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leopoldo garcía carreras

el alma de un regimiento

Mientras conserva su bandera y queda en pie un hombre para llevarla, un regimiento no puede morir; en torno a aquel último hombre que sostiene la bandera pueden reclutarse todos los restantes, y el regimiento podrá seguir su marcha hacia la gloria llevando tras de sí las mismas viejas tradiciones y rodeado por la misma atmósfera que envolvió a los bravos soldados que en un principio figuraron en él. Por ello, aunque la bandera no es, realmente, el alma de un regimiento, constituye la representación física de la misma y es más sagrada que el mismo soberano.
El Primero de Infantería Egipcio tenía bandera y siguió teniéndola gracias a Billy Gogram; por lo tanto, el Primero de Infantería sigue siendo un regimiento. Fue el primero de los regimientos formados en Egipto, y su bandera era roja, con la media luna cogiendo con sus cuernos una estrella. Estaba hecha de seda de la mejor calidad, muy gruesa y brillante, y el efecto que producía al ondear era realmente agradable.
La bandera existió mucho antes que el regimiento, y fue guardada en, una vitrina en el cuarto de banderas del cuartel que debía alojar a los indígenas que debían constituir la fuerza del regimiento.
Dichos indígenas, cuando, atraídos por la soldada ofrecida, la promesa de no tener que trabajar mucho, ir bien vestidos y mejor comidos, se engancharon en el regimiento, no comprendían ni una palabra del significado de aquella bandera. Su aspecto no les produjo emoción alguna, y a Billy Gogram le fue encargada la tarea de hacerles comprender el valor y la importancia de aquella tela de seda, símbolo sagrado del honor del regimiento.
Billy Gogram, era, en realidad, el Sargento Instructor Guillermo Stanford Gogram, Cruz Victoria, Medalla de Servicios Distinguidos y, antes de convertirse en instructor del Primero de Infantería, había sido sargento mayor de otro regimiento, del que salió al cumplirse el plazo reglamentario, con una buena pensión por sus méritos, o sean sus cruces y medallas, y su, graduación. Gogram hubiera podido vivir tranquilamente hasta el fin de sus días, sin tener que volver al Ejército, ya que era soltero, de aficiones sencillas y amante de la vida apacible del campo. Pero... Gogram tenía un hermano que no era soltero; al contrario, tenía esposa y cinco hijos, se empeñaba en llevar una vida superior a sus posibilidades, amaba la existencia en las ciudades y... como resultado de todo esto, se encontraba siempre en dificultades económicas, de las que su hermano nunca dejó de sacarle.
Por fin murió el hermano, y Gogram encontróse entonces cargado con el cuidado de su cuñada y la tribu de sobrinos que justificaban aquel viejo adagio de que el diablo da sobrinos a quién Dios no da hijos.
Gogram, ante esta nueva complicación, comprendió que no le quedaba otro remedio que trabajar.
¿En qué podía trabajar un antiguo soldado?
Su decisión fue tomada enseguida. Traspasó a su cuñada todas sus pensiones: la del retiro, la de la Cruz Victoria y, por último, la de su Medalla de Servicios Distinguidos, Despidióse de sus sobrinos y cuñada y embarcó hacia Egipto, por cuenta de su Gobierno.
Inglaterra se ha pasado la vida formando regimientos a base de material indígena. Sus tropas coloniales son infinitamente más numerosas que las insulares, y en aquellos momentos en que la Reina Victoria gobernaba el Imperio, la recluta de indígenas se llevaba a gran tren por todo el mundo anglosajón. Los indígenas, como soldados, resultaban mucho más económicos que los ingleses, y si entre ellos se mezclaban unos cuantos oficiales británicos, el resultado era casi el mismo de un regimiento totalmente blanco. Gracias a los sargentos instructores, esos regimientos resultaban bastante eficaces, y la oficialidad que se había limitado a conducirlas a la lucha acaparaba todos los méritos de sus victorias, sin dejar nada a los instructores, como Gogram debía comprobar dentro de poco.
En cuanto llegó a Egipto se le comunicó que debía instruir al recién formado Primero de Infantería Egipcia. Y este trabajo fué él más duro que Gogram había tenido en su vida.
