Los matorrales y los arbustos se prendían de mis ropas mientras corría a través del bosque sin luna ni estrellas. Monsieur Garnier me había advertido que regresara al chateau antes de que oscureciera, pero yo me entretuve tontamente en la caza hasta la hora del crepúsculo, y había acabado por perderme. Me detuve para tomar aliento, y me eché al hombro el mosquete y el morral. Garnier me había advertido que, al caer la noche, las bestias salían a merodear.
A lo lejos aulló un lobo, un aullido solitario que me estremeció. Volví a caminar. La noche que me rodeaba penetró también en mi interior: me sentía como un niño inerme y solo en una oscuridad repleta de formas malévolas, en lugar del hombre que en realidad era, venido aquí desde la casa de mi padre para ahuyentar la melancolía que había hecho presa en mi espíritu en los últimos meses. Ahora me encontraba lejos del mundo que había conocido a lo largo de toda mi vida, lejos del mundo que conocían la mayoría de los hombres. El bosque me susurraba palabras extrañas en un lenguaje que yo no podía comprender Alguna clase de bestia me acechaba detrás de cada sombra. Me estremecí.
—Nunca encontraré el camino de regreso —dije en voz alta.
Mi voz asustó a un búho que voló de la rama de un viejo roble y el aire tembló cuando el ave agitó sus grandes alas.
Cerca de mí crujían las hojas caídas en el suelo. Los matorrales se agitaban. ¿Qué me esperaba en aquel bosque? Sentía en la garganta los latidos de mi corazón.
De repente, una mano pequeña sujetó la mía.
—Por aquí —susurró una voz de mujer. Me condujo a través de la oscuridad y yo agradecí su guía. El bosque se retiraba a medida que ella avanzaba delante de mí, como se retira el mar ante la proa de un navío. Las hojas de los matorrales y los helechos me acariciaban las manos, calmando mi acelerado corazón. Durante el cuarto de hora en que la mujer me sostuvo la mano, el bosque se convirtió en algo familiar, tan familiar como los campos que rodeaban mi propio remoto hogar.
Luego, también de súbito, la mano de la mujer soltó la mía y desapareció. Me encontraba al borde del césped que rodeaba el chateau.
—Jean-Jacques, ¿eres tú? —En la puerta se dibujó la sombra de Louis Garnier, enmarcada en la tenue luz dorada que irradiaba una chimenea en el interior—. ¡Por fin! Temía que las bestias te hubieran atacado. Mi viejo amigo Rieux jamás me habría perdonado si por mi culpa su único hijo recibiera algún daño. —Garnier me hizo gesto de que entrara—. Ven —dijo cuando me acercaba a él—, y enséñame lo que has cazado.
La mañana siguiente fue fría y despejada. Después de vestirme al calor de un rayo de sol que entraba por la ventana, me reuní con Garnier en la planta baja, para desayunar con él.
—¿Te has recuperado de la aventura de anoche? —me preguntó.
—Sí —repuse, mientras me sentaba frente a él—. Fue extraño. He vivido en Auvernia los treinta años de vida que tengo y antes nunca me había perdido.
Me serví de la bandeja una pechuga de codorniz y empecé a comer.
—No tienes de qué avergonzarte —dijo Garnier—. El bosque de Apcon es distinto de cualquier otro lugar. No hay muchos viajeros que se adentren en él. ¡Ni siquiera nuestro buen rey Francisco viene a menudo por aquí! —Y soltó una alegre carcajada. Luego miró algo a mi espalda y su risa se congeló.
—Buenos días —dijo una voz familiar en tono suave. ¡Mi salvadora del bosque! Me volví. Quería darle las gracias de inmediato, pero algo en su mirada tímida me detuvo.
—Marie —dijo Garnier—. Por favor, siéntate con nosotros. Jean-Jacques Rieux, esta es mi esposa Marie. Estaba descansando cuando llegaste ayer.
