PAÍS RELATO

Autores

marcel brion

el mariscal del miedo

Hasta la puesta del sol, la llanura había estado tan desierta y silenciosa como de costumbre, pero al acercarse el crepúsculo se llenó de una animación tan singular que, en vez de volver a entrar en mi casa, me detuve en el lindero de un bosque de abedules para observar aquella extraña agitación. Hubiérase dicho que en los alrededores acababa de tener lugar una batalla, ya que empezaron a desfilar numerosos cuerpos de tropa, algunos conservando todavía la disciplina de una retirada metódica, en tanto que otros, sumidos en la confusión y el vértigo de la derrota, se desperdigaban al azar por campos y senderos. Había también unos pequeños grupos de soldados que huían a la desbandada, jinetes aislados que pasaban al galope. Acompañaba a aquella retirada el rodar traqueteante de un cañón, arrastrado por seis caballos, en medio de un tintineo casi alegre de cadenas sacudidas.
Yo no esperaba aquel sorprendente encuentro, pero a pesar de todo la cosa me pareció completamente natural, como si en semejante lugar y a aquella hora el espectáculo de un ejército en retirada pudiera acomodarse al orden de los acontecimientos presentes. En el modo de presentarse a mí sonidos e imágenes, había aquella misma cualidad de objetividad helada que se encuentra a veces en los sueños, y, en la oscuridad que se amasaba en el valle, descendiendo de los bosques de abetos, en tanto que una niebla gris ascendía de los prados pisoteados, aquella escena ofrecía un carácter de emotiva y dramática belleza. ¿Cómo hubiera podido resignarme a reemprender el camino de mi casa, mientras una multitud de infantes y de jinetes se apresuraba en aquella llanura, acosada por un enemigo invisible?
Algunos huían a toda prisa, como si oyeran detrás de ellos el galope de los perseguidores. Otros marchaban lentamente, y su negligencia de apacibles paseantes contradecía la posibilidad de un peligro inminente. Algunos, incluso, se detenían, cansados o desalentados, y se dejaban caer sobre la hierba, semejantes a aquellos excursionistas domingueros que, habiendo alcanzado su objetivo, gozan de un descanso bien ganado. En la creciente oscuridad, los uniformes de aquellos hombres formaban una manchas divertidas, como si los prados hubiesen florecido repentinamente en azul, en amarillo, en rojo y en blanco. Había jinetes que parecían flores de ranúnculo, infantes vestidos del color de las villoritas, hasta el punto de que el campo parecía a la vez de primavera y de otoño. Algunos de los fugitivos habían buscado refugio en el bosque de abedules donde yo me encontraba; les veía vagar entre los matorrales, cargados con sus macutos y arrastrando pesados fusiles.
A pesar de la singularidad de los uniformes, que no se parecían en nada a los que vemos corrientemente, acepté aquel acontecimiento como una cosa natural, y apenas me sorprendió ver que uno de los soldados se sentaba a mi lado, en el mismo tronco de árbol. Sin embargo, aquel hombre iba vestido de un modo que hubiese desconcertado a cualquiera que no hubiese frecuentado los museos militares. Llevaba, en efecto, una guerrera azul con las vueltas de las mangas color amaranto, abriéndose sobre un chaleco blanco. Las calzas y las polainas eran también blancas. La gorra, alta y puntiaguda, de fieltro blanco, estaba adornada con una insignia de plata.
El soldado tenía el aire fatigado y descontento. Se quitó la gorra, colocándola cuidadosamente sobre sus rodillas, se secó la frente y alisó sus largos bigotes grises. Luego frotó con su manga la insignia de plata, probablemente para sacarle brillo, y entonces me di cuenta de que estaba decorada con atributos militares simbólicos, tales como corazas, picas, estandartes en haz, y con dos grandes iniciales, entrelazadas con la caprichosa fantasía de un orfebre rococó: una L y una W.
La tranquilidad con que mi vecino limpiaba su gorra contrastaba tanto con la agitación de los fugitivos que me creí autorizado a entablar conversación con él.
—El día ha sido movido, ¿eh? —inquirí.
—¡Pse! —respondió—. Nada interesante.
—¿No les ha sido favorable la suerte? —continué.
—No es sólo cuestión de suerte.
