PAÍS RELATO

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leopoldo garcía carreras

el cañón de bambú

Ha sido siempre afición mía el detenerme a contemplar las armas expuestas a la curiosidad del público en los museos, armerías y colecciones particulares. En pos de este afán lie recorrido gran parte de Europa, y puedo decir que en toda ella no existe una colección digna de tal nombre que yo no haya visitado. Y decir esto es lo mismo que decir que he visitado lo mejor de todo el mundo, ya que fuera de Europa pocas son las colecciones de armas verdaderamente importantes.
En el curso de mis peregrinaciones encontré repetidas veces a un hombrecillo calvo, bajo, perdido en los amplios pliegues de un abrigo de cheviot, que nunca se quitaba de encima, ni en invierno ni en verano. Calzaba, y esto era lo más característico en él, unos zapatos de retorcida puntera, muy brillantes, muy chillones, y que llegaban siempre antes que él a todos los sitios.
Primero me fijé en sus zapatos, con los cuales estuve a punto de tropezar en París. Luego volví a encontrarme aquellos descomunales sostenes en la Torre de Londres; más tarde, en Múnich y en Colonia. En Gante nos dirigimos una sonrisa. En Praga, la sonrisa fue acompañada de un saludo, pues era indudable que al hombre aquel y a mí nos gustaban las mismas cosas.
Por fin, en Florencia, examinando los dos, en el Museo Nacional, esa obra de arte conocida con el nombre de Cañón de San Pablo, fundido por el famoso Cósimo Cemú, en 1638, los dos exclamamos a la vez:
—¡Qué maravilla!
Acto seguido nos miramos, como si no estuviéramos seguros de haber oído bien.
—Es magnífico, ¿no? —pregunté, rompiendo el silencio y señalando el cañón.
—Mucho —replicó el hombre, sonriendo. Y añadió—: ¿Español?
Asentí con la cabeza, preguntando luego:
—¿Y usted?
—También.
Y los dos nos echamos a reír, pensando en la de veces que nos habíamos cruzado en nuestras peregrinaciones, sin sospechar que éramos compatriotas, y habiendo perdido con ello una magnífica oportunidad de cambiar impresiones, que entre dos aficionados al mismo género no podían dejar de ser muy agradables, interesantes y provechosas.
A continuación nos presentamos. Carlos Morera, ingeniero, agregado al Ministerio de Obras Públicas. Mi compañero me tendió una tarjeta en la que en sencillos tipos, y debajo de una corona condal, se leía:
GONZALO DE QUESADA Y PRADOVILLANO
Conde de Piedraluenga
MADRID
Le miré, asombrado. El conde de Piedraluenga era famoso en todos los círculos artísticos por sus interesantes monografías sobre Historia Universal, especialmente en cuanto hacía referencia a la historia de las guerras de la humanidad, desde los primeros siglos. Su fortuna era considerada como una de las más saneadas de España, y sus conferencias sobre temas bélicos y arqueológicos eran escuchadas por un público numeroso y apasionado, y luego, editadas en folletos, se vendían en todo el mundo, proporcionando a su autor unos ingresos dignos de tenerse en cuenta. En mi humilde biblioteca guardaba varios ejemplares de ellas y había decidido, desde mucho antes, asistir a alguna de aquellas interesantes conferencies.
Claro que, sin saber por qué, siempre me había, imaginado al conde de Piedraluenga tomo un hombre de porte majestuoso, una especie de caballero del Greco, o, por lo menos, un doble exacto al Duque de Alba. En vez de esto me encontraba con un hombrecillo con tipo de catedrático de provincias, de ratón de biblioteca o de escribiente de algún Ministerio. Solo al mirar sus negros y vivos ojillos comprendí que había en ellos un fuego que no podía esperarse hallar en ninguno de los seres con quienes le había relacionado.
—¿Le gustan los cañones? —me preguntó, sonriendo faunescamente.
—Mucho —repliqué—. Me han atraído siempre.
