PAÍS RELATO

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leslie f. stone

la muerte de vacaciones

¿La Vida mejor que la Muerte? ¿La Muerte mejor que la Vida? He aquí lo que ha pensado usted, lector, sin duda más de una Tez. Y he aquí lo que se le narra en este breve relato, en que la Muerte deja de actuar. En que en los mundos —si es que hay más de uno— nace la Inmortalidad.
—Bueno, Talal Tar —dijo Nikro Nor, con cierto hastío—. Este gran experimento nuestro ha tocado a su fin. Conozco ya el origen de la vida y su significado. Tú y yo hemos creado un micro-universo, hemos visto evolucionar estrellas ardientes, formarse los planetas... Tú y yo hemos tratado al germen de la vida con todos los dispositivos conocidos de nuestra ciencia. Le hemos dado el ímpetu para que crezca y evolucione hasta alcanzar las formas más altas de la vida iguales a las nuestras. Hemos concentrado en ese micro-universo rayos mortíferos, le hemos hecho la disección y lo hemos estudiado en todas las etapas de su desarrollo. A sus habitantes les hemos introducido ideas en la cabeza, les hemos dado el concepto de la divinidad; les hemos metido a viva fuerza pensamientos de guerra, de ideales elevados, de conquistas científicas... Y ahora ya hemos acabado. Sabemos qué es el alma, qué es la vida en sí. Y estoy satisfecho. Puedes desintegrar esa esfera en cuanto se te antoje.
—Ha sido un trabajo interesante, ¿eh?
Nikro Nor miró bondadosamente a su compañero. Amaba a Talal Tar como a un hijo. Jamás había tenido un ayudante que pudiera igualársele en lealtad e inteligencia. Él, que era el primer científico de Guerm, consideraba a Talal Tar casi a su nivel.
El joven alzó la vista de su ultra-microscopio.
—Sí, maestro; ha sido muy interesante. Pero yo... yo...
Tartamudeó al contemplar el objeto que su superior le había dado orden de construir.
—¿Qué, Talal Tar?
—Me... me doy cuenta de que soy un poco atrevido, Maestro, pero... bueno, pues me disgusta la idea de... de desintegrar el micro-universo. Me siento como si yo... sí... nosotros...
—Comprendo, querido amigo. Has tomado este experimento más a pecho que yo... No puedes destruir aquello que has ayudado a crear. Pero, la verdad, no comprendo por qué las fugaces vidas de los habitantes de ese pequeño mundo creado por nosotros te inspira tanto respeto. Al fin y al cabo solo tienen unos minutos de duración. Pero es igual. Has sido fiel y has hecho tanto como yo mismo. Tú les imbuiste la idea de Dios. Tú les inspiraste la idea de la vida después de la muerte. Yo les di vida física; tú les diste vida espiritual. Yo les enseñé la guerra, el horror... Deberían odiarme tanto como respetarte a ti.
—Sí; te llaman el Segador Siniestro... ¡Muerte la Destructora!
—Lo comprendo perfectamente. He arrancado a niños de los pechos de sus madres, me he llevado a jóvenes que prometían mucho. Pero también he aliviado a los enfermos de sus males; a los ancianos de sus achaques; a los oprimidos de su cárcel. Solo así podía conocer yo el significado completo de la vida. ¿Te han dado también a ti algún nombre?
—No estoy seguro, Maestro, porque se me representa de muchas maneras. Me... me gusta pensar que lo que ellos adoran sobre todo, el amor, me representa a mí. Ha resultado muy difícil sondear cerebros tan minúsculos. ¡A veces son tan leves los impulsos del pensamiento...! Y, si los despierto, su temor es demasiado grande para permitir que las ideas se abran paso.
Talal Tar indicó el minúsculo personaje que yacía sobre la placa del microscopio. Habiendo comprobado que era imposible hacerlos visibles con un instrumento que amplificaba micrones a milésimas, había construido unos lentes especiales, invención suya, que permitían ver cualquier objeto que midiese una cienmilésima de micrón. Con ayuda de aquel aparato podía verse a aquel diminuto ser que tenía aspecto humano. Aparecía con los ojos cerrados y llevando puesto el microscopio «amplificador de pensamientos» inventado por Nikro Nor. Era uno de los «Pequeños» del micro-universo.
No obstante lo mucho que le disgustaba arrancar a los infinitesimales de su domicilio y de entre su familia, no tenía más remedio que hacerlo para poder sondear su cerebro. Talal sabía que allá en su hogar, el minúsculo ser iba a engrosar el número de los desaparecidos.