—¡Ah! —dije, para no interrumpir el diálogo.
—Hay que tener en cuenta también el terreno.
Pareció meditar profundamente.
—Y, además —añadió al cabo de unos instantes—, esta guerra es absurda.
—Todas las guerras son absurdas.
Mi respuesta pareció asombrarle.
—¡Ah, no! He tomado parte en muchas guerras, y le aseguro que era algo apasionante. Uno se entregaba a ella en cuerpo y alma. Cuando había que morir antes de haber llegado al final, se partía con la sensación de que nos faltaba algo.
Como si el hecho de que se pudiera morir varias veces fuera para mí perfectamente aceptable, y sin reflexionar en lo que mi pregunta tenía de extravagante, le pregunté al soldado si había resultado muerto en la batalla que acababa de tener lugar. Me respondió que no, sin mostrar la menor sorpresa, como si le hubiese preguntado la cosa más trivial. Incluso añadió que pensaba que le matarían al día siguiente o dentro de un par de días, y que le tenía sin cuidado, puesto que aquella guerra no le interesaba.
Mientras hablaba, continuaba sacando brillo a la insignia de su gorra, ahora con un trapo que había sacado de su bolsillo.
—Si hubiera estado en Bouvines —dijo, finalmente—, habría visto usted algo magnífico.
Tras un momento de reflexión, durante el cual hubiérase dicho que pasaba revista a todas las batallas a las cuales había asistido, afirmó gravemente:
—Es mi mejor recuerdo.
Ante mi evidente curiosidad por conocer sus experiencias, me describió la batalla de Bouvines con la precisión que hubiera podido poner en su relato un caballero de Felipe Augusto, preocupado por la táctica y la estrategia, pero sin descuidar el aspecto pintoresco, lo cual daba un sabor singular a sus recuerdos. Por la imparcialidad con que juzgaba los méritos de los adversarios en presencia, comprendí que era ante todo, y únicamente, un soldado, indiferente al origen de las querellas de los príncipes, objetivo y casi desinteresado, y conservando, a pesar del ardor que ponía en atacarles, cierta simpatía hacia sus enemigos.
A continuación, aludió a otras batallas cuyos nombres ha hecho famosos la Historia, y a algunos compromisos, olvidados por ella, que no le parecían menos importantes. Si podéis imaginar una especie de soldado-tipo inmortal, o más bien renaciendo perpetuamente de sus cenizas como el fénix, para participar siempre en nuevas batallas, tendréis una idea exacta de la personalidad de mi compañero, al menos tal como se desprendía de las aventuras que me contaba.
—¿A qué nación sirve usted ahora? —pregunté.
—No lo sé —respondió sencillamente—. Eso no tiene importancia. La guerra no es un problema de nación, sino de soldados. Ya le he dicho que no me gusta cómo ha sido conducida esta guerra. Por ninguno de los dos bandos, desde luego. ¿Qué importa la nación de la cual se recibe la soldada, y en cuyo interés se bate uno? Hasta ahora, sólo he prestado atención al estandarte de mi jefe. Y le aseguro que es un jefe. Un jefe con el cual da gusto vivir y morir.
Se sumió en un silencio lleno de admiración, de veneración.
—¿Cómo se llama su jefe? —pregunté, pensando enterarme así de la bandera bajo la cual servía mi compañero.
—Nosotros le llamamos el Mariscal del Miedo.
Y como si no tuviera otro nombre, como si toda descripción de sus méritos militares fuera superflua, se limitó a añadir:
—Es muy alto, muy gordo y muy viejo.
El soldado volvió a ponerse la gorra, recogió su fusil y se puso en pie. Le seguí hasta la llanura por la cual continuaba pasando el ejército en retirada. La oscuridad era ahora casi absoluta. Oía a los regimientos, pero sólo los veía como unas grandes masas de color más claro, semejantes a la niebla que discurría por el fondo del valle. De aquellas nieblas surgía a veces un relincho, un juramento en sueco o en alemán que interrumpía por unos instantes el rápido y pesado rozar de los pies, y el martilleo de los cascos que la bruma ahogaba. Finalmente llegamos ante una casa de labor, semejante a una granja aislada en la llanura. La puerta no estaba cerrada, y mi olfato se sintió asaltado por el olor agrio y saludable del heno. Entré, seguido por el soldado, que cerró la puerta detrás de nosotros. Una vela esparcía su claridad amarillenta alrededor de la mesa sobre la cual estaba colocada. En las tinieblas que la luz de la vela no iluminaba, se oía la pesada respiración de los durmientes, y el crujido de la paja bajo unos cuerpos agitados por el insomnio o la pesadilla.
