PAÍS RELATO

Autores

m. darlen

griego

El vuelo salió de Nueva York con seis horas de retraso. En consecuencia, Mikis perdería el enlace a Atenas. Pernoctaría en Madrid. Antes de que el avión despegara Iberia ya le había reservado una habitación en un hotel del aeropuerto. Apenas sobrevoló el agua atlántica respiró hondo, aliviado por dejar atrás el continente y regresar a su hogar, como si no quedaran por delante miles de kilómetros, pero exasperado por el día adicional de demora; por esas veinticuatro horas de más que iba a tardar en pisar Grecia. ¡Ansiaba tanto volver a su tierra! Necesitaba escuchar el sonido de su idioma durante unos días. Luego, de nuevo, debería salir rumbo aún no sabía dónde. La vida de un representante comercial internacional es agotadora. Llevaba más de un mes recorriendo Estados Unidos, donde había llegado tras dos semanas en Canadá. Demasiado tiempo de relaciones exclusivamente profesionales que lo habían dejado tan falto de afecto como necesitado de él. Anhelaba hablar con alguien de cualquier cosa que no fueran compras, ventas, precios, características de los productos... Y, a ser posible, en griego, en su propio idioma.
Cuando el avión levantó el vuelo hacía ya muchos días que Mikis imaginaba cómo al salir del aeropuerto Eleftherios Venizelos un taxista le preguntaría en griego la dirección de su casa. Él le preguntaría por las novedades políticas y sociales, por si algo se le había escapado en sus consultas por Internet, y luego, apenas dejara el equipaje en su apartamento, seguiría hablando griego al ir a comprar pan, comida, al telefonear a alguno de sus amigos... Imaginaba cómo no evitará sonreír al escuchar su lengua en las calles tantas veces recorridas y en las conversaciones de sobremesa. Por deber renunciar a eso y a muchas cosas similares se había enojado tanto cuando el vuelo fue retrasado en cuatro ocasiones sin recibir ningún tipo de explicación, aunque, una vez a bordo, la escala de una noche en Madrid ya solo se le antojaba un contratiempo molesto.
Aterrizó en España antes de las seis de la tarde. Una hora después pisaba el hotel. Junto al aeropuerto. Aislado del mundo. Se dio un baño, repasó las cadenas de televisión y luego se hizo con un periódico. Su español era escaso, y quiso aprovechar la ocasión para leer algo. Lo hizo sin entusiasmo, porque no encontró ninguna noticia interesante: nada de la actualidad española lo atrajo, ni siquiera la deportiva, y la internacional ya la conocía. De la griega no había nada. Al pasar las páginas se detuvo por azar en la sección de contactos. Le costó un poco entender qué era, pero enseguida lo coligió. Husmeó anuncios porque le pareció divertido conocer el lenguaje del sexo en español, pero no llegó a aprender nada porque el quinto anuncio lo dejó pensativo: «Norma. 110 de pecho. Atractiva. Especialista en francés y griego».
Mikis pensó que, como los empleados de los buenos hoteles y restaurantes, aquella chica era políglota. Eso sí que era un servicio esmerado. Le impresionó que una mujer con tanta cultura se dedicara a la prostitución. Entendió perfectamente las palabra «atractiva» y «pecho», y el número imaginó a qué se refería.
Nunca se había acostado con una prostituta. No le llamaban la atención las mujeres que se van con todos, y le parecía peligroso para la salud e incluso para la integridad, pues consideraba el de la prostitución un mundo sórdido. Sin embargo, en sus noches de soledad por todo el planeta mil veces había pensado en lo sencillo que sería desahogarse con una meretriz en lugar de masturbarse. En su imaginación, le maravillaba la falta de complicaciones aneja a acostarse por dinero: no hacían falta cortejos, ni arriesgarse a una negativa, ni esforzarse en caer simpático. Sexo, solo sexo. Sin dudas sobre el éxito. Pero nunca había hecho otra cosa, en sus viajes, que sexo en solitario, excepto una vez, en Alemania. Allí se había acostado con una danesa altísima y desgarbada que había conocido en un restaurante. Pero lo suyo, reconocía Mikis con cierto pesar no exento de ironía, eran las pajas. En una libretita, a modo de juego consigo mismo, apuntaba los países y las ciudades donde se había masturbado, y el nombre de la amante o amiga que había inspirado la fantasía. Aunque a veces, y entonces las explicaciones se hacían más prolijas, la musa era alguna empleada de la compañía a la que había ido a vender sus productos, o una camarera, o una mujer vista en la calle o en el hotel.