—¿Solo los cañones? —preguntó el conde, con cierta expresión anhelante en la voz y en los ojos.
—No —repliqué—. Me gustan todas las armas.
—¿Por qué? —insistió, con la mirada fija en mis ojos.
—No lo sé, exactamente. Ni las esculturas, ni las cerámicas, ni ninguno de los exponentes de las civilizaciones antiguas que se encuentran en los museos me parecen tener vida. En cambio, contemplando un arma, siento que en ella vibra algo del afán de progreso de aquellos que las utilizaron.
—Es verdad —asintió el conde—. A mí me ocurre lo mismo. Adoro las armas. Contemplando una espada romana, me imagino enseguida el avance de las legiones por Europa, Asia y África. Un arcabuz que perteneció a Cortés me hizo vivir intensamente la conquista de Méjico. Un cañón de nuestra Guerra de Independencia me hizo sentir lo que debieron de experimentar los defensores del Parque de Artillería. Un revólver «Colt», simple acción, modelo fronterizo, me hace vivir con toda intensidad el avance de los colonizadores por las sendas del Oeste.
—¿Y este cañón? —pregunté, señalando el San Pablo.
—Me hace pensar en las gestas de nuestros soldados en Italia.
—¿Dónde estará el primer cañón que hubo en el mundo? —pregunté, sin poner gran interés en la pregunta.
—En mi casa —me contestó el conde, con una seriedad que me obligó a dar un respingo.
—¿Cómo? ¿Qué dice? —pregunté.
El conde sonrió.
—Sí, en mi casa. Allí tengo lo que queda del primer cañón que hubo en el mundo. Tengo una colección muy curiosa de armas antiguas y, de todas las piezas que la componen, la más curiosa es, sin duda alguna, el cañón de bambú.
—¿De bambú? No entiendo.
—Si no tiene usted inconveniente, señor Morera, continuaremos nuestra conversación en Madrid. Si seguimos hablando nos perderemos las maravillas de este museo, y necesito reunir una serie de datos para una conferencia que debo dar en el Museo de Artillería de Madrid, dentro de quince días. Una vez dada esa conferencia, estaré a su disposición. Si quiere usted ir a verme, le espero cualquier día del mes de octubre, pasado el siete, que es cuando doy la conferencia. Si usted no va a mi casa, le buscaré yo.
* * *
No tuvo necesidad el conde de Piedraluenga de buscarme. Un par de días antes de su conferencia recibí una invitación para asistir a la misma, y, colocado en primera fila, pude escuchar su interesante charla, entre los numerosos oficiales y militares que habían acudido a la misma.
Varias veces, en el curso de su charla, me saludó con la vista, y, al terminar la conferencia, cuando yo me disponía a retirarme, dejándole entre los grupos de admiradores que le felicitaban, se separó de ellos y acudió junto a mí, cogiéndome del brazo y diciendo:
—No se marche, amigo Morera. ¿Puede acompañarme a casa? Hoy me siento con ganas de hablar. Ningún día mejor que hoy para explicar la historia del primer cañón.
Aguardé, pues, a que pudiera marcharse, y, camino de su casa, en el enorme Hispano del conde, ese comenzó a prepararme para lo que debía oír luego.
—En realidad es un cuento de hadas —sonrió, con los ojillos brillantes—. Un hermoso cuento de hadas chino.
—Entonces ¿no es real la historia del cañón? —pregunté, un poco decepcionado.
La sonrisita faunesca del conde se acentuó. Separando las manos, replicó:
—¿Dónde, en esta vida, empieza la verdad y dónde termina la fantasía? El público incrédulo diría, tal vez: «¡Mentira! ¡Leyenda!» Yo me limito a decir que hay en este mundo muchas cosas que calificamos de leyenda o de fruto de un ingenio descabellado, y, sin embargo, luego, con el curso de los siglos, la realidad resulta muy superior a la más desatada imaginación.
El conde se arrellanó mejor en su coche.
