Sanders fue un buen abogado defensor. Y lo fue más allá de la muerte, si es que entonces el asesinado había dejado realmente de vivir.
Jason Sanders permaneció impasiblemente sentado, mientras los doce jurados, ocupaban nuevamente sus puestos en la sala del tribunal. Por el rabillo del ojo miró, con burlón desdén, al sudoroso individuo desplomado en la silla inmediata a la suya. El individuo en cuestión sudaba porque del fallo del Jurado dependía su vida. Y estaba sobrecogido porque era culpable. Jason Sanders rio para sus adentros. Daba por descontado que su cliente no moriría en la silla eléctrica. Ningún Jurado había dictado jamás una sentencia de muerte en media hora de reunión. Por ello experimentaba una sensación de triunfo entremezclada encantadoramente con el regocijo que le producía la ansiedad de su cliente.
Reunido junto a la puerta más próxima a los teléfonos veíase un grupo de periodistas preparados para anunciar el fallo, en cuanto se conociera, a sus periódicos. Estaban contemplando a Jason Sanders.
—Le tiene completamente sin cuidado —susurró uno de ellos.
—Demasiado sabe él cuál va a ser el fallo —dijo otro:
—A él no le importa... ya ha cobrado —aseguró, cínicamente, un tercero, cuyos ojos expresaban claramente sus disipadas costumbres.
Los jurados se dejaron caer, pesadamente, en sus asientos y en la sala reinó un profundo silencio, interrumpido tan solo por los murmullos de los periodistas. Un ujier les dirigió una amenazadora mirada y callaron todos. Todos los ojos convergieron en el presidente del Jurado.
El juez le miró con fijeza.
—¿Han llegado ustedes a un acuerdo, señores? —preguntó.
El presidente se puso en pie.
—Sí, señor juez; hemos llegado a un acuerdo.
—Puede usted entregar el fallo al escribano.
El presidente del Jurado sacó un papel doblado y se lo ofreció al escribano. Esté lo trasladó al juez, que cogió la hoja, le echó una mirada, frunció el ceño y se la devolvió.
—El acusado se pondrá en pie, mientras el escribano lee el fallo del Jurado.
El acusado se puso en pie, bañado en sudor. El escribano carraspeó y empezó a leer, con desagradable voz de bajo:
—«Nosotros, el Jurado, legalmente constituido, hallamos que el acusado, Luis Padullo, es inocente del crimen de que se le acusa».
El escribano dobló el papel y lo entregó a un ayudante. El juez alzó la mano y despidió al Jurado.
El hombre absuelto se dejó caer, sin fuerzas, en su silla. Sanders sé puso en pie, se arregló la corbata y dirigió la mirada al otro lado de la sala, hacia el fiscal Roberts, que permanecía inmóvil, con el rostro enrojecido sepultado en las manos. A su lado se hallaba sentado un joven pálido, de aspecto enfermizo, que miró a Sanders con ojos ardientes. Sanders se encogió de hombros y se alejó.
—Ya tendrá más suerte la próxima vez— le gritó a Roberts.
El fiscal se puso en pie de un brinco, llegó al lado del otro en tres zancadas y agitó un dedo ante sus ojos.
—Sanders —rugió—, quiero decirle que en todos los años que ejerzo, jamás he visto pruebas tan palpablemente falseadas, ni tantos perjuros a sueldo en un solo proceso.
—Es muy agradable pensar —murmuró Sanders con dulzura— que he podido proporcionarle un poco más de experiencia.
—¡Sanders! —gritó el fiscal—. ¡Es usted una deshonra para, la profesión!
—No soy, por lo menos, mal perdedor —contestó el otro, con frialdad.
Roberts pareció a punto de lanzar otra acusación; pero se contuvo y dijo, en voz deliberadamente pausada:
—Permítame que le diga una cosa, Sanders: Un asesino habrá al que no pueda usted salvar... ¡Aquel que le asesine a usted! Y, si no, el tiempo lo dirá.
Del rostro: de Sanders desapareció la máscara de indiferencia y miró al fiscal con interés.
—¿Es eso una, amenaza?
—No; una simple afirmación. Algún día, en alguna parte, alguien le dará a usted su merecido. Y, sea quien fuere ese alguien, usted no se hallará presente para defenderle.