Hoteles. Había pisado tantos... Casi todos estaban en el centro de grandes ciudades o en sus barrios financieros. En cambio aquel, en el aeropuerto, estaba situado en un desierto. Nada se podía hacer fuera de sus paredes. Aún con el anuncio delante pensó en Grecia, en Atenas, y en que, si todo hubiera ido bien, a esas horas debía estar pisando ya el único suelo que sus pies reconocían como firme. Puso expresión risueña al recordar personas y conversaciones que pronto se repetirían, y la expectativa de esperar hasta el día siguiente se le hizo repentinamente insoportable. Tras cada recuerdo agradable, volvió a leer el anuncio sin darse cuenta, como una especie de colofón que le recordaba que, a pesar de estar en España, en un desierto hostil rodeado de aviones, era posible hablar griego. Hasta que sin advertirlo nació en su cabeza la pregunta de si no sería posible, pese a su calamitoso español, citarse con aquella chica, con aquella Norma, con aquella prostituta de pecho prominente que sabía hablar francés y griego. No para acostarse con ella, sino para charlar, para relajarse escuchando su propio idioma. Para hablar en griego. Solo para eso Nada más. Como esos viejos solitarios que en las prostitutas no buscan placer, sino compañía. Sin sexo no habría peligro de que la chica le contagiara nada. Y en un hotel tan alejado de todas partes cualquier peligro vinculado a la seguridad estaba casi conjurado, incluyendo en de un robo, pues cualquier agresor tendría complicado escapar. Además tenía dinero fresco en el bolsillo. Mucho. Su trabajo le daba tanto dinero como cansancio. Pensó de nuevo en Atenas, las ideas en su cerebro sonaron en griego, y se decidió: Llamaría a Norma, cenaría con ella en el hotel y tomarían unas copas. ¡Charlando en griego! A poco comunicativa que fuera la muchacha, podría contarle una historia interesante para un tipo como él. Quizá triste. Quizá morbosa. Una historia insólita para quien, como Mikis, no ha conocido el mundo de la necesidad. Tomó el periódico, anotó el teléfono, pronunció unas frases en chuchurrido español para agilizar la garganta y adaptar la mente al idioma, y llamó.
Le contestó una voz de mujer serena y clara. No como la pronunciación de Mikis, dura y entrecortada.
—Buenas noches, Norma —saludó arrastrando la voz— Quiero saber cuánto cuesta.
—Depende del servicio –replicó la voz.
—¿Cómo?
—De si es normal, completo, extra...
—Perdón, perdón. No entiendo bien español. Soy extranjero. Perdón. Yo quiero hablar, y griego, si es posible.
—Es posible, claro –cantó ella más lentamente—. Trescientos.
—¿Trescientos euros? —repitió para asegurarse de haberlo entendido.
—Trescientos —confirmó la voz femenina.
—¿Posible en dólares?
—Sí.
—¿Cuántos dólares?
La chica hizo un cálculo y dio una cifra. Mikis quedó pensativo.
—¿Griego, Norma? —dijo de pronto, recordando el motivo de la llamada, para asegurarse de que la chica hablara su idioma.
—Sí, sí. Pero yo no soy Norma. Sólo tomo los recados.
—Eh... La chica... Norma...
—Norma. Sí, ella irá. No se preocupe. Déme la dirección.
—Yo quiero hablar. Y griego, si es posible —repitió.
—No se preocupe –le contestó ella sonriendo.
Dijo el hotel y fijaron una hora. Antes recibió una llamada de su interlocutora para confirmar el teléfono y la dirección. Mikis se puso traje y corbata y se marchó a cenar, pues Norma, al parecer, no podría llegar más que a tomar unas copas. Bueno, charlarían en la cafetería del hotel, donde se habían citado.
***
Mikis ignoraba cuál era el verdadero nombre de Norma, que aquel anochecer, mientras se dirigía en taxi al hotel siguiendo las indicaciones que le habían dado desde la agencia, estaba cansada. Acababa de cumplir un mes en la profesión. Treinta días agotadores y agónicos. Y aunque las dificultades económicas que la habían impulsado a acceder a la sugerencia de una de las pocas amigas que había hecho en España habían quedado en el olvido, habían sido sustituidas por otras tan confusas que aún no acertaba a ponerles nombre.
Había llegado seis meses antes desde Venezuela. Cómo estaba allá la cosa... En España no se enteraban. Pero el desabastecimiento, la falta de trabajo, la inseguridad... El asesinato, con tres días de diferencia, de un familiar y de un vecino, la habían impulsado a marcharse. Ventajas de tener la doble nacionalidad. Pero en Madrid todo había sido demasiado difícil. El dinero solo le había durado tres meses, y había sido Ángela, una de las amigas que había hecho en un bar frecuentado por venezolanos, quien, una noche, le había sugerido la posibilidad de prostituirse. «No serás ni la primera ni la última», le había dicho, «y aunque sea muy duro, antes o después de todo se sale».
