PAÍS RELATO

Autores

larry niven

hay un lobo en mi máquina del tiempo

La vieja jaula de extensión carecía de controles precisos, pero eso apenas tenía importancia. Svetz no tenía que cazar a ningún animal extinguido en particular; Ra Chen le había dicho que llevase lo primero que le viniera a la mano.
Svetz guio primero la jaula a la América preindustrial, a algún lugar de la parte central del continente, alrededor del año 1000 de la Era Anteatómica. Había pocos humanos y muchos animales. Tal vez pudiera conseguir un bisonte.
Al asomarse a la ventana vio una vasta extensión helada.
Svetz no había previsto llegar allí en pleno invierno.
Por un instante estuvo pensando en regresar de nuevo a la corriente del tiempo y accionar el circuito interruptor. Buscar otra fecha y probar suerte de nuevo. Pero el circuito interruptor era nuevo, no había sido probado aún, y Svetz no tenía ganas de hacer de conejillo de Indias.
Además, un viaje al pasado costaba más de un millón de comerciales. Si accionaba el circuito interruptor, esa cantidad prácticamente se doblaría y era probable que Ra Chen se enfadara.
Svetz empezó a congelarse en el momento de abrir la puerta. Desde el umbral vio el mismo paisaje blanco y una forma también blanca que saltaba a lo lejos.
Svetz disparó un cristal de anestésico soluble.
Utilizó el bastón volador para aproximarse a su presa. Ahora que ya no se movía, el animal resultaba difícil de localizar. Era exactamente del color de la nieve, salvo por la boca roja y las garras negras en que finalizaban sus patas. Svetz lo identificó a primera vista como un lobo ártico.
Sería perfectamente adecuado para el Vivarium. A Svetz le convenía en realidad cualquier cosa que le permitiera largarse de aquel desierto helado. Rara vez se había sentido tan satisfecho de sí mismo. Una misión fácil y rápida.
Ya dentro de la jaula envolvió al animal dormido en algo que parecía una bolsa de plástico transparente y la selló herméticamente. Ató al lobo con una correa a una de las paredes curvas de la jaula de extensión y se apoyó en la pared de enfrente mientras la jaula salía disparada en dirección vertical hacia todas direcciones.
La gravedad varió de forma singular.
Svetz se había cubierto la cabeza con otro saco transparente, cuya boca había fijado en la piel de su cuello. Ahora se lo quitó y lo dejó a un lado. El sistema de aire había entrado en funcionamiento; no necesitaba el saco de filtro.
El lobo sí lo necesitaba. No podría respirar el aire de la era industrial. Sin el saco de filtro para retener los venenos, el lobo moriría sin remedio. Los lobos se habían extinguido en la época en que vivía Svetz.
En el exterior, el tiempo pasaba a un ritmo furioso; en el interior, transcurría despacio. Instalado en la curva esférica de la jaula de extensión, Svetz contemplaba al lobo, alojado en la curva del techo.
Svetz nunca había visto un lobo de carne y hueso. Solo había visto dibujos en los libros infantiles…, e incluso los libros infantiles eran ya cosa de un pasado remoto. ¿Por qué, entonces, le resultaba tan familiar aquel lobo?
Era un animal de gran tamaño, posiblemente tan voluminoso como Hanville Svetz, que era un hombre delgado, de huesos pequeños. Sus flancos se agitaban al respirar. La lengua era larga y roja; los dientes, blancos y aguzados.
Parecido a los perros, se dijo Svetz. Los perros del Vivarium, alojados en la jaula de cristal con la etiqueta:
PERRO
Contemporáneo
Los perros eran los únicos animales del Vivarium que no estaban encerrados herméticamente en urnas de cristal para su propia protección. Los demás no podían respirar el aire exterior; los perros sí podían.
En un sentido muy real eran la obra de un solo hombre. Lawrence Wash Porter había vivido a finales del Período Industrial, entre el 50 y el 100 de la Era Postatómica, cuando miles de millones de seres humanos morían de enfermedades pulmonares y solo unos pocos millones habían podido adaptarse. Entonces, Porter decidió salvar a los perros.
¿Por qué a los perros? Sus motivos no han sido suficientemente aclarados, pero sus métodos muestran la impronta del genio. Compró especímenes de todas las razas caninas y los cruzó a lo largo de muchas generaciones de perros, durante la mayor parte de su vida.
Ya nunca habría exposiciones caninas. No quedaba en el mundo un solo perro de raza pura. Pero el vigor de la hibridación había generado una raza nueva. Los perros actuales, los mestizos definitivos, podían respirar el aire de la era industrial, rico en óxidos de carbono y nitrógeno, con un aroma a gasolina cruda y a ácido sulfúrico.
Si los perros estaban detrás de un cristal se debía a que la gente tenía miedo de ellos. Habían muerto demasiadas especies y la sociedad del 1100 de la Era Postatómica no estaba acostumbrada a los animales.
Lobos y perros…, ¿podrían cruzarse entre ellos?