—La mayoría de los inventos principales se nos demuestran como hijos del azar. Una mezcla casual de tales o cuales ingredientes o productos, y tenemos la pólvora, el acero, el cristal, la goma vulcanizada, etcétera. Pero, ¿fue verdaderamente casual que se realizaran esos descubrimientos? ¿No intervino en ellos alguna mano poderosa, cuya acción nos pasa inadvertida a pesar de lo evidente que resulta un examen a fondo?
Comprendiendo que por aquel camino no llegaríamos a ningún resultado práctico, desvié la conversación y, poco después, llegábamos al palacio del conde y nos instalábamos en una confortable biblioteca dedicada toda ella a guardar volúmenes sobre historia y tratados de armas; algunos de ellos de una antigüedad enorme.
El conde me hizo él mismo los honores de su casa: me sirvió un coñac envejecido en las bodegas que el prócer poseía en Andalucía y que, de haber sido puesto a la venta, habría alcanzado un precio fabuloso.
Me dejó un momento solo y regresó luego con una caja de caoba, con una placa de bronce en la tapa. Parecía contener algo muy voluminoso y pesado, pero de tanto valor, que el conde no se atrevía a dejarlo manejar por sus criados.
—Es la joya de mi colección —declaró, dejando la caja sobre la mesa, que ocupaba el centro de la biblioteca.
Enseguida salió otra vez, regresando con una especie de tubo de madera, que, observado con más atención, comprobé que se trataba de un enorme bambú, de unos sesenta centímetros de diámetro, por un metro de largo. Sus dos extremos estaban abiertos y su interior aparecía vaciado.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—El primer cañón que tronó en el mundo —respondió el conde.
No pude contener una sonrisa, y mis ojos se fijaron en el bambú, que no debía de tener más de un par de años de existencia, como lo evidenciaba su color y el brillo de su superficie.
—No, esto no es tan antiguo —se apresuró a decir el conde, comprendiendo mi pensamiento—. Desgraciadamente, el bambú original debió de desaparecer de la capa de la tierra hace muchos cientos de años. Pero, en cambio, las restantes piezas que lo formaban, y que fueron hechas de bronce, se han conservado hasta nuestros días. Mire.
Abrió la caja, y en su interior vi un grueso volumen encuadernado en pergamino, otro volumen menos grueso, encuadernado en cartulina, y, junto a esto, sobre algodón, una serie de aros y piezas de bronce.
—Mire esto —me dijo el conde, tendiéndome una de las metálicas bandas.
La tomé en mis manos y, al examinar su superficie, vi una serie de letras chinas, grabadas en el bronce.
—Como si fuera griego para mí —dije.
—Claro —sonrió el conde—. Y lo mismo le ocurrirá con este manuscrito —añadió, mostrándome el más grueso de los dos volúmenes, que estaba formado por un número considerable de hojas de papel de arroz—. Para mí también es un jeroglífico y su traducción me ha costado muchos miles de pesetas. Pero la tengo, y se la voy a leer. Claro que no es la traducción literal que me hicieron, pues aquella era tan poética, tan florida, que resultaba casi un verdadero galimatías. Yo mismo la he adaptado a nuestro castellano moderno, y creo haber logrado un resultado bastante bueno.
El conde hizo una pausa, bebió un poco de coñac, y prosiguió:
—Se trata de una obra famosa en la China antigua. Es original del historiador Chu-Chi, y fue escrita en el año mil ciento noventa de nuestra era. O sea hace setecientos cincuenta años. Trata, principalmente, del invento del cañón por los chinos. Como usted sabe, los chinos conocían ya la pólvora en el siglo nueve, y la utilizaban para cohetes y petardos. Hasta el momento de la invasión tártara, los chinos no se valieron de la pólvora como elemento guerrero. En este manuscrito se relata todo lo concerniente a la utilización de la pólvora como fuerza destructora de hombres. De momento, todo cuanto hay escrito aquí me pareció un cúmulo de locuras, pero luego, y después de hacerme traducir la inscripción de la faja de bronce empecé a creer que algo de cierto había en ella. Escuche. En realidad yo lo he convertido en una novelita, a fin de hacerlo más interesante pero en todo momento sigue, punto por punto, el relato chino.