En eso había confiado Norma cuando se había dejado acompañar a la agencia. Allí, una mujer con rictus severo la había examinado con detenimiento, le había dicho «esas tetas son un tesoro» y, tras examinarla por detrás, le había preguntado si «te atreves a hacerlo por el culo». Como ella se había quedado sin habla, la mujer había añadido: «ganarás mucho más. Además, se te rifarán, porque lo tienes muy redondo y respingón».
Sí, ganaba más. No podía quejarse de eso ni de haber tenido problemas, aunque le parecía abusiva la proporción que se quedaba la agencia. Pero si de algo podía quejarse, aunque aún no tuviera fuerzas para expresarlo, era del agotamiento emocional que suponía pasar cada día por los brazos de un número de hombres que, los primeros días, le parecía tan aberrante que tenía la sensación de que su cuerpo iba a reventar en cualquier momento no sabía cómo ni por qué.
Ángela, su amiga, le había dado otro consejo. Tras advertirle que a través de esa agencia conocería muchos hombres adinerados, le había dicho: «Haz lo posible porque alguno se encapriche de ti y te retire. No es fácil, pero es mejor que andar de cama en cama. Un mal matrimonio es mejor que lo que te tocará vivir. Y siempre estarás a tiempo de divorciarte y que te pasen una pensión».
De todo eso hacía un mes. Se acordaba del primer cliente, del segundo. Vagamente del tercero. También del último y del penúltimo. Los demás se fundían ya en una nebulosa extraña, como un mal sueño. Como si al día siguiente fuera a despertar en su cama en Caracas y en Venezuela nunca hubiera existido todo lo que la había expulsado de ella.
Miró el mensaje en el móvil con los datos del nuevo cliente. ¿Sería algo, bajo, gordo, flaco, calvo, peludo...? ¿Estaría limpio, olería a perfume? ¿Sería agradable o estirado? Puf… En realidad, ¿qué más daba si todo lo tendría que hacer igual? Revisó el bolso. Sí, llevaba todo lo necesario.
***
Mikis cenó como si celebrara algo. La verdad, en cambio, era que no había desayunado y que la comida del avión apenas la había probado. El vacío de su estómago y el cambio horario hicieron que los dos vasos de vino se le subieran a la cabeza. Y así, en un estado de alegre euforia, acudió a la cafetería, donde en un amplio sillón esperó, whisky en mano, la llegada de Norma. Nunca antes se había citado con una prostituta, pero los nervios quedaron disueltos o en el alcohol o en la vorágine de un hotel donde nadie lo conocía y nadie permanecía más de veinticuatro horas. Pensó que quizá le iba a costar reconocerla. Pero luego se dijo que Norma sería inconfundible, y no se equivocó.
El anuncio no mentía. La muchacha medía más de un metro setenta, era morena, esbelta, y su voluminoso busto desafiaba a quien lo miraba, resaltando a través de un ceñido vestido. Tan generosas eran sus mamas que, a pesar de su delgadez, Norma parecía estar rellenita. Iba inmaculadamente maquillada e identificó a Mikis de un simple vistazo por la avidez con que éste la observó. Claro que también la miraron más personas, y fue por eso que apenas se saludaron y presentaron Mikis la condujo, sin mucha ceremonia, a los sillones más alejados.
Allí le explicó, en griego, su pretensión de charlar en ese mismo idioma. Añadió, para justificarse, que seguro que tener sexo con ella estaría bien, pero estaba tan derrengado que no había pensado en eso. Solo quería compañía y hablar griego. Nada más. Solo hablar en griego para sentirse como en casa. Y terminó diciéndole a la chica:
—Háblame de lo que quieras. ¿Por qué no me cuentas tu vida?
Norma no había entendido una sola palabra. Ni siquiera había identificado el idioma ni adivinado de dónde podía ser Mikis. En ese mes de locura se había acostado con hombres de más nacionalidades de las que ya podía recordar, pero no conocía todavía el sonido del griego. Su cabeza, además, no estaba en la ininteligible perorata de Mikis, sino en algo más prosaico: al bajar del taxi se le había descosido una costura de la minifalda. Le preguntó en español:
—¿Tienes aguja e hilo en la habitación?
Como él puso cara de no entender, repitió:
—En estos hoteles ponen de todo en las habitaciones. ¿Tienes aguja e hilo?
Mikis solo entendió «hotel» y «habitación». Pensó que Norma le proponía subir a la habitación. No para tener sexo, pensó, pues todo había quedado claro por teléfono y así lo acababa de repetir él, sino para cobrar con discreción, o quizá para no charlar a la vista de tanto hombre, pues a Norma le resultaba complicado ocultar lo que era y algún empleado del hotel la miraba con no muy buenos ojos. También se preguntó por qué no le respondía en griego. ¿Estaba marcando el terreno para demostrar que allí mandaba ella?
