PAÍS RELATO

Autores

juan forn

video y comida china

Esto es el fin del milenio: las seis y cuarto en los relojes y ya haciéndose de noche. Sépanlo de una vez, señores que nos miran por la calle: pocas cosas buenas quedan en el mundo para las mujeres como yo, en esta hora incierta. El invierno nos pega en la cara con el futuro, nos dice ¿ves?, este año te va a doler más en los pómulos, y no hay nada verdaderamente bueno esperándote en el siglo veintiuno.
En momentos así extraño aquel calorcito de noviembre, esa gentileza climática que hasta el año pasado o el anterior nos volvía irresistibles damas de cuarenta, de paso suelto, carnes firmes y reservas inagotables de amor y aventura. No me importan tanto, sin embargo, mi nariz enrojecida por el frío o mi piel tirante y seca. Y no me importan tanto porque sé lo que soy, incluso en este ingrato 1999, y sé que se me nota en la forma de caminar; es algo que nadie puede ignorar a mi paso. Y lo que era yo en ese momento era nada más y nada menos que una mujer que respondía al llamado de su sangre.
Cuando entré en su departamento Daniela estaba en la cama, destapada, hablando por teléfono. Tenía la televisión prendida y, alrededor de ella, sobre la colcha, un par de Vogue viejas, un espejito redondo y la pinza de depilar, una agenda abierta, cigarrillos, cenicero, encendedor y el inalámbrico. Hizo señas para que me sentara en la cama, apuntó al televisor y me tiró el control remoto. Todo sin dejar de hablar por teléfono. Soy una buena madre, tengo paciencia y sé comprender cómo han cambiado los tiempos. Pero esto ya pasaba de castaño oscuro. Esto era el olor acre del humo, su pelo opaco y despeinado, las manchas de café en la colcha y los mil detalles más que no había individualizado todavía. Antes de sentarme apagué la televisión y guardé disimuladamente sus cigarrillos en mi cartera.
—¿Cómo entraste? —dijo cuando cortó.
—Con las llaves de Javier que me diste hace una semana. Hola, mamá, ¿no?
—Con razón no las encontraba por ningún lado. Qué tal, madre, llegás justo. Me encanta cómo te queda ese tapado. ¿Hace mucho frío afuera? No salí en todo el día y tengo que estar lista en veinte minutos.
Había abierto de par en par el ropero y retrocedido dos pasos. Es un misterio cómo puede pensar semidesnuda, con su propia madre delante. Pero ése es uno más de los enigmas de mi única hija, y supongo que yo soy responsable de algunos de esos enigmas, por las misteriosas leyes de la genética. No crean que el padre era la perfección, tampoco