Me puse en pie y me incliné ligeramente. Marie me devolvió el saludo y fue a sentarse junto a su marido. Era una mujer delicada, de cabello rubio rizado recogido detrás de modo que le caía por los hombros de una forma que yo no había visto en otras mujeres. Era más una niña que una mujer; debía de tener unos dieciocho años. Observé a Louis Garnier; podía haber sido su padre.
—Sus padres murieron asesinados cuando ella era una niña —dijo Garnier—. Eran parientes lejanos míos y cuidé de Marie al faltar ellos.
—Mi marido es un hombre generoso —declaró Marie.
Garnier le dirigió una rápida ojeada y luego volvió a mirar su plato. Marie tomó una copa con sus manos de niña y bebió el agua con lentitud.
—¿Cuánto tiempo piensas pasar con nosotros? —me preguntó Garnier.
—Toda la semana, si no hay inconveniente por parte suya ni de madame Garnier —contesté—. Quisiera alejarme del mundo por algún tiempo.
Marie jugueteaba con el anillo en forma de corazón que llevaba en el dedo meñique. No nos miraba, pero me pareció que la conversación le producía un intenso interés.
—No hay el menor inconveniente —dijo Garnier con su voz alegre—. Será bueno para Marie tener cerca a alguien de su misma edad. En este lugar desierto, su única compañía éramos esos gitanos andrajosos y yo.
Marie miró a Garnier y sonrió.
—Sí, será bueno que Monsieur Rieux se quede unos días.
Alargó el brazo para acariciar la mano de su marido, pero él la apartó precipitadamente.
—Date prisa con el desayuno, querida —dijo Garnier—. Tienes que dar la clase. Yo bajaré hoy al pueblo, pero cuando vuelva quiero oírte leer.
—Ya he acabado —dijo Marie. No había probado bocado—. ¿Me disculpará?
Asentí y Marie salió en silencio de la habitación.
—Una muchacha preocupante —comentó de inmediato Garnier.
—¿Por qué?
—¿No lo has visto? —dijo—. Lleva la marca de la bestia.
—Me temo que no le entiendo. —No había visto ninguna marca de nacimiento en su piel ni ningún signo diabólico.
—Sus padres murieron en este bosque sin Dios —dijo él—, a manos de un hombre lobo. Marie estuvo también a punto de morir. Fue mordida por la bestia.
—¿Me está diciendo que un hombre lobo mató a los padres de su esposa?
Garnier se levantó de la mesa.
—Sí, esas cosas pasan en estos bosques. Esta misma semana hemos condenado a un hombre por crímenes cometidos cuando se transformaba en lobo. Precisamente bajo a la ciudad para presenciar su ejecución.
Yo había oído historias de hombres lobo, pero siempre las había considerado meras patrañas…, una manera de sembrar dudas sobre la reputación de un hombre.
—Vivimos tiempos de prueba —dijo Garnier, alzando la voz—. La plaga devastó nuestra aldea hace diez años. Intentamos reconstruirla y hemos sido testigos de una degradación de carácter moral que es preciso detener. ¡El hombre que vamos a colgar violó y mató a una joven! Una soga expulsará al diablo de su interior y quebrará el espinazo de la bestia.
—¿Qué tiene eso que ver con su esposa, señor?
—Mi esposa es una muchacha emotiva…, sensual. Debe mantenerse en guardia, para no dar rienda suelta a la bestia que lleva en su interior. —Miró por la ventana, en dirección al bosque—. Me casé con ella porque nadie más lo habría hecho.
Me quedé mirándole, incapaz de comprender que pudiera hablar de ese modo de su propia mujer. Él suspiró y dio una palmada en la mesa.
—Ve, aprovecha el día para divertirte. Yo regresaré antes de la noche.
Cuando Garnier salió de la habitación, vi que Marie paseaba por exterior de la casa, seguida por una mujer de más edad, de cabellos negros brillantes. Hablaban entre susurros amistosos. Marie reía y tocaba a menudo a su compañera. Se inclinó a oler una rosa y entonces vio que yo la observaba. Me saludó con una reverencia, y yo correspondí con una leve inclinación de cabeza. Tal vez más tarde tendría oportunidad de hablar con ella.