Me acomodé mejor en mi sillón y escuché al conde, que, con voz clara y cuidada, empezó:
«Todos contemplaban a Chan Huen mientras, afanosamente, fijaba fuertes bandas de bronce en torno a un tubo de madera, formado por un enorme bambú ahuecado, dejando sus paredes de un grueso de varios centímetros, y cuyo extremo posterior estaba cerrado por una pieza metálica.
Una vez reforzado el tubo aquel, Chan Huen lo colocó sobre una sólida y pesada pieza de madera, a la que fue ajustado por unas bandas de bronce.
Cuando hubo terminado su obra, Chan Huen contempló, orgulloso, el resultado obtenido. Pero enseguida le asaltó de nuevo el abatimiento. Estaba ya solo. Todos los que le ayudaban habían marchado en busca de otro trabajo más remunerador. Chan Huen no había obtenido el apoyo del Emperador. Si este le hubiese enviado arroz y materiales, hubiese podido salvar la Dinastía que estaban hundiendo los ejércitos tártaros que avanzaban por el Norte de China.
El Emperador no había tenido fe en el joven herrero. Su tubo lanzador de la muerte no le impresionó. Y teniendo en sus manos la salvación de su imperio la dejaba perder. Y Chan Huen, agotados ya todos sus recursos, tenía, que dejar marchar a sus obreros mejores, por no poderles dar el arroz que necesitaban para alimentar sus enjutos cuerpos.
El joven chino contempló sus cañones. ¡Adiós, sueños de grandeza, de gloria y de patriotismo!
Ante él extendíase la garganta de Nien, por dónde cruzaba la carretera principal de la China del Norte. Por aquella arteria pasaban los suministros para el ejército que defendía, en las montañas de Honan, la Dinastía reinante.
Y a juzgar por lo que decían los heridos y fugitivos, la defensa era inútil, pues nada podía detener a las hordas tártaras en su avance hacia el Sur. No pasaría mucho tiempo antes de que los tártaros atravesaran aquel desfiladero, que ahora cruzaban los maltrechos restos de los ejércitos vencidos.
Algunos de los generales y mandarines que ahora regresaban del campo de batalla con la cabeza inclinada por el peso de la derrota, habían desdeñado también sus ofertas, sus memoriales, sus súplicas. Él les había ofrecido, a cambio de un poco de arroz para sus obreros, un arma ante la cual se estrellaría todo el ímpetu de las hordas tártaras.
De pronto oyó un rumor de suaves pasos junto a él. Levantó la cabeza y parpadeó, deslumbrado. Ante él estaba la mujer más bella que sus ojos habían visto jamás.
—¿Quién eres? —preguntó Chan Huen, mirando a la desconocida. Y añadió—: Tu figura tiene la gracia de la sombra de la golondrina reflejada en la tierra. ¿Quién eres?
—Me llamo Chi Nuh —replicó la joven—. He perdido mi hogar y vago sin refugio por la tierra.
Chan Huen no pudo menos de fijarse en lo rico del traje que vestía Chi Nuh.
—¿Y en qué puedo servirte, lindo almendro florido?
—¿Quién eres? —preguntó la joven.
—Soy Chan Huen, el herrero, el fabricante de cohetes. El más desgraciado de los hombres.
—¿Por qué eres desgraciado? —preguntó Chi Nuh.
—Porque me voy a ver reducido, muy en breve, a la esclavitud —replicó el herrero—. He contraído grandes deudas, no podré pagarlas, y la ley se cumplirá contra mí. Se ha hundido mi negocio y se han alejado para siempre mis sueños.