Las pocas palabras que cruzaron hasta el ascensor fueron en español. Mikis chapurreó las suyas más torpemente de lo que su escaso conocimiento del idioma le podía permitir, a causa de los nervios que repentinamente le entraron al dudar, de súbito, si Norma no querría subir a la habitación para alguna otra cosa, como, por ejemplo, desplumarlo. Ella sonreía al escuchar el parloteo, sin entender la mitad, así de mal pronunciaba Mikis. Al entrar en el ascensor el hombre dio por terminada la presentación y, algo mosqueado por no haber escuchado aún una palabra de su idioma, fue al grano repitiendo en español su torpe fórmula.
—Yo quiero hablar. Y griego, si es posible.
—Soy experta en griego —respondió ella con voz dulce, mirándolo a los ojos.
—Estupendo –contestó él.
—Ya verás cómo te gusta.
Pero viendo que Norma se había seguido expresando en español, Mikis la urgió:
—Griego, ya.
—Sí, claro –contestó Norma sonriendo, y él la miró pensando que era simpática pero algo cabezota, y también le sonrió, como comprendiendo que el servicio de la mujer, en este caso hablar en griego, no pudiera comenzar hasta llegar a la habitación. A fin de cuentas, se dijo Mikis, el precio guardará algún tipo de relación con el rato que permenezcamos juntos.
Entraron en la habitación. Mikis abrió el minibar y le ofreció una copa que Norma rechazó con un gesto mientras preguntaba:
—¿Y la agujas?
Él, que no entendió la frase, replicó en su idioma:
—Tengo unas ganas locas de hablar en griego. Anda, dime algo. Cuéntame lo que sea. Cuéntame tu vida.
Norma, que otra vez no entendió nada, no contestó. Lo miró y enarcó las cejas. La muchacha empezó a pensar que algo no marchaba bien. Mikis se percató y, en un tono ligeramente molesto, preguntó en su torpe español:
—¿Griego?
—¿No puedes esperar a que me cosa la falda?
Mikis no supo qué había dicho la mujer, e insistió:
—Griego, por favor.
Viendo que él no entendía nada, Norma masculló para sí:
—Tu puta madre, tío, qué impaciente estás. ¿Por qué no te la machacas y acabamos antes?
—¿Qué?
—Ahora hacemos el griego, tío. Ahora lo hacemos. Pero dime dónde tienes las agujas y ve preparando el dinero, anda.
Lo dijo a tal velocidad y tan a regañadientes que Mikis solo entendió «hacemos» y «griego».
—¿Hacemos griego? —preguntó.
—¡Que sí, tío, que ahora lo hacemos!
—No. Español, no. No más español. Yo quiero griego.
Aquella frase dejó perpleja a Norma, que había echado mano al bolso y llevaba ya en la mano el tubito de lubricante que también le ayudaba a dilatar el esfínter. Comprendió lo que estaba ocurriendo, pero le pareció tan absurdo que quiso ratificarlo.
—A ver, chato... ¿Español... no?
—No, español no.
—¿Griego, sí?
—Sí, griego sí. ¡Yo quiero griego!
—¿Hablar en griego?
—Sí. Pedí hablar y griego.
—¿Hablar y griego o hablar en griego? No es lo mismo, guapo.
—Pedí hablar. Y griego. En Alemania no digo quiero hablar y alemán, porque todos hablan alemán, ¿ok? Pero si en un país quieres otro idioma, lo pides, ¿ok?
—Ay, chato... ¡Jajajaja! Es que en España una cosa es hablar en griego y otra hacer un griego. Me parece que ha habido un malentendido tremendo. ¿Tú solo quieres hablar en griego o quieres hacer un griego?
Tras detenerse unos segundos para entender una frase tan larga, Mikis dijo:
—Yo quiero hablar en griego.
—¡Jajajaja! Yo no hablo griego, chato. Yo practico el griego.
—¿Qué es practico?
—Practicar es «hacer.» Yo hago el griego, pero no lo hablo – estaba sorprendida y divertida, y también preocupada porque no sabía si debía indignarse ante un equívoco que le podía hacer perder tiempo y dinero y, si el hombre no se avenía a pagar de todos modos, derivaría en unas cuantas explicaciones con la agencia.
—El anuncio decía: «especialista en griego». ¡Y en francés!
—¡Jajajaja! ¡Lo que no me pase a mí!... Hago griego y francés —respondió Norma— pero no los hablo.
—¿Cómo que haces? ¿Qué haces? ¿No los hablas? No entiendo. Yo he pedido griego.
—Cariño, el griego en España no es hablar.
—¿Cómo?
Norma se echó a reír, y Mikis, sin saber por qué, también. Se sabía inmerso en un malentendido pero no acertaba a comprender.
Hablando despacio, Norma le explicó:
—Hacer un griego es España es hacerlo por detrás, ¿me entiendes? Por el culito.
—¿Hacerlo qué? ¿Qué haces? ¿Un griego?
