisco de nuestro establecimiento es el mejor de la ciudad.
Ogden hizo una mueca de disgusto.
—Será mejor que lo tome —recomendó el muchacho, que estaba a la izquierda de Kenshaw—. Hay que comer... algo.
El doctor asintió lentamente con la cabeza e hizo un esfuerzo para tragar el marisco.
—¡Para mí, no! —exclamó Ellis—. Prefiero morir de hambre —y dirigió una mirada de enojo a Landers.
Este devolvió la mirada con un gesto de desaprobación hacia el que protestaba.
—Todavía creo que debemos intentar salvarnos embarcándonos en el bote —gruñó Ellis—. Debe encontrarse esta isla separada de la ruta de los transatlánticos y tengo el convencimiento de que nos toparemos con alguno de ellos si lo (hacemos. ¿Para qué hemos de quedarnos en esta podrida y maldita isla de juguete?
—Usted sabe que sería un suicidio, Ellis —dijo fríamente Landers—. El bote se averió al chocar con el arrecife y hace agua. Pero aunque se pudiera reparar, significaría el abandono de nuestras provisiones. ¿Y cómo podremos saber cuándo encontraremos un buque?...
—El agua se nos está acabando —recordó el tejano—. Si no nos recogen... pronto...
—¡Duérmase! —gruñó Clark, que ya estaba estirado en las rocas más allá de la línea de la marea—. ¿Quién está de centinela, esta noche, señores?
—Yo —replicó Anderson, vacilante—. La primera guardia y luego Ogden me relevará.
—Bien, tenga cuidado de no quedarse dormido como la última vez —dijo Ellis, descargando su enojo sobre el muchacho—. No tendría nada de extraño que dejase pasar un barco.
El rostro del muchacho apareció afligido a la vacilante luz del fuego.
—Cállese —gruñó Ogden—. El chiquillo tiene apenas diecinueve años y a esa edad no puede vencerse el sueño —bostezó ruidosamente, se estiró en la arena y cerró los ojos. Un instante después dormía como un tronco.
Al fin todos quedaron tendidos junto al fueguecillo, lo bastante apartados para escapar del calor en la noche bochornosa, y sin embargo lo suficiente cerca para encontrarse fuera del agua cuando la marea subiera.
Solo Anderson permaneció sentado sin dormir, la mirada fija en la oscuridad. No se oía ningún sonido, excepto el rumor de las olas en la playa, el crujido intermitente del fuego, y la pesada respiración de los durmientes.
El rumor de las olas era infinitamente calmante.
Anderson, cabeceó, se despertó sobresaltado y tornó a cabecear. Se levantó una vez para echar más leña al fuego agonizante, volvió a sentarse y cabeceó de nuevo.
Hubo un momento en que un leve sonido le despertó sobresaltado, pero pensó que no podía ser más que uno de sus compañeros víctima de una pesadilla.
La cabeza se le hundió lentamente sobre el pecho. Cuando despertó encontróse con el bondadoso rostro de Ogden mirándole con tolerancia, ordenándole que se tumbase y durmiera.
El muchacho se recostó donde estaba sentado y se durmió enseguida.
Le despertaron unas voces excitadas, y alguien le sacudía con violencia. Su primer pensamiento al despertar fue que un barco había visto el fuego que servía de señal, pero el rostro de Ogden, inclinado encima de él no mostraba ninguna alegría, sino más bien un sentimiento de horror.
—¡Es Ellis! —exclamó—. ¡Está muerto! Algo le asaltó durante la noche... y le destrozó la garganta —terminó en un torrente de palabras.
Los hombres rodearon algo que yacía un poco más allá de la orilla del agua a la luz gris del amanecer.
Clark silbó tenuemente y apartó la vista.
Kanshaw estaba arrodillado, examinando la figura inerte, comprobando si quedaban algunos restos de vida.
—Está muerto —anunció con rapidez.
Landers se inclinaba también sobre el cuerpo, y cuando Kenshaw levantó la vista cambiaron una significativa mirada.
—Algún monstruo marino, supongo —añadió el doctor con rapidez—. ¿Conoce alguien el servicio de los funerales?
Nadie lo conocía.
—Bien, tendremos que enterrarlo de cualquier manera... aquí—. Hizo un ademán hacia el mar—. Podemos meterlo en el bote y remar un rato cada uno.