Las nubes se agolparon sobre el chateau poco después de partir Garnier. Cayó un fuerte chaparrón, de modo que no me apeteció salir a cazar. Decidí, en cambio, explorar el chateau. Paseé por sus estancias durante un buen rato, admirando las molduras de madera y las pinturas. Luego me dio apetito y quise volver por el camino que había seguido antes. Pronto me di cuenta de que me había perdido. Recorrí un largo pasillo desierto, maldiciéndome a mí mismo. Primero el bosque y ahora el chateau.
Oí risas que venían de un extremo del pasillo y me dirigí a aquel lugar.
—¡Raynie, tengo frío! —Oí la voz de Marie.
Me detuve en la puerta de la habitación. Las dos mujeres me daban la espalda. En una gran chimenea de piedra ardía un fuego vivo. Cerca de él estaba sentada Marie en el suelo también de piedra pulida. Estaba desnuda y con las rodillas levantadas. Tenía los ojos cerrados y la otra mujer le frotaba la espalda con un paño húmedo. Las gotitas de agua que corrían por sus nalgas y sus pies reflejaban la luz del fuego y la intensa blancura de su piel. Permanecí inmóvil, deslumbrado por la belleza de la escena. Vi moverse el paño arriba y abajo. Con la otra mano, la anciana acariciaba el cabello de Marie.
—Esto me recuerda la época en que yo era niña —dijo Marie—. Cuando me llevabas a bañarme al río. ¿Te acuerdas?
La anciana asintió. Luego se inclinó un poco más. Su mano pasó por encima del hombro de Marie hasta que el paño y sus dedos se curvaron sobre el pequeño pecho de la muchacha.
Tragué saliva. La boca de Marie se había abierto ligeramente. En sus facciones se reflejaba un placer tan visible que casi me sentí enfermo al verla. Garnier tenía razón. El fuego iluminaba su expresión lasciva: era una criatura sensual.
La mano de la mujer volvió a moverse. Marie soltó una risita.
—¡Me haces cosquillas!
Me quedé mirando fijamente a Marie. Era sencillamente una muchacha que disfrutaba de las inocentes caricias de su criada.
Me alejé de ellas y me recosté en la pared. ¡Era yo el lascivo, yo quien había querido ver lo que no era, yo quien había espiado a la esposa de otro hombre mientras se bañaba!
—No puedo soportar la frialdad de Louis —susurró Marie—. Está convencido de que soy una especie de monstruo.
—Chitón, niña, tú no eres ningún monstruo.
—Quiero que me toque, que me ame. ¿Está eso mal? —Su voz temblaba—. Recuerdo cuando tus gentes venían a visitarnos una vez al año. —Su voz era de nuevo feliz—. ¡Cómo bailábamos! Cada persona me cogía en sus brazos por unos momentos, girando sin parar, y me enviaba hacia la siguiente. Siento mucho que Louis les haya prohibido venir nunca más a estas tierras.
—Iremos muy pronto a hacerles una visita, a escondidas —dijo Raynie—. Precisamente acaban de llegar, ¿no te lo había dicho?
La voz de Raynie, cálida y afectuosa, calmó por completo la desolación de su ama.
Me alejé apresuradamente de las mujeres, pasillo adelante, bajé unas escaleras y de alguna forma encontré el camino de vuelta a mi habitación.
Garnier regresó tarde a casa. Cenamos los dos solos. Me sentí a un tiempo decepcionado y aliviado de que Marie no nos acompañara.
—Gritaba pidiendo clemencia —me contó Garnier del ahorcado—. Le replicamos que la pidiese a Dios Todopoderoso.
—Dígame —le pedí, mientras observaba el reflejo de las velas en la superficie de mi copa—, ¿cómo supieron que ese individuo era un hombre lobo?
—Confesó.
—Muy conveniente.
