PAÍS RELATO

Autores

luis mariano de larra

el nietecito

Unos nacen con estrella y otros nacen estrellados, dijo un poeta de segundo orden a mediados del siglo XVIII: y axioma tan vulgar y verdad tan de a folio, puede aplicarse, lo mismo que a los hombres, a todos los productos del ingenio humano. Cuadros, novelas, estatuas, dramas, óperas y cuentos, pueden tener en sí mismos méritos suficientes para alcanzar del público favor y aplausos, pero no a todos acompaña la misma fuerza del sino, la misma estrella, las mismas condiciones de brillo y esplendor. Hay obras artísticas o literarias, que desde su gestación en el cerebro que las crea, se ven arrulladas por el céfiro de la publicidad, esperadas con anhelo por la impaciencia pública, juzgadas a priori con benevolencia adivinatoria; hay obras artísticas, que aparecen por primera vez al público, en lujoso salón aristocrático, entre perlas y brillantes, princesas y embajadores; hay comedias afortunadas, cuyos intérpretes arrebatan, y cuya mise en scène asombra y cautiva; y hay al mismo tiempo, obras que nacen muertas, sea el que quiera su mérito intrínseco, por la pobreza de la exhibición, por la nulidad del medio ambiente en que aparecen, por la miseria de que se ven rodeadas. Escríbase hoy un zorcico para que lo cante Gayarre, y el tal zorcico dará la vuelta al mundo civilizado entre lluvia de flores, atronadores aplausos y vítores sin cuento. Y el zorcico será precioso, característico, ideal, único… ¡Cuántos y cuántos millares de zorcicos, tan ideales y tan característicos como el afortunado, rodarán oscurecidos por las montañas euskaras, fraseados torpemente por las gargantas vulgares de amas en casa de los padres y quintos de caballería!
Canten la ópera nueva I pescatori di perle los artistas de la compañía de los Jardines del Buen Retiro de Madrid, y se oirán los silbidos y las pateaduras desde la plaza de Oriente.
Si cualquiera de los admirables lienzos que asombran hoy con justicia, en los muros de San Francisco el Grande, hubiera sido comprado por el Ayuntamiento de Ocaña para adornar la capilla de San Pascasio, allí moriría entre los ojos ignorantes de los ocañenses destripaterrones.
Unos nacen con estrella y otros nacen estrellados
Y lo mismo puede decirse de las novelas; y lo mismo de los cuentos. No aludimos a esas obras, admiración perpetua per se, de pueblos y edades. No puede hacer pañales más pobres ni decoración tipográfica más asquerosa que la primera edición del Ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, obra, después de muerto su autor sobre todo, la más leída, la más admirada, la más reproducida por la imprenta, por el pincel, por el buril, de cuantas ha producido el ingenio humano. Pero de esas obras, hay una lo más en cada nación. Excepto esa obra única de cada país, sin contar los países que no tienen ninguna, todas las demás sufren la suerte o la desgracia de su cuna.
¡Cuentos! Expresión literaria la más vulgar del arte de escribir. ¡Cuántos serían, no solo no aplaudidos, sino perpetuamente ignorados, a no tener por padres ilustres a Boccaccio, a Hoffmann, a La Fontaine o a Edgard Poe! Y ¡cuántos y cuántos yacen ocultos, anónimos, condenados a oscuridad perpetua, encerrando bellezas intrínsecas, lecciones profundas, chistes inimitables y verdadera sabiduría! De entre estos he escogido hoy uno al azar, corto, sencillo, tierno y filosófico.
¿Dónde ha nacido? ¡Qué sé yo! —¿Quién me lo ha contado? ¡Vaya V. a saberlo! —¿De quién es? ¡Mío, tuyo, suyo!, de todo el mundo. Precisemos algo más. —¿En qué país pasa la acción? Aquí, allí, en cualquier parte. —¿Quiénes son los que en él intervienen? Yo, tú, aquel, nosotros, vosotros, aquellos.
No se cansen mis lectores en averiguaciones. Es un cuento sin patria, sin nacionalidad, sin autor, sin aparato escénico; sin ambiente, sin auras ni brisas; sin nombre y sin nombres. ¿Es un símbolo? ¡Puede! ¿Es un sucedido? Acaso. Lo que es indudablemente es… un cuento inclusero. Y va de cuento.