Svetz contemplaba fascinado al lobo dormido. Era al mismo tiempo parecido y distinto de los perros. Los perros sonreían a través del cristal y meneaban la cola cuando los niños los saludaban con la mano. A los perros les gustaba la gente. En cambio el lobo, incluso dormido…
Svetz se estremeció. De todas las cosas que odiaba en su profesión, esta era la peor; regresar a casa en compañía de un animal extinguido extraño y peligroso. La primera vez que lo hizo, el caballo capturado había causado averías serias en el panel de control. En su última misión, un avestruz le atacó y le rompió tres costillas.
El lobo se agitaba, inquieto…, y algo en él había cambiado.
Algo estaba cambiando en esos momentos. El hocico del animal era más corto, ¿o no? Las patas delanteras se alargaban de una manera peculiar; las garras parecían crecer y expandirse.
Svetz retuvo el aliento y, al instante, se olvidó del lobo. Svetz se ahogaba, se moría. Con gestos espasmódicos aferró el saco del filtro y se arrastró hasta el panel de control.
Svetz salió tambaleándose de la jaula de extensión, dio tres pasos y se derrumbó. Tras él, los contaminantes invisibles se disolvieron en el aire.
El sol se ponía entre capas de nubes anaranjadas.
Svetz seguía tendido en el lugar donde había caído, con terribles arcadas y jadeando en busca de aire para sus pulmones. Debajo de él se extendía una alfombra exterior, verde y húmeda, que olía a plantas. Svetz no reconoció el olor ni se dio cuenta en un primer momento de que la alfombra estaba viva. En aquel momento no le habría importado la constatación. Solo sabía que el sistema de aire de la jaula había intentado matarle y, por el modo en que se sentía, probablemente lo había conseguido.
Había sucedido en un punto muy próximo al destino final. Estaba pasando el 30 de la Postatómica cuando el aire se enrareció. Recordaba haber aferrado la palanca del interruptor, luego esperar y esperar. El aire viciado le invadía la nariz, le penetraba en la garganta y le destrozaba la laringe. Había esperado veinte años, sintiendo cada segundo transcurrido. En el 50 de la Postatómica tiró de la palanca del interruptor y, a punto de ahogarse, corrió fuera de la jaula.
50 PA. Por lo menos había conseguido llegar a la Era Industrial. Podría respirar el aire.
«Fue el caballo», pensó sin sorpresa. El caballo había embestido con el puntiagudo cuerno de su frente el panel de control de Svetz, tres años atrás. Se suponía que en Mantenimiento lo habían reparado. Lo habían reparado.
Algo debía de haberse estropeado otra vez.
«Por la forma en que me miraba cada vez que pasaba delante de su jaula, siempre supe que el caballo se vengaría de mí», pensó Svetz.
Se dio cuenta de que todavía tenía en la mano el saco de filtro. Entonces, no…
Svetz se incorporó sobresaltado.
A su alrededor, todo estaba verde. La húmeda alfombra verde que se extendía debajo de su cuerpo estaba viva; surgía del suelo negro. Una tosca pilastra retorcida emergía del suelo y se ramificaba en una explosión de papeles o algo semejante, rojo y amarillo. Junto a la base de la pilastra había más papeles coloreados, esparcidos por el suelo. Algo que no era una aeronave se movía de forma errática por encima de su cabeza: una cosa pequeña que revoloteaba y gorjeaba.
Todo aquello estaba vivo. Se encontraba en un desierto preindustrial.
Svetz se pasó el saco de filtro por la cabeza y presionó precipitadamente los bordes contra la piel de su cuello para cerrarlo bien. Fue una gran suerte no haberse desvanecido antes. Esperó a que se hinchara alrededor de su cabeza. Una membrana selectivamente permeable dejaba pasar los gases adecuados de afuera adentro y viceversa, hasta que la composición se… se…
Svetz se ahogaba, encerrado en el saco.
Se lo arrancó y lo tiró a un lado, lagrimeando. ¡Primero el sistema de aire y ahora el saco de filtro! ¿Alguien había averiado los dos? Y además el calendario inercial: por lo menos estaba en una fecha anterior en doscientos años al 50 Postatómica.
Alguien había intentado asesinarle.
Svetz miró alarmado a su alrededor. En lo alto de la colina, al otro lado de la alfombra verde, vio una formación angular de costados verticales, pintada en un tono verde descolorido. Tenía que ser artificial. Tal vez encontrara a gentes allí. Podía…
No, no podía pedir ayuda. ¿Quién iba a creerle? ¿Y cómo podrían ayudarle, en cualquier caso? Su única esperanza estaba en la jaula de extensión. Y ahora le quedaba muy poco tiempo.
La jaula de extensión seguía a pocos metros de distancia, la puerta era un círculo oscuro en uno de sus lados curvos. El otro lado parecía desvanecerse en la nada; eso quería decir que seguía aún sujeto al resto de la máquina del tiempo en 1103 PA en una dirección que la vista era incapaz de seguir.
Svetz vaciló delante de la puerta. Su única esperanza era desmontar la planta de aire. Retener el aliento y luego…
El olor a contaminantes había desaparecido.
Svetz olfateó el aire. Sí, había desaparecido. La planta de aire se había agotado por sí misma, vaciando los elementos contaminantes en el aire exterior. No había necesidad de inutilizarla. El alivio hizo sentir a Svetz un ligero vértigo.
Saltó al interior.
Se acordó del lobo cuando vio el saco filtrante desgarrado y vacío. Luego vio al intruso acechándole, con su espeso pelaje hirsuto, los relucientes ojos amarillos, las garras de las patas extendidas, dispuestas a matar.