En cierta ocasión, el sabio había intentado depositar de nuevo a los microscópicos personajes en su medio ambiente, pero descubrió que con ello solo conseguía hacerlos muy desgraciados. Porque, por muy aprisa que trabajara sobre ellos, a lo mejor transcurría un siglo entero en su pequeñísimo mundo mientras él recogía de sus dormidos cerebros la contestación a sus preguntas. Al contrario de Nikro Nor, no podía matarles de repente. Por lo tanto, cuando acababa su trabajo, colocaba a sus minúsculos sujetos en otro planeta, protegidos contra los rayos mortales, donde podían gozar de la compañía de sus semejantes, arrancados estos también del lado de sus familiares.
—Si te regalo la esfera, Talal Tar, ¿continuarás el experimento? ¿Qué variaciones introducirás en nuestros anteriores métodos? Aunque quizá prefieras continuar el trabajo tal como he venido haciéndolo yo.
—Yo... yo no introduciría más que una modificación, Maestro, si me es permitida. ¡Cortaría, los rayos mortales! Aspiro a que los Pequeños sigan viviendo para que lleguen a gozar de los beneficios de su propia ciencia. Ya sabes que muchas veces, últimamente, han luchado contigo, deteniendo duramente un momento a la muerte. ¡Les gusta tan poco morir! Desearía que, tal como ellos quieren, siguiesen viviendo.
—Comprendo. Es un experimento muy noble. ¡Ojalá tú y yo pudiéramos desear lo mismo! Talal Tar, el micro-universo es tuyo.
Cuando terminó de hablar Nikro Nor, volvióse, a su libro de notas para dar por terminadas las que sobre el micro-universo había tomado. Apenas se dio cuenta de que su discípulo cruzaba la cámara en dirección a la enorme esfera que ocupaba una gran parte del aposento y en la cual había montados numerosos mecanismos. Talal se acercó a una de estos y tiró de una palanca. Luego aplicó el ojo a una especie de microscopio que se componía de una complicada serie de lentes delicadamente trabajados.
* * *
El doctor Horacio Stak estaba sentado a la cabecera de su moribundo paciente. Transcurrían las horas y, sin embargo, el anciano se negaba a despedirse de la vida.
—No lo comprendo —murmuró el médico—. Este hombre, lógicamente, debía haber muerto hace lo menos diez horas. Tiene el corazón deshecho y, sin embargo, continúa funcionando.
* * *
En la sala de partos de la Casa de Maternidad de Bennington el especialista de obstetricia se puso en pie. Su rostro, expresaba profunda pena.
Luego aplicó el ojo a una especie de microscopio.
—La madre vivirá, ¡pobrecilla! Esta es la cuarta criatura que le nace muerta. Siento verdaderamente tener que darle la noticia. Pero... ¿qué es eso?... ¡El grito de un recién nacido!
—¡Doctor, doctor! ¡La criatura está viva! ¡Empieza a respirar! ¡Es un increíble milagro!
* * *
En la sala de accidentes del Hospital, el cuerpo sobre el cual habían estado trabajando frenéticamente médicos y enfermeras, sin obtener el menor éxito, se movió de pronto.
—¡No quiero vivir! ¡Señor, no permitas que viva! —gimió el suicida.
* * *
La anciana se incorporó entre las sábanas de seda y se echó a reír.
—Conque mi querido sobrino intentó envenenarme, ¿eh? Y sigo viva. Ya le advertí que viviría yo más que él... y que todo el resto de mis amantes familiares que aguardan, como buitres, a que me muera para heredarme. Les voy a dar un chasco a todos ellos... ¡Ingratos!
¡Menudo escarmiento voy a hacer!
* * *
Una niña de pálido rostro yacía, tendida, sobre el diván, mirando vacuamente a su acongojada madre. El médico de cabecera las contemplaba con lástima.
—Y... ¿ya no volverá a ser una criatura normal, doctor?
—Lo siento, señora Moore. No comprendo cómo puede vivir después del tremendo golpe que ha recibido en la cabeza. Y crea usted que, aunque es doloroso decirlo, casi sería preferible que se hubiese muerto... Ha quedado convertida en una idiota.
* * *
Cosas por el estilo estaban ocurriendo en todo el mundo. Había centenares de miles de casos de gentes que debían haberse muerto, pero que seguían vivas.