Cuando regresaron del entierro, la islita había crecido. Amarraron la embarcación y se tumbaron en la mojada arena. No habló nadie. Permanecieron sentados silenciosos y abatidos hasta que la marea terminó de bajar. La tarea de recoger maderas y buscar ostras rompió al fin aquel silencio y volvieron a hablar en tonos naturales.
El día transcurrió con una lentitud enloquecedora, y se hizo de noche otra vez.
—Me toca a mí de guardia, ¿no es verdad? —preguntó Landers—. Clark, a ti te corresponde el relevo.
Clark asintió con la cabeza, haciendo una mueca al tragar una ostra.
Al final se tumbaron todos y durmieron.
Landers quedó de cuclillas junto al fuego. Una vez pensó haber oído un movimiento detrás de él, en la oscuridad, e intentó escudriñar la sombra devoradora, más allá del resplandor del fuego.
En el otro lado de la isla se oyó una especie de latigazo.
Landers se incorporó y avanzó un paso en aquella dirección, pero no había nada que ver, y el sonido no se repitió. Se sentó pesadamente, encogiéndose de hombros.
—No puede haber sido —murmuró a media voz—. Estoy loco... pero... Kenshaw lo observó también... ¡Ah, los dos estamos locos!
Landers había aprendido a conocer la hora observando la marea ascendiendo por la ondulada playa.
Se puso en pie bostezando y avanzó hacia el grupo que yacía lo más lejos posible del fuego, pues la noche era bochornosa.
Hizo un recuento de los durmientes. Kenshaw... Ogden... Anderson... Ritters... Se encontró mirando a lo lejos en el mar y rio nervioso. Clark... ¿Pero dónde estaba Clark?
—¡Clark! —llamó Landers, suavemente—. Luego, al no recibir contestación volvió a llamar más fuerte ¡Clark!
No hubo respuesta. Levantó más la voz.
Los durmientes murmuraron suavemente y se sentaron erguidos uno a uno.
—¿Qué demonio sucede? —gruñó Ogden—. ¿No puede despertarle sin hacernos levantar a todos?
El rostro de Landers apareció tenso y preocupado a la luz del fuego. Encontró de nuevo la mirada de Kenshaw.
—No está aquí. No logro que me oiga. ¡Clark! —tronó con todas sus fuerzas.
Más no hubo respuesta.
—¿Cree usted?... —cuchicheó Anderson se interrumpió.
Pero todos comprendieron lo que quería decir.
—Lo ignoro —murmuró el doctor—. Landers, encienda un leño. Registraremos la isla.
Lo encontraron no lejos del fuego. Sus ojos vidriosos brillaban a la luz de la antorcha y era horrible el aspecto de su garganta.
—También lo atrapó a él —cuchicheó Ritters—. ¿Y sí...?
—¿Tiene alguien una pistola? —preguntó Kenshaw, secamente.
Una vez más sus ojos se encontraron con los de Landers, pero este desvió rápidamente la mirada.
—Esto significa simplemente que debe hacerse la guardia armado... vigilar alerta a los durmientes.
Mas nadie tenía una pistola. No se poseía otra arma que el cortaplumas con que se abrían las ostras.
Enterraron a Clark como antes a Ellis. Tuvo que cambiarse el orden de los centinelas, pues ya habían desaparecido dos. Ogden y el doctor fueron elegidos tras una breve discusión y en el leño de Landers se marcó otra noche.
Ogden se acurrucó junto al fuego, armado del cortaplumas, los ojos tratando de horadar la oscuridad más allá de la luz del fuego.
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A cada ligero movimiento de los durmientes daba un respingo y miraba por doquier lleno de aprensión. Una vez fue a gritar, pues le pareció ver algo moverse entre las figuras durmientes, a unos metros de distancia.
Mas fue tan solo uno de sus compañeros que se había incorporado y avanzaba lentamente hacia el fuego.
Ogden volvió la cabeza y miró de nuevo en la oscuridad, hacia el mar, lamentando perder un instante que no fuese para vigilar el posible paso del barco.
En aquel momento algo hizo presa en su garganta. El antiguo remachador intentó gritar, pero de su boca tan solo brotó un gorjeo inarticulado. Fue arrojado con violencia sobre la arena... y luego perdió el conocimiento.