—Los sueños nunca se alejan —replicó Chi Nuh—. Como mi nombre te habrá indicado, soy tejedora de seda. Ve a visitar a tus acreedores y pregúntales cuántas piezas de seda exigen para librarte de tu deuda. Dame un rincón en tu casa, prométeme casarte conmigo cuando hayas pagado tu deuda y, entretanto, tejeré cuanta seda haga falta para que te veas libre de tus deudas.
—¿Casarme yo contigo, diosa del Cielo? —murmuró Chan Huen.
—No soy una diosa, sino una simple mortal replicó Chi Nuh—. Contesta a lo que te he propuesto.
—¿Qué puedo contestar ante tal favor? Pero no puedo darte seda para tejerla...
—Eso es asunto mío —interrumpió la joven—. Corre a preguntar a tus acreedores.
Chan Huen corrió a preguntar a los comerciantes que le habían prestado dinero cuántas piezas de seda exigían para cancelar la deuda, y corrió más velozmente que antes a dar la respuesta a Chi Nuh.
Esta se limitó a contestar:
—Dentro de diez días tendrás las piezas de seda que te han pedido. Ahora dame un sitio en tu casa.
Chan Huen cedió a la joven la mejor habitación de la casa. Noche tras noche vio como de la nada iban saliendo las piezas de seda, de una calidad incomparable. Era como si los sueños se hicieran realidad.
A medida que iba entregando Chan Huen las piezas de telas, sus acreedores las contemplaban admirados.
—¿Quién te ha tejido esta seda? —preguntaban.
—Chi Nuh —replicaba el joven.
El más culto de aquellos comerciantes se echó a reír.
—¿Sabes lo que dices? —preguntó—. ¿Ignoras que Chi Nuh es el nombre de la estrella más brillante del firmamento boreal?2
Chan Huen no replicó. También él había notado la similitud de nombres, pero estaba demasiado enamorado de la misteriosa muchacha para hacerle preguntas que ella pudiera considerar indiscretas.
—Es una diosa que ha descendido a la tierra para ayudarme —se decía.
Y, como si adivinase su pensamiento, Chi Nuh echóse a reír, y dijo:
—No seas ingenuo, Chan Huen. ¿Por qué no me enseñas tu obra? ¿Qué cosa es esa en la que trabajas con tanto afán?
—Es mi sueño, mi invento —replicó el joven—. Lo destinaba a salvar de los tártaros nuestro Imperio. Más se burlaron de mí. El horizonte está ennegrecido por el humo de los hogares destruidos por los invasores. Y, no obstante, con un millar de tubos lanzadores de la muerte colocados frente a la garganta esa, el ejército tártaro sería detenido y puesto luego en fuga, completamente derrotado. Pero nadie quiso escucharme. Y los mismos que entonces se burlaron de mi yacen ahora muertos en el campo de batalla o huyen ante un enemigo al que no pueden vencer. Pero, con ellos se han perdido también mis sueños.
—No, Chan Huen, los sueños nunca se pierden. Son lo único sólido en la vida. Háblame de tu invento. Explícame tu sueño. Hay sueños que no tienen ningún valor, pero existen otros que son como el jade. Y los mismos que antes te despreciaron pueden admirarte luego con admiración que no conocerá límites, llegando, incluso, más allá de los de este mundo, hasta las islas de la Vía Láctea.
Desconcertado por estas palabras, Chan Huen condujo a la joven hasta el último de los artefactos. Terminados. Era el más grande de todos, y estaba colocado casi en la cumbre de la montañita que se levantaba frente al desfiladero. Era un grueso bambú vaciado en su centro, y cerrado en su extremo posterior por una culata de metal. Estaba reforzado por aros de bronce y sujeto a un bloque de madera por fuertes abrazaderas de bronce.
—La idea de construirlo me vino después de haber trabajado mucho en la fabricación de cohetes y haber hecho infinidad de experimentos con ellos —explicó Chan Huen—. La pólvora hace que el cohete suba hacia el cielo. Mi invento se basa, pues, en ese mismo principio. El cohete asciende mientras se quema la pólvora. Si la separamos del cohete, tendremos que este no puede subir, porque la pólvora se quema aparte. Pero, si metemos en un tubo como este una cantidad de pólvora y encima colocamos una piedra redonda, solo tenemos que prender fuego a la pólvora para que, al crearse la fuerza que hace subir al cohete, dicha fuerza impulse la piedra y la lance contra los guerreros, que morirán a mucha mayor distancia de la que ahora pueden alcanzar las flechas.