La granja era bastante amplia, a juzgar por el hecho de que la luz de la vela no llegaba hasta el techo y respetaba los agujeros de sombra poblados de ocupantes invisibles. Cuando me hube acostumbrado a aquella semioscuridad, comprobé que, a pesar de la bélica agitación que revertía alrededor de su morada, los granjeros dormían, unos en una cama parecida a un armario, otros sobre unas literas de paja. Recuerdo a una muchacha en camisón, con las bellas piernas morenas impúdicamente abiertas en la inocencia de un sueño infantil. A su lado, tendidos sobre el vientre, roncaban unos muchachos.
Sobre la mesa, al lado de la vela, había un pan y una jarra de cerveza, con los restos de unas sopas de leche en una escudilla. Repartí aquella comida con el viejo soldado, el cual devoró alegremente su parte. Terminada la cena, mi compañero se ocupó de nuevo de su gorra, alisando el fieltro y sacando brillo a la insignia. Luego, colocando la gorra sobre la mesa, donde se irguió como una pirámide pálida, estrecha y aguda, el prudente guerrero limpió minuciosamente su fusil.
Aquella operación requirió mucho tiempo, sin duda, ya que tuve la impresión de que transcurrían horas enteras sin que el soldado hiciera otra cosa que no fuera frotar el brillante cañón y la culata ancha, color de pan requemado. Guardábamos silencio. Yo no me atrevía a interrumpir su trabajo para pedirle que me contara alguna de sus aventuras; y él no parecía ahora estar de humor para conversar. Una pesada indiferencia, tal vez provocada por la fatiga o el sueño, hacía sus gestos lentos y maquinales. Continuaba frotando su fusil, pero con la indolencia de un autómata que efectúa inconscientemente el mismo gesto hasta el momento en que el mecanismo que lo mueve, terminada la cuerda, se detiene. En la regularidad de aquel movimiento había algo de adormecedor. De cuando en cuando, yo volvía la cabeza para mirar a la hermosa muchacha dormida, pero mis ojos regresaban inmediatamente a las manos del soldado cuyo lento paseo alrededor del fusil, desde la punta del cañón al asiento de la culata, continuaba con una regularidad monótona, cada vez más lenta.
Aquello duró mucho tiempo, hasta que el soldado dejó bruscamente su fusil sobre la mesa, dispuesto a levantarse como si hubiera oído una llamada. También yo percibí unos pasos de caballos en el exterior, unos ladridos de perros, un entrechocar de espuelas. Un grupo de jinetes acababa de detenerse delante de la granja. Unos hombres hablaron en voz baja. La vaina de un sable tintineó.
Adiviné que la puerta se había abierto cuando vi a mi compañero ponerse en pie de un salto, adoptar la posición de firmes y sostener el fusil sobre el hombro, formando un ángulo agudo con su cuerpo. Los granjeros no habían oído nada y continuaban durmiendo.
Entró un soldado llevando un farol que dejó sobre la mesa. Detrás de él avanzaba pesadamente un hombre. Era muy alto, muy gordo y muy viejo. Parecía abrumado por un inmenso pesar, por una de esas desesperaciones para las cuales no existe remedio ni consuelo. Llevaba botas altas y un tricornio con la cinta desteñida y la escarapela medio arrancada. Estaba empapado, como si hubiera cabalgado mucho tiempo bajo la lluvia. El agua caía de su tricornio, inundaba sus hombros, chorreaba hasta sus botas. Le acompañaba un olor a tierra húmeda.
El dragón que le había escoltado salió, llevándose el farol. Fuera, los caballos relincharon, resoplaron y partieron al galope El viejo soldado se había sentado en el banco, a mi lado. Enfrente de nosotros se había instalado el Mariscal del Miedo.