Kenshaw, al levantarse al amanecer, lo halló junto al apagado fuego con la garganta horriblemente mutilada, como antes aparecieran la de Ellis y a de Cark. Despertó a ros tres hombres restantes, con el rostro pálido y los ojos dilatados mostrando un horror indecible lo cual parecía incongruente en un médico... que conoce todo cuanto puede conocer el hombre sobre la muerte.
—Landers —cuchicheó—, no mató a Ogden, ningún monstruo marino. ¡Mire! ¡Mire esas señales del cuello! —Señaló con un dedo tembloroso el cadáver que yacía en la arena.
Landers le dirigió una mirada, asintiendo con la cabeza.
—Lo observé antes —declaró con voz queda—. Y usted también. Pero me imaginé estar loco... Pensé que era una verdadera locura.
—Debiera habérselo dicho —murmuró Kenshaw—. Pero pensé que a menos que estuviésemos muy seguros... era horrible descubrir semejante cosa.
—¿Qué? ¿Qué es ello? —preguntó el joven Anderson, mirando nervioso del rostro del doctor al de Landers—. ¿Qué opina de las señales del cuello?
—Fueron dedos —replicó bruscamente Landers—. Los dedos de un hombre. Y lo de su garganta —le costaba un esfuerzo enorme pronunciar las palabras—, dientes humanos.
—¿Salvajes? —gimió Anderson.
—Todos sabemos —dijo con voz opaca Landers —que no existe ningún ser viviente en esta isla, aparte de nosotros—. Hizo una pausa y lanzando un hondo suspiro prosiguió—: Fue uno de nosotros.
Kenshaw dirigió la mirada hacia el mar mientras Anderson miraba estupefacto a Landers.
—Usted está loco —resopló Ritters—. ¿Uno de nosotros? ¿Quién? Yo, supongo—. Rio brevemente—. He tumbado a muchos individuos, pero no de esa manera.
—¡No, no! —chilló histéricamente—. Ningún hombre sería capaz de hacer eso... es demasiado horrible.
—Ningún hombre en su sano juicio, muchacho —aclaró el doctor, con voz suave—. Pero el hambre, el insaciable anhelo de alimento, de carne, la monotonía y la muerte mirándole a la cara, pueden trastornar el juicio del hombre más sereno.
»Los antiguos le llamaban a eso «posesión» y al individuo un «poseso»; decían que había entrado el demonio en su cuerpo y le obligaba a hacer cosas que jamás haría estando en su juicio. Nosotros le llamamos... Apenas lo sé... Canibalismo, locura homicida, acompañada de lapsos de memoria. Al parecer el ataque sucede después del anochecer, es un caso raro, pero sea quien sea, no recuerda nada cuando... el horror ha terminado.
—¡Pero es horrible! —Los ojos de Anderson aparecían dilatados de horror—. ¡Puedo ser yo! —Empezó a sollozar como un niño aterrado—. ¿Qué podemos hacer? ¿Qué podemos hacer? —gimió.
—Calma, muchacho—. Kenshaw posó la mano en el hombro del joven—. No pierdas la cabeza, no pienses en el incidente, si no todos nos volveremos locos. Debemos vigilarnos los unos a los otros constantemente.
No hubo disputa sobre quién debía hacer guardia aquella noche. Nadie pensó en dormir. Se sentaron formando un grupo en torno al fuego, en silencio forzado y violento, helados de espanto de lo que uno de ellos podría de repente llegar a ser.
Ritters sacó un par de dados, olvidados desde el naufragio y jugaron con guijarros, llenos de desesperación, buscando algo que les evitase pensar.
Debió ser cosa de medianoche cuando pasó un barco.
Divisaron su luz y empezaron a gritar frenéticos, echando más madera al fuego y golpeando con piedras tratando de enviar un mensaje.
Pero el barco pasó de largo sin hacerles caso.
Corrieron por la isla, llorando y maldiciendo... hasta que un grito de Kenshaw los volvió a su juicio.
Señalaba algo que yacía en el agua, en el borde lejano de la isla.
—¡Anderson! —gimió—. ¡Pobre chiquillo! Los tres hombres restantes se contemplaron mutuamente impasibles—. ¿Me vigiló alguien durante todo el tiempo? —tartamudeó el doctor, sorprendido.
Landers y Ritters sacudieron la cabeza en señal negativa.