La tierra iba quedando a oscuras. Hacia el este brillaban algunas estrellas, mientras que en el oeste el cielo seguía de un color púrpura intenso. El aire estaba lleno de perfumes. La luna llena empezaba a asomarse.
Svetz subió la colina, sangrando.
La casa de la colina era grande y antigua. Grande como un edificio de la ciudad de dos pisos de altura. Se extendía en todas las direcciones, como si un arquitecto loco la hubiera construido siguiendo un plan caprichoso que iba cambiando sobre la marcha. Había rejas de hierro forjado en las ventanas del piso superior y pomos de hierro en las persianas de ambos pisos, todo pintado en el mismo tono verde polvoriento. Las persianas eran de madera, pintadas de un verde distinto. Estaban todas cerradas y no se percibía luz en ninguna parte de la casa.
La puerta estaba construida para alguien que midiera cuatro metros de alto. El picaporte era muy grande. Svetz empleó las dos manos, cargó sobre él todo su peso y, a pesar de todo, no pudo hacerlo girar. Gimió. Buscó la lente de la mirilla y no la encontró en ninguna parte. ¿Cómo podían entonces saber que estaba él allí? Tampoco encontró timbre ni llamador.
Tal vez no habría nadie adentro. No estaba claro lo que podía ser el edificio. Era demasiado grande para una vivienda unifamiliar y demasiado extenso para un hotel o casa de apartamentos. ¿Tal vez fuera un almacén o una fábrica? ¿Para hacer o almacenar qué?
Svetz volvió la mirada hacia la jaula de extensión. Percibió vagamente el brillo de las luces del interior. También vio algo que se movía en el verdor vivo que alfombraba la colina.
Formas pálidas, más de una.
¿Se acercaban?
Svetz aporreó la puerta con los puños. Nada. Se dio cuenta de que había una cosa de metal dorado, muy ornamentada, encima de la puerta. La tocó, la empujó y finalmente la soltó. La cosa emitió un sonido.
La tomó con las dos manos y golpeó el picaporte contra su base una y otra vez. Se produjeron una serie de sonidos metálicos rítmicos. Era posible que alguien los oyera.
Algo pasó zumbando junto a su oído y se estrelló contra la puerta con un golpe seco. Svetz miró a su alrededor con ojos extraviados y vio una piedra del tamaño de su puño. Las formas blancas estaban más cerca ahora. Eran bípedos que caminaban encorvados.
Parecían demasiado humanos… o no del todo humanos.
La puerta se abrió.
Ella era muy joven, tal vez de unos dieciséis años. Su piel era muy pálida y el cabello y las cejas de un blanco puro, muy hermoso. Su atuendo la cubría desde el cuello hasta los tobillos, pero dejaba desnudos los brazos. Parecía soñolienta e irritada en el momento de abrir la puerta: la abrió con la mano, a pesar de lo que pesaba. Luego vio a Svetz.
—Ayúdeme —dijo Svetz.
Sus ojos se agrandaron y también movió las orejas. Dijo algo que a Svetz le costó interpretar porque hablaba en americano antiguo.
—¿Qué es usted?
Svetz no podía culparla. Aun en condiciones normales, sus ropas no correspondían a aquel período. Pero además su blusa estaba desgarrada hasta el ombligo y lo mismo le ocurría a su piel. Cuatro líneas ensangrentadas le recorrían paralelas el rostro y el pecho.
Zeera le había dado clases de habla americana, de modo que pudo decir cautelosamente:
—Soy un viajero. Un animal, un monstruo, se ha metido en mi vehículo y no me deja entrar en él.
Evidentemente, la muchacha comprendió el sentido de sus Palabras.
—¡Vaya apuro! ¿Qué clase de animal?
—Parecido a un hombre, pero peludo, con una cara horrible y garras…, garras…
—Puedo ver las señales que hicieron.
—No sé cómo pudo meterse. Yo… —Svetz se estremeció. No, no podía contar aquello. Era una locura, una completa locura decir que estaba convencido de que el lobo se había convertido en una especie de humanoide monstruoso sediento de sangre—. Solo me golpeó una vez. En el rostro. Supongo que podría echarlo si dispusiera de un arma. ¿Tiene una bazuca?
—¡Qué bonita palabra! Me parece que no. Entre. ¿Le han molestado los trolls? —Le cogió del brazo, le arrastró al interior y cerró la puerta.
¿Trolls?
—Es usted una persona extraña —dijo la muchacha, después de examinarle de arriba abajo—. Tiene un aspecto extraño, olor extraño, se mueve de una manera extraña. No sabía que existieran personas como usted en el mundo. Debe venir de muy lejos.
—Mucho —dijo Svetz. Se sentía al borde del desmayo. Estaba a salvo por fin, dentro de la casa. Pero ¿por qué tenían esa tendencia a erizársele los cabellos de la nuca?—. Me llamo Svetz —declaró—. ¿Y usted?
