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lola robles

el sueño de la nieve

En Columbus, Georgia, donde el 19 de febrero de 1917 nació Lula Carson Smith, no es fácil conocer la nieve. Columbus está en el sur de los Estados Unidos. Los inviernos son suaves; los veranos, largos y muy calurosos. Imagino la lentitud y el vacío de esos veranos, sus domingos amarillos de luz cegadora, el tedio cayendo gota a gota en cada minuto. Yo los he vivido, en un barrio al sudoeste de Madrid.
La madre de Carson, Marguerite, era una gran amante de la música; el padre, Lamar, regentaba un negocio de joyería y relojería. La ciudad se dedicaba a la industria del algodón. Sus habitantes sobrevivían a duras penas, pero hasta los blancos más pobres estaban orgullosos de no ser negros.
La hija de Marguerite y Lamar decidió de niña que se llamaría solo Carson, un nombre ambiguo para una auténtica chicazo, muy alta, huraña y tímida. Animada por la madre, empezó a estudiar piano. Años después cambiaría esa afición por la literatura, cuando viajó a Nueva York, donde vio nevar por primera vez.
Annemarie Schwarzenbach nació en Zúrich, Suiza, el 23 de mayo de 1908. Pertenecía a una rica familia. El padre, Alfred, fue coronel y propietario de fábricas de filatura de seda, y la madre, Renée, era una mujer de carácter fuerte, autoritario. Entre madre e hija se irá construyendo una relación especular, apasionada y ambivalente. Annemarie tendrá una preceptora, irá a una escuela privada, aprenderá a tocar el piano y a montar a caballo (ambas aficiones también de su madre, magnífica amazona), aunque empezará a escribir muy pronto. Y se irá a estudiar a La Sorbona, en París.
Muy distinta a (Lula) Carson, Annemarie era rubia, con un rostro hermoso y una mirada triste. Andrógina y con una abierta atracción hacia las mujeres. Renée siempre luchó contra esos deseos demasiado evidentes y contra su otra pasión, la escritura. Y sin embargo, la señora Schwarzenbach recibía frecuentes visitas de mujeres de gran belleza que tomaban té con ella en tazas azules, con quienes mantenía una intimidad más que sospechosa, ante la indiferencia del marido. Pero en privado, siempre.
Los felices años 20, los siniestros años 30 del siglo pasado, una época apasionante. Después de la Gran Guerra hubo una década de optimismo hasta que la crisis del 29 sacó a todos de su sueño. En la década posterior fue creciendo el monstruo del fascismo, que daría lugar a la II Guerra Mundial. En este período vivieron su juventud Carson y Annemarie, a ambos lados del Atlántico. En lo intelectual, lo literario y lo artístico, fue un momento de esplendor aunque convulso, atormentado, bohemio, muy parecido en algunos aspectos a este comienzo del XXI. Los escritores bebían como cosacos, se drogaban, pasaban con máquina de escribir al papel su angustia existencial y su rebeldía. Vivían al límite. Las mujeres buscaban su libertad; quién sabe qué hubiera ocurrido de no llegar los totalitarismos a guillotinar esa esperanza y llevar el mundo a los helados años 50 y a la Guerra Fría. El otro amor y la transexualidad seguían siendo un secreto oscuro, salvo en ciertas clases sociales y en ciertos círculos como los que frecuentaban Schwarzenbach y McCullers.