—Facilita las cosas, sí. —Se sirvió una pata de faisán y empezó a separar la carne—. En una ocasión capturamos a un hombre lobo en su forma de lobo. Alguien le disparó y de inmediato se convirtió de nuevo en hombre. Una herida les hace transformarse a veces, pero la muerte siempre les convierte en lo que realmente son: hombres que se han extraviado. —Comimos en silencio durante varios minutos. Luego Garnier añadió—: Debo pedirte disculpas; quiero oír recitar a Marie sus oraciones. Mañana iremos de caza.
—Sí, lo estoy deseando.
Me senté en la sombra a paladear mi vino. Ahuyenté la visión del ahorcado y me entretuve en recordar a Marie junto al fuego. ¿Cómo pudo ver Garnier la marca de la bestia en ella? ¡Parecía tan inocente! Apenas una niña.
De repente oí gritos, y un instante después, sollozos ahogados. Raynie cruzó apresuradamente el comedor. La seguí a lo largo de un pasillo; se detuvo junto a una puerta cerrada, con la cabeza entre las manos. Los gritos de Garnier aumentaron de volumen y Raynie levantó la vista para mirarme.
—¿La está maltratando? —le pregunté.
—¿Quiere decir si le pega? No, no la toca. —Se me aproximó con repentina familiaridad. Yo di un paso atrás—. Nunca la toca. Pretende no sentir deseo, pero varias veces a la semana sale en busca de putas. Cuando vuelve, está más brutal que nunca porque no han conseguido satisfacerlo. —Su mirada se hizo más intensa—. Usted la ha visto. ¡Sabe que la única bestia que hay en ella es la que ese hombre acabará por despertar algún día!
Retrocedí hasta apoyarme en la pared. ¿Sabía esa mujer que las había estado espiando? ¿Sabía que yo había visto desnuda a su ama? Me sentí confuso y avergonzado.
—La hostiga como solo un monstruo lo haría —dijo ella.
La puerta se abrió de par en par. Raynie desapareció detrás de una esquina. Garnier pasó a mi lado, caminando a grandes zancadas. Cuando dejó de oírse el eco de sus pasos entré en la habitación. Marie estaba junto al fuego. Al principio creí que se había tendido junto a las llamas, acurrucada como un gato en busca de calor. Luego me di cuenta de que lloraba. Me arrodillé a su lado. Sin mirarme, se arrimó un poco. Yo alargué el brazo hasta tocarla.
Entonces entró Raynie. Retiré mi mano tendida y me aparté, mientras ella tomaba a Marie en sus brazos. Precipitadamente salí de la habitación y bajé las escaleras. Tendido en mi cama, incapaz de conciliar el sueño, me pregunté de qué modo podría ayudar a madame Garnier.
A la mañana siguiente, cuando bajé de mi aposento, Gartner estaba afuera, en la parte trasera del chateau, examinando sus rosas.
—Buenos días —me saludó mientras me acercaba cruzando el césped—. ¿Has desayunado? Debo disculparme por lo que sucedió anoche. Me temo que Marie no es una muchacha muy obediente, pero no debí reñirle teniendo un invitado en casa. La culpa la tiene esa vieja gitana —se inclinó ligeramente y arrancó un capullo de rosa—. No tiene exactamente el matiz adecuado de rojo —explicó, y tiró al suelo el capullo—. De modo que he devuelto a esa mujer a los gitanos. Se ha marchado esta mañana, antes de que Marie despertara. He pensado que sería la forma más fácil de hacerlo.
Un grito interrumpió nuestra conversación. El grito se convirtió en llanto inconsolable.
—Discúlpame —dijo Garnier—. Mi esposa ha despertado y se ha dado cuenta de la ausencia de su criada.