—Wrona —le sonrió, sin asustarse de él a pesar de su extraño aspecto… Pero si él le había parecido extraño a ella, mucho más extraña le parecía la muchacha a Hanville Svetz. Tenía la piel blanca como el papel y su abundante cabello blanco sería más apropiado en un centenario. La nariz, muy ancha y chata, habría desfigurado a una muchacha normal, pero de alguna forma favorecía a la peculiar fisonomía de Wrona. Y sin embargo esa fisonomía era realmente extraña; las orejas eran demasiado grandes, casi puntiagudas, los ojos estaban demasiado separados y la boca sonriente era muy grande… pero a Svetz le gustaba. La sonrisa expresaba curiosidad y alegría. A él no le pareció demasiado amplia. La firme presión de su mano era amistosa, tranquilizadora, por más que las uñas de los dedos resultaran incómodamente largas y afiladas.
—Debería descansar, Svetz —dijo—. Mis padres no se levantarán hasta dentro de una hora por lo menos. Luego verán la forma de ayudarle. Venga conmigo, le llevaré a una habitación desocupada.
Él la siguió a través de una sala dominada por una gran mesa rectangular junto a la que se alineaba una doble fila de sillas de respaldo alto. En un extremo había un gran horno de microondas y, al lado, una bandeja de… cosas rojas. Su forma era más o menos cónica, cada una de ellas tenía el tamaño de la parte superior del brazo de un hombre fuerte y en todas había un topo blanco en la parte más ancha. Svetz no tenía idea de lo que eran, pero no le gustó su color. Parecía sangre.
—Oh —exclamó Wrona—. Se me olvidaba preguntarle: ¿tiene hambre?
Svetz se dio cuenta de repente de que sí la tenía.
—¿No tendrá un poco de levadura empobrecida?
—¿Cómo? No entiendo la expresión. ¿Eso es levadura empobrecida? Es todo lo que tenemos.
—Mejor será que lo olvide. —El estómago de Svetz se rebelaba ante la idea de comer algo de aquel color. Aunque al final resultara ser una planta.
Wrona tuvo que ayudarle a sostenerse en pie antes de que llegaran a la habitación. Era rectangular, muy amplia y lujosa. La cama era bastante grande, pero apenas estaba situada a unos quince centímetros del suelo y carecía de mantas y sábanas. Ella le ayudó a acostarse.
—Hay un baño detrás de esa puerta, si se siente con fuerzas. Será mejor que descanse, Svetz. Dentro de un par de horas volveré a buscarle.
Svetz se tendió en la cama. La habitación parecía girar a su alrededor. Oyó alejarse a Wrona.
Qué extraña era y qué raro debía de parecerle él. Era una suerte que no hubiera llamado a nadie para atenderle: un médico se habría dado cuenta de las diferencias.
Svetz no habría imaginado jamás que los primitivos fueran tan distintos de su propio pueblo. Durante los mil años transcurridos entre ahora y el presente, debía de haberse producido una adaptación masiva a los cambios en el aire y en el agua, al DDT y otras sustancias componentes de los alimentos, a la extinción de las plantas alimenticias y la carne de los animales, hasta que solo quedó la levadura empobrecida; también eran más altos los niveles de ruido, había menos espacio para hacer ejercicio, una dependencia mayor de las medicinas… Bueno, ¿cómo no iban a ser diferentes? Lo sorprendente era que la humanidad hubiera logrado sobrevivir.
Wrona no había sentido temor ante lo extraño de su aspecto ni le habían repugnado los arañazos de su rostro y su pecho. Solo parecía divertida e interesada. Le había ayudado sin hacerle demasiadas preguntas. Él le estaba agradecido por ello.
Dormitó.
El dolor producido por los profundos arañazos y la rigidez de sus ropas hicieron que sus sueños fueran agitados. Tuvo pesadillas. Algo enorme y sombrío, mitad hombre y mitad bestia se abalanzaba sobre él para desgarrarle la cara una y otra vez. En un momento indeterminado despertó por completo, intentando identificar un olor a almizcle, poco familiar.
Sin resultado. Miró lo que le rodeaba: una habitación extraña, que parecía más extraña todavía porque la estaba viendo desde el nivel del suelo. Techos altos. Un globo escarchado, no más brillante que una luna llena, lucía tan débilmente que la habitación quedaba sumida en sombras. Las ventanas estaban protegidas por barrotes de hierro; en el exterior, la noche oscura.
Era un milagro que se hubiera despertado. El aire preindustrial debería de haberle matado hacía ya varias horas.
Había sido un día nefasto, pensó. Y procuró apartar de la memoria la cosa que le había atacado en la jaula de extensión. Un rostro peludo, orejas puntiagudas, la doble hilera de dientes blancos y aguzados, la garra que había surgido de repente, el zarpazo de arriba abajo. La convicción demencial de que un lobo se había convertido en aquello.
No podía ser. Los animales no cambian de forma de esa manera. Algo debía de haber ocurrido mientras Svetz luchaba por recuperar la respiración. Aquello debió de hacer huir al lobo o lo mató.
Pero había leyendas sobre cosas así, ¿no? Dos y tres mil años antes, más aún tal vez, en todo el mundo se habían contado historias de hombres que se transformaban en bestias y viceversa.
Svetz se incorporó. El dolor se aferró a su pecho, para relajarse luego. Se puso en pie con precaución y se dirigió al cuarto de baño.