Como no esperaba pasar esta en pleno reposo, la incomodidad de su alojamiento no le disgustó, aunque a otro menos disciplinado que él le habría producido algo más que disgusto. Le entregaron una especie de choza de barro, muy encalada, con dos habitaciones cuyas ventanas daban, por tres partes, al desierto, y por la cuarta, a un muro tan bien encalado como la choza.
El calor que reinaba allí dentro era propio de un horno, pero el alojamiento tenía la ventaja de que era fácil de tenerlo limpio. Y la limpieza era el dios que más adoraba Gogram.
Su primer disgusto se lo produjo la actitud de la oficialidad del Regimiento. Desde el coronel hasta el último teniente, todos se apresuraron a hacerle comprender que no pensaban ayudarle en lo más mínimo, declarando que se sentían avergonzados de tener que mandar aquel Regimiento, del cual no se ocuparían en lo más mínimo hasta que Gogram le hubiera dado un poco de forma bélica.
El Coronel fue más lejos aún. En una de sus semanales apariciones por el cuartel, y después de asistir a un estremecedor desfile en pleno desierto, donde nadie podía presenciar las torpes evoluciones de los uniformados indígenas, declaró, echando con ello un jarro de agua fría encima del pobre Gogram:
—Es imposible hacer con hojalata una pieza de artillería y pretender que dispare; es decir, que nadie es capaz de hacer buenos soldados de los egipcios. No sé qué idea le ha dado al Gobierno al querer formar aquí un Regimiento. Ya verá usted, Gogram, como no hay manera de enseñarles a marcar el paso. Sin embargo, en tanto que el Gobierno se da cuenta de su error, nuestro deber es enseñar la instrucción a esos negros. Siga usted adelante; le doy carta blanca, pero nunca logrará convencerme de que se puede sacar de ellos el menor partido.
Estas palabras fueron un acicate para Gogram. Otro, en su lugar, hubiese dejado que las cosas siguieran su curso normal; hubiera trabajado seis horas diarias, como se le ordenaba, en adiestrar a aquellos hombres en la instrucción, el paso, el manejo del fusil y todo lo demás, y luego, si el resultado era malo, habría echado la culpa al Coronel, quien, al fin y al cabo, era el único que debía dar cuentas ante el Ministerio de la Guerra.
Pero Gogram era un adorador de la disciplina. Los imposibles eran un atractivo mayor que todos los posibles, y un regimiento era algo que debía tener eficacia guerrera y aspecto marcial.
Se retorció, pues, su bigotillo, arqueó el pecho, y lanzóse de lleno a la ingrata tarea, mientras su Coronel y el resto de la oficialidad lo pasaban lo mejor posible en El Cairo, bebiendo whisky con soda y maldiciendo su perra suerte.
El material de que estaba formado aquel regimiento era terrible: Indígenas, antiguos descargadores del puerto de Alejandría, negros de sonrisa ingenua, gigantescos, incompetentes, acostumbrados a los latigazos que sus antepasados más antiguos sufrieron bajo el régimen de los faraones, más tarde bajo el dominio turco y árabe y ahora bajo la protección británica.
Empezaren por sentir un miedo pánico hacia Gogram. Luego, viendo la expeditiva justicia con que los trataba, comenzaron a respetarle. En vez de multarlos, como era costumbre, o meterlos en el calabozo, por torpezas en la instrucción, les daba unos ligeros azotes con su fusta de montar. Y aquellas espaldas acostumbradas a feroces latigazos apenas notaban el roce de la ligera caña de bambú. Los negros sonreían, pero también se esforzaban por meter en sus duros cerebros las instrucciones que les daba el sargento, quien, de saber el Coronel que se atrevía a pegar a sus soldados, hubiera sufrido un castigo bastante duro.
Pero cuando Gogram, ya desesperado, recordó algunos pasos de baile aprendidos en su juventud, e hizo una demostración de ellos ante los indígenas, estos se convencieron de que en él tenían a un hermano, y a partir de aquel momento le adoraron con locura, y en vez de causarle todas las molestias posibles, se esforzaron, por complacerle, en hacer cuanto les ordenaba.