Caminó hacia el chateau. Yo recogí el capullo de rosa que él había desechado y me lo guardé en el bolsillo. Esperé varios minutos para ver si volvía mi anfitrión. Deseaba desesperadamente correr al interior del edificio y averiguar si Marie se encontraba bien; pero, en lugar de hacerlo, me puse a escuchar los ruidos del bosque que me rodeaba. Las voces de los pájaros e insectos parecían fundirse en una especie de canto tranquilizador. Me di cuenta de que esa melodía animal era acompañada por las notas vibrantes de un clavicordio. Seguí aquella música alrededor del perímetro del chateau hasta la puerta principal. Desde allí subí las escaleras y seguí el pasillo hasta llegar a la habitación en la que Marie y Garnier habían discutido la noche anterior. Ahora Garnier estaba sentado en un sillón cerca del fuego, con una curiosa sonrisa en los labios. Marie tocaba el clavicordio junto a la ventana. Miraba al frente sin expresión, pero me pareció presa de un sufrimiento intenso. A cada nota brotaba de sus ojos una lágrima que le recorría las mejillas y caía sobre el instrumento; por un momento me pareció que eran las lágrimas, y no sus dedos, lo que arrancaba las notas que estábamos escuchando.
—¿No es hermoso? —preguntó Garnier—. Por favor, siéntate con nosotros.
A regañadientes me senté en una silla junto a la puerta. Mientras observaba a Marie y escuchaba cada nueva nota metálica recordé mi primera noche en el bosque y el aullido del lobo solitario llamando al cielo vacío. Deseaba tomar a Marie en mis brazos, acariciar su hermoso cabello y mitigar su dolor. Tenía que intervenir de alguna manera; no podía seguir allí por más tiempo, presenciando la crueldad con que se trataba a un ser inocente. Me puse en pie.
—Basta ya, Marie —dijo Garnier con brusquedad—. Ha sido muy bonito —su tono era conciliador—. Rieux y yo saldremos ahora a cazar. ¿Cenarás con nosotros después?
—Por supuesto —dijo Marie. Sonreía, sus lágrimas habían desaparecido—. Que lo pasen bien.
—Vamos, muchacho —me dijo Garnier.
Yo miré atentamente a Marie; seguía sonriente. Tal vez las lágrimas no fueran más que imaginación mía.
A mediodía habíamos cobrado varias codornices y faisanes. Nos detuvimos junto a un arroyo a comer el pan y el queso que habíamos llevado. Garnier se mostraba amable, pero yo encontraba cada vez más difícil disimular mi penosa impresión por el trato que daba a su mujer.
—Crees que soy cruel —dijo inesperadamente—. Bueno, no entiendes a las mujeres. —Rio—. O quizá sí. No te has casado nunca, ¿verdad?
Sacudí negativamente la cabeza.
—Marie… Hay cosas que aún no sabes sobre ella. De qué manera conmueve a la gente. —Partió un pedazo de pan de la hogaza—. Eres el hijo de mi amigo, de manera que es mi deber prevenirte. He observado que está encaprichada contigo. No te quedes a solas con ella, intentará seducirte.
—¡Monsieur Garnier! —grité—. Es su esposa. ¿Es necesario que hable de ella de ese modo? ¿Cree usted que yo me permitiría a mí mismo ser seducido? —Me puse en pie y empecé a caminar por la orilla arenosa del arroyo—. Tal vez he venido en un mal momento. Me marcharé mañana.
—Mi amigo Rieux se disgustará si te vas con esa mala impresión de mí —dijo Garnier—. Me gustaría que te quedaras un poco más.
No me atrevía a ofender al amigo de mi padre aunque estaba seguro de que a mi padre le habrían molestado las maneras de Garnier. Suspiré.
—Me quedaré un día y una noche más, pero después tengo realmente que regresar a casa —dije—. ¿Seguimos ahora nuestro camino?
Permanecimos en el bosque hasta mediada la tarde y regresamos al chateau, sofocados y fatigados por la excursión. Dejamos nuestros morrales en las cocinas y luego cada cual fue a su cuarto a descansar. Me tendí en la fría oscuridad de mi habitación y deseé poder encontrar algún argumento que hiciera cambiar a Garnier de actitud con respecto a Marie. Tal vez fuera él quien tenía razón, pensé mientras mis ojos se cerraban. Tal vez yo me había sentido sencillamente cautivado por una muchacha que estaba intentando seducirme. No, me di la vuelta y quedé tendido boca abajo: Marie se limitaba a intentar salvarse de un hombre que no la amaba.