Fue en 1935 cuando Carson conoció a James Reeves McCullers, natural de Alabama, alistado en el Ejército. Ella había vuelto a Columbus desde Nueva York, donde estudiaba Creación Literaria. Los presentó un amigo común. A Marguerite, la madre de Carson, enseguida le cayó bien el joven militar, atento y seductor, y tan guapo. Él y Carson pasaron juntos un verano inolvidable. Les gustaba ir en bicicleta, nadar, jugar al ajedrez. También escuchar música saboreando una copa. «Yo tenía dieciocho años y él era mi primer amor», diría la escritora. Iniciaron así una larga y complicada relación con muchas separaciones y reencuentros, incluidos dos bodas y un divorcio, un vínculo que acabaría casi 20 años más tarde y de manera trágica. No soportaban vivir solos, no se aguantaban juntos, se necesitaban, eran cómplices y camaradas y enemigos. Él sabía que Carson, ya en su adolescencia, se había enamorado de su profesora de piano. Y luego que su esposa enloquecía por Greta Garbo, Djuna Barnes, Katherine Anne Porter. Pero siempre creyó que se trataba de «amigas imaginarias» que no suponían ninguna amenaza real. Hasta que apareció Annemarie.
Sin embargo ese verano del 35 es mágico, y los dos se sienten jóvenes, encantadores y llenos de sueños. Beben sin saber que el alcohol se convertirá en un camino hacia la propia y mutua destrucción. Se besan sin sospechar que el amor va a transformarse en un infierno.
En esos mismos meses Annemarie Clarac-Schwarzenbach está muy lejos del bochornoso Columbus: en Teherán, o en el valle del Lahr, donde huye con su marido del calor insoportable de la capital persa. Se ha casado hace unos meses con el diplomático Claude Clarac, que trabaja en la Embajada Francesa en Teherán. Se trata de una extraña unión, pues ella no oculta su lesbianismo y Claude es también homosexual, aunque asegura que su esposa es la única mujer que ha amado. No estamos ante un mero matrimonio de conveniencia y disimulo. Él quería casarse con aquella joven, seducido por una belleza más propia de un efebo. Y ella deseaba huir como fuera de Suiza, de su familia, esa jaula de barrotes vivos, que diría su contemporáneo Mauriac, y sobre todo de su madre.
Ya había escapado otras veces de los prados verdes y las montañas nevadas hacia territorios muy diferentes. En efecto, al acabar sus estudios en París y Zúrich, Schwarzenbach se convirtió en escritora, periodista, fotógrafa, viajera y luchadora antifascista en una Europa y una Alemania que caminaban hacia el nazismo de modo imparable; seguía siendo asimismo una hija díscola e inadaptada, que gustaba de amistades poco convenientes según Renée, su madre, a su vez firme partidaria del régimen hitleriano. Amigos como Klaus y Erika, los hijos de Thomas Mann, relación casi de hermandad que fue central en su vida, pues con Klaus compartió la condición sexual y la adicción a la morfina, y a Erika la amó durante años más que a ninguna otra mujer.
Desde luego viajó mucho, en un momento en que todavía resultaba raro que lo hicieran las mujeres: a España, la Rusia comunista, Estados Unidos, los Balcanes, Turquía, Líbano, Palestina, Irak, Persia. Era muy buena conductora y le encantaban los coches, tuvo un Ford y también un Mercedes blanco. Melancólica, depresiva, hipersensible, buscó la paz en aquellas regiones áridas azotadas por el viento, en aquellos cielos extraños. Pero solo halló cierta calma en la morfina, y en una droga para ella más poderosa y adictiva aún, la escritura.
Viajaba vestida de hombre. Thomas Mann comentó sobre ella que de haber sido un muchacho la gente diría sin duda que era «extraordinariamente hermosa». El propio Mann la calificó como «ángel devastado», mientras que Roger Martin du Gard prefirió la expresión «ángel inconsolable». Incluso en artículos periodísticos actuales se la denomina «la viajera más triste del mundo» o «bello ángel de tinieblas». Me resulta un poco cargante esta insistencia en lo angelical, aunque es cierto que su belleza fue blanca y rubia, un tanto gélida, a pesar de que sus amores sí fueron carnales, no puramente imaginarios como los de Carson, que sentía cierto rechazo hacia la sexualidad.