Sanders miró de hito en hito a Roberts; luego se le rio en las barbas y se marchó.
—Probablemente tiene razón —murmuró para sí—; ese será un caso que yo no podré ganar.
Los periodistas le rodearon. Le fotografiaron solo. Su cliente quedó olvidado. No le disgustaba a Sanders que se publicara su retrato en los periódicos. No quedaba mal y tenía todo el aspecto que se supone ha de tener un gran abogado criminalista. Tenía cincuenta años, y los representaba, pero muchos de los periodistas jóvenes que le rodeaban hubiesen cedido la juventud a cambio de facciones tan distinguidas. Muy astuto había de ser Sanders para estar en consonancia con su cara.
—¿Tiene usted alguna declaración que hacer a la Prensa, señor Sanders?
El interpelado frunció el entrecejo y rebuscó, en su memoria una de las salidas de ingenio que tan ensayadas tenía.
—Mi distinguido contrincante, el fiscal Roberts —dijo, ligeramente— ha dado a entender, con bastante franqueza, que la Justicia, no estaba conmigo en este caso. Pueden ustedes decirles a los imbéciles que leen sus periódicos que cualquiera puede seguir adelante cuando está seguro de que tiene razón; pero que se necesita ser muy buen abogado para seguir adelante cuando se está seguro de que a uno no le asiste la razón.
Habiendo declarado eso, Jason Sanders se marchó.
Las diversas personas que le cedieron obsequiosamente el paso cuando entró en el ascensor, aguzaron el oído para distinguir qué era lo que decía entre dientes; pero no lo lograron. Seguramente se hubieran enterado de lo que se trataba si hubiesen estado cerca cuando el fiscal anunció, con calor: «Un asesino habrá al que no pueda usted salvar... ¡Aquel que le asesine a usted!» Porque fue esto lo que, repitió Jason Sanders al bajar en el ascensor.
Fuera le aguardaba el chófer, iluminado el rostro con amplia sonrisa. El chófer compartía la celebridad de su señor y consideraba personal aquel último triunfo.
—¡Gran victoria, jefe!
Sanders hizo todo lo posible por no exteriorizar el placer que le causaba aquella sincera adulación. Le molestaba darse cuenta de que profesaba bastante afecto a aquel hombre. Durante toda su vida había procurado sentir el menor aprecio posible por la menor cantidad posible de personas. Cada vez que empezaba a sentir cariño por sus semejantes, comprendía que estaba borracho y se marchaba a casa a acostarse. Sin embargo miró risueño a su servidor. Tendría que darle un día de fiesta extraordinario.
Había puesto un pie en el estribo de su coche, cuando sintió que una mano se posaba sobre su brazo, Se volvió rápidamente, con enfado.
Este se desvaneció al ver de quién se trataba. Los dedos delgados y puntiagudos que le asían el brazo eran los del joven de rostro cetrino y enfermizo que había estado sentado, durante toda la vista de la causa, al lado del fiscal.
—¡Hola, Costello! —saludó Sanders—. ¿Qué puedo hacer en tu obsequio?
Costello no contestó. Retiró la mano y se la metió en el bolsillo. Cuando volvió a sacarla, asía una pistola de un solo tiro y de fabricación extranjera. El cañoncito apuntaba al corazón de Sanders.
Con un ademán, el abogado contuvo a su chófer, que había hecho intención de adelantarse.
—¡Vamos, vamos, Costello! —dijo—, con indulgencia—. Esa no es manera, de obrar. Yo me he limitado a cumplir con mi deber con mi cliente. Tú dices que mató a tu hermana. El Jurado acaba de decir que no la mató. Por lo tanto guárdate esa pistola, de juguete y dame la mano.
Los labios de Costello temblaron, levemente, al tender a Sanders la mano. Luego le pegó un tiro en pleno corazón.
* * *
Tendido, solo, en aquel cuarto desconocido, Sanders se sentía invadido por el pánico. Ignoraba el tiempo que llevaba allí. Habíase despertado hacía unos momentos e intentó incorporarse, sin lograrlo. Al principio, no le preocupó gran cosa. Sin duda estaría aún algo aturdido por el sueño. Dentro de pocos instantes recobraría el uso de sus músculos y podría levantarse.