Contemplé con curiosidad, y al mismo tiempo con cierta repugnancia, aquel enorme cuerpo encerrado en un uniforme usado, raído y sucio de arcilla, aquel rostro de una palidez cadavérica, en el cual los ojos sin brillo tenían una mirada fija y mortecina. El Mariscal del Miedo bajó los párpados, como si quisiera dormir, luego volvió a levantarlos súbitamente, y vi una expresión de disgusto que animaba por unos segundos sus rasgos profundamente modelados.
El Mariscal del Miedo apoyó los codos sobre la mesa y dejó caer la cabeza entre sus manos. Parecía buscar en sí mismo la solución de algún acontecimiento inexplicable. Suponiendo que tenía hambre, empujamos hacia él lo que quedaba de pan, la leche y la cerveza, rogándole que comiera, pero rechazó con un gesto, sin pronunciar una sola palabra los alimentos que le ofrecíamos.
El viejo soldado se inmovilizó en una actitud que traicionaba la sorpresa, la desesperación y quizá también el horror. Hubiérase dicho que algo incomprensible hasta entonces empezaba a aclararse lentamente en su cerebro. Observábamos el abrumado desaliento en el cual parecía descomponerse todo el cuerpo del Mariscal del Miedo. Cuando uno de los hijos del granjero gruñó y se removió en sueños, ni el Mariscal del Miedo ni el soldado parecieron oírle. Ninguno de los dos volvió la cabeza hacia aquel lado. Cuando el Mariscal del Miedo había entrado —me di cuenta de ello—, había mirado sin verla a la muchacha tendida en su litera de paja. Sin duda habían dejado de interesarle los espectáculos del mundo exterior.
No sé cuántas horas de aquella noche interminable transcurrieron así; creo que me quedé dormido. ¿Durante cuánto tiempo? Cuando abrí de nuevo los ojos, el Mariscal del Miedo no había cambiado de posición, y el viejo soldado le miraba con una expresión de duda y de temor. Finalmente, un prolongado estremecimiento sacudió al coloso. Se irguió, dejó caer sus puños sobre la mesa y, volviendo lentamente la cabeza, miró a su alrededor. Aquella trágica indiferencia que yo había encontrado tan impresionante en él, cedía el lugar a una especie de resolución fría, obstinada. Bruscamente, el Mariscal del Miedo se puso en pie, empujando la mesa y derribando el banco. De pie, parecía un gigante de tierra y de agua. Una estrella de oro y esmalte brilló en la pechera de su empapado uniforme. La jarra de cerveza se había volcado y el líquido corría por el suelo, esparciendo un olor empalagoso.
El soldado se había puesto también en pie. Sin saber por qué, le imité. Probablemente porque la pesadez melancólica de aquel gigante que me dominaba como una torre me hubiera aplastado de haber continuado sentado. El Mariscal del Miedo había cogido con la mano derecha su bastón de ébano con la empuñadura de oro y de ágata, sujeto a su muñeca por un cordón de seda azul. Con la mano izquierda agarró la vela que nos iluminaba, y luego, andando lentamente, se dirigió hacia el fondo de la granja.
Había allí una pequeña puerta que yo no había visto al entrar y que probablemente daba a un pasillo o a un armario, puesto que en la granja no había más habitación que aquella en que nos encontrábamos, y la propia granja se encontraba completamente aislada en medio de la llanura. Efectivamente, cuando el Mariscal del Miedo abrió la puerta, vi un angosto pasillo, que a primera vista me pareció muy largo.
El Mariscal del Miedo no nos había dicho que le acompañáramos. Sin duda nuestra presencia le resultaba indiferente, pero el viejo soldado le siguió por aquel pasillo, y yo entré, a mi vez, detrás de él.
Las paredes estaban cubiertas con un papel floreado, cuyos ramilletes se agitaban grotescamente a la luz oscilante y amarilla de la vela. El abismo de oscuridad a través del cual aquella luciérnaga nos abría un camino volvió a cerrarse inmediatamente detrás de mí, como para prohibirme toda idea de regreso. Hubiérase dicho que las tinieblas se apresuraban a tapiar aquel pasillo, inmediatamente después de nuestro paso. Cuando pensaba en la granja donde acabábamos de dejar a sus moradores dormidos, me parecía casi inaccesible, como perteneciente a otro mundo completamente distinto del universo por el cual avanzaba ahora. Delante de mi obstruyendo casi toda la anchura del pasillo, marchaban aquel gigante misterioso cuyos vestidos chorreaban agua y el soldado que había combatido en innumerables batallas y había muerto innumerables veces.