—Fuck, cariño, fuck. ¿Sabes qué es fuck?
—Yes... Sí... ¿Hacer un griego es fuck?
—No, cariño. Es fuck por el culito.
—¿Culito?
Norma soltó otra carcajada. Acababa de encontrar las agujas y el hilo en una bandeja junto a la televisión. Se quitó la minifalda y quedó en tanga, con unas medias elásticas hasta medio muslo. Enhebró la aguja y comenzó a coser mientras decía mirando a Mikis y meneando la cabeza.
—Ay, tío, que tampoco sabes qué es el culito. ¿Cómo te atreves a ir por el mundo sin saber esas cosas? ¿Cómo os sueltan por ahí en estas condiciones?
De nuevo él puso cara de no entender.
Ella se señaló las nalgas, y Mikis se quedó perplejo.
Aguantando la risa, Norma terminó las puntadas que sujetaron el descosido para evitar que siguiera creciendo, cortó el hilo con los dientes, dejó la minifalda junto al televisor y luego, poniendo el dedo índice y el anular a la altura de su clítoris, miró a los ojos a Mikis y le explicó:
—Por aquí, fuck.
—Fuck —repitió él, asintiendo por la cabeza.
—Esto, fuck. Follar —se aseguró ella, y él volvió a asentir.
—Fuck. Follar —repitió con áspero acento.
Luego Norma llevó su dedo índice a su ano, hasta tocarlo a través del tanga, para asegurarse de que el hombre sabía de lo que estaba hablando, y le explicó:
—Esto, culito.
Mikis asintió. Norma volvió a llevarse la mano adelante y dijo:
—Esto, coño. Por aquí, fuck —y luego llevó el índice de nuevo al ano y añadió—: Esto, culo. Culito. Por aquí, griego.
El hombre quedó perplejo.
—Por aquí, griego —repitió ella.
Mikis tardó unos segundos en atar todos los cabos. Entonces preguntó:
—En España... ¿Griego es... fuck por el culito?
—¡Jajajaja! Sí, cariño, sí.
Y los dos se echaron a reír. Mikis se puso colorado.
—Yo quería griego —explicó.
—Tu querías hablar griego —precisó Norma.
—Sí.
—Pero yo no hablo griego, cariño. Yo hago griego. Yo fuck por el culito.
—Pero... Yo no quiero fuck por el culito —respondió Mikis sonriendo, como si por fin todo se hubiera solucionado—. Yo quiero griego. Hablar.
Ahora Norma se puso seria:
—Cariño, ha habido un malentendido. ¿Me comprendes? —él asintió— Tú quieres hablar griego y yo no lo hablo. Pero yo he venido aquí y estoy perdiendo mi tiempo. Si no estuviera contigo, estaría con otro. ¿Me sigues? No puedo perder mi dinero.
Mikis solo había entendido la primera parte y la palabra «dinero», pero asintió, porque comprendió el sentido de la frase.
—Tú quieres dinero aunque no hablas griego —dijo dificultosamente.
—Eso es, guapo. El tiempo lo he empleado igual.
—Yo quería hablar y no hablo. ¿Tengo que pagar?
—Sí, guapo. Mi tiempo lo he empleado igual.
—Pero tú venías a fuck por el culito y no has fuck por el culito. Y tampoco hablas griego. No has ganado precio.
—Cariño —dijo Norma—, sin saberlo me has contratado para fuck por el culito y yo cobro por eso. Con fuck por el culito o sin fuck por el culito, ¿entiendes? Yo, aquí estoy. Si fuck por el culito o no, es cosa tuya. Pero todavía no he visto el dinero.
Mikis se quedó pensativo. Primero perdió la mirada en los ojos de Norma, y luego se fijó en su busto antes de decir:
—Pero yo pago por hablar y no hablas.
—No, guapo. Tú has contratado otra cosa y eso es lo que tienes. Si quieres lo usas y si no, pues no. Pero pagarlo, lo tienes que pagar. Como un hotel que reservas y no acudes.
—Me dijeron que hablabas. Y griego.
—Y dale... Oye, que yo no trabajo en una agencia de traductores, ¿entiendes? Donde yo trabajo el griego no se habla, se hace. ¿De acuerdo? Pagar, vas pagar igual. Si quieres con fuck por el culito, con fuck por el culito. Y si no, sin fuck por el culito ni leches –y lo miró con tal fiereza que Mikis no necesitó conocer una sola palabra para averiguar lo que Norma le exigía.
—Ok, ok —contestó porque, de pronto, había sentido miedo pensando en quién sabe qué matones al servicio de la misma organización para la que trabajaba Norma— ¿Cuánto?
—Trescientos cincuenta dólares –dijo ella—. Eso me han dicho.
Mikis sacó el dinero, que había tenido el cuidado de separar e introducir en un bolsillo del pantalón, y se los dio.