Pero los segundos se convirtieron en minutos y Sanders perdió, rápidamente, la confianza. Era evidente que le ocurría algo muy extraño, Nunca se había sentido como en aquel momento. Tenía la cabeza completamente despejada. Ello no obstante, su cuerpo seguía entumecido y los músculos no respondían a sus órdenes.
Llevaba mucho rato con la vista clavada en un punto del techo antes de darse cuenta de que solo podía mirar hacia aquel punto. Por más que hizo, le resultó imposible cambiar el foco de su, mirada. Ni siquiera podía parpadear. Veíase obligado a permanecer tendido allí, con la vista fija en el mismo punto del techo.
Luego, tras unos cuantos segundos de fútil rabia, Sanders se dominó. Empezó a pensar, a recordar todo lo pasado.
Un fogonazo cegador. Un rostro cetrino y enfermizo. «Conque guárdate ese juguete»... «Me he limitado a cumplir con mi deber»... «¡Vamos, vamos, Costello»!
¡Le habían pegado un tiro! Aquel idiota de Costello disparó su pistola. Sanders se hubiera echado a reír, solo que sus músculos faciales se negaban a obedecerle. No experimentaba la menor ira contra Costello. Careciendo por completo de todo sentido de justicia, no tenía razón alguna para guardar rencor.
Se olvidó inmediatamente de Costello y pensó solo en su desconcertante estado actual. Evidentemente, la bala de la pistolita de Costello le alcanzó en algún punto vital del sistema nervioso, dejándole paralizado. La desesperación se apoderó de él. ¿Seguiría siempre así, convertido en un paralítico? Tal vez, no. Quizá solo estuviera paralizado de momento. Pero era preciso saber enseguida la verdad.
Tendría que haber algún médico o alguna enfermera por allí cerca, pues aquel cuarto extraño debía ser el de un hospital. Por ello decidió llamar.
Pero sus labios no se movieron. La lengua yacía inmóvil en la boca. Volvió a enfurecerse. ¿Cómo iba a avisar que, había recobrado el conocimiento? ¿Por qué no había alguien por allí para cuidarle? ¡Valiente hospital! ¿No tendrían los médicos y enfermeras el sentido común suficiente para no dejar solo a un hombre que se hallaba en tan crítica situación?
Intentó, repetidas veces, lanzar un grito pidiendo auxilio. ¡Si pudiera mover los labios un poquito siquiera!... Pero estaban entumecidos, como muertos, incapaces de todo movimiento. No le quedaba más remedio que esperar.
No tuvo que aguardar mucho rato. Se oyó rumor de pasos en el corredor y un murmullo de voces. Seguramente se trataría de un médico y de una enfermera, decidió Sanders. Durante unos instantes, sufrió unas angustias terribles, temiendo que pasaran de largo. ¡Gracias a Dios! Iban a entrar.
Pero las dos personas que habían entrado no se acercaron a él. Cruzaron el cuarto y se, detuvieron. Sanders intentó volver la cabeza hacia, ellos; pero su cuello permaneció rígido y sus ojos se negaron a apartar la mirada de aquel punto del techo. Oyó un ruido que le era conocido. Uno de los recién llegados estaba marcando un número en el teléfono:
—¡Oiga! —dijo una voz—. El doctor Asman al habla. Hemos acabado ya y pueden ustedes pasar a recoger el cadáver cuando quieran. Está en la sala general de recepción; es el tercer cadáver, contando por la izquierda (una pausa). Bien. Si no estuviera yo, estaría Gowans... probablemente estaremos los dos.
Se oyó el ruido del auricular al ser colgado.
Sanders estaba intrigado. Conocía muy bien al doctor Asman.
Era el superintendente del depósito judicial de cadáveres de la población.
—¿No debiéramos cerrarle los ojos? —inquirió una voz.
Sanders conocía aquella voz también. Erala del joven Gowans, ayudante de Asman.
Image
—Lo mismo da —respondió Asman—, el empresario de pompas fúnebres se encargará de eso cuando venga.
—Pero —insistió Gowans—, pudiera haber sobrevenido el rigor mortis para entonces.
—No lo creo. Solo lleva aquí dos horas. El de las pompas fúnebres llegará antes de una hora. Hay tiempo de sobra.