Los grifos no eran difíciles de manejar. Svetz humedeció un paño con agua caliente. Después de limpiarse la costra de sangre seca se miró en el espejo: un hombre joven, pálido y delgado, de finos cabellos rubios… con una extraña deformación en la barbilla y la frente. Supuso que la culpa era del espejo, de manufactura muy primitiva. Podía haber sido peor, ¿no habían sido bidimensionales los primeros espejos?
Sonó un silbido estridente al otro lado de la puerta del dormitorio. Svetz salió y se encontró ante Wrona.
—Qué bien que esté levantado —dijo ella—. Padre y tío Wrocky quieren verle.
Svetz entró en el salón, y de nuevo percibió el evasivo olor a almizcle. Siguió a Wrona por un pasillo oscuro. Como en su habitación, la única luz era la que desprendía un globo escarchado. ¿Por qué estaría tan mal iluminada la casa de la familia de Wrona? Tenían electricidad.
¿Y por qué estaban todos dormidos al ponerse el sol? Con el desayuno preparado y esperándoles…
Wrona abrió una puerta y le invitó a entrar con un gesto.
Svetz se detuvo vacilante después de cruzar el umbral. La habitación estaba tan oscura como el pasillo. El olor a almizcle era aquí mucho más acentuado. Se sobresaltó cuando una mano se cerró sobre su antebrazo —le había asido con fuerza; la palma era peluda y sentía la presión de las uñas, muy duras, en la piel— y una profunda voz masculina dijo:
—Entre, señor Svetz. Mi hija me ha contado que es usted un viajero necesitado de ayuda.
En la penumbra, Svetz distinguió a un hombre y una mujer sentados en taburetes sin respaldo. El cabello de los dos era tan blanco como el de Wrona, pero el de la mujer tenía una ancha banda negra. Un segundo hombre guio a Svetz hasta otro taburete. También él llevaba mechones de pelo negro: una ceja, y una especie de media luna en torno a una oreja.
Wrona se había colocado a su espalda. Svetz los observó atentamente a todos, se dio cuenta de lo parecidos que eran entre sí y lo muy diferentes que eran de Hanville Svetz.
El miedo fue creciendo en su interior como una droga fuerte. Svetz era un xenófobo.
Eran todos iguales. Cejas y pelo blancos muy abundantes, con mechones negros. Uñas negras afiladas. Narices anchas y planas. Bocas amplias, muy amplias, con colmillos blancos y aguzados. Orejas altas y puntiagudas que se movían. Ojos amarillos. Pelo en las palmas de las manos.
Svetz se dejó caer pesadamente sobre el taburete.
Uno de los dos hombres lo advirtió: el más grande, que seguía aún en pie.
—Debe de ser la gravedad mayor —aventuró—. ¿No es cierto, Svetz? Viene usted de otro mundo. Obviamente no es usted un hombre corriente. Le dijo a Wrona que era un viajero, pero no de qué lugar venía.
—De muy lejos —respondió Svetz con voz débil—. Del futuro.
El hombre menos voluminoso tuvo un sobresalto.
—¿El futuro? ¿Es un viajero del tiempo? —Su voz adquirió un deje de desprecio—. ¿Quiere decir que evolucionaremos hasta convertirnos en algo parecido a usted?
—No, de verdad. —Svetz se encogió.
—Así lo espero. ¿Qué pasará, entonces?
—Creo que he derivado oblicuamente en el tiempo. Ustedes descienden de los lobos, ¿no es así?, no de los monos.
—Sí, por supuesto, de los lobos.
—Ahora que lo menciona —dijo el hombre sentado, observándole con atención—, es más parecido a un troll de lo que debería cualquier hombre común. No es mi intención ofenderle, Svetz.
Svetz, rodeado por los hombres lobo, hacía esfuerzos por relajarse. Sin conseguirlo.
—¿Qué es un troll?
Wrona se adelantó hasta quedar sentada en el borde de su taburete.
—Tiene que haberlos visto en la ladera. Tenemos más de treinta.
—Puros y simples monos —explicó el hombre más pequeño—. Traídos de África el siglo pasado. Son buenos guardianes y proporcionan una carne excelente. Pero ha de tener cuidado con ellos: tiran cosas.
—Hagamos las presentaciones —interrumpió el otro, de repente—. Disculpe nuestros modales, Svetz. Yo soy Flakee Wrocky, este es mi hermano Flakee Worrel, y aquella, Brenda, su mujer. A mi sobrina ya la conoce.
—Encantado de conocerles —dijo Svetz con un hilo de voz.
—¿Dice que ha derivado oblicuamente en el tiempo?
—Me temo que sí. Debo de haberme desviado muchísimo, además —explicó Svetz—. La máquina me dejó tirado, así me protejan los dioses. La culpa tuvo que ser del caballo…
—¿Caballo? —le interrumpió Wrocky.
—El caballo. Hace tres años, un caballo averió mi jaula de extensión. Se supone que fue reparada, pero me temo que algo falló en algún momento y la jaula derivó oblicuamente en lugar de dirigirse hacia adelante. Hasta un mundo en el que evolucionaron los lobos en lugar del Homo habilis. Los dioses saben qué rumbo habré de tomar si quiero regresar a mi mundo. —Entonces recordó otra cosa—. Al menos pueden ustedes ayudarme en algo. Una especie de monstruo se ha apoderado de mi jaula de extensión.