Norma lo cogió y dijo:
—Gracias.
Y ya iba a ponerse la minifalda cuando Mikis, que estaba sudando, carraspeó y dijo con voz clara, observando el prominente pecho:
—Si no podemos hablar, y griego, entonces fuck por el culito.
Norma contempló a un pobre hombre solitario, lejos de su casa y de los suyos, tan rodeado de la soledad que había recogido por el mundo que nada más había esperado de ella su compañía y que, después de la decepción y de sentirse amenazado si no pagaba, en lugar de enojarse o tratar de evitar el pago aún tenía humor para aprovechar su error y tratar de pasarlo lo mejor posible. Mikis la miraba de hito en hito, asombrado por su propia audacia y muerto de miedo ante la perspectiva de, por primera vez, acostarse con una prostituta. Temía hacerlo, como temía estar mancillando aquellos ojos oscuros y nobles en los que aún quedaban restos de sonrisas lejanas en un mundo muy diferente. Norma, a su vez, lo observó con ternura durante un instante. Luego, con simpatía. Y a su cabeza vino el recuerdo de la soledad que la había conducido a esa profesión, la sensación de que si hubiera tenido arrestos para buscar la parte buena de los problemas, la oportunidad que todo problema supone, quizá su vida hubiera sido distinta. Sin darse cuenta, admiró a Mikis.
—Ven, cariño —le dijo—. Vas a ver lo que es fuck por el culito a base de bien. Te aseguro que no lo olvidarás.
***
El vuelo procedente de Nueva York se ha retrasado y, en consecuencia, el enlace a Atenas esta misma tarde es imposible. No hay otro vuelo hasta mañana.
La compañía aloja en un hotel, en el mismo aeropuerto, a los pasajeros afectados. Entre ellos hay una mujer elegante con rostro cansado que, cuando le llega su turno en recepción, pregunta si le pueden dar la habitación 122. Tras una breve conversación y algún mohín de disgusto del recepcionista, lo consigue.
Una vez en ella, le cuesta reconocerla porque parte de mobiliario ha cambiado, y además todas las habitaciones de hotel se parecen. Qué rápido pasa el tiempo. Cinco años atrás se hacía llamar Norma y era prostituta. Ahora no debe ocultar que se llama Katia, ni tampoco que trabaja en la misma empresa que Mikis, su marido. Sin el malentendido que se produjo en aquella habitación quizá seguiría prostituyéndose. Y a saber qué habría sido de su vida. Sonríe al recordar que acabaron entendiéndose en inglés. Sonríe, avergonzada, al rememorar que practicaron una maravillosa sodomía antes de que ninguno supiera el nombre del otro. Un cliente y una prostituta que todavía no sabían que iban a ser un matrimonio.
No sabe si fue un flechazo. Por parte de él, seguro. Al fin y al cabo, ¿qué tenía que ganar Mikis liándose con una puta, se dice con frecuencia Katia? Nada. Solo podía perder. Siempre le ha agradecido la falta de prejuicios. Pero por su parte siempre ha sentido miedo a que lo que creyó un flechazo no fuera más que el deseo intenso de escapar de la prostitución mezclado con el alivio de atisbar la salida de ese sórdido mundo y el agradecimiento a quien le abrió las puertas a una vida digna. Siempre se responde que ama a Mikis, pero siempre le inquieta la duda.
En este lustro el matrimonio ha ido muy bien, aunque se ven poco. Es difícil conciliar las vidas de dos personas que se pasan el año recorriendo el planeta. No, entonces, cinco años atrás, ella no hablaba griego, pero sí inglés y se defendía en francés. Eso le dio las primeras oportunidades en la empresa. La ayuda de Mikis con el catálogo de productos e intermediando con los jefes hizo el resto.
Katia, que ya sabe hablar griego con tanta soltura como Mikis habla ya español, piensa que en todo este tiempo su marido solo la ha engañado en una cosa: no se cree que aquella vez, hace cinco años, fuera la primera que se iba con una prostituta. Está convencida de que antes lo había hecho en múltiples ocasiones, y sospecha que aquella no fue la última. Cree que Mikis se acuesta con prostitutas allá donde va, y no le gusta la idea, pero le cuesta reprochárselo porque sabe que pasa meses solo, y porque nadie como ella comprende que en los brazos de una prostituta no se traiciona a ninguna esposa, porque no hay cliente que en ellos deje de ser marido, novio o pareja. En realidad, piensa a veces Katia, las prostitutas sostienen muchos matrimonios. Todos los que se irían a pique si los hombres buscaran el desahogo en amantes y no en meretrices.