—Es posible; pero Sanders había estado trabajando mucho todo el día. Cuando un hombre, a fuerza de palabras, convence a un jurado de que no debe condenar a muerte a un canalla como Padullo, emplea muchas energías. Y semejante envenenamiento hará que sobrevenga, el rigor mortis más aprisa de lo corriente.
—Bueno; echémosle una mirada.
Los dos hombres se acercaron.
Sanders estaba aturdido. No se encontraba en el hospital: se hallaba en el depósito de cadáveres. Y... ¡aquellos hombres le creían muerto!
¿El muerto? ¿Él... Sanders? ¡Imposible! Era preciso que les demostrara que estaba vico. Cualquier cosa bastaría el menor parpadeo, un estremecimiento de los dedos, cualquier cosa. Aterrado, puso en juego toda su voluntad para hacer algún movimiento. Intentó formar palabras con los labios, doblar los dedos... pero todo le resultaba imposible. Era como si hubiera olvidado la manera de moverse.
Se imaginó a sí mismo tendido allí, desnudo, naturalmente. ¡Había estado en el depósito tantas veces contemplando con indiferencia, los blancos cuerpos de las víctimas de los, asesinos que le habían pagado por defenderles...! Aquel pensamiento, a pesar de ser horroroso, le animaba, hasta cierto punto. Cualquier movimiento que hiciese podría ser observado.
Probó otra vez. Esta vez movería los dedos de los pies, no era pedir demasiado eso de mover los dedos. Sin embargo, no se movieren. Sanders luchó entonces, no para convencer a Asman y Gowans de que estaba vivo, sino para convencerse a sí mismo.
Los dos médicos le estaban tocando el cuerpo. No podía sentir el contacto de sus manos; pero veía algunos de sus movimientos cuando entraban dentro de su radio visual. Asman, le dio unos golpes en la barbilla.
—¿Ve usted con qué facilidad se le cierra la boca? Fíjese en esto.
Y cuando le volvieron la cabeza la mirada de Sanders barrió el techo y fue a, descansar sobré una figura, envuelta en un sudario, que estaba cerca de él. Le era posible ver otro objeto blanco más allá. «El tercero por la izquierda». Ese era él. Se imaginó a sí mismo cómo debía encontrarse, tendido allí, formando parte de una hilera de cadáveres. ¿Uno de los cadáveres? Sanders estaba dando ya esto por sentado.
—Confieso que está en bastantes buenas condiciones ahora; pero, aguarde usted a que transcurran unos minutos y verá. Lo he visto ocurrir con demasiada frecuencia. Cuando una persona está agotada mental y físicamente como lo estaba. Sanders cuando le mataron, el rigor ha de venir aprisa... y violentamente.
—Pero no tan aprisa. El de las pompas fúnebres llegará a tiempo. El asesino debiera estar encantado con este trabajo. Es muy limpio. ¿Ha visto usted alguna vez un agujero más bien hecho? Le atraviesa el corazón de parte a parte. Sanders estaba muerto antes de tocar el suelo.
—Sí; su rostro aun refleja la sorpresa.
—A pesar de ello, su semblante sigue revelando inteligencia. Tenía un cerebro maravilloso... Fuerte, dotado, de: gran voluntad.
—Sí —asintió Gowans—; pero de nada le sirve ya. No volverá a conseguir que absuelvan a un, asesino. Ya no engañará a más jurados.
Asman exhaló un suspiro.
—Costello mató al único abogado de la ciudad que hubiera podido salvarle. Tengo entendido que Guillermo Williams se encarga de su defensa. Guillermo es un muchacho muy inteligente, sin duda alguna; pero no es un Jason Sanders.
—Me temo que no. Me gustaría que Costello se librara. Si es cierto lo que dicen los periódicos, no mató a Sanders porque hubiera logrado la absolución de Padullo, sino por el barro que echó sobre su hermana durante el juicio.
—Eso es cesa del oficio. De la única manera que Sanders podía tener esperanzas de salvar a Padullo era consiguiendo que el jurado no sintiera la menor simpatía por la muchacha. Cuando se convencieron de que ella era diez veces peor que el hombre que la había asesinado, no sintieron él menor rencor contra él.
—Pero... ¿lo era en realidad?