Viendo el resultado de su idea, Gogram aprendió nuevos pasos de baile, y ejecutándolos al frente de las compañías, consiguió que estas marcharan a un paso que era casi perfecto. Así, poquito a poquito, el conjunto de indígenas se fue convirtiendo en algo parecido a un Regimiento.
Lo único que no pudo conseguir con los pasos de baile, ni con nada, fue que aprendieran a tirar. Por muy cercano que estuviera el blanco, solo daban en él por casualidad, y nunca dos veces seguidas.
El marcar el paso también resultó muy difícil. Después de mucho gritar y sudar, lograba que por cien metros, o poco más, todos marcharan a una moviendo las piernas con gran marcialidad, pero más allá de esta distancia, todos, casi a una, volvían a su rastreante andar que era característico de su raza.
Gogram corrió al fin al Coronel y le estuvo suplicando con lágrimas en los ojos que le proporcionara una banda de música, y al fin el Coronel le mandó al diablo, harto de él. Entonces, el sargento, que no andaba muy sobrado de dinero, reunió todo el que tenía y compró seis pífanos y un tambor indígena, formando con dichos instrumentos una banda militar.
Carecía de partituras de música, pero aunque las hubiera tenido, no le hubiesen servido de nada, ya que sus soldados eran incapaces de leerlas. Por consiguiente, tuvo que limitarse a enseñarles de oído lo poco que él sabía. Y esto era: «Marlborough se va a la guerra» y el Himno Nacional.
Reunió a los seis negros más inteligentes, los condujo a un extremo del patio del cuartel, y empezó a silbar para ellos estas dos piezas musicales. Las silbó hasta que se le secaron los labios, le dolieron las mejillas y sus oídos se sublevaban al escucharlas. Pero al fin los seis hombres captaron la tonada y supieron repetirla a través del pífano. Lo del tambor presentó menos dificultades, ya que no existe negro alguno en el mundo que no sepa hacer sonar el tambor.
Por fin, una mañana de sol abrasador, el Regimiento desfiló ante el Coronel, en perfecto orden, con paso marcial, y a los sones intermitentes de «Marlborough se va a la guerra» y el «Dios Salve a la Reina».
Al Coronel casi le dio un colapso, pero el Regimiento, siempre en perfecto orden, desfiló ante él, y fue luego a encerrarse en su alojamiento. La música a cuyos acordes había desfilado aquel Regimiento era nueva en Egipto, y también lo resultó para algunos de los europeos que la escucharon, tanto, que hasta bastante después no supieron identificar el primitivo origen del son que brotaba de los pífanos.
Gogram, que marchaba dos pasos a la derecha de su Regimiento, como marcan las ordenanzas, sonrió con orgullo. ¡Había cumplido el encargo que le fue confiado! ¡Aquello era, al fin, un Regimiento!
Y siguió dándole forma. Cuando escribía a su cuñada, al hablar de sus hombres, los describía como «momias hechas de barro del Nilo y ennegrecidas por sus pecados», pero en el fondo de su corazón, empezaba a sentir verdadero cariño por todos ellos.
Su mayor trabajo estuvo en hacer comprender a aquellos egipcios lo que significaba su bandera. Todos eran mahometanos, creían en Alá; desde que supieron hablar habían aprendido que los ídolos y los símbolos materiales de la divinidad son una herejía, y las explicaciones que Gogram les daba, en su torpe arábigo, acerca de la bandera, les parecían a todos ellos algo referente a una nueva religión. Sin embargo, el sargento siguió insistiendo en sus lecciones. Aprovechaba cuantas oportunidades se le presentaban para saludar a la bandera, la sacaba todas las mañanas del cuarto de banderas y la presentaba a sus soldados, tratándola con visible respeto, en una forma que hubiera hecho reír a cualquiera de sus compatriotas.
Cuando, agotadas sus fuerzas por el trabajo del día, ya no le era posible danzar ante sus hombres, les contaba viejas historias de regimientos que habían muerto rodeando la bandera y que por ese mérito subieron todos a un paraíso especial, inventado por él, y en el cual cabían todos los miembros de todas las religiones del mundo, con tal de que muriesen defendiendo la bandera. Por fin, aunque los negros no entendían una palabra de cuanto Gogram les decía, respetaron la bandera, por complacerle a él.