—Hijos míos —decía a su hijo y a su nuera, recién casados, un pobre anciano—, he aquí cuanto poseo; tomadlo para que podáis atender mejor a vuestras obligaciones; yo ya no tengo fuerzas para trabajar, y ese dinero me es inútil. No tengo necesidades, y para los pocos días que he de vivir, con pan y tranquilidad tengo bastante. Ambas cosas las tendré si queréis darme un sitio en vuestra mesa y otro en vuestro hogar. Así moriré contento. —Y tendió los brazos a sus hijos que se arrojaron en ellos llorando.
—Sí, padre mío —le dijo el hijo—; siempre viviréis con nosotros.
—Sí —continuó la esposa—, ambos nos disputaremos la dicha de serviros. ¡Qué dichosos seremos en vivir los tres juntos! Siempre contentos el uno del otro; siempre de acuerdo.
El anciano, al escuchar tan dulces palabras, estrechó a sus hijos contra su corazón y se oyó un inefable concierto, en el que se confundieron los juramentos más sagrados y las más santas promesas.
En el primer año, nada vino a turbar la unión, tan piadosamente jurada. El marido estaba siempre ocupándose de su padre, y la mujer no escaseaba los cuidados que había jurado prodigar al anciano. Nada había hecho aún entibiar el fuego que hacía mirar a los hijos como una felicidad, lo que luego mirarían quizá como un deber, y más tarde como una carga.
El matrimonio a los dos años tuvo un hijo, y nadie le recibió con más alegría que el anciano. ¡Los abuelos quieren tanto a sus nietos! ¡La debilidad de los seres cercanos al sepulcro, simpatiza tanto con la de los seres que acaban de nacer! ¡Hay una inteligencia tan íntima entre la vejez y la infancia, estos dos crepúsculos de la existencia!
La mayor felicidad del abuelo era tener al nieto en sus brazos; mecerle para que se durmiera, y espiar sus dulces sonrisas al despertarse. El buen anciano iba contando por todas partes lo que le hacía tan feliz; necesitaba especificar a todo el mundo las gracias del chiquitín, y recitar a cuantos entraban en casa, las palabras que le había entendido; y se pasmaba de ver que no todos participaban de su alegría, y que entre los vecinos, había algunos, que, testigos de su alegría, parecían compadecerle, y se apartaban de él, volviendo desdeñosamente la cabeza.
Y es, que los buenos vecinos, cuya conducta sorprendió tanto al abuelo, habían reparado en la familia, desde el día del nacimiento del niño, un cambio que él no había advertido, absorto por el único pensamiento de su nueva dicha. No faltó alguna comadre que peroró largamente, sobre cierta variación en la conducta de la mujer para con el padre de su marido, concluyendo de este modo sus reflexiones:
—El pobre hombre, distraído con las gracias infantiles de su nieto, no echa de ver aún el abandono en que yace. ¡Dios quiera que permanezca mucho tiempo en su error y no se aperciba jamás de la indiferencia con que sus hijos empiezan a pagar sus bondades!
Lo que decían era verdad. La nuera, como afirmaban los vecinos, había transformado, de repente, su ternura; de la inmensa parte de amor que daba a su hijo, no le quedaba nada para el abuelo; sin duda su corazón no era bastante grande para encerrar con el cariño maternal, una pequeña parte de su antigua amistad filial.
El hijo, a quien sus negocios tenían fuera de casa, excepto a las horas de comer, no se inquietaba de los cuidados que reclamaba la vejez de su padre. Por la noche, en lugar de hacer, como antes, al anciano, una piadosa lectura, y preparar su espíritu a la oración, cogía al niño sobre sus rodillas, y se pasaba las horas haciéndole reír y bailar. Y entonces, únicamente, sentía el buen viejo apoderarse la tristeza de su alma; separarle del niño a quien tanto quería, era hacerle sentir el dolor de su aislamiento.
Más tarde, cuando creció el niño y tuvo bastante fuerza para correr y jugar con los de la vecindad, el anciano se quedó cada vez más solo y desconsolado; su felicidad desaparecía, siempre que su nieto pasaba por delante del dintel de la casa, y como su nuera, que se había olvidado tan pronto de los cuidados que antes le prodigaba, no venía a consolarle en su abandono, no le quedaba más recurso, que meditar solo y lleno de tristeza, en los disgustos de su vejez.