La sensación de ahogo que experimentaba al avanzar por aquel pasillo que me parecía cada vez más estrecho, hasta el punto de que el Mariscal del Miedo rozaba con los hombros las dos paredes, era tan penosa, que emití un suspiro de alivio cuando finalmente desembocamos en un vestíbulo que me pareció inmenso, tal vez por contraste con el tubo del cual acabábamos de salir. Las dimensiones de aquella estancia y el hecho de que la vela iluminara únicamente un espacio de algunos pasos daba una anchura desmesurada a la habitación donde nos encontrábamos, y de la cual no podíamos distinguir ni el techo ni las paredes. Era evidente que en ella había varios espejos, ya que docenas de lucecitas se movían de un lado para otro a medida que avanzábamos.
El Mariscal del Miedo se apoyó en su bastón, como si estuviera agotado. La vela, que mantenía levantada a la altura de sus ojos, temblaba en su mano, y vi unos extraños reflejos formarse y deshacerse sobre el arrugado tejido de sus mejillas. Sus ojos tenían el brillo vítreo de ciertas ágatas blancas y negras, semejantes a la que adornaba la empuñadura de su bastón. Su sable se arrastraba por el suelo embaldosado en amarillo y blanco, sin que pareciera importarle. Las losas, brillando a la luz de la vela, despedían reflejos parecidos a los de una piscina.
Llegamos ante una puerta abierta entre dos columnas. El suave espesor de una alfombra reemplazó al pavimento sonoro. Se acercaron unas paredes de estuco dorado, llenas de cuadros, de tapices, de trofeos. El sable del Mariscal del Miedo rozó la pata de una mesa donde la sonrisa de un mono de porcelana se balanceó compasiva, irónica. Percibí un leve perfume a lavanda. Un pájaro disecado, de pie sobre una caja de música, estaba dispuesto a cantar, por poco que se lo hubiéramos rogado.
Observé todo eso al pasar, ya que el Mariscal del Miedo no se había detenido. Entramos detrás de él en otro salón, donde la vela dejaba rastros de aceite y de sangre sobre los artesonados de laca que lo decoraban, y luego en otro salón.
Hasta entonces, habíamos encontrado todas las puertas abiertas. Esta vez, un espejo nos cerró el paso. El Mariscal del Miedo se inmovilizó, retrocedió unos pasos, y luego volvió a acercarse al espejo. La vela iba y venía, de arriba abajo, de derecha a izquierda, como si el Mariscal del Miedo quisiera conjurar por medio de una especie de cruz luminosa la insensibilidad del espejo. Comprobé entonces que la luz danzaba en aquel espejo, pero que yo no veía la mano que la sostenía. Y también el Mariscal del Miedo se daba cuenta de que, colocara como colocara la luz, el espejo no le devolvía su imagen.
Un temblor espantoso sacudió a aquel macizo cuerpo. Enfurecido, el coloso dejó la vela sobre una consola y levantó su bastón como si quisiera romper el espejo.
Permaneció unos instantes en aquella actitud, vacilante, indeciso, pero las fuerzas o la voluntad le fallaron y dejó caer el bastón, que rodó ruidosamente por el suelo. El Mariscal del Miedo no hizo un solo gesto para recogerlo. Entonces me incliné, lo recogí y se lo entregué, pero probablemente no me vio, ya que mantuvo sus manos crispadas una contra la otra. El viejo soldado se acercó a su vez al espejo, cogió la vela, la colocó muy cerca del cristal —hubiérase dicho que las dos luces iban a convertirse en una sola—, y su nariz fue al encuentro de un reflejo de nariz…, pero tampoco él tenía reflejo.