Me sumergí en el sueño. Soñé que Marie entraba en mi habitación y ponía en las mías su manita. Besé el delicado anillo en forma de corazón de su dedo meñique.
—Tú puedes salvarme —susurró. Estaba tendida en la cama a mi lado, desnuda a excepción de un velo transparente que le envolvía todo el cuerpo.
—Sálvame —susurraba.
La estreché en mis brazos.
Garnier me despertó sacudiéndome por el hombro. Me incorporé sobresaltado y miré a mi alrededor. Marie no estaba allí. Suspiré, tranquilizado.
—Un hombre ha muerto despedazado en las afueras del pueblo —dijo Garnier—. Están seguros de que el culpable ha sido un hombre lobo. Vamos a cazarlo.
Me apresuré a bajar con Garnier. Afuera era casi de noche y varios hombres nos esperaban sosteniendo antorchas en alto. ¿Anochecía ya? Al parecer había estado durmiendo varias horas.
—Nos distribuiremos por parejas —ordenó Garnier—. Tirad a matar.
Me volví a mirar la casa cuando emprendimos la marcha hacia el bosque. Marie estaba en la sala de música, mirando hacia donde nos encontrábamos nosotros. Sentí de nuevo su mano en mi brazo y oí su ruego: «Sálvame». Entré. Entré en el bosque, siguiendo la luz de la antorcha de Garnier.
Los hombres hablaban en voz alta. El rostro de Garnier estaba iluminado por la excitación de la aventura o tal vez por el deseo de matar. Recordé demasiado bien las horas que yo había pasado errando solo por ese bosque. No esperaba encontrar un lobo, un hombre lobo ni nada semejante. A medida que nos fuimos adentrando en la espesura nos distribuimos por parejas. Garnier y yo caminábamos en silencio. En una ocasión oí el aullido muy lejano de un lobo. Una lechuza nos llamó cuando pasábamos debajo de ella. Salió la luna llena y nosotros seguimos caminando.
De súbito, cuando el bosque se había sumido en completo silencio, cuando lo único que podía oír era la respiración de mi acompañante, algo enorme y negro saltó desde las sombras, aullando, y dio con Garnier en tierra. Garnier gritó; oí el crujido de un hueso, parecido al del muslo de un pollo al quebrarse, al hincar la bestia sus mandíbulas en el brazo de Garnier. Salté sobre el animal y forcejeé para obligarlo a soltar su presa. Me rechazó con facilidad, pero el esfuerzo le obligó a soltar a Garnier. Entonces se revolvió contra mí. Su aliento olía a sangre. Garnier se arrastraba en busca de su mosquete. Con su cabezota negra, la bestia me acorraló contra un árbol. Luego atacó de nuevo con furia a Garnier. Vi relampaguear la luz de la luna sobre el acero de un cuchillo. El animal lanzó un gemido agónico y desapareció en la oscuridad.
Me arrodillé en el suelo junto a Garnier.
—¿Está herido? —pregunté. Seguía oliendo a sangre.
—Sí, tengo el brazo roto. ¡Pero he conseguido un trofeo! —Y alzó en la oscuridad algo que no llegué a ver bien—. Corté un pedazo de la garra de ese diablo.
Dejó caer el despojo en su morral.
—Le llevaré de vuelta al chateau —dije—. ¿Hay alguien allí que pueda curar sus heridas?
—Sí —contestó, respirando con dificultad.
Recogí la antorcha humeante, los mosquetes y los morrales.
—Vamos. Apóyese en mí —dije.
El viaje de regreso al chateau fue muy largo. Garnier apenas conseguía estar atento a la dirección correcta para no perdernos. No encontramos a los demás hombres aunque en varias ocasiones oímos disparos en la lejanía. Cada ruido del bosque era ahora un sobresalto para mí, pensando que la bestia podía volver a atacarnos. Deseaba tener a mi alcance la mano de Marie para guiarme.
Finalmente llegamos al césped iluminado por la luna que rodeaba el chateau. Garnier se desvaneció. Yo corrí a la casa y desperté a los criados. Al cabo de pocos minutos trasladaron al amo a sus habitaciones y le vendaron las heridas. Yo recogí los morrales y los mosquetes y los llevé dentro.