—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Chi Nuh.
—Mira —sonrió el joven—. La carga de pólvora que hay en este tubo es muy reducida, y, sin embargo, fíjate.
Chan Huen se inclinó sobre el tubo, aplicó una llama a la mecha que asomaba por su extremo y, un instante después, sonó una ensordecedora explosión y una nube de piedras partió, silbando, del interior del ánima del tubo, yendo a chocar violentamente contra un muro de roca.
—¡Ya entiendo! —exclamó Chi Nuh—. Con más pólvora y con más piedras el efecto sería terrible en una masa de hombres que avanzaran al ataque. Tienes razón; esta es el arma más terrible que se ha inventado.
—No es esto solo —añadió, radiante, Chan Huen—. He descubierto algo más. Mira. ¿Sabes lo que ocurriría si las piedras no pudiesen salir por la boca del arma? Pues esta reventaría. Y entonces aún haría más daño. Por lo tanto, si llenamos de pólvora una bola de bronce y la inflamamos, la bola saltará en mil pedazos, y todos cuantos se encuentren cerca morirán. Mira.
Chan Huen cogió una bola hueca, de bronce, la llenó de pólvora, le aplicó una mecha a la que prendió fuego, lanzando enseguida, muy lejos, la bola, que cayó rodando hasta el pie de la montaña. Allí hizo explosión, y todo cuanto se levantaba en torno de ella, en varios metros a la redonda, quedó arrasado como por un huracán.
—¿Lo ves? —preguntó Chan Huen—. Tengo ya fabricadas más de un centenar de estas bolas. También tengo muchos de esos tubos de bambú. ¿Te imaginas lo que ocurriría si los disparase contra ese desfiladero, cuando esté lleno de invasores?
La animación del chino disminuyó de pronto.
—Pero todo es inútil. Cuando pasaron los ejércitos camino de la frontera hablé con los generales, les quise demostrar mi arma y no quisieron hacerme caso. Se rieron de mí al oírme decir que con mil hombres era capaz de vencer a todos los bárbaros. Y el resultado ha sido la sangrienta derrota que están padeciendo nuestros ejércitos. Me dijeron que era un soñador, un iluso.
—Los sueños no se pierden querido Chan Huen —replicó Chi Nuh—. No desesperes. Solo tú puedes convertir tu sueño en realidad. Solo tú puedes demostrar a los generales y a los mandarines cuán equivocados estuvieron al no hacerte caso. Elévate por encima de ellos. Demuestra tu superioridad. Cuando llegue el momento, cumple con tu deber. ¿Le tienes miedo a la muerte?
—No sé —replicó sencillamente Chan Huen—. Nunca he pensado en ella.
—No la temas. No es más que el paso de un mundo a otro. Imagínate que en este momento llegasen los tártaros a este desfiladero. Y que tú estuvieras solo, con tus sueños. Habría llegado la oportunidad de demostrar la realidad de lo que todos creyeron una fantasía. Tu mano podría mostrar el poder de tu invento. Podrías ver abatirse ante tus armas la impetuosa caballería. Podrías realizar todos tus ensueños. Entonces podré decirte dónde ha de celebrarse nuestra boda.
Mientras hablaba, Chi Nuh habíase inclinado sobre el más grande de los tubos de bambú, y con un cincel estaba grabando algo sobre uno de los aros de bronce.
—No te acerques —añadió, al ver que Chan Huen iba a aproximarse—. Tus ojos no podrán leer ahora lo que estoy escribiendo. No podrán comprenderlo. Pero antes de que termine el día sabrás dónde se ha de celebrar nuestra boda. Y puedo decirte, además, que la boda se celebrará esta misma noche. ¡Adiós!