En la frenética excitación provocada por el barco que pasaba, habían olvidado el horror que como una nube negra se cernía sobre ellos.
De pronto Landers señaló una mancha negra en la pechera de la camisa de Ritters.
Kenshaw dio un salto y asió del brazo al pistolero que se volvió pálido como muerto.
—¿Quiere... decir... que fui yo? —preguntó con voz ahogada—. ¿Cómo... cómo...?
Landers señaló son gesto de triunfo la mancha de la camisa.
—Sangre en su camisa, Ritters. Es la primera huella que ha quedado... después de—... Se manchó cuando Anderson—. Piadosamente, no pronunció las palabras.
—¡No! —chilló Ritters, presa de honda desesperación—. No fue así como me manché. ¡Miren! ¡Me arañé el pecho llevando leña al fuego... y no es posible que se imaginen que yo...!
—No podemos aventurarnos —dijo Landers, con firmeza—. Lo ataremos hasta que venga un barco.
Ritters los miró, suplicante.
—No lo tome así; usted lo ignoraba —le consoló Kenshaw—. No pudo remediarlo. Es usted un enfermo.
A pesar de sus súplicas lo amarraron de pies y manos con sus cinturones a un saliente del arrecife.
Aquella noche durmieron sin temor.
La mañana trajo un torrente de terror más profundo que antes.
Ritters, atado e impotente como un niño, fue la quinta víctima. Como los otros, miraba con ojos vidriosos hacia el cielo, la garganta como destrozada por los colmillos de un lobo.
Landers afrontó con los dientes apretados la mirada helada del doctor.
—Bueno, Kenshaw, la cosa está entre nosotros ahora —dijo.
En los ojos del médico se dibujó una expresión de horren.
—Es... increíble —murmuró Uno de nosotros. Usted... o yo.
Sus labios se contrajeron con violencia.
—Calma—. Landers asió con fuerza su brazo—. No pierda la cabeza, doctor. Existe una posibilidad; que alguien esté oculto en alguna cueva de la isla que no hemos encontrado.
No obstante, ambos hombres sabían que al subir la marea, cualquier ser viviente que hubiese en la isla debería tenderse con ellos en la arena o ahogarse.
El día les pareció tener alas, tanto temían la llegada de la noche. Cuando la marea bajó procedieren a recoger la madera y a buscar ostras. Hablaren sin cesar, como si temiesen el silencio que se lanzaba sobre ellos cuando callaban. Y al hundirse el sol en el horizonte, los dos supervivientes se empezaron a vigilar mutuamente con creciente nerviosidad.
—Llevaré esta carga de leña a la loma—. El doctor habló con calma estudiada, bizqueando al borde de sol encima de la línea del mar—. ¿Abro las ostras?
Landers asintió con la cabeza y le entregó el cortaplumas.
Lo que sucedió a continuación fue demasiado rápido para que la vista lo siguiese.
Con un veloz movimiento, Kenshaw se hundió la navaja en la muñeca izquierda hasta el hueso y luego hizo lo mismo con la muñeca derecha.
Landers saltó hacia él lanzando un grito, pero su compañero, sonriendo serenamente, le hizo señas de retroceder. La sangre manaba abundante de sus manos, manos tan hábiles para contener hemorragias y formó un pequeño charco en la blanca arena.
—No podía resistir más, lo siento —musitó con fría y serena calma.
Al ver que Landers empezaba a desgarrar su sucio pañuelo, continuó:
—¡No! ¡no! No trate de contener la hemorragia; sería inútil. He cortado las arterias. Era la manera menos dolorosa de solucionar esto.
Landers se pasó una temblorosa mano por la sudorosa frente.
—¿Cómo pudo hacer semejante cosa, Kenshaw? —gimió—. Debe haber otra solución...
El doctor movió con gravedad la cabeza.
—Era la única solución, Landers. Sé que lo comprende perfectamente.
Respiraba cada vez con mayor dificultad a medida que la sangre manaba a borbotones de los cortes y al fin se desplomó sobre la arena con una sonrisa de amargura en los labios.
—No podía soportar la incertidumbre —jadeó Y lo habríamos averiguado tarde o temprano... Uno de nosotros... lo llegaría a saber. Y —se tendió boca arriba— no podía llevarme ese descubrimiento a la eternidad, Landers... Prefiero morir... sin saberlo... no podría resistir saberlo... Yo hubiese sido... el último hombre.