El olor a sangre de mis ropas me daba náuseas, de modo que subí a mi dormitorio en busca de ropa limpia. Dejé las prendas manchadas en un rincón y me puse otras nuevas. Luego me senté en la cama para echar un vistazo a la garra cortada del monstruo que nos había atacado.
Incliné el morral hacia la luz. En un charco de sangre negra había, no la garra de ninguna bestia desconocida sino dos dedos de una mano humana. Dejé caer el morral al suelo y rápidamente me aparté de aquel objeto. Dos dedos pequeños: y en uno de ellos, un delicado anillo en forma de corazón.
Sentí vértigo. «Sálvame», me había suplicado en sueños. «La única bestia que hay en ella es la que ese hombre acabará por despertar algún día», había dicho Raynie.
Recogí el morral y salí de la habitación. Subí las escaleras sin hacer ruido y recorrí el pasillo hasta llegar de nuevo a la habitación de Marie. La encontré tendida en la cama, con los ojos cerrados y la faz cenicienta. La mano izquierda estaba envuelta en vendas. Raynie velaba a su lado.
Tendí el morral a Raynie. Se acercó y miró lo que había en el interior. Sacudió la cabeza.
—Ella no sabe lo que ha ocurrido —dijo Raynie—. Nunca había sucedido, pero yo temía algo así. Por eso he vuelto.
—No la creo —dije—. Garnier dijo que un hombre había sido despedazado horas antes por un hombre lobo.
—No fue ella —protestó Raynie—. ¡Ha sido empujada a esta situación! Él se casó con ella y luego no la amó. Ha sido cruel.
—Él ha estado en lo cierto todo el tiempo —repliqué yo—. Ella lleva la marca de la bestia.
—¡Y la bestia es Monsieur Garnier! —gritó ella. Marie gimió; Raynie corrió a su lado y le acarició el brazo—. No debe contar esto a nadie —me dijo—. La matarán. ¡Primero la torturarán, y luego le darán muerte! ¡Por favor, no se lo diga a nadie!
—Garnier lo descubrirá —dije—. Verá el anillo. ¡Verá su mano!
—Raynie… —murmuró Marie—. ¡Me duele!
—Lo sé, niña —contestó—. ¡Chitón! —Se apartó de la joven y tomó mi brazo—. Tiene muchos dolores. Debo volver a la caravana y buscar medicinas para ella. ¿Se quedará usted a su lado?
Oí de nuevo los rugidos de la bestia, olí de nuevo la sangre. Miré a Marie. ¿Cómo podían ser una sola cosa y la misma?
—Me quedaré —dije.
Raynie volvió al lado de Marie y se inclinó hacia ella.
—Monsieur Rieux se quedará contigo mientras yo estoy fuera. Volveré antes de que amanezca.
Besó a la niña en la frente y se marchó. Me senté en una silla al lado de la cama.
Marie, con los ojos cerrados, alargó un brazo hacia mí. Sus dedos se cerraron sobre los míos.
—Sálvame —dijo—. Por favor.
—Descansa —contesté—. Estás a salvo.
La vela se consumía lentamente, la luna brillaba en el cielo y yo esperaba a Raynie con la mano de Marie entre las mías. Ya muy avanzada la noche me dormí. Desperté y vi a Garnier inclinado sobre el morral. Tenía el brazo derecho vendado y en cabestrillo. Me dirigió una mirada de autosatisfacción.
—Fue Marie quien intentó matarme —dijo.
—Silencio —le dije, acercándome a él—, o la despertará. Debería estar descansando —y puse mi mano en su hombro para llevármelo de allí. Me apartó de un empujón y se acercó más a la cama. Me coloqué delante de él.
—Esto no te incumbe —dijo.
—Usted ha conseguido que me incumba —repliqué.
—Mañana informaré al concejo —dijo—. Será ejecutada.
—Y eso no le afecta ¿verdad? —pregunté.