El viejo soldado acogió aquel hecho con más resignación que el Mariscal del Miedo. Volvió a dejar la vela sobre la consola, se encogió de hombros y me miró como invitándome a intentar la experiencia. Me sentí invadido por un horror indecible, y me estremecí al pensar que también yo podría encontrarme con el espacio vacío del espejo. Me negué a la prueba. El Mariscal del Miedo, entretanto, había cogido la vela y andaba de un lado para otro, como si buscara una improbable salida. Sus movimientos se habían hecho vagos, indecisos. Su cuerpo me pareció más macizo. Sus hombros se habían hundido. Inclinaba la cabeza hasta el punto de rozar la raída pechera de su uniforme con la barbilla cubierta de pelos erizados y blancos: era evidente que el Mariscal del Miedo llevaba varios días sin afeitarse.
El olor a lavanda se hizo más intenso. Un vestido de seda crujió en la oscuridad, unos tacones repiquetearon sobre el embaldosado. Una figura de mujer surgió de la sombra y avanzó hacia nosotros. Llevaba un vestido blanco que se arrastraba en grandes pliegues. Un chal de encaje cubría sus hombros. Cuando se hizo visible a la luz de la vela, distinguí un rostro pálido y bello enmarcado en unos cabellos negros que caían en largas y pesadas ondas.
La mujer se acercó al Mariscal del Miedo y le dijo algo. Sus ojos estaban llenos de una angustiada interrogación. Retorcía sus manos estrechas y finas, que las largas mangas de su vestido dejaban al descubierto. El Mariscal del Miedo no respondió, aunque su actitud reflejaba tanta desesperación, tanto desaliento, que la mujer comprendió. Apoyó el dorso de la mano contra su boca, sus ojos se agrandaron, enloquecidos, y retrocedió hacia la sombra, lentamente. Había desaparecido ya de la luz de la vela y yo continuaba oyendo el repiqueteo de sus tacones y el crujir de la seda de su vestido.
Reemprendimos nuestra marcha por aquel inmenso palacio desierto, de estancia en estancia, de salón en salón. Pasamos por delante de la puerta de una habitación que debía de ser una capilla, ya que una mariposa roja brillaba débilmente entre unos reflejos dorados y un intenso olor a cera. Y luego encontramos la soledad de un vestíbulo embaldosado con losas blancas y negras, donde se erguían unas estatuas pálidas, que nos acompañaron a lo largo de una escalera que ascendimos.
No sé cuántas estancias cruzamos en los dos pisos a los cuales nos condujo aquella escalera, amplia y solemne, de rellanos suntuosos. Mis dos compañeros me precedían, silenciosos, la alta figura del Mariscal del Miedo inclinándose cada vez más sobre su bastón, y el viejo soldado, seco y erguido, avanzando detrás de él como en un desfile, con el fusil pegado a lo largo del cuerpo.
Evitábamos la trampa demasiado sincera de los espejos. Los bosques de los tapices, donde unos grifos saltaban en persecución de los unicornios, no nos retenían ya, y yo seguía a aquellos dos hombres mudos sin preguntarme lo que había venido a hacer, de noche, en aquel castillo deshabitado.
En un momento determinado, me pareció que la noche se prolongaba inexplicablemente. Por las ventanas no penetraba ninguna luz, ni siquiera la leve claridad de las estrellas. Y yo tenía la impresión de que no podía separarme demasiado de mis compañeros, ya que si la vela que llevaba el Mariscal del Miedo se hubiese alejado de mí, la noche me habría agarrado con sus dos poderosas manos para lanzarme a un ignorado laberinto de silencio y de horror.
Finalmente llegamos a una pequeña escalera de caracol, por la cual me aventuré en seguimiento del Mariscal y del viejo soldado. Aquella escalera debía de desembocar en una especie de torreón, ya que los últimos peldaños conducían directamente a una estancia redonda, probablemente desprovista de ventanas; unos tapices con motivos bucólicos cubrían por entero la pared circular. En medio de aquella estancia se erguía un enorme lecho endoselado, cubierto por unos cortinajes de terciopelo verdoso que tenían bordados unos escudos de armas desconocidos para mí. Únicamente recuerdo la extraña cimera que los remontaba en medio de un caprichoso despliegue de plumas y de crestas: representaba un brazo saliendo de un casco, en el cual había una serpiente enrollada.
El Mariscal del Miedo dejó la vela sobre una mesita y paseó sus ojos alrededor de la estancia; luego se dirigió hacia un armario disimulado por los tapices. Aquel armario estaba lleno de vestidos azules, rosa, amarillos, encarnados, cuyos galones y pasamanerías brillaban a la luz de la vela. Entonces, como si el fantástico paseo por el palacio desierto desembocara simplemente en aquel absurdo desenlace, sin preocuparse por nuestra presencia, el Mariscal del Miedo empezó a desnudarse.