—Sí —decía para sí dando un suspiro—; mi hijo y su mujer no son ya tan buenos para conmigo: apenas veo, y ni el uno ni la otra me tienden el brazo para sostenerme ni guiarme, dejándome andar a tientas en mi soledad. Estoy sordo, y se impacientan cuando no los oigo, o no les contesto al instante: quizá —añadió con el acento de la más profunda tristeza— se rían de mis males y se burlen de mí, cuando yo no pueda verlos ni oírlos.
Con este último pensamiento, de la indiferencia de sus hijos, justificada por completo, el anciano se sintió agobiado; y cuando llegó la hora de comer, le dominaba de tal modo este cruel pensamiento, que se sentó a la mesa temblando. Creyó que todos sus movimientos eran espiados para criticarlos, y entonces sus manos temblaron más, y el temor de cometer una torpeza, que sirviese de pretexto a burlas irónicas dadas a sus movimientos, pesados por la debilidad de la edad, dio a estos la torpeza que él tanto temía. La cuchara vacilaba entre sus manos, como si estuvieran convulsivamente agitadas por un estremecimiento nervioso, y cada vez que la llevaba a sus labios, dejaba caer, sin notarlo, un poco de caldo que se extendía sobre el mantel. La joven se lo advirtió, y el anciano a pesar de su poca vista, la vio expresar su disgusto en un gesto de desprecio. Entonces el viejo se levantó y, con los ojos preñados de lágrimas, cogió su asiento entre sus temblorosas manos, y fue a sentarse en el rincón más obscuro.
Y el hijo no volvió a llamar al padre a la mesa de la familia.
Pero el nieto, que había visto llorar a su abuelo, fue a sentarse a su lado; y poniéndole sus manecitas encima de las rodillas, le hubiera mirado largo tiempo con dolorosa sorpresa, si su madre no le hubiera arrancado de aquel sitio con un movimiento de despecho.
Al día siguiente, el anciano se sentó, como la víspera, en un rincón, cuando llegó la hora de comer, y tuvo sobre sus rodillas el plato que contenía su comida: pero sus manos, cada vez más trémulas, aun cuando quisieron sostener el plato, fueron demasiado débiles y cayó este al suelo, haciéndose pedazos.
Entonces, se enfadó la mujer, y el hijo no pudo contener un movimiento de impaciencia: el abuelo oyó los gritos de la nuera y vio el gesto de su hijo, y dio un gran suspiro.
Al otro día, cuando volvió a colocarse en su rincón obscuro, vio que sobre el banco que le servía de asiento habían colocado una cazuela de madera, con el alimento que debía comer. La cogió porque tenía hambre, y sin embargo, cuando su mano quiso llevar la comida a los labios, la dejó caer sin fuerza y no pudo continuar: gruesas lágrimas cayeron de sus ojos, y se quedó abismado en un pensamiento triste y profundo. Le sacó de él una manecita que tocaba la suya y una vocecita que le hablaba.
Era su nieto, que empinándose sobre las puntitas de los pies para coger la cazuela que el anciano tenía sobre las rodillas, le decía con su dulce voz:
—Abuelo, ¿es de madera el plato en que te han puesto la comida?
El pobre anciano no tuvo fuerzas para hablar y contestó al niño con un triste movimiento afirmativo de cabeza.
Algunos días después, cuando el padre y la madre estaban en la mesa, y el abuelo, siempre triste, continuaba en su rincón, el niño dejó de comer, y empezó a sacar del bolsillo una porción de pedacitos de madera, y a colocarlos con gran cuidado unos cerca de otros.
—¿Por qué no comes? ¿Qué haces? —le dijo su madre.
—¿Por qué no comes? ¿Qué juegos son esos? —le preguntó el padre.
El niño levantó su bonita cabeza, y fijando sobre su abuelo sus hermosos ojos azules, en los que brillaba una mirada inteligente:
—Abuelito —le dijo—, ¡estoy haciendo una cazuela para que coman papá y mamá, cuando yo sea grande!
Los dos esposos se miraron un momento en silencio y rompieron a llorar. El hijo se levantó, cogió a su padre de la mano y volvió a colocarle en la mesa de la familia. El nietecito echó los brazos al cuello de su abuelo y…
colorín, colorado, mi cuento ya se ha acabado.