—No —dijo, mirándome con fijeza—. Ella ha turbado mis sueños con sus deseos lascivos y mis horas de vigilia con sus miradas lujuriosas. Mejor habría sido que muriera en el bosque con sus padres. Todo sería más fácil.
—¿Más fácil para quién? Ella solo quería su cariño —dije—. ¡Es usted su esposo!
—Morirá por lo que ha hecho.
Se dio la vuelta y salió de la habitación. Yo corrí detrás de él.
—Garnier —le llamé—, deténgase, por favor. —Le alcancé en lo alto de la escalera—. No debe hacerlo. ¿No siente nada por ella?
—Siento sus dientes en mi brazo —dijo Garnier—. Déjame de una vez.
Se volvió. Yo le agarré el brazo. Al tirar para soltarse, perdió el equilibrio. Intenté sostenerle, pero cayó rodando por las escaleras. Segundos más tarde yacía en el suelo de la planta baja, con la cabeza torcida y los brazos formando ángulos extraños. Corrí a socorrerle. Cuando me arrodillaba a su lado, emitió un débil suspiro y luego quedó inmóvil.
—¿Louis?
Miré arriba. Marie estaba en lo alto de la escalera. Subí a toda prisa y la rodeé con mis brazos.
—No mires —dije—. Ha sido un accidente.
—¿Está muerto? —preguntó.
—Sí. —Se reclinó en mi pecho. Parecía una niña entre mis brazos—. Todo irá bien —dije.
Alguien dio un grito y me volví para ver qué sucedía. Al pie de la escalera estaba una de las criadas, tapándose la boca con el puño apretado al tiempo que miraba horrorizada a su amo. Yo tragué saliva. En el lugar donde había caído Garnier había ahora el enorme corpachón hirsuto de alguna bestia parecida a un lobo.
—Dios mío —susurré.
Raynie apareció a mi lado y apartó de mí a Marie.
—Al morir, todos nos convertimos en lo que realmente éramos —sentenció Raynie—. Él nunca la amó.
Marie se apoyó pesadamente en Raynie y las dos regresaron a su habitación.
—He traído algo que te aliviará el dolor —iba susurrándole Raynie.
Enterré al lobo, los dos dedos de Marie y el anillo en forma de corazón antes del amanecer. Sabía que los parientes de Garnier se precipitarían sobre Marie y el chateau tan pronto como supieran su muerte. Marie dijo que quería irse con Raynie. Yo les di mi propio caballo para que no pudieran acusarlas de robo si se llevaban uno de las cuadras de Garnier. Marie y yo nos despedimos al alba. Tomé su mano mutilada de niña en la mía, y la besé.
—Lo siento —murmuré.
Ella me apretó los dedos.
—Gracias —dijo. Soltó mi mano y las dos mujeres cabalgaron en busca de los gitanos. Fue la última vez que vi a Marie. Más tarde contamos que Monsieur Garnier había sido muerto por un hombre lobo y que el ataque le dejó ensangrentado, cubierto de heridas y desfigurado; madame Garnier había regresado con sus gentes.
Regresé a la casa de mi padre.
Meses más tarde conocí a una mujer llamada Joy y viví junto a ella días alegres y risueños, más allá de todas las consideraciones terrenales. Nos casamos y tuvimos hijos. Yo los abrazaba acariciaba sus finos cabellos rubios y les decía que eran para joyas de valor inestimable. A menudo soñé con Marie y Garnier. Despertaba bañado en un sudor helado, aterrorizado por la oscuridad y por las bestias que se movían en ella. Una noche desperté presa del terror, y conté mis pesadillas a mi mujer. Me besó y tiró de mí para levantarme de la cama.
—Baila con las bestias —me dijo—. No te dejes asustar por ellas.
Reímos y bailamos juntos a la luz de un plateado rayo de luna que se filtraba por la ventana hasta acariciar el suelo de nuestro dormitorio.
Después de aquella noche, mis pesadillas cesaron. Desde entonces, siempre que pienso en Marie, me la imagino bailando en brazos de alguien que sabe cómo abrazar a la bestia y amarla apasionadamente.