Desconcertado por lo que estaba ocurriendo, Chan Huen quiso coger de un brazo a la hermosa joven, pero sus manos solo encontraron el vacío. En vano la buscaron sus ojos. No pudo descubrirla por sitio alguno. Y cuando al fin se inclinó sobre el tubo de bambú, vio que en uno de los aros de bronce estaban escritas unas ininteligibles palabras.
Mientras permanecía allí, como si de pronto todo el mundo hubiera perdido su interés para él, llegó, corriendo, uno de sus obreros.
—¡Mi amo! ¡Los tártaros! ¡Huyamos!
Chan Huen no hizo caso. Su mirada fijóse en la carretera. Las huestes derrotadas huían como empujadas por una mano invisible. Se oían, lejanos, unos gritos de victoria y batir de cascos de caballo. El sol de la mañana bañaba con su intensa y brillante luz todo el desfiladero, del que se elevaba una nube de polvo.
—¡Se ha marchado! —murmuró Chan Huen—. Se ha marchado—. Volvióse hacia el trabajador—. ¡Pronto, tráeme los proyectiles!
Los tártaros habían desembocado ya por el desfiladero. Algunos se dirigían, al galope, hacia la colina frontera al mismo. Del ejército chino ya no quedaba nada. Los tártaros avanzaban lanzando clamores de victoria.
Chan Huen volvió a cargar el tubo de bambú. Puso más pólvora, más piedras, y aguardó.
Los tártaros subían hacia él. Sus espadas brillaban al sol. Eran casi cien.
Lanzando una carcajada, y sintiéndose como en medio de un sueño, Chan Huen prendió fuego a la mecha y escuchó la atronadora detonación. Luego oyó gritos de agonía, y la falda de la colina apareció limpia de tártaros. Todos habían caído como segados por una mano invisible. Dos o tres, que habían sobrevivido milagrosamente, huían al galope.
Chan Huen cargó todos los tubos, mientras su trabajador le traía los proyectiles de bronce. Lo preparaba todo para el gran momento.
—¡Los sueños nunca se pierden! —murmuraba.
A la salida del desfiladero se apilaba una multitud de guerreros. Ninguno de ellos comprendía lo ocurrido. Habían escuchado una detonación, vieron una lengua de fuego y cien compañeros suyos fueron derribados, junto con sus caballos.
Por fin, las voces de sus jefes les hicieron partir hacia delante. ¡Solo un hombre les cerraba el paso!
Uno tras otro, dispararon los cañones de Chan Huen. Las hordas tártaras fueron obligadas a retroceder, dejando el terreno cubierto de miles de muertos. Ni una piedra dejaba de llegar a su destino. Las densas masas se iban aclarando.
Chan Huen iba, como un demonio, de un tubo a otro. Los recargaba incansable, ennegrecido por la pólvora, disparando cada vez que ante alguna de sus armas se agrupaba un número suficiente de tártaros.
Los hombres caían a racimos. Los caballos rodaban con ellos al suelo, las masas innumerables que llegaban por el desfiladero seguían empujando hacia la muerte a aquellos que estaban delante.
Tanto empujaron, que el continuo disparar de los tubos de bambú no bastó para impedir que los tártaros comenzaran de nuevo a escalar la montaña.
Entonces riendo como un loco. Chan Huen cogió las bolas de bronce, prendió las mechas y las lanzó sobre los tártaros.
Las bolas rodaron montaña abajo y fueron, a estallar entre los que subían.
Nuevamente las filas de bárbaros quedaron rotas, y las flechas, que habían empezado a caer cerca de Chan Huen, se fueron alejando y cayendo cada vez más apartadas.
Pero las fuerzas de un hombre solo eran muy pocas para detener aquel alud incesante. La pólvora se terminaba. Ya no quedaban casi bolas de bronce. Algunos arqueros habían conseguido parapetarse a una distancia conveniente y sus flechas silbaban cada vez más cerca de Chan Huen.