En Europa, donde había guerra, el, cuerpo médico no daba abasto y no hacía más que pedir ayuda. ¡De todos los miles de hombres que habían caído aquel día en el campo de batalla, ni uno había muerto! Algunos, horriblemente destrozados, vivían contra toda lógica. Un muchacho que no era ya más que medio hombre, vivía sufriendo los más horribles tormentos. Suplicó a uno de los cirujanos que le librase de aquel suplicio y el médico, compadecido, se dispuso a darle gusto. Le suministró una dosis «excesiva» de cloroformo y, sin embargo, una hora más tarde, encontró al hombre... ¡vivo aún! Había muchos que debieran haber muerto y que viviendo no serán más que grotescas parodias de seres humanos, incapaces de hacer nada por sí solos y que, en el porvenir, representarían una enorme carga para el Estado.
* * *
En la exploración de una mina quedaron enterrados veinte mineros bajo toneladas de escombros. Pero ninguno de ellos murió, ni, siquiera aquellos que yacían triturados entre rocas y tierra. Pasarían muchos días antes de que pudiese llegarles ayuda, pero seguirían viviendo, padeciendo dolores, hambre, sed, enfermedades...
* * *
En los Alpes, un famoso escalador de montañas dio un paso en falso y cayó dentro de una hendidura profunda y estrecha. Sus compañeros tuvieron que regresar al lejano pueblo en busca de ayuda para sacarle. Una terrible tempestad se desencadenó sobre el grupo. Viéronse obligados a esperar varios días antes de poder volver al sitio del accidente. Extrajeron el cuerpo del alpinista helado hasta el punto de parecer de hierro. Varias horas después deshelándose en un aposento caliente, el «muerto» recobró el sentido y se levantó en tan buen estado de salud como si no le hubiese pasado nada.
* * *
Tan extraños accidentes no quedaron limitados a la vida humana. En el matadero, las vacas, los corderos y los cerdos no caían al recibir el golpe mortal, bramando, balando o gruñendo, según el caso, se tambaleaban, pero no morían. Los matarifes se quedaron boquiabiertos, sin saber qué hacer.
* * *
La señora Ana Slocum estaba matando gallinas para dar de comer a sus invitados. Les cortó la cabeza, pero los decapitados cuerpos siguieron corriendo por el patio. Cogiéndolos, los sumergió en agua hirviendo; pero continuaron dando saltos dentro del barreño. Aun después de quedar desplumadas, las aves seguían vivas.
* * *
El chef Pedro Casero cogió la rolliza langosta, roja y llena de vida, recién salida del mar. Alzando la tapa de la olla de agua hirviendo dejó caer dentro el crustáceo. Un rato más tarde volvió a destaparla.
—¡Virgen santa! —exclamó, al agitar la langosta, hervida ya, pero con las antenas en frenético movimiento.
* * *
En Kenya, Chester K. Morrison vio cómo sus ojeadores hacían salir un joven león de entre las altas hierbas, en su escondite de espinosos matorrales, se echó el rifle a la cara. Estaba orgulloso de su puntería y dio a la fiera de lleno en el corazón. Pero la bestia no obró de acuerdo con la más elemental lógica. No rodó por el suelo, sino que siguió avanzando, chorreando sangre por la herida. De un salto salvó la espinosa barrera y se abalanzó sobre el cazador, mientras Jaime Collins, empleado a sueldo de Morrison, descargaba su arma en el costado del animal.
Momentos después, cuando Collins y los negros arrancaron a la fiera del cuerpo ensangrentado del millonario, ambos estaban vivos, a pesar de que tenían heridas suficientes para matar a cinco hombres y a otros tantos leones.
* * *
Mamá papamoscas había estado la mar de ocupada buscando comida para sus pequeñuelos. Al regresar volando al nido iba un poco preocupada. El último lote de insectos no se estaba portando en su buche como de costumbre. Sintió un alivio enorme al repartirlos entre los abiertos picos de sus pajaritos; pero a estos les hizo tan poca gracia como a ella aquello que no dejaba de agitarse dentro del estómago.
* * *
El oso se hallaba tendido a la orilla del río, pescando salmones para comer. Sacó uno... dos... tres... Los depositó a su lado, en el suelo, donde no dejaron de colear. Se metió uno en la boca. El primer mordisco debiera de haberle matado; pero el salmón siguió moviéndose como si tal cosa.
Arrancándole un trozo de carne, el oso se puso a mascar. De vez en cuando se detenía, extrañado, al darse cuenta de que la carne se agitaba entre sus dientes y de que los músculos saltaban cada vez que los mordía.