Lentamente, con vacilaciones y titubeos de anciano, se quitó el uniforme chorreante de agua y lo tiró al suelo. El olor a tierra húmeda se hizo casi insoportable, y yo me hubiera marchado de no haber tenido miedo a volver a encontrar todas aquellas salas oscuras que, una tras otra, se habían cerrado detrás de mí. Y si no me hubiese retenido también la sensación de que iba a suceder algo, y precisamente aquel algo por el cual habíamos llegado hasta allí.
Las enormes botas del Mariscal del Miedo chocaron ruidosamente contra el suelo. Vestido ahora con una camisa que le llegaba a las rodillas, el coloso escogió en el armario unas calzas amarillas y un jubón verde oscuro, cuyos botones de acero resplandecían. Se puso unas medias de seda y unos zapatos con unos broches que hacían juego con los botones del jubón. Anudó alrededor de su cuello una amplia corbata de muselina, pegó a su pecho unas chapas de esmalte multicolor en las cuales brillaban unas esmeraldas y unos rubíes.
Todo aquello fue llevado a cabo de un modo tan sencillo, tan natural, que el ataviarse de aquel anciano me hubiese parecido la cosa más vulgar y más absurda del mundo a no ser por el espantoso hedor que emanaba del personaje. Estuve a punto de gritar cuando, en el momento en que cambió de peluca —reemplazando sus bucles deshechos y empapados por un peinado más elegante—, vi su cráneo durante algunos segundos, cubierto de una especie de plumón verdoso parecido al musgo.
Fue sólo un instante, y podía tratarse de una ilusión provocada por la claridad amarillenta de la vela danzando sobre los tapices. El Mariscal del Miedo se colocó cuidadosamente su peluca nueva; luego cubrió sus blancos cabellos con un tricornio resplandeciente. A continuación avanzó hacia el lecho y, tirando de las cortinas, contempló el cobertor verde recamado en oro.
En aquel momento, pareció recordar algo que había olvidado. Se acercó de nuevo al armario, cogió una elegante espada con empuñadura de oro y se la colocó al cinto. Luego cerró el armario, que se borró de nuevo detrás del bosque de tapices donde unos salvajes brincaban haciendo sonar sus cuernos y blandiendo sus mazas. Después, el Mariscal del Miedo volvió a la cama, se acostó sobre el cobertor procurando que su hermoso vestido no se arrugara, colocó su cabeza cubierta con el tricornio sobre la almohada de terciopelo verde y extendió contra su pierna su espada, cuya vaina de cuero verde parecía una serpiente milagrosamente domada. Durante todo aquel tiempo, su mano derecha buscaba algo en el aire. Adiviné que pedía su bastón y se lo entregué. Lo cogió, acarició con el dedo, temblando, el ébano oscuro y la ágata fascinante de su empuñadura, y luego lo colocó a lo largo de su pierna derecha. Con los brazos pegados al cuerpo, las manos abiertas, el bastón y la espada, su aspecto recordaba a las estatuas que se ven sobre las tumbas.
Aquel enorme cuerpo acostado, inmóvil —ni siquiera respiraba—, evocaba a un colosal yacente de bronce, pero en aquella masa de carne se adivinaban unas fuerzas oscuras que se entregaban a una tarea encarnizada. Los párpados aletearon durante unos segundos y descendieron suavemente sobre los ojos, como una cortina que no volverá a alzarse nunca, y de repente, con una brusquedad que me hizo sobresaltar, su mandíbula inferior cayó sobre su pecho.
La cosa sucedió de un modo tan repentino que no experimenté inmediatamente todo su horror. Sólo cuando vi al viejo soldado sentarse en un taburete al pie de la cama, con el fusil entre las piernas, como para una vela fúnebre, y petrificarse en una rigidez de estatua, me invadió el deseo de huir lo más lejos posible de aquel lecho. Y, sin embargo, había también una sensación inexplicable que me retenía en aquella estancia: el miedo de enfrentarme con la oscuridad exterior, quizás, o una extraña simpatía hacia los dos seres que estaban ya tan lejos de mí —a pesar de que hubiera podido tocarles—, inaccesibles en un mundo donde yo no tenía derecho a entrar.