Este, comprendiendo que ya no podría resistir mucho, cargó con toda la pólvora que le quedaba el mayor de sus tubos de bambú, lo llenó de piedras hasta la boca y, enseguida, lanzó las dos últimas bolas de bronce, prendió fuego a la mecha del cañón y esperó.
Los tártaros estaban casi sobre él cuando el sobrecargado tubo de bambú hizo explosión. La muerte voló por doquier y, junto con varios cientos de tártaros, llevóse también a Chan Huen.
Se hizo el silencio. Los tártaros se acercaron, poco a poco, temerosos, al lugar de la catástrofe.
El jefe iba con ellos. Detuvo su caballo junto al cadáver de Chan Huen, y declaró:
—Este hombre era un valiente. ¿Es posible que él solo nos haya causado tanto daño? Es una fortuna para nosotros que no hayamos tenido enfrente mil hombres como él. Que sea enterrado con todos los honores. Y que junto a su cadáver se coloquen estos pedazos de hierro. Y luego haced que mis generales estudien estos objetos. Son un arma poderosa y podremos utilizarla en nuestro beneficio.
Y así fue —terminaba el manuscrito chino—. Los tártaros aprovecharon para ellos lo que nosotros no supimos comprender».
—¿Nada más? —pregunté, un poco extrañado, viendo que el conde dejaba las cuartillas donde estaba escrita la traducción del volumen chino.
—¿Le parece poco? —preguntó el dueño de la casa.
—Me prometió usted la historia del primer cañón. Y no me ha contado más que la fantasía de algún chino fumador de opio.
—Lo parece. Sin embargo tenga en cuenta que el manuscrito y los bronces que le he mostrado proceden de dos lugares completamente distintos y muy alejados entre sí. Los aros de bronce proceden de una tumba que se encontró frente al desfiladero de Nien.
—Entonces... ¿pretende que esos bronces salieron de la tumba de Chan Huen?
—Nada de eso, pero se olvida, amigo Morera de la inscripción.
Y su mano rozó las letras grabadas en el aro de bronce.
—Aquí tiene la contestación de uno de los más cultos funcionarios de la embajada de Manchukuo a la carta que le escribí hace algún tiempo. Lea.
Tomé la carta, y leí:
«Distinguido señor: En respuesta a la carta que me escribió en 3 de agosto último, debo, ante todo, solicitar su perdón por el retraso en contestarla. Ese retraso ha sido involuntario y debido principalmente a la dificultad de traducción de los caracteres que usted copiaba en su carta.
»Los dos primeros pueden traducirse por Chan Huen, y parece ser un nombre propio.
»Los otros tres parecen haber sido trazados por otra mano, y siento un enorme pesar al verme obligado a confesarle que su sentido me resulta sumamente confuso. A pesar del tiempo transcurrido, no puedo ofrecerle todavía una traducción exacta. Parecen referirse a cierta isla situada en el cielo, u otro lugar del que ninguna de las personas a quienes he consultado sabe nada. Tal vez esto se debe a la deficiencia del grabado en el bronce...»
Esta vez mi asombro no conoció limites.
—Los chinos —explicó suavemente el conde— creen que la Vía Láctea es un río celestial, en el cual abundan las islas. Y en una de esas islas dicen que tiene su morada Chi Nuh, o, traducido a nuestro idioma, Vega, la estrella más hermosa de la constelación de la Lira.
—Pero... si fuese así... entonces usted tendría las principales partes del primer cañón que existió en el mundo —murmuré—. Ese cañón procederá de la tumba de Chan Huen.
—Desde luego. De allí procede. Y estoy seguro de que la noche de su muerte Chan Huen supo leer en este aro de bronce el lugar a que le citaba Chi Nuh para la celebración de sus esponsales.
Y, riendo como un viejo y sabio fauno, el conde terminó:
—Claro que yo soy un viejo crédulo, que bebo un coñac centenario cuyos vapores se me suben a veces a la cabeza.