Su voz convirtióse en un débil cuchicheo.
De repente se elevó en el silencio un sonido familiar.
Landers permaneció un momento helado de incredulidad. Luego, girando con rapidez sobre sus talones, miró hacia el mar.
En el borroso crepúsculo pasaba junto a la isla la pesada figura de un barco de carga.
Landers olvidó al agonizante, lo olvidó todo en aquel instante de loca alegría. Encendió con rapidez el fuego de señal amontonando la leña que el sol abrasador había secado, movió los brazos gritando con frenesí, cogió la bandera, la agitó en alto y se metió hasta la cintura en el mar, presa de infantil ansiedad.
Pero el buque había ya divisado la bandera blanca y un bote avanzaba hacia la isla.
Landers, regresó bamboleándose al lado del doctor, sollozando de alivio. Levantó la figura tendida y la sacudió con violencia, gritando la noticia del milagro una vez tras otra.
Más el doctor Kenshaw ya no cía. Cuando Landers comprendió plenamente lo sucedido, se le paralizó el corazón. En aquel momento de loca alegría, al ver el barco salvador, había olvidado algo... algo que inundaba su cuerpo como una marea helada.
Uno de los dos, él o el muerto, había asesinado de una manera horrible a cinco hombres, habían destrozado las gargantas de sus cinco compañeros como un animal feroz.
Uno de los dos, pero, ¿quién? ¿Quién?
Se pasó tembloroso la mano por los ojos. Le asaltó el impulso de advertir al bote que se aproximaba, de gritarles que retrocedieran y le dejaran morir allí.
Pero ¿y si era Kenshaw, que vacía en un charco de su propia sangre derramada en retribución por aquellos cinco crímenes?
Entonces él, Landers, tenía derecho a regresar a vivir entre hombres.
Pero... ¿Y si no era el doctor? ¿Y si era él, Martín Landers, quien saciaba su deseo de carne, asesinando horriblemente a cinco hombres?
Pensó en la noche siguiente, que pasaría a bordo del barco de carga.
Vio en imaginación una figura, quizás uno de aquellos hombres que venían en el bote, agitando alegremente los brazos, tendidos sobre la ensangrentada cubierta, la garganta destrozada, como por un animal feroz.
Pues no había modo de tener la seguridad si en verdad él era el monstruo, de que no le afectaría esa locura, después de abandonar la isla maldita.
Y pensó en su casa, en la cunita de la pequeña Maruja, y en la cama de Elena que estaba al lado...
Lanzó un fuerte gemido. Y aunque no se repitiesen aquellos terribles ataques quedaba el recuerdo de Ellis... Clark... Ogden... Anderson... Ritters...
Miró de nuevo la figura inerte a sus pies. Sí, Kenshaw tomó el único camino para la solución. Fuera lo que fuera, el doctor habría sido matado o dejado con la prueba de un sexto cadáver destrozado.
—¡Si hubiese retrasado su determinación unos minutos, hasta que el barco de carga les hubiera enviado su señal de salvación!
Pero, no... habría quedado el hecho de que uno de los dos... Uno de los dos... Sin embargo si la locura volvía, habrían cogido al loco en el barco, lo habrían encadenado como un animal feroz que era, y el otro hombre habría quedado libre.
Pero ahora...
Miró estúpidamente al bote que se aproximaba. Ya se veían los rostros de los tripulantes, sonriéndole y animándole con sus gritos estridentes.
Una sonrisa amarga le contrajo los labios.
—Soy el último hombre —dijo en voz alta.
—El último de los siete.
Fue una cobardía de Kenshaw dejarle con aquella horrible angustia cerniéndose sobre él.
¡Se le ocurrió de pronto, como una sentencia de muerte, que jamás lo sabría... a menos que fuese a costa de la vida de otro pobre diablo!
Se inclinó lentamente, y arrancó el cortaplumas de entre los inertes dedos de Kenshaw.
—¡Eh, compañero! ¡Ya llegamos! —gritó un marinero, de pie en la proa del bote salvavidas.
Landers no devolvió el saludo.
Contempló la oxidada hoja del cuchillo. Su no era muy fino, no cortaba mucho; pero sí cortaría lo suficiente para solucionar el problema de...