El encuentro. 1940, verano. Annemarie Schwarzenbach quiere conocer a la autora de la novela El corazón es un cazador solitario. La ha escrito una niña prodigio de las letras: Carson McCullers, de 23 años. McCullers plantea el tema del racismo en esta obra, y la elogiarán escritores afroamericanos como Richard Wright, por su capacidad de comprensión y denuncia de esa situación vergonzosa para un país que se presenta como adalid de la libertad y la democracia. Wright se sorprende de que esta escritora blanca aborde por primera vez en la literatura sureña a los personajes negros con la misma sensibilidad que lo hubiera hecho un autor de esa raza.
Las dos escritoras se citan en una cafetería de Nueva York. Cuando Annemarie llega, ve a una muchacha de facciones más infantiles de lo que puede suponerse por su edad. Carson es morena, con el pelo liso y flequillo, una cara carnosa, ojos grandes. Quizás es su vestimenta masculina, las camisas de su marido que se pone, lo que acentúa su inmadurez.
Para McCullers ese primer contacto será un momento clave en su vida. Al ver a Annemarie y su belleza enigmática, su pelo rubio cortado a lo garçon, su mirada de profunda desdicha, una tristeza azul como el hielo, se enamora locamente. Años después escribiría que, en cuanto vio el rostro de la mujer suiza, supo que la obsesionaría y perseguiría hasta su muerte. Creyó encontrar en la otra el alma gemela que siempre había buscado y ya sabía que no era Reeves. Se dio cuenta de todo lo que tenían en común: la pasión por la música y la literatura, una madre a la que amaban y odiaban a la vez, un marido al que no podían corresponder pues ellas preferían los amores sáficos, el gusto por la ropa y la apariencia ambiguas o claramente masculinas, el interés por los temas sociales y unas ideas políticas progresistas, y más al fondo, una necesidad insaciable de afecto y protección, y la certeza de que la soledad era tan inevitable como aterradora.
Iniciaron una amistad con citas y conversaciones. Pero Annemarie no estaba enamorada de Carson, no pudo responder de la misma manera a su afecto. Y así se lo expresó abiertamente, aunque con la mayor delicadeza.
No obstante, los sentimientos de Carson no le son indiferentes, y hasta afirma que es esta joven enamorada la que le ha conducido a una nueva crisis. Tal vez porque, como escribió McCullers en La balada del café triste:
«Con mucha frecuencia, el amado no es más que un estímulo para el amor acumulado durante años en el corazón del amante. No hay amante que no se dé cuenta de esto, con mayor o menor claridad; en el fondo, sabe que su amor es un amor solitario. (…) Por esta razón, la mayoría preferimos amar a ser amados. Casi todas las personas quieren ser amantes. Y la verdad es que, en el fondo, el convertirse en amados resulta algo intolerable para muchos. El amado teme y odia al amante, y con razón: pues el amante está siempre queriendo desnudar a su amado. El amante fuerza la relación con el amado, aunque esta experiencia no le cause más que dolor».
Además, la suiza está viviendo un momento personal muy difícil. Su matrimonio con Claude Clarac ha sido un fracaso, pues aunque se tienen cariño y nunca han pretendido convertirse en un matrimonionormal, ella no se siente capaz de seguir a su lado, así que se ha marchado de Persia para regresar a Europa y luego viajar a Afganistán. Cuando vuelve a Suiza, la situación familiar, con una madre que cada vez le reprocha más su adicción a las drogas y sus actividades políticas contra el fascismo y leaprieta las tuercas sin piedad para que ceda a sus imposiciones, la desestabiliza profundamente. Así que de nuevo huye. Se da cuenta de que sus viajes a lugares lejanos y exóticos son ante todo eso, una huida, tratando de escapar de ella misma, igual que mediante la morfina. Pero en esas regiones que visita no se siente mejor. Hay algo en la naturaleza salvaje, desolada, que la angustia de tal modo que a veces le parece estar en otro planeta, un mundo alienígena de paisaje alucinado y primitivo tan incognoscible como el propio ser humano. Por eso ha escrito Muerte en Persia, donde refleja la impresión que el país de Asia le produce.