Pero ese día, en la habitación donde comenzó la relación, pensar en eso no le gusta, y sustituye esas reflexiones por el examen de las casualidades ocurridas en las últimas horas: el avión que se ha retrasado venía de Nueva York, como hace cinco años. Y ella viene de ver a los mismos clientes que Mikis había visitado entonces. Ha perdido el enlace a Atenas, como él hace cinco años. Y se ha quedo tirada en Madrid, como él entonces. Y en el mismo hotel. E incluso ha ido a parar a la misma habitación. También, como entonces Mikis, Katia está impaciente por llegar a Atenas y escuchar hablar en griego, porque ya se le ha hecho familiar y siente que Grecia es su hogar.
Finalizado el examen, una idea cruza por su cabeza y la hace estremecer: mira el calendario en el móvil y, sí, justo hoy es el día. Justo en este mismo día se cumplen cinco años desde que Mikis y ella se conocieron entre esas cuatro paredes. Quizá por toda esta secuencia de coincidencias, tumbada en la cama comienza a rememorar, con detalle, lo que ocurrió. Lo ha hecho tantas veces que puede reconstruir aquella tarde y aquella noche con precisión. Tanta que, unos minutos después, está excitada, porque tras volverse a reír al rememorar el malentendido con las acepciones de la palabra «griego», ha vuelto a su cabeza el momento en que Mikis la sodomizó, y ahora, en la misma cama, vuelve a sentir el recto lleno de carne dura y caliente.
Sin saber cómo, se encuentra a sí misma husmeando el periódico que ha cogido en recepción. Ha pasado las páginas hasta llegar a la sección de contactos. Hay menos que hace cinco años. Lo advierte porque guardaron de recuerdo aquel periódico. Se dice que hay menos porque Internet es una competencia dura. En algunos textos de hoy cree reconocer la sombra de la agencia para la que trabajó, pero Katia, sin saberlo, está buscando hombres. Lo comprende cuando encuentra los primeros avisos y se detiene en ellos. Piensa que son para homosexuales, pero localiza cuatro en los que los hombres se ofrecen indistintamente a ambos sexos. Ella nunca ha pagado por estar con un hombre, aunque ignora que también esto es un paralelismo con la historia de Mikis hace cinco años, y, en un acto irreflexivo, decide llamar a uno de ellos.
Lo hace para hablar, se dice. Como Mikis hace un lustro. Porque le apetece sentirse acompañada y hablar en griego, el idioma que ahora vincula a su hogar. Aunque en su fuero interno sabe que también ha llamado para algo más. Para seguir con los paralelismos. Como si revivir la vida fuera posible. Comprende esa ansia oculta cuando cuelga el teléfono con la cita concertada y siente un ramalazo de inquietud y excitación.
Mientras espera, dudando de si ha hecho bien, Katia calma los nervios ideando una treta para seguir jugando consigo misma a los paralelismos. Ante el muchacho que venga, con el que no ha intercambiado una palabra porque al teléfono se ha puesto una mujer, se hará pasar por griega. Fingirá no saber apenas español. No más que Mikis cuando lo conoció. Intentará provocar cierto malentendido con el chico en torno a la palabra «griego», a ver cómo se resuelve en esta ocasión. Quizá todo se quede en nada, o quizá no y se repita la cómica situación de hace cinco años. «¿Qué decirle cuando llegue? ¿Le voy a hablar en plan «yo, Tarzán, yo, Jane»? ¿Le diré: «Yo querer griego»? Y si el muchacho se apresta a sodomizarla se mostrará sorprendida y tratará de explicar que ella se refiere a un idioma. Ya se las apañará. Es una buena broma. Un juego. Un juego consigo misma. Rememorar lo ocurrido hace cinco años desde el lugar que ocupó Mikis.
***
El verdadero nombre de Marcelo es Alfredo. Tiene aspecto de joven ejecutivo moldeado en un gimnasio, aunque, si bien lo del gimnasio es cierto, a sus veinticinco años está terminando un curso de doctorado y se mantiene gracias a una beca y a los emolumentos que obtiene prostituyéndose. Sus tarifas son altas porque no es capaz de prestar más de dos servicios al día si no es recurriendo a métodos artificiales, a los que se opone. Y además no trabaja todos los días, solo dos o tres a la semana. Hoy no pensaba hacerlo, pero estaba ocioso y ha aceptado el encargo. Además, que sea con una mujer es un alivio. Le gustan más que los hombres, aunque las escasas cuarentonas, cincuentonas y a veces sesentonas que recurren a él le resultan poco estimulantes por lo evidente del modo en que tratan de preservar una buena presencia: demasiada peluquería, demasiado maquillaje, demasiada buena vestimenta, demasiados esfuerzos vanos por mantener tersa la piel y porque la carne no se les venga abajo. Demasiado escapar de la realidad. Pero son esas mujeres, ya de cierta edad y con dinero fácil, las únicas que recurren a servicios como los que Marcelo presta.