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II
Cuando el Mahdí, con sus duros golpes, puso en peligro de hundirse el poderío británico en África del Norte, Inglaterra ordenó al mejor de sus generales que conservara Kartum a toda costa, auxiliado por un puñado de soldados indígenas, el Primero de Infantería Egipcia se negó a desamparar su bandera. Siguiéndola, todo el regimiento marchó a embarcar en el vapor que debía conducirle Nilo arriba, y seis pífanos y un tambor anunciaban, a quienes querían oírlo, que «Marlborough se iba a la guerra».
Los soldados marcaban magníficamente el paso, llevaban la barbilla erguida y braceaban con la precisión de un regimiento de la Guardia. A su cabeza cabalgaba un Coronel a quién casi ninguno de los soldados conocía, y a los lados marchaban doce oficiales no mejor conocidos. Pero al final, con el sable al cinto y la fusta de montar bajo el brazo, tranquilo, sencillo, sonriente y alegre, marchaba el sargento Inspector Gogram, a quién el regimiento adoraba, porque era él quien lo había formado.
Todo el mundo civilizado sabe, e Inglaterra, para su eterna vergüenza, mejor que nadie, lo que fue del General Gordon y su puñado de hombres al llegar a Kartum. Gordon presintió, sin duda, lo que le esperaba, sus subordinados también debieron de preverlo, y en cuanto a los soldados indígenas, ni uno solo lo ignoraba. En cambio, el sargento Gogram ni lo sabía ni le importaba.
Él no miraba más allá de su deber, que consistía en cuidar de sus negros muchachos y tenerlos en forma en todo momento, cosa que supo hacer hasta el fin.
Su tarea no fue una sinecura. El Mahdí, el ser más temido en todo el Nilo Superior, era un espanto para todos los apacibles habitantes de Egipto. El llevar hasta Kartum a aquel regimiento formado por negros debió de ser tan fácil como meter a un caballo en una cuadra incendiada. Sin embargo, cuando el Primero de Infantería llegó a su destino, no faltaba ni un solo soldado. El regimiento desfiló al son de los seis pífanos, y detrás de él, dos pasos a la derecha, con la fusta bajo el brazo, sonriente y tranquilo, iba Billy Gogram.
Durante algún tiempo, El Cairo estuvo en contacto directo con Gordon y sus hombres. Luego quedaron interrumpidas las comunicaciones y nadie pudo saber jamás, con exactitud, cómo se desarrolló la tragedia que siguió. Fue como si el telón del misterio hubiese caído sobre aquel escenario africano.
Por lo tanto, uno de los empleados de las oficinas del Ejército trazó una raya roja sobre la lista de oficiales, jefes y soldados del Primero de Infantería Egipcia, se avisó a las viudas, se concedieron las pensiones de rigor, y el regimiento que Gogram había formado quedó relegado al olvido junto con su Sargento Instructor.
Las tropas que habían conquistado Kartum, para evacuarlo acto seguido ante la amenaza del Mahdí, trajeron hasta El Cairo el rumor de que Gogram había caído, luchando con su regimiento. Dijeron también que se rumoreaba que la banda de música del Primero de Infantería había sido hecha prisionera y quedó al servicio particular del Mahdí. Un prisionero rescatado afirmó haber visto como Gogram, ya caído en el suelo, era alanceado ferozmente, delante de la residencia. No pudo averiguarse nada más.
Los soldados que años antes habían servido a sus órdenes, y que habían sido trasladados a Egipto, le olvidaron. Se preparó una expedición de castigo dispuesta a borrar del mapa al Mahdí, restaurar la paz en el Alto Egipcio, reconquistar otra vez Kartum y, de paso, vengar a Gordon.
A medida que eran levantados los cuarteles necesarios para alojarlos, iban llegando a Egipto regimientos traídos de Inglaterra. Se alistaron nuevos soldados indígenas, que adiestraron sargentos que jamás habían oído hablar de Gogram, y se preparó la campaña con el mayor celo y precisión.
Pero los rumores siguieron llegando al Cairo, filtrándose, nadie sabe por dónde, traídos por camelleros, por espías derviches, llegando de boca en boca, penetrando en los cuartos de banderas y las oficinas del Ejército. Esos rumores versaban siempre sobre tres hombres que hacían sonar sus pífanos, otro que hacía redoblar el tambor, y un viejo loco que iba danzando delante de los cuatro. Los rumores variaban mucho, pero siempre versaban sobre un tamborilero, tres tocadores de pífanos y un viejo loco danzante.