No tardaron en desaparecer todos los salmones, pero no le quedaron ganas de pescar más. Tenía el estómago lleno de extraños estremecimientos.
El primer día de tan emocionantes acontecimientos, los periódicos no hicieron mucho caso de la nueva situación, limitándose a emplear aquellos «relatos fantásticos» como relleno.
El segundo día no tuvieron más remedio que reconocer que estaba sucediendo algo anormal.
Haciendo el resumen de una larga serie de acontecimientos extraños, un ingenioso periodista recordó una novela publicada muchos años antes, y encabezó una columna con el título:
LA MUERTE, DE VACACIONES
Enseguida señalaba la analogía existente entre aquellos sucesos de la vida real y los ficticios episodios relatados en la obra que antaño gozara de tanta popularidad.
Dos días después, la gente empezaba a hacer suya la idea. Había dejado ya de ser una broma. ¡En una semana no se había publicado ni una sola esquela de defunción en ningún periódico del mundo!
Como es natural, había personas encantadísimas con lo que estaba ocurriendo. Las que habían vivido de continuo con el temor de perder a algún ser querido; las que durante mucho tiempo habían luchado, sin éxito, por evitar la destrucción de los animales. El científico veía convertido en realidad su sueño: el de contar con un porvenir largo para continuar contribuyendo al bienestar de la humanidad. Al dictador que había previsto que su mundo se desmoronaría al morir él, le pareció que Dios daba, con lo que estaba sucediendo, una prueba de que su obra era buena. El octogenario que vivía de pan y leche pidió que le fuese servido un filete con abundante cebolla y un pastel como postre.
Los hombres verdaderamente inteligentes se asustaron. Preveían el momento en que el Hombre sería echado del planeta por los millones de animales silvestres y domésticos. El darle un manotazo a un mosquito de nada servía. La mariposa seguía viviendo después de pasar todo el día al sol. Y... ¿qué de aquellas hordas de insectos destructores con que el Hombre había luchado siempre? ¿Qué sucedería cuando las praderas estuvieran totalmente llenas de reses? ¿Qué sucedería cuando las fieras se multiplicaran? ¿Qué de aquellos miles de millones de ostras que se criaban todos los años, de los arenques de los bacalaos? ¿Qué ocurriría cuando ya no cupieran en el mar?
Y si la muerte no hubiera de existir ya, ¿qué sería de los gérmenes, de los bacilos? ¿Habría de enfermar todo el mundo y, enfermos, seguir viviendo, sin dejar de existir?
Los de edad madura que habían estado esperando con anhelo el momento en que la vida del Hombre se alargara más allá de los setenta años, hallábanse ahora aterrados, llenos de horror. ¿Vivir siempre? ¿La misma rutina? ¿La inmortalidad?
¡La Muerte! ¿Dónde estaba? ¿Qué hacía? ¡Muerte! ¡MUERTE!
La gente empezó a mirar, atemorizada, a todo extraño. Una cara nueva hacía que se perlara su frente de sudor. ¿Y si fuera él la muerte, la muerte disfrazada de persona, que se paseara entre los millones de seres, gozando de su obra?
¡Muerte! ¿Dónde está tu aguijón? ¡Muerte! ¡Muerte! ¡MUERTE!
Y transcurrieron los días y las semanas. En el mundo no se moría ni una sola persona, ni un tullido, ni un enfermo, ni un anciano, ni un hombre, ni un animal, ni un reptil, ni un insecto.
Al hombre le resultaba imposible comer carne, porque esta continuaba estremeciéndose aún después de haber sido pasada por la sartén, ya que la vida no cesaba nunca.
El Hombre tuvo que hacerse vegetariano por fuerza, sabía que la vida vegetal vivía y moría también; pero, por lo menos, esta no tenía voz ni movimiento. Solo que no le marchitaba, no se retorcía, no se secaba su savia. Un árbol derribado continuaba verde, y le salían brotes nuevos a los muchos días de ser cortado. Sin embargo, era evidente que no habría una cosecha muy grande aquel año. El Hombre no era el único vegetariano. Los insectos se multiplicaban a una velocidad sin precedentes. Los pájaros se habían vuelto contra su alimento natural. Les pasaba lo que al hombre: no podían con aquella comida viva, palpitante. Lo mismo que los insectos, devoraban los frutos del campo y de los huertos.
Las aves de presa se unieron a los demás, puesto que no les era posible comer piezas que no había manera de matar.