Mientras permanecía allí, contemplando el oscilar de los reflejos de la vela sobre las iniciales entrelazadas que adornaban la gorra del viejo soldado, y sobre las chapas de esmalte que cubrían el pecho del Mariscal del Miedo, oí de nuevo el crujir de la seda que había acompañado a la aparición de la mujer cuando la habíamos encontrado, allá abajo. Y he aquí que la mujer surgió, en efecto, de la escalera de caracol, del mismo modo que un nadador aparece en la superficie del agua, procedente del fondo. Su rostro pálido, sus relucientes cabellos negros, sus hombros… La precedía una claridad móvil, y no tardé en ver un brazo desnudo que surgía del suelo, alzando un candelabro con cuatro velas encendidas. La mujer subía lentamente, como si se despegara penosamente de la tierra, y la luz que la acompañaba formaba círculos a medida que daba vuelta a los peldaños de la pequeña escalera.
El movimiento de su vestido la rodeaba de un ruido leve y cálido. Sus bucles oscuros caían y se agitaban sobre sus hombros. Ascendía hacia aquella estancia del mismo modo que hubiese descendido a una cueva. A la viva claridad del candelabro, los salvajes de los tapices parecieron animarse y saltar hacia ella, pero el entrelazado de las ramas se lo impidió; se limitaron a mirar de soslayo, con ojos astutos y desorbitados, a aquella forma ágil que se deslizaba suavemente hacia el lecho.
La mujer contempló el cuerpo tendido sobre el cobertor. En su rostro pálido se reflejaba un dolor infinito. Dejó el candelabro sobre la mesita, al lado de la vela amarilla, se quitó el chal que cubría sus hombros —sus nobles hombros pálidos que brillaban con reflejos muy suaves— y lo ató alrededor de la cabeza del Mariscal, anudando los extremos por debajo del tricornio. No había pronunciado una sola palabra. Sus ojos estaban secos. Pero se movía con una especie de indiferencia desesperada que estaba casi más allá del sufrimiento humano. Luego, cogió una silla y se sentó junto al lecho, enfrente del viejo soldado, rígido y seco, son su fusil entre las piernas.
Hasta aquel momento, la mujer no nos había prestado la menor atención. Sólo al sentarse se dio cuenta de mi presencia, en pie, apoyado contra uno de los tapices que cubrían la pared. De haber podido hacerlo, hubiese huido a través de aquel bosque inanimado, ya que la tristeza de la mirada de la mujer resultaba insoportable. Me miró un instante, con una expresión vaga y distraída, como si no me viera. Luego hizo un gesto con la mano: «Márchese…»
No sé cómo pude encontrar el camino de regreso a través de aquellas interminables estancias oscuras. Antes de abandonar la habitación circular, cogí el candelabro que la mujer había dejado sobre la mesita, y en aquel pie de plata encontré la huella ardiente, casi febril, de su mano. Me había vuelto para echar una última ojeada al lecho, pero ella había repetido su gesto para que me marchara, sin impaciencia, sin cólera, pero con una insistencia que parecía una súplica. La última imagen que me llevé fue la del coloso vestido de gala, acostado sobre el cobertor de terciopelo verde, velado por aquella mujer de cabellos sueltos y por aquel soldado que había muerto ya tantas veces, en medio de la alegría o de la angustia de la batalla.
Volví a emprender, solo, el camino que había seguido hacía unas horas —¿cuántas, en realidad?— con mis dos compañeros de aquella noche singular.
Al pasar junto a ellas, reconocí las estatuas gesticulantes de la escalera, las lacas sangrientas, las diosas sonrosadas de los tapices. Reconocí también los insidiosos espejos.
Anduve en línea recta, sin desviarme, hasta alcanzar el pasillo largo y angosto que finalmente me condujo a la granja, cuyos moradores continuaban durmiendo.
Una pálida claridad penetraba a través de la puerta mal cerrada. Empujé los batientes. En la llanura, la niebla era demasiado espesa para permitirme distinguir si las tropas en derrota seguían huyendo. Pero, detrás de las montañas, nacía ya el sol joven y tierno.