Al fin se capturó a un espía que juró por las barbas del Profeta haber visto en persona al loco, que era un cerdo inglés, al tamborilero y los tres músicos restantes.
Se le replicó que mentía. ¿Cómo era posible que entre los hombres del Mahdí conservara su vida un inglés?
El espía llevóse la mano a la frente. Y todos recordaron que la locura es el más seguro de los pasaportes a través de toda el África del Norte. Sin embargo, nadie relacionó a Gogram con aquel viejo loco.
Luego se capturó a otro espía, y repitió la misma historia. Más tarde, un comerciante griego, que ni él mismo sabía cómo pudo escapar del campamento del Mahdí, juró haber visto a aquel inglés loco en uno de los poblados ribereños. Vestía un paño anudado a los riñones, una vieja guerrera kaki, iba descalzo, y llevaba el cabello muy largo y lleno de pegotes de barro. Su aspecto no era el de un militar británico, aunque bailaba como lo hacen a veces los soldados junto a las hogueras del campamento.
Le acompañaban tres indígenas que tocaban el pífano y otro que hacía sonar un tambor. La música parecía inglesa, pero no era fácil reconocerla. Tanto el inglés loco como sus compañeros parecían estar presos. Una noche el loco bailó hasta caer rendido. Los derviches quisieron que continuase la danza y le azotaron ferozmente. Los músicos quisieron acudir en su socorro, y también fueron azotados, quedando los cinco en tierra, dejados por muertos. Pero el griego estaba seguro de que ninguno de ellos había muerto.
Tres años después de la muerte de Gordon llegó un nuevo rumor; esta vez de fuente más próxima: En algún lugar del desierto se había visto al viejo loco, moribundo, y siempre acompañado de los músicos. El que trajo el rumor lo acompañó del nombre del viejo. Era un tal Gogram, y nadie sospechó que podía ser el Sargento Instructor Gogram, del Primero de Infantería.
III
Egipto se estaba reponiendo de las heridas sufridas. El Sirdar, o gobernador inglés, dirigía con mano firme la reconstrucción. El único juego que permitía era el polo, ya que con él los oficiales se conservaban en forma y no perdían el tiempo bebiendo whisky y fumando en las terrazas de los hoteles.
El polo entró con gran fuerza en todos. Hubo rivalidades. Cada regimiento tenía su equipo, se celebraban campeonatos militares, y aquella tarde se estaba jugando la final entre el equipo representativo del «Ejército» contra el equipo del «Servicio Civil». El Sirdar asistía personalmente al encuentro, rodeado de la mejor sociedad de El Cairo y de los soldados ingleses e indígenas libres de servicio.
Se había llegado a la media parte. Los jinetes paseaban por el campo, la banda militar interpretaba varias piezas escogidas, que apenas se oían entre el barullo de las conversaciones y comentarios. En aquel momento era casi seguro que nadie hablaba de otra cosa que del polo.
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De pronto, la banda interrumpió su música, como si la hubiera cortado con un cuchillo. El Sirdar volvió la cabeza, miró hacia un extremo del campo y encontróse con el sorprendente espectáculo de un destacamento formado por cinco hombres: un tambor, tres tocadores de pífano y un viejo que marchaba al final. No parecía un ser viviente, pero era indudable que andaba como un oficial.
Iba cubierto de harapos, como sus otros cuatro compañeros, y muy sucio. Parecía a punto de morir de hambre, y sus desnudas piernas tenían la delgadez de las de una momia. Anudado a los riñones llevaba un trozo de tela indígena y su cabello estaba empastado de barro, como el de un fanático religioso. El resto de su vestuario lo componía una guerrera caqui. No llevaba zapatos ni sandalias.
No obstante, avanzaba con el pecho arqueado, la barbilla erguida, y si el Sirdar se hubiera fijado mejor, habría observado que marchaba dos pasos a la derecha de sus hombres.