Por eso se queda pasmado al ver a Katia. «Esta tía», piensa Marcelo, «está como un tren». Tiene una cara preciosa, un cuerpo esbelto y ágil, y bajo la ropa se adivinan unos pechos espectaculares. De pronto siente miedo. Una mujer así, se dice, no tiene problemas para encontrar con quién irse a la cama. ¿Por qué, entonces, busca a alguien de pago? ¿Le irán las cosas raras? Pronto lo sabrá. Y aún le sombra más ver que apenas sabe nada de español y que, con un acento duro que no sabe identificar, no para de mirarlo sonriendo mientras le dice «¡Griego! ¡Griego! Yo quiero griego!» Igual es eso, se dice Marcelo. Igual es que no se atreve a confesar a alguien distinto de un profesional que desea ser sodomizada. Quizá sea su primera vez y por eso ha elegido un lugar lejano de su país, y a un desconocido para hacerlo.
***
Katia se pregunta si, cuando ella se desnudó hace cinco años, Mikis sintió ante su cuerpo perfecto lo mismo que ella al ver el de Marcelo. Tan alto, fuerte y fibroso. Con esa brillante verga larga y gorda, tan dura y enorme. «Con esos huevos», se repite mentalmente mientras los recuerda colgar bajo la polla erecta. Sí, los recuerda colgando mientras los siente golpear su vagina.
Ha sido divertido. Ha insistido tanto y con tal vehemencia en que quería «griego» que el hombre se ha aturullado y, pese a tener toda la planta de un don Juan, ha comenzado a desnudarse sin prolegómenos. ¡Qué gozo ver que ya estaba erecto!, se regocija Katia con coquetería, y qué risa recordarse a sí misma fingiéndose escandalizada. Tanto que precipitadamente se ha pasado del español chuchurrido al francés y luego al inglés, como quien busca una escapatoria a la desesperada. Inglés que Marcelo entendía y hablaba como un nativo. Entonces, entre risas, han aclarado el «malentendido». Pero si el muchacho se reía del equívoco, ella lo ha hecho de su propia pantomima y de verlo tan confuso. Y además se las ha ingeniado para que la explicación de qué es un griego en España acabara adoptando la expresión «fuck por el culito». Y luego ha hecho como Mikis hace cinco años: sin pretenderlo concientemente, se ha dejado llevar por un impulso que hasta ese momento estaba convencida de poder dominar y, tras observarle por enésima vez la polla, le ha dicho que, ya que tenía que pagar, quería fuck por el culito.
Ahora está a cuatro patas sobre la cama. Marcelo se introduce una y otra vez en su recto, llenándolo como nunca antes lo ha hecho ningún hombre. «¿Fuck por el culito?», se dice Katia de rato en rato, antes de contestarse a sí misma, muy excitada: «¡¡¡Follándome por el culo como un caballo percherón!!!»
Al verlas, las dimensiones de Marcelo la habían asustado, pero ahora Katia está disfrutando sintiendo la penetración mientras se masturba, y a su cabeza vienen, al compás del movimiento, otras expresiones soeces y entrecortadas que la excitan. «Reboso polla», es lo último que ha ideado su cerebro.
Pero mientras eso ocurre, otra parte de su cabeza anda viajando, yendo y viniendo entre el presente y cinco años atrás; recordando, sintiendo cómo fue sodomizada aquella vez en esa misma cama. Y se pregunta si a Mikis, mientras la penetraba, le rondaban ya por la cabeza las ideas que luego desembocaron en todo lo que ocurrió. Y así, mientras Marcelo la penetra por el culo y ella se derrite de excitación, sin darse cuenta comienza a pensar si, una vez que ambos se hayan corrido, no comenzará a preguntarle a ese muchacho qué idiomas domina, si ha estudiado y qué, si le gustaría instarse en otro país, por ejemplo en Grecia; a preguntarle si cree que podría trabajar allí; a preguntarle también si, en caso de que lo deseara o las cosas no le fueran bien, se siente capaz o estaría dispuesto a trabajar por todo el mundo como vendedor en de una gran empresa; si, en definitiva, no querría cambiar de vida y tener su hogar en Atenas donde, también, si Marcelo lo deseara, cuando el calendario de viajes de ambos lo permitiera podría tener una buena amante con la que quién sabe lo que podría llegar a ocurrir.
Marcelo se corre dentro de Katia. Katia se corre con Marcelo dentro. La escena se parece mucho a la de hace un lustro.
Cuántas coincidencias. Muchas buscadas, sí, pero cuántas. Y mientras Katia se deja caer en la cama escuchando cómo jadea Marcelo, se pregunta qué le va a decir a continuación. Se pregunta si los paralelismos van a continuar.
Abre la boca sin saber aún qué palabras van a salir por ella. Se detiene. Toma aire. Vuelve a abrir los labios para hablar. Para decir algo. Todavía no sabe qué. Lo primero que salga. Y antes de pronunciar la primera sílaba un vértigo agradable estremece su cuerpo.