—Casi puede asegurarse que no. Costello dice que todas las pruebas presentadas contra su hermana eran falsas. El adoraba a la muchacha y la consideraba un ángel. Por ello mató a Sanders.
—Y, ahora, lo pagará en la silla eléctrica.
—Supongo que sí. Sin embargo, si Guillermo Williams puede demostrar que los testigos de Sanders declararon falsamente para echar por tierra el buen nombre de la muchacha, no habrá jurado en el mundo que condene a ese joven.
—Pero... ¿cómo va a hacerlo? Sanders no tenía nada de tonto. No era de los que dejan cabos sueltos para que pueda encontrarlos el Tribunal de Honor de los Abogados. Antes había hecho esas combinaciones un centenar de veces. Me dijo en cierta ocasión que se puede decir que un asesino tiene ya un pie en la calle cuando es posible demostrar que no era peor que su víctima. Dijo que esa era la primera cosa que intentaba hacer él.
—Esas palabras no dejan de tener mucho de verdad —concedió Asman—. Tomemos este caso, por ejemplo. ¿Sabe usted lo que haría Sanders si estuviese defendiendo a Costello? Presentaría la mar de testigos para convencer al jurado de que él, Sanders, merecía que lo matasen. Demostraría que él había aleccionado a todos los testigos que comparecieron en el juicio de Padullo, para que asintiesen al declarar. Debe de haber alguien en alguna parte que pueda contar toda la verdad; pero solo Sanders sabe dónde está.
—Ya —asintió. Gowans, riendo—; pero no puede usted esperar que Sanders consiga la absolución de su propio asesino.
—No; eso es demasiado, hasta para Sanders. Bueno, salgamos de aquí. Tenemos mucho qué hacer.
Asman fue el primero en salir. Gowans, antes de marcharse, se acercó, cautelosamente, a Sanders. Bruscamente este dejó de ver: Gowans le había cerrado los ojos. Luego ambos hombres se marcharon.
* * *
Sanders no hizo el menor esfuerzo por llamarles. Comprendió la futileza de ello. Estaba muerto. Siendo realista, no podía alimentar esperanza alguna ya. Solo podía seguir tendido y pensar.
Todos sus pensamientos tomaron una orientación nueva. Durante su vida sus pensamientos se habían concentrado, excesivamente, en sí mismo. El egoísmo absoluto, he ahí su doctrina. Sí, inadvertidamente, cometía un acto que no fuera de egoísmo, sentía remordimientos y la conciencia se lo reprochaba. Era una debilidad inexcusable. Los últimos años de su existencia los vivió basándose en esta ética.
Pero Jason Sanders estaba muerto ya. Ya no podía conspirar ni ir con astucias que le permitieran satisfacer sus ambiciones. Estas se le antojaban ahora mezquinas y sin importancia. Le resultaba imposible pensar en Jason Sanders más que en tercera persona, objetiva impersonalmente. Él no era ya para sí más que una de las muchas caras conocidas que acudían a su memoria.
De dichas caras solo una se destacaba claramente, en relieve: la cara cetrina del joven Costello. Y experimentaba la tentación de pensar bondadosamente en Costello, de compadecerse de él. El muchacho fue un idiota. Había cometido el crimen abiertamente, en presencia de mucha gente. Había matado para vengar un agravio y, por ello, le matarían.
Los dos médicos razonaron bien. A pesar de su talento, Guillermo Williams no podía abrigar la esperanza de desarrollar la madeja, de perjuicios que acabaron con el buen nombre de María Costello. Era cierto que existía un testigo clave que podía demostrar, contundentemente, el perjuicio, pero solo él, Sanders, conocía su nombre y sabía dónde encontrarle. Si se le llevaba a declarar, el mundo sabría hasta qué punto inexcusable llegó Sanders para salvar a su cliente. Las pocas simpatías que pudiera tener se desvanecerían... Pero solo Sanders podía dar con aquel testigo. Y Sanders estaba muerto.
Y recordó las palabras del fiscal Roberts: «Un asesino habrá, al que no pueda usted salvar... ¡Aquel que le asesine a usted!» Y Jason Sanders hubiera sacrificado, de buena gana, todos sus triunfos por conseguir la absolución de Costello, su asesino.
