PAÍS RELATO

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julius long

el fantasma diurno

Friedenburg, Ohio, se levanta entre las fangosas aguas del río Miami, y una polvorienta y poco frecuentada carretera. Si de pronto resultó importante para nosotros fue porque se nos encargó de asfaltar aquella carretera.
Empezamos a trabajar un lunes por la mañana. Yo estaba observando cómo se comenzaba a preparar el asfalto cuando, de pronto, noté que alguien me tocaba en el hombro. Me volví y me hallé frente a la persona que había llamado mi atención. El asombro casi me hizo dar un salto.
Ni antes ni después me había encontrado ante una figura semejante. Tenía, por lo menos, dos metros de altura y, a pesar de su delgadez, parecía un hombre mucho mayor. Parecía no haber gozado jamás del calor del sol, y su aspecto era el de haberse pasado la vida en una húmeda bodega. Supuse que padecía alguna enfermedad, pues a ninguna otra causa podía atribuirse su cenicienta palidez.
—¿Qué desea usted? —pregunté.
—¿Es usted el ingeniero?
—Sí.
—Deseo un empleo. Mi madre está enferma. Tengo que cuidarla. ¿Tendría usted la bondad de darme trabajo?
En realidad, no necesitábamos ningún otro obrero, pero me interesó aquel pálido gigante, de inocente mirada. Llamé Juggy, mi capataz.
—¿Crees que podríamos encontrar un puesto para este hombre? —le pregunté.
Juggy le miró.
—Parece como si fuera a partirse en dos.
—Soy más fuerte que nadie —dijo el joven.
Miró a su alrededor y su vista se fijó en la mezcladora, que acababa de ser cargada con seis toneladas de gravilla. Dirigióse hacia ella e, inclinándose, hizo fuerza y, ante nuestro asombro, las ruedas se levantaron unos veinte centímetros; el joven nos miró interrogadoramente. Debíamos de demostrar bien claro nuestra admiración, pues bajó lentamente las ruedas.
—Creo que, realmente, podemos utilizar a ese hombre —dije.
Juggy estuvo de acuerdo conmigo.
—¿Cómo te llamas, «Sombra»? —preguntó.
—Karl Rand —replicó el hombre —pero en las obras todos le llamamos «Sombra».
Le pusimos a trabajar enseguida, y durante toda la mañana trabajó como un esclavo, haciendo el trabajo que hubiera requerido tres hombres.
A la hora de comer estábamos en plena carretera, a cinco kilómetros de Friedenburg, y recordé que «Sombra» no había traído nada para comer.
—Puedes comer lo mío —le dije—. Yo iré al pueblo en el auto.
—Yo nunca como —fue la asombrosa respuesta de «Sombra».
—¿Qué nunca comes?
Los trabajadores habían oído su respuesta y se agruparon, divertidos, a su alrededor. Me pareció notar que le gustaba provocar tanto interés.
—No, nunca como —repitió—. Es que yo... soy un fantasma.
Cambiamos miradas de sorpresa. Por lo visto, «Sombra» era aficionado a los problemas psíquicos. Nos encogimos de hombros.
—¿Y el fantasma de quién eres? —preguntó Juggy—. ¿El de Napoleón?
—¡Oh, no! Soy mi propio fantasma. Es que yo... estoy muerto.
—¡Ah!
Esto fue cuanto pudo replicar Juggy.
Por primera vez, aquel eterno bromista encontraba uno más fuerte que él.
—Por eso tengo tanta fuerza —siguió explicando «Sombra».
—¿Cuánto hace que estás muerto?
—Seis años. Entonces yo tenía quince.
—Explícanos cómo ocurrió la cosa. ¿Moriste de muerte natural o te mataste al intentar levantar una locomotora?
Esta pregunta la hizo Juggy, que se iba recobrando poco a poco.
—Fue en la cueva —replicó «Sombra»—. Resbalé y caí. Me abrí la cabeza. Desde entonces he sido un fantasma.
—Entonces ¿por qué andas de día, en vez de hacerlo de noche?
—Tengo que cuidar de mi madre.