—Jaula de extensión.
—Es la parte de la máquina del tiempo que efectúa el movimiento. ¿Me ayudarán a ahuyentar al monstruo?
—Por supuesto —dijo Worrel. Al mismo tiempo el otro hombre exclamó:
—No lo creo. Discúlpame, por favor, Worrel. Svetz, le haríamos un flaco servicio si cazáramos al monstruo que está en su jaula de extensión. Lo primero que haría en ese caso sería regresar a su propio tiempo, ¿no es así?
—¡Diantre, claro que sí!
—Pero lo único que conseguiría sería perderse más y más. Al menos en nuestro mundo puede comer los alimentos y respirar el aire. Sí, cultivamos plantas para alimentar a los trolls; puede usted aprender a comerlas.
—No lo entienden. No puedo quedarme aquí, ¡soy un xenófobo!
Wrocky frunció el entrecejo y sus orejas se irguieron, inquisitivas.
—¿Un qué?
—Temo a los seres inteligentes que no son humanos. No puedo impedirlo, es algo que está en mis huesos.
—Estoy seguro de que se acostumbrará a nosotros, Svetz.
Svetz miró primero a uno y luego al otro hombre. Estaba bastante claro cuál de los dos era el que mandaba. La voz de Wrocky era mucho más rotunda que la de Worrel; era más corpulento que el otro hombre y el pelo blanco le caía sobre la nuca como la melena de un león. Worrel no hizo el menor intento de insistir en su punto de vista. En cuanto a las mujeres, ninguna de las dos había dicho una palabra desde que Svetz entró en la habitación.
—No entienden —dijo Svetz, desesperado—. El aire…
Se detuvo.
—¿Qué pasa con el aire?
—A estas alturas, ya debería de haberme matado. Una docena de veces o más. ¿Por qué no lo ha hecho? —Era bastante extraño que hubiera omitido hacerse esa pregunta—. Debo de haberme adaptado —dijo Svetz, en parte para sí mismo—. Eso es. La jaula se acercó demasiado a esta ramificación de la historia. Mi herencia genética ha cambiado. Mis pulmones se han adaptado al aire preindustrial. ¡Maldición! Si no hubiera accionado el interruptor me habría vuelto a adaptar.
—En ese caso, puede respirar nuestro aire —dijo Wrocky.
—Todavía no lo entiendo. ¿No tienen industrias?
—Por supuesto que sí —dijo Worrel, sorprendido.
—¿Automóviles y aviones de combustión interna? ¿Camiones y barcos movidos por diesel? ¿Fertilizantes químicos, repelentes de insectos…?
—No, nada de eso. Los fertilizantes químicos envenenan el agua. Los únicos repelentes de insectos de los que tengo noticia perjudicaban la atmósfera, de modo que nunca pasaron de la etapa experimental. La mayor parte de nuestros vehículos funcionan mediante baterías eléctricas.
—Hubo una época en la que se puso de moda la combustión interna —dijo Wrocky—. Pero no duró mucho. Los coches apestaban. A la gente que estaba dentro no le importaba, por supuesto, porque dejaban el hedor a sus espaldas. En el peor momento tuvimos más de doscientos automóviles paseándose por la ciudad de Detroit, envenenando el aire. Pero una noche los habitantes se alzaron como un solo hombre e hicieron pedazos todas aquellas máquinas. Y también a sus propietarios.
—Siempre he opinado que los hombres tienen un olfato más sensible que los trolls —comentó Worrel.
—Wrona se dio cuenta de mi olor mucho antes de que yo advirtiera el suyo. Wrocky, todo esto no nos lleva a ninguna parte. Tengo que regresar a mi casa. Parece que me he adaptado al aire, pero existen otras cosas. Los alimentos; nunca he comido otra cosa que levadura empobrecida; todos los demás alimentos se extinguieron hace mucho tiempo, por las bacterias.
Wrocky negó con la cabeza.
—Si intentas marcharte, Svetz, tu máquina del tiempo estropeada te llevará a ambientes cada vez más exóticos. Debe de haber mil posibilidades distintas de fin del mundo: suponte que vas a parar a una de ellas o simplemente que pasas a su lado.
—Pero…
—Aquí, en cambio, serás un huésped distinguido. ¡Piensa en la de cosas que puedes enseñarnos, tú que has nacido en una cultura capaz de construir máquinas del tiempo!
De modo que era eso.
—Oh, no, no podríais aprovechar las cosas que yo sé —dijo Svetz—. No soy un mecánico, no podría enseñaros a hacer nada, además, os disgustan los efectos secundarios. Demasiadas cosas de las pasadas civilizaciones se han basado en la petroquímica y en los plásticos. Quemar los plásticos produce algunas de las más extrañas…
—Pero por grandes que sean las reservas de petróleo, no duran indefinidamente. En vuestra época tenéis que haber desarrollado otras fuentes alternativas de energía. —Los ojos amarillos de Wrocky parecían atravesarle de lado a lado—. ¿La fusión controlada del hidrógeno, acaso?
—¡Yo no puedo deciros cómo hacerlo! —gritó Svetz desesperado—. ¡No sé nada de la física del plasma!
—¿Física del plasma? ¿Qué es la física del plasma?