Otra vez en su tierra de origen, la situación política es tan grave (Hitler ya ha iniciado la guerra y el miedo se difunde por Europa en ondas expansivas), y sus problemas de salud tan importantes (lleva mucho tiempo tratando de desintoxicarse pero siempre recae), que como de costumbre opta por un nuevo viaje, a Estados Unidos, donde se encuentran exiliados sus amigos y hermanos de corazón Erika y Klaus Mann, y donde la guerra solo es todavía una serie de noticias en los periódicos. Sin embargo la relación con Klaus y con Erika no es tan buena como ella esperaba, pues su condición de morfinómana destruye no solo su salud física sino su equilibrio mental, y los Mann ya no se sienten capaces de tolerarlo. Por otro lado, Schwarzenbach se ha convertido en amante de la baronesa von Opel, esposa del riquísimo empresario del automóvil. Ha habido muchas mujeres en la vida de Annemarie. Europeas o norteamericanas que ha conocido en sus viajes, y que la han amado como parejas o la han cuidado con un afecto maternal, tal vez porque los seres como ella, atormentados y dolientes, despiertan en algunas mujeres cierta fascinación y mucha ternura. Incluso ha mantenido vínculos más o menos carnales con algunas habitantes de los países que recorre, por ejemplo ha estado muy enamorada de la hija del embajador turco en Persia, una joven hermosa aquejada de una enfermedad mortal, a quien su padre le prohibió relacionarse con la extranjera, y de la que tuvo que separarse sabiendo que no la volvería a ver. De algún modo todos sus amores han sido complicados, y no solo por el secreto y los peligros de las pasiones lésbicas. Ella misma, ese sufrimiento en el que a veces se deleita de manera morbosa, es el problema.
Comprende que la joven McCullers es muy diferente. Idealiza el amor y la idealiza a ella. Nunca se ha acostado con una mujer, pese a sus deseos. Carson también fuma y bebe mucho, y su salud se encuentra muy quebrantada, aunque si su vida ha sido a veces dramática, no alcanza el paroxismo trágico de la existencia de Annemarie.
Pero Carson podía ser muy insistente. Cuando se colgó de la escritora tejana Katherine Anne Porter, en una residencia donde se alojaban ambas, llegó a tirarse en el suelo delante de la puerta de la habitación de Porter para llamar su atención. La otra mujer, al salir de su cuarto y verla de esa guisa se limitó a pasar por encima de ella. Nunca volvieron a hablarse. Así que en esta nueva ocasión llamó y escribió repetidamente a Annemarie para que se vieran. Esta se quejará en una carta de que Carson piensa que están destinadas la una a la otra, y no acepta la realidad de que no es correspondida.
Por su parte, Reeves se siente cada vez peor y se queja amargamente de esta predilección de su esposa por la extranjera, cuya amistad Carson no quiere compartir con él.
Han estado viviendo los dos hasta hace poco en Carolina del Norte, donde Reeves, tras abandonar el Ejército, había conseguido un empleo de oficinista que no le satisfacía en absoluto, porque también deseaba dedicarse a la literatura, pero que les permitió vivir. Durante ese tiempo, Carson redactaba El corazón es un cazador solitario. Habían llegado al acuerdo de que se turnarían y cada año uno escribiría mientras el otro trabajaba. El triunfo repentino de Carson alteró todos los planes. Reeves empezó a sentirse fracasado además de celoso. Bien era cierto que su mujer y él discutían ya en Carolina del Norte, entre otras cosas porque ella no dedicaba el más mínimo tiempo a las tareas domésticas, que él tenía que hacer al regresar del trabajo. Además, bebían en exceso. Pero esta nueva amenaza, la llegada de Annemarie Schwarzenbach, fue la más peligrosa. De hecho, Carson decidió pronto separarse e irse a vivir al 7 de Middagh Street, una casa para artistas en Nueva York por donde habían pasado Jane y Paul Bowles, los hermanos Mann y hasta Dalí y Gala. Allí la suiza va a verla un par de veces.