Eso, reflexionó, con amargura, resultaría muy fácil de conseguir si estuviera vivo. Pero yacía, aherrojado por la muerte para usar lo que sabía. De una manera mecánica preparó el plan de defensa. Reunió los datos, formuló sus preguntas, citó a testigos de los cuales solo él podía disponer. Por fin, la horrible ironía de la situación pesó insoportablemente sobre él y le hizo abandonar sus inútiles planes.
Image
¡Si al menos pudiese de una forma u otra comunicar con Guillermo Williams y citarle unos cuantos nombres y direcciones...! Con esa información, la defensa, se desarrollaría por sí sola, y Williams saldría victorioso. El teléfono estaba cerca. Sí, por lo menos...
De pronto algo ocurrió, rápidamente y sin previo aviso. Sanders estaba completamente desprevenido. Pareció como si las cadenas que le sujetaban se hubiesen hecho añicos. Saltó de la losa, se puso en pie, tambaleándose. Dos ojos se le abrieron violentamente y miraron al teléfono que colgaba de la pared. Sin vacilar un momento, se echó hacia adelante y asió el micrófono del aparato. Impulsado por una idea fija, arrancó el auricular de su gancho y empezó a marcar un número.
* * *
El doctor Asman miró perplejo a Guillermo Williams.
—Estoy seguro de que está usted equivocado. Gowans y yo hemos estado junto a este teléfono durante los tres últimos cuartos de hora. Le aseguro que no lo hemos tocado para nada. Y nadie más que nosotros ha estado en este despacho.
Williams se encogió de hombros.
—Le digo a usted que hice localizar la procedencia de la llamada. Quien quiera que fuese la persona que llamara, se dejó el auricular descolgado. La central me dijo que la llamada procedía del depósito de cadáveres.
Asman y Gowans le dirigieron una extraña mirada.
—Al fin y al cabo, ¿era tan importante eso de la llamada?
—Aún no lo sé. Quien quiera que fuese el que me telefoneó me dio una lista de nombres y señas. Los anoté por si acaso. Acababan de solicitar mis servicios para que defendiera a Costello, y me dio el corazón que eso tenía que ver algo con el asunto.
—¿No reconoció usted la voz?
—No; en mi vida he oído una voz que ni remotamente se le pareciera.
Los tres hombres guardaron silencio, intrigados, Gowans miró, de pronto, a su jefe.
—¿Y el teléfono de la sala de recepción? —murmuró.
Le interrumpió Asman:
—No diga usted tonterías. No he perdido de vista ese cuarto desde que salimos de él. He estado al tanto por si llegaba el empresario de pompas fúnebres.
Williams pareció experimentar cierto interés.
—¿Es ese el único aparato que hay aquí, aparte del que está en este despacho?
Les doctores movieron, afirmativamente, la cabeza. Un instante después quedáronse como helados, al repercutir en el depósito de cadáveres un horrible y extraño gemido. Williams sé puso en pie de un brinco.
—¡Santo Dios! ¿Qué es eso?
Asman, y Gowans se levantaron trémulos de espanto. El gemido, que seguía sonando tan alto y tan aterradoramente como al principio emanaba de la sala de recepción.
—Sígame —ordenó Asman, saliendo del despacho.
Williams y Gowans le siguieron, temblorosos.
Los tres hombres se detuvieron a la entrada de la sala. Poco a poco se desvaneció el temor de sus ojos y en el semblante de todos apareció una sonrisa. El extraño gemido, que aún no había cesado, emanaba de auricular del teléfono. La central estaba produciendo aquel ruido para avisar que el auricular estaba descolgado.
Gowans avanzó rápidamente; luego se detuvo en seco, exhalando una exclamación. Se volvió hacia Asman y señaló lo que había en el suelo a sus pies.
—¡Mire! ¡Ya se lo decía yo! ¡Rigor mortis! Ya le dije que sería prematuro... y violento. ¿Se fija? Sanders saltó de la mesa y casi llegó al teléfono. Lo que me extraña es que...
Miró el auricular del teléfono, que seguía descolgado.
Guillermo Williams estaba mirando también el teléfono y a la doblada figura de Jason Sanders, caída en el suelo.
De pronto giró sobre los talones y se dirigió, rápidamente, al coche que le aguardaba a la puerta. Era preciso que investigara inmediatamente aquellos nombres y domicilios. Lo que se imaginaba era imposible, pero...