Y desde los bosques y las planicies acudían los animales carnívoros, que empezaban a aprender a alimentarse de vegetales, melones, cereales; de manera que era corriente ver lobos, ciervos y halcones comer juntos en un trigal.
Porque la Muerte había librado a todos aquellos que fueron instrumentos suyos, de los deberes que antaño les encomendara. El mundo entero se estaba convirtiendo en un Edén donde el león yacía al lado de la oveja.
Solo que no seguiría siendo Edén mucho tiempo. Los matemáticos intentaron calcular cuántas cosechas faltaban para que toda la Tierra se quedara por completo sin vida vegetal. Pero era demasiado difícil calcularlo. Desesperados, los químicos hacían experimentos con pulpa de madera verde, inventando procedimientos para hacerla agradable al paladar.
Y todos pedían con fervor el regreso de la Muerte.
* * *
Nikro Nor alzó la cabeza, algo molesto.
—¿Me llamabas, Talal Tar? ¿Pero qué te ocurre?
Miró maravillado el temblor convulsivo que agitaba al joven. Contempló la palidez de su rostro y el brillo febril de su mirada.
—¿Te encuentras mal?
Tristemente, el joven científico volvióse hacia su superior.
—Sí, Maestro. Me duele el corazón.
—¿Por qué? ¿Qué te ha sucedido?
—Se trata del micro-universo, Maestro. ¿Quieres mirar hacia la esfera?
Intrigado, Nikro Nor se dirigió a la plateada esfera y aplicó un ojo al microscopio. Con mano temblorosa ajustó la lente. Ante su mirada aparecía el micro-universo que había creado con un puñado de polvo.
En la rápida ojeada, Nikro Nor nada anormal encontró en el diminuto universo. Así se lo dijo a su discípulo.
—¡Los planetas! ¡Los planetas! Ajusta el microscopio a 3-4-72 y lo verás con tus propios ojos.
Nikro Nor frunció el ceño. Empezaba, a disgustarle el comportamiento de su ayudante. Este obraba como una mujer histérica en vez de portarse como un hombre de ciencia de cerebro despejado. Sin embargo, para seguirle la corriente, colocó en su sitio las lentes designadas y vio aparecer un cuerpo pequeño, brillante, que giraba sobre sí mismo. Se trataba de un planeta. Su tinte encarnado demostraba que era uno de los mundos estériles que se hallaban demasiado cerca del sol. El sabio movió un poco el mecanismo, de forma que apareciera un segundo planeta. Durante unos momentos lo estudió. Otra vuelta y apareció otro planeta. Luego se volvió hacia Talal Tar.
—Parece que les ocurre algo a nuestros Pequeños. Los minúsculos mundos tienen un... aspecto enfermizo; pero no comprendo.
Talal Tar entregó a su maestro unos auriculares de los cuales pendían unos finísimos alambres, que estaban en comunicación con todos los mundos.
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—¡Escucha! —le dijo.
Durante unos momentos Nikro Nor «escuchó». Por la expresión de su semblante comprendía que estaba intrigado. Por fin se quitó, con un gesto de impaciencia, el amplificador de pensamientos.
—Nunca he tenido con esto el éxito que tú, Talal Tar. ¿Qué les pasa a los Pequeños? ¿Qué es ese rugido que se oye?
—¡Oraciones, Maestro!
—¿Oraciones? ¿Y qué piden?
—¡La Muerte!
—¿La muerte?
—¿Recuerdas que te dije que tenía la intención de interrumpir los rayos mortales para dar a los Pequeños aquello que han estado buscando durante varias generaciones? La Inmortalidad. Pues bien, Maestro, lo hice... Hace cosa de cinco o diez segundos. ¡Les di la vida eterna! Y... ¡vuelven a pedir la muerte! En todos los planetas los corazones claman llamando a la Muerte, Muerte la Destructora.
Una sonrisa muy dulce iluminó el semblante de Nikro Nor.
—¡Ah! ¡Son sabios...! ¡Mucho más sabios de lo que yo me hubiera atrevido a creer! Nuestros Pequeños, mi querido Talal Tar, han llegado a ser divinos de pensamiento. Es una lección para nosotros. Dales la muerte sin vacilar. Porque Ella es el don más grande de la Vida: Alivia el dolor, consuela el pensamiento... ¿Qué cosa existe que sea más milagrosa que la Muerte?
Y de su corazón desapareció todo miedo a la Gran Igualadora.