—La utilización de campos electromagnéticos para manipular gases ionizados. Tienen que conocer ustedes la física del plasma.
—No, pero estoy seguro de que podrás darnos indicaciones muy valiosas. Tenemos ya bombas de fusión y también las tienen los europeos…, pero podemos hablar de todo eso más tarde. —Wrocky se puso en pie y sus uñas negras volvieron a presionar, hasta casi perforarla, la piel del brazo de Svetz—. Piensa sobre todo esto, Svetz. Oh, y pasea cuanto quieras por la casa, pero no salgas sin escolta. Los trolls, ya sabes.
Svetz salió de la habitación con la cabeza dándole vueltas. Los lobos no iban a dejarle marchar.
—Svetz, estoy encantada de que te quedes —decía Wrona—. Me gustas. Estoy segura de que te agradará vivir aquí. Voy a enseñarte la casa.
En mitad del pasillo lucía débilmente en la penumbra un globo escarchado, parecido a una luna llena encerrada en el interior de la casa. Nocturnos, eran seres nocturnos.
Lobos.
—Soy un xenófobo —dijo—. No puedo evitarlo, nací así.
—Oh, aprenderás a querernos. Yo ya te gusto un poco, ¿no es así, Svetz? —Alargó el brazo y le rascó detrás de la oreja. Un cosquilleo de placer inesperadamente intenso le recorrió el cuerpo, de modo que entrecerró los ojos.
—Por aquí —dijo ella.
—¿A dónde vamos?
—Quiero enseñarte a los trolls. Svetz, ¿es verdad que desciendes de los trolls? ¡Apenas puedo creerlo!
—Te lo diré cuando los vea —dijo Svetz. Recordó al Homo habilis del Vivarium. Había sido un hombre, un Asesor, hasta que el Secretario General lo condenó a involucionar.
Cruzaron el comedor y Svetz vio unos inconfundibles huesos en los platos. Se estremeció. Sus antepasados habían comido carne; los trolls eran simples animales aquí, fueran lo que fuesen en el mundo de Svetz, y… Svetz volvió a estremecerse. Sus pensamientos resultaban extraordinariamente vividos, le dolía la cabeza. Tenía que salir de allí.
—Si crees que tío Wrocky es un tipo duro, tendrías que conocer al embajador europeo —dijo Wrona—. Tal vez llegues a conocerle.
—¿Viene por aquí?
—A veces. —Wrona emitió un gruñido suave—. No me gusta. Es de una especie diferente, Svetz. Aquí fueron los lobos los que evolucionaron hasta convertirse en hombres; por lo menos así nos lo enseñan los maestros. Pero en Europa fue distinto.
—No creo que tío Wrocky consienta que nos veamos. Ni siquiera creo que le hable de mí —dijo Svetz frotándose los ojos.
—Tienes suerte. Herr Drácula se deshace en sonrisas y dice impertinencias en un tono de voz almibarado. Basta un minuto para… ¡Svetz! ¿Qué te ocurre?
Svetz se retorcía como un hombre en estado agónico.
—¡Mis ojos! —Palpó más arriba—. ¡Mi frente! ¡He perdido la frente!
—No te comprendo.
Svetz se palpaba la cara con las puntas de los dedos. Las cejas eran una oruga peluda sobre una gruesa, sólida protuberancia ósea. Desde la cordillera de las cejas la frente retrocedía en un ángulo de cuarenta y cinco grados. La barbilla también había desaparecido. Solo aparecía una curva que iba desde la mandíbula hasta el gaznate.
—Estoy involucionando, me estoy convirtiendo en troll —dijo Svetz—. ¡Wrona, si me convierto en troll, me comerán!
—No lo creo. ¡Yo te defenderé, Svetz!
—No. Llévame a la jaula de extensión. Si no vienes tú conmigo, los trolls me matarán.
—De acuerdo, Svetz. Pero ¿y el monstruo?
—Ahora será más fácil enfrentarme a él. Todo irá bien. Llévame allí, por favor.
—De acuerdo, Svetz.
Le tomó de la mano y le guio. El espejo no había mentido. Había estado cambiando desde entonces, adaptándose a esta ramificación de la historia. Primero sus pulmones habían perdido su adaptación al aire normal; aquí no había existido una era industrial. Pero tampoco había existido el Homo sapiens…
Wrona abrió la puerta. Svetz aspiró el aire de la noche. Su sentido del olfato se había hecho preternaturalmente agudo. Olió a los trolls antes de verlos, ascendiendo la colina en su dirección, sobre la verde alfombra viva. El deseo de disponer de un arma hizo que los dedos de Svetz se engarfiaran.
Eran tres. Formaron un círculo alrededor de Svetz y Wrona. Uno de ellos llevaba un hueso de gran tamaño. Iban erguidos sobre dos patas, pero caminaban incómodos, como si les dolieran los pies. Eran tan lampiños como los hombres. Cabezas de monos en cuerpos de hombres.
Homo habilis, el asesino de los simples monos. El antepasado del hombre.
—No les prestes atención —dijo Wrona en tono brusco—. No nos harán daño. —Empezó a descender la ladera de la colina. Svetz la siguió de cerca—. En realidad no debería tener ese hueso —prosiguió—. Intentamos mantenerles alejados de los huesos, porque los usan como armas, y a veces se golpean los unos a los otros. Una vez uno de ellos se apoderó de la manivela de hierro de una regadora y mató con ella a un jardinero.