En invierno de ese año los acontecimientos se precipitan para Annemarie, y de manera nada buena. En noviembre recibe la noticia del fallecimiento de su padre. Pese a que ha sido un vínculo mucho menos fuerte que el mantenido con Renée Schwarzenbach, también fue menos tortuoso. El padre la ayudó con frecuencia, enviándole dinero a espaldas de su esposa, cuando la hija díscola lo necesitaba. Annemarie se siente muy culpable. La culpa ha sido una compañera en su vida, más perjudicial que la morfina. Ha llegado a un punto de tal desequilibrio emocional, a una crisis tan intensa mezclada con su adicción a la droga, el tabaco y el alcohol, que en una discusión con Margot von Opel intenta estrangularla. La dirección del hotel en el que se encuentran les pide que lo abandonen. Se mudan a otro, pero allí la joven escritora intenta suicidarse. La ingresan en un hospital de Nueva York, donde la confunden con un hombre, y luego en el sanatorio (léase manicomio) de Greenwich, en Connecticut. No puede dormir, le han prohibido leer, escribir cartas y recibir visitas. No lo soporta. Le parece estar en el infierno. Incluso le ponen una camisa de fuerza, a lo que ella se resiste, la golpean, la aíslan.
Es diciembre. Una tarde, sale simplemente por la puerta cuando nadie la ve y se escapa. Mientras oye como se ha dado la alarma, se esconde en un bosquecillo, donde pasa la noche helada. Al amanecer logra que un taxi la lleve a Nueva York, y allí se refugia en casa de un amigo vienés, que avisa enseguida a Carson McCullers. Esta se halla en Columbus, en casa de su madre, recuperándose de una nueva enfermedad.
Carson no lo sabe aún, pero ella misma está muy enferma, y sin cura. Desde la adolescencia ha sufrido una serie de problemas que no han logrado diagnosticarle. En ocasiones queda postrada en cama durante semanas. Finalmente se descubrirá que padece reumatismo articular agudo, pero resulta demasiado tarde.
Ahora, no obstante, se levanta y toma el primer tren hacia Nueva York. Allí trata de cuidar a Annemarie. La fugada no puede salir a la calle, pues la policía la busca. Intenta reconciliarse con Margot, que viaja por California, la llama con insistencia y en vano. A pesar de que la baronesa nunca ha sido la amante tranquila que ella necesita, no puede evitar insistir. La negativa reiterada de la otra hace que de nuevo intente matarse, esta vez cortándose las venas. Cuando McCullers la encuentra así en su habitación, se pone tan nerviosa que sus gritos alertan a todo el mundo, incluidas las fuerzas de seguridad. La joven suiza vuelve a ser internada en otro hospital mental, hasta que uno de sus hermanos logra que la trasladen a una clínica privada, y luego se le permite abandonarla, a condición de salir inmediatamente del país. La relación de amistad con los Mann, a quienes tanto ha querido, se ha roto por completo. A Carson nunca volverá a verla tampoco, aunque se cartearán con asiduidad.
Todavía en invierno de 1941, cuando Schwarzenbach regresa a Europa tras su penosa experiencia americana, Carson sufre uno de sus primeros ataques cerebrales graves, que le daña seriamente la vista y la mantiene inmovilizada en la cama durante más de un mes. Aunque logrará recuperarse, este ataque no augura nada bueno. Sin embargo por entonces se publica Reflejos en un ojo dorado, dedicada a su amiga suiza. Es un libro extraño y perturbador, duro, con una mirada metálica y cortante como un escalpelo. Presenta una visión amoral de sus personajes bastante anormales, patéticos, que parecen moverse según sus instintos y emociones más primarios. Homosexualidad, adulterio, voyerismo, son otros elementos que aparecen en la historia, que debió dejar estupefactos a críticos y lectores después de conocer El corazón…, mucho más humana y cálida. Se dijo de todo sobre esta nueva obra, incluso que la había escrito Reeves, o que él se la había inspirado, cual muso, contándole sus experiencias en el Ejército. Esto resulta muy curioso. A lo largo de la historia de la Literatura ha habido un buen número de escritores varones que se han casado con mujeres que también escribían, y estas abandonaron su carrera para convertirse en sus secretarias. Pero, cuando sucede al revés, cuando es ella la que triunfa y el esposo el que se queda atrás, las críticas pueden llegar a ser feroces.