«Sombra» tenía un aspecto tan sincero y patético al responder que todos dejamos de bromear. Intenté hacer que comiera algo, pero se negó en redondo. Estaba yo seguro de que aquella tarde caería sin fuerzas, pero trabajó con la misma intensidad que por la mañana y no dio muestras del menor cansancio. No sabíamos qué hacer con él. Confieso que me tenía un poco asustado. Al fin y al cabo, un loco dotado de una fuerza sobrehumana es un ser peligroso. Sin embargo, «Sombra» parecía muy dócil y completamente inofensivo.
Cuando por fin aquella noche regresamos a la pensión donde nos hospedábamos, abrumamos a preguntas a nuestro patrón. El hombre se puso muy serio y durante varios minutos nos estuvo hablando de Karl Rand.
—El muchacho empezó a contar esa historia hace unos seis años —explicó—. Como nunca había estado muy bien de la cabeza, al principio la gente no le hizo caso. Dijo que se había caído y roto la cabeza en una cueva. Más por aquí no las hay. No sé quién le metió esa idea en la cabeza. Pero desde entonces Karl se ha aferrado a ella, y sospecho que son muchos los habitantes de Friedenburg que le creen mucho más de lo que confiesan.
A la mañana siguiente, el extraño joven compareció a la hora de empezar el trabajo y se dirigió con los demás al sitio donde debía continuarse.
—¿Has comido bien? —le preguntó Juggy. «Sombra» negó con la cabeza.
—Yo nunca como nada.
Los trabajadores empezaron a creerle.
Poco después, Steve Bradshaw, el encargado de la manguera distribuidora de asfalto, se quemó la mano y lo llevé a que le viera el médico del pueblo. Después que le hubo vendado la mano, aproveché la oportunidad para hacer algunas preguntas más acerca de «Sombra».
—Karl me tiene desconcertado —declaró el médico—. Reconozco que no lo entiendo. Claro que no me deja acercar lo suficiente para poderle someter a un detenido examen, pero no hace falta examinarlo mucho para comprender que en él hay algo anormal.
—¿Quién le habrá metido en la cabeza la idea de que es su propio fantasma? —pregunté.
—No sé. Tal vez se deba a que, desde pequeño, la gente decía de él que parecía un fantasma, y todos le gastaban bromas.
—¿Ha cambiado algo en los últimos seis años?
—En absoluto. Hace seis años era tan alto como ahora. Creo que su extraordinario desarrollo tiene que ver con el trastorno de su cerebro, pero no puedo estar seguro.
Tuve que ocupar el puesto de Steve en el distribuidor de asfalto, y durante cuatro días pude observar de cerca a «Sombra». Nunca comía nada, pero se sentaba entre nosotros mientras cerníamos. Juggy no podía resistir la tentación de bromear a su costa.
—En mi pueblo había un fantasma —le dijo un día—. Mary Jenkins era una chica estupenda mientras vivió, y todos los del pueblo querían casarse con ella. Por fin, Jim Jenkins la llevó al altar y todos se murieron de celos; sobre todo Joe Garver. Casi se puso enfermo. Mary acababa de volver de las Cataratas del Niágara, cuando Joe empezó a intentar su conquista. La chica no quiso saber nada de él, y Joe se sintió muy humillado.
»Un año después de su boda, Mary se puso enferma y murió. Jim Jenkins lloró como un chiquillo. A partir de entonces ya no obró como un hombre cuerdo. Empezó a dejarse llevar por la imaginación y a sospechar de Joe.
»—¿Por qué te preocupas? —le preguntaba la gente—. Mary ha muerto. No le puede hacer ningún daño.
»Pero Jim no pensaba lo mismo. Joe se enteró de lo que ocurría y empezó a bromear con él.
»—Ayer noche salí con el fantasma de Mary —decía.
Y Jim acabó creyéndolo. Una noche se emboscó en el sitio donde Joe tenía que pasar y le disparó dos tiros con su escopeta de caza. «Porque él iba a ver a mi esposa» le dijo al juez.
—¿Lo condenaron a la silla eléctrica? —pregunté.
—No, lo condenaron a pasar el resto de su vida en un manicomio del Estado.
«Sombra» permaneció impasible ante las bromas de Juggy. Durante aquel tiempo observé algo muy extraño, pero me guardé el descubrimiento. Al fin y al cabo, un ingeniero no puede conservar el respeto de sus trabajadores si se muestra demasiado crédulo.