Cuando los cinco desembocaron en el campo de polo, cuatro de frente, uno detrás, y el quinto a un lado, los primeros levantaron una mano, el viejo dio una seca orden, y comenzó a oírse el quejido de los pífanos. Los cinco comenzaron a marcar el paso reglamentario, que marcaba el tambor.
Poco a poco los asistentes a la fiesta reconocieron la musiquilla. El asombro fue general. Los cinco hombres eran grotescos como para hacer soltar la carcajada al más serio. La música era más grotesca aún; y, sin embargo, algo vibraba en el ambiente hablando de tragedia y de sufrimientos; algo que impidió, hasta a los mismos indígenas, soltar la menor risa mientras los cinco desconocidos cruzaban el campo en dirección al palco ocupado por el gobernador, sobre el cual ondeaba la bandera egipcia.
La música fue creciendo en intensidad a medida que se ahogaban todas las voces. El tambor redoblaba con más fuerza. De vez en cuando se notaba el fallo de alguna nota, pero no cabía duda alguna. Aquellos hombres interpretaban la tonada, popular en todo el mundo, de «Marlborough (o Mambrú) se va a la guerra», y los cuatro indígenas y el viejo marchaban como jamás lo había hecho ningún regimiento indígena.
Cuando el grupito llegó ante el palco del Sirdar, el viejo ordenó, con voz tonante:
—¡A... l... to!
Y luego:
—¡Viii... s... ta al frrre... n... te!
Los cinco hombres miraron al Sirdar.
—¡Preee... sen... ten...! ¡Armas!
Los músicos no tenían armas que presentar. Permanecieron en Atención. El viejo se llevó la mano a la frente, en saludo militar, la mantuvo los seis segundos de reglamento, la bajó luego contra el costado y permaneció en Firmes.
—¿Quiénes sois? —preguntó el Sirdar.
—El Primer Regimiento de Infantería Egipcia.
Los ocupantes de la tribuna se inclinaban hacia delante, con los nervios en tensión. Las facciones del Sirdar sufrieron una alteración adoptando esa indiferencia que a muchos los sirve para ocultar sus emociones.
Luego, con la inflexibilidad del Destino, llegó la pregunta:
—¿Dónde está su bandera?
El viejo, el que había dado las órdenes, se desabrochó la guerrera. Faltaban los botones, que habían sido sustituidos por cordeles. Aquella momia viviente abrió al fin la guerrera y replicó:
—¡Aquí está!
La guerrera caqui aparecía forrada por una tela roja en la cual se adivinaba una media luna y una estrella. Gogram retiró la bandera, dejando caer la guerrera a un lado y mostrando su torso cubierto materialmente de terribles cicatrices. Era una momia animada por un incomprensible soplo de vida. ¡Era un esqueleto viviente!
El Sirdar se puso en pie y se quitó el sombrero, pues la bandera de un regimiento merece los mismos respetos que los símbolos de la Iglesia. Los asistentes al partido de polo también se descubrieron. Y en aquel momento, la banda de los tres pífanos y el tambor inició la otra pieza de su repertorio. Si al cruzar el campo de polo habían interpretado «Marlborough se va a la guerra» ahora debían atacar el «Dios salve a la Reina».
Gogram llevóse una mano a la frente, consiguió retenerla allí seis segundos y luego cayó muerto a los pies del Sirdar.
Y con aquel mismo traje que vistió durante su terrible epopeya, y envuelto en la bandera que ondeaba sobre el palco del Sirdar, el Sargento Instructor Gogram fue enterrado en el Cementerio Europeo de El Cairo.
Mientras su alma iba a reunirse con su Regimiento, la bandera de este, destrozada, manchada de sangre, cargada de historia, era unida a una nueva asta, y a su alrededor, en torno de los tres tocadores de pífano y del tamboril, se alistaban nuevos oficiales, nuevos soldados, nuevos sargentos instructores. El Primer Regimiento de Infantería Egipcia resucitaba.
Gogram fue enterrado ante una copiosa representación de todos los regimientos que entonces se encontraban en El Cairo. Se le despidió de este mundo con veintiuna descargas, en vez de las cinco de reglamento. Su losa sepulcral es un granítico monolito, sencillo como lo fue en vida el Sargento Instructor Gogram. Pero sobre él se ha grabado esta verdad:
AQUÍ YACE UN HOMBRE