En cuanto a Annemarie, su estancia en Suiza va a ser muy breve, pues la relación con la madre es nefasta. Esa misma primavera embarca para un destino de nuevo exótico: el Congo belga. Allí pasará el resto del año y el principio del siguiente. Una aventura hacia lo desconocido que será la última de su vida y no resultará nada fácil. El país es duro, el calor, insoportable y húmedo. La acusan de ser espía de los nazis pese a sus escritos y su pasado como activista en contra de Hitler. Y es que la guerra continúa y nadie se fía de nadie. Annemarie recorre el río Congo, internándose en la selva. Ese río que Joseph Conrad convirtió en protagonista de su novela El corazón de las tinieblas. Viaja, la escritora suiza, por esas aguas flanqueadas de paredes vegetales que llenan el alma de angustia, hacia su propio interior. Se busca a sí misma por primera vez. Ya no puede seguir huyendo. Encuentra cierta paz pese a las dificultades. Escribe mucho. Y recibe una carta de Carson McCullers, que ha logrado, no sabe cómo, averiguar su paradero.
Regresará a Lisboa a comienzos de 1942. En marzo viaja a Madrid, a Sevilla y a Rabat, pues su marido es cónsul de Francia en el Tetuán español. Ella quiere divorciarse, pero comprueba el afecto que Clarac le tiene, y cambia de idea. Sigue escribiendo. El verano la encuentra en Suiza. En septiembre, una tarde que pasea en una calesa alquilada, cambia el vehículo por la bicicleta de una amiga con la que se cruza casualmente. Al poco, se cae al conducir sin manillar. Sufre un grave traumatismo craneal. Aunque despierta al cabo de unos días, no recobrará la conciencia plena. Muere el 15 de noviembre, a los 34 años. Su madre destruye de inmediato todos los manuscritos suyos que la hija guardaba, textos literarios, documentos, cartas, incluidas las de McCullers. Esta recibe la noticia en Yaddo, una colonia de artistas en la que reside, donde ha redactado su novela corta La balada del café triste.
Me ha costado mucho escanear la biografía sobre Carson McCullers, escrita por la francesa Josyane Savigneau, y la que hicieron Dominique Grente y Nicole Müller sobre Schwarzenbach, ambas publicadas en español por la editorial Circe (escanear para convertir en audio es mi única forma de leer los libros sin versión digital). Pero me han aportado muchísima información y según las iba leyendo me sorprendía cómo no necesitaba de ningún condimento de ficción para tratar sobre estas dos mujeres. La realidad era demasiado apasionante para añadirle nada.
Ahora escucho en audiolibro de la ONCE Reloj sin manecillas, la última novela de McCullers, que tardó años en escribir. La muerte ya está ahí, en esas páginas, de manera muy clara. La muerte y la enfermedad. En 1947 Carson sufrió un ataque cerebral muy grave, que dejó inmovilizado el lado izquierdo de su cuerpo. Se encontraba en Francia, con Reeves. Él la había animado a viajar a Europa a su regreso a Estados Unidos tras el fin de la Guerra Mundial. Se habían divorciado después de la relación de Carson con Annemarie y él había vuelto a alistarse en el Ejército. La entrada de su país en la guerra le llevó a Europa. Curiosamente, fue una de las mejores épocas de su vida. La distancia permitió que la pareja se reconciliara. Se enviaron muchas cartas. Afectuosas, apacibles. Cuando regresó a América con su uniforme lleno de medallas, insistió en que se casaran de nuevo y se trasladaran a los lugares que había conocido al otro lado del océano. Lo consiguió.