—No seré yo quien intente quitársela.
—Aquella luz pequeña, ¿es tu jaula de extensión?
—Sí.
—No estoy segura de que hagamos bien, Svetz —se detuvo de súbito—. Tío Wrocky tiene razón. Solo conseguirás perderte más. Aquí al menos tienes quien te cuide.
—No, tío Wrocky estaba equivocado. Mira la parte oscura de la jaula de extensión y cómo se desvanece en la nada. Sigue sujeta al resto de la máquina del tiempo. Bastará con que tire de mí para regresar al punto de partida.
—Ah.
—Ignoro desde cuándo estará derivando la máquina por las líneas del tiempo. Tal vez desde que aquel maldito caballo metió su maldito cuerno por el tablero de control. Nadie se había dado cuenta antes. ¿Por qué iban a hacerlo? Nadie hasta ahora había parado una máquina del tiempo en mitad del camino.
—Svetz, los caballos no tienen cuernos.
—El mío sí.
Oyeron un ruido a sus espaldas. Wrona miró atrás, hacia una oscuridad que los ojos de Svetz no podían penetrar.
—¡Alguien debe de haberse dado cuenta de que no estábamos! ¡Corre, Svetz!
Tiró de él hacia la jaula iluminada. Se detuvieron delante de la puerta.
—Tengo la cabeza espesa —murmuró Svetz—. Y la lengua también.
—¿Qué vamos a hacer con el monstruo? No oigo nada…
—No hay monstruo, ahora. Solo un hombre que padece de amnesia. Solo era peligroso en la etapa de transición.
Ella se asomó al interior.
—¡Vaya, tienes razón! Señor, ¿le importaría…? Svetz, creo que no me entiende.
—Por supuesto que no. ¿Cómo iba a entenderte? Cree que es un lobo blanco del Ártico. —Svetz entró en la jaula. El hombre lobo de pelo blanco estaba acurrucado en un rincón, observándole cautelosamente. Se parecía mucho a Wrona.
Svetz se dio cuenta de que había cogido una rama rota de un árbol. Su mano debía de haberlo hecho sin recibir ninguna orden expresa del cerebro. Avanzó, enarbolando el arma. Una ira irrazonable crecía en su interior. ¡Invasor! Ese hombre no tenía nada que hacer aquí, en el territorio de Svetz.
El hombre lobo se escurrió a un lado, asustado, con los ojos achinados que se le salían de las órbitas. De un salto cruzó la puerta y desapareció a lo lejos, mientras los trolls le pisaban los talones.
—Tal vez tu padre podrá enseñarle —dijo Svetz.
Wrona examinaba los controles.
—¿Cómo funciona esto?
—Déjame ver. No estoy seguro de acordarme. —Svetz se rascó la frente cada vez más huidiza—. Esa palanca cierra la puerta…
Wrona tiró de ella. La puerta se cerró.
—¿No deberías salir afuera?
—Quiero ir contigo —dijo Wrona.
—Ah. —Pensar le resultaba muy difícil. Svetz examinó el tablero de control. A ver, a ver… ¿este botón? Svetz lo apretó.
Caída libre. Wrona dio un grito. Sobrevino la gravedad, con vectores radiales en todas direcciones a partir del centro de la jaula de extensión. Los dos se sintieron proyectados contra las paredes.
—Cuando mis pulmones vuelvan a su estado normal, probablemente me quedaré dormido —avisó Svetz—. No te preocupes por eso. —¿Había algo más que tuviera que saber Wrona? Intentó recordar. Ah, sí—. No podrás volver a casa —dijo—. Nunca encontraremos de nuevo esta ramificación de la historia.
—Quiero quedarme contigo —dijo Wrona.
—Muy bien.
Después de una interminable espera, en la mole de la máquina del tiempo se formó niebla. La niebla se congeló abruptamente y apareció de regreso la jaula de extensión de Svetz, con varias horas de retraso. La puerta se abrió automáticamente, pero Svetz no salió por ella.
Tuvieron que extraerlo a rastras de aquel aire que olía a animal y madreselva.
—Estará bien dentro de unos minutos. Ponedle un filtro a esa otra cosa —ordenó Ra Chen. Y se quedó junto a Svetz con los brazos cruzados, esperando.
Svetz empezó a respirar. Abrió los ojos.
—Todo en orden —dijo Ra Chen—. ¿Qué te sucedió?
—Déjame pensar. —Svetz se incorporó—. Viajé hasta la América preindustrial. Estaba todo nevado… Maté un lobo.
—Lo hemos metido en una tienda aislante. ¿Y luego qué?
—No, el lobo huyó. Lo echamos fuera. —Svetz abrió unos ojos como platos—. ¡Wrona!
Wrona yacía a su lado, en la tienda filtro. Tenía un pelaje espeso y lustroso, blanco con mechones negros. Su estructura era parecida a la de un lobo, pero más compacta, con la cabeza grande, el hocico más corto y una cola alzada y curva. Tenía los ojos cerrados y no parecía respirar.
Svetz se puso de rodillas.
—¡Ayúdame a sacarla de aquí! ¿Es que no puedes ver la herencia entre un lobo y un perro?