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Una mañana no se presentó al trabajo. Esperamos unos minutos y los camiones salieron sin él. Cuando volvieron trayendo el segundo cargamento de grava, los conductores nos anunciaron que la madre de «Sombra» había muerto aquella noche. Esta noticia provocó la tristeza de todos, pues profesábamos ya una gran simpatía al chico.
—Siento haberle gastado tantas bromas —dijo Juggy.
Aquella noche todos acudimos a casa de «Sombra». Creo que el muchacho nos lo agradeció mucho.
—Ya no volveré a trabajar —me dijo—. Ahora ya no es necesario.
No pude dejar que todos los obreros asistieran al entierro, pero fui yo en su representación.
Vimos cómo la tumba era llenada de tierra. La concurrencia era muy numerosa, pues uno de los mayores placeres de los habitantes de los pueblos está en ver cómo reaccionan los familiares de los muertos. Además, el interés por Karl Rand era general. Había dicho a todos que volvería a su cueva y ya no andaría de día. Los pueblerinos, igual que yo, deseaban ver lo que iba a ocurrir.
Cuando la tumba quedó llena, «Sombra» se volvió hacia mí y, después de dirigirme una patética mirada, se retiró de la sepultura. Silenciosamente, le vimos cruzar el campo. Dos travieses muchachos, desobedeciendo la orden de sus padres, le siguieron.
Regresaren al pueblo una hora más tarde, siendo portadores de un extraño e increíble relato. Habían visto a Karl desaparecer en la tierra. Esta se lo había tragado. Los chiquillos estaban aterrados, y se creyó que Karl había hecho algo para asustarles y que sus imaginaciones lo ampliaron.
Pero al día siguiente se les pidió que guiaran a los más curiosos al sitio donde Karl había desaparecido. No había vuelto y todos estaban preocupados por él.
En un barranco, a tres kilómetros del pueblo, los expedicionarios descubrieron la pequeña entrada a una cueva, cuya existencia jamás fue sospechada.
Uno de los que formaban el grupo había tenido la previsión de llevar una linterna eléctrica, y se metió en la cueva. Su exploración reveló un laberinto de cavernas de gran belleza, en la cual nadie prestó gran atención, pues todos iban preocupados por Karl y su historia.
Después de numerosas vueltas se detuvieron frente a un pozo que se hundía en la tierra. En su fondo se descubría un esqueleto.
El forense y el sheriff fueron avisados. Este último me invitó a que le acompañase.
El esqueleto me produjo una gran sorpresa, pues era el de un hombre de más de dos metros de altura.
La cabeza parecía fracturada, sin duda, por la caída desde lo alto. Yo fui quien descubrió el sombrero a poca distancia. Estaba casi deshecho, pero en la badana interior aun podían verse las iniciales K. R.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Ha visto usted algún fantasma?
Reí nerviosamente y afecté indiferencia. Lo mejor que pude, expliqué la historia de Karl Rand. No se mostró nada impresionado.
—Supongo que no...
Dejó la frase sin terminar, cual si no quisiera ofender mi inteligencia.
En aquel instante el forense levantó la cabeza y anunció:
—Este esqueleto está aquí desde hace seis años.
Yo no tuve el valor de expresar mis sospechas, pero los del pueblo las proclamaron a los cuatro vientos Declararon que el esqueleto era el de Karl Rand. Tanto el forense como el sheriff se mostraron incrédulos, pero tuvieron el tacto de no indisponerse con sus vecinos, diciéndolo.
Mi amigo, el sheriff, me expuso, días más tarde, su opinión sobre el caso. Él opinaba que Karl había descubierto por casualidad aquella cueva y dentro de ella el cadáver de algún desgraciado que le había precedido. En la emoción del descubrimiento olvidó su sombrero junto al esqueleto. Luego, excitada su imaginación por los comentarios de los pueblerinos acerca de su aspecto fantasmal, acabó por idear su propia leyenda.
Esto puede ser verdad. Pero ni a los habitantes del pueblo de Friedenburg ni a mí nos convence esta explicación, ya que el esqueleto encontrado en la cueva no ha podido ser identificado jamás ni ha vuelto a verse de día a Karl Rand.