Pero las cosas no salieron tal como Reeves se prometía. Poco a poco la pareja volvió a las disputas y a las borracheras. Entonces Carson tuvo aquel ataque fulminante. Marguerite, su madre, que ya por entonces tiene también graves problemas de salud, va a recogerlos al avión que los trae desde Europa, a su hija postrada en una camilla, y a su yerno atado en otra, por un delirium tremens.
A partir de ese momento Carson necesitará ayuda para las actividades más cotidianas y para escribir, tendrá muchos dolores, problemas óseos, articulares, respiratorios, visuales, y padecerá asimismo un cáncer de mama.
¿Cómo puede escribir alguien cuyo cuerpo enfermo y sufriente se lo dificulta o impide? Yo la entiendo demasiado bien. Este calor de Madrid que al principio me inspiraba se ha convertido en una tortura. Desagrada teclear mientras el sudor me chorrea, y voy muy despacio con mi programa que me permite no mirar la pantalla y me lee cuanto escribo. De no usarlo, la fatiga visual crónica hace que los ojos me ardan. Tengo mis mini grabadoras, algo con lo que no contaba Carson, que debía memorizar sus textos hasta que venía alguien a quien dictarle.
Pero ella continuó escribiendo. Lo deseaba más que nada en el mundo. No podía dejar de hacerlo. Más que una adicción, era su vida. Una pasión que se sufre y se goza. Abandonar sería como morir. Y es la escritura precisamente lo que le empuja a continuar adelante.
Además, había llegado a ser tan famosa como siempre quiso. En febrero de 1967, cuando cumplió 50 años, ya formaba parte de los elegidos para la gloria entre las letras del Sur, junto a Margaret Mitchell, la autora de Lo que el viento se llevó; William Faulkner; Tennessee Williams, del que fue amiga; Truman Capote; la hermosa y distinguida Katherine Anne Porter; Eudora Welty; Flannery O’Connor, y Harper Lee, que con una sola novela, Matar a un ruiseñor, pasó igualmente a la Historia literaria de su país y del mundo.
Se hicieron adaptaciones teatrales y cinematográficas de sus novelas, incluso en vida de su autora, como la versión que John Huston dirigió de Reflejos en un ojo dorado, interpretada por Elizabeth Taylor y Marlon Brando.
Conoció a los escritores más importantes de su época, por ejemplo a nuestra comúnmente admirada Karen Blixen/Isak Dinesen, pues a Carson le gustaba muchísimo Memorias de África. Compartió una famosa velada con ella, Marilyn Monroe y Arthur Miller. Miller diría de McCullers que fue una escritora «menor», con una obra malograda por su enfermedad. La soberbia masculina.
Solo la soledad la acompañó mientras construía los párrafos de Iluminación y fulgor nocturno, una autobiografía inacabada. Ya no tenía a Marguerite, que murió en 1955; había sido una madre quizás excesivamente protectora, pero lo cierto es que siempre estuvo ahí para sostenerla. Reeves se suicidó en un hotel de París después de que ella le abandonara ya definitivamente, en su segundo viaje juntos a Europa.
Ahora ya no queda nadie. Solo ella ha logrado llegar hasta aquí, pese a que la enfermedad no le ha dado tregua.
No me cabe duda de que Carson recuerda a Annemarie. Su rostro hermoso, su mirada de desolación, su muerte prematura. Ya se sabe, muere joven aquel a quien aman los dioses.
El 15 de agosto de 1967 Carson sufre una hemorragia cerebral masiva. Después de un mes y medio en coma, fallece el 29 de septiembre. Está enterrada en Nyack, Nueva York, donde tenía su casa.
Me queda la imagen de la belleza ambigua de Annemarie Schwarzenbach, la viajera triste, y la de una muchacha alta, desgarbada y chicazo, en la hora de la siesta de un julio tan abrasador como este, que sueña con un amor a la altura de su imaginación solitaria, con alcanzar la fama como escritora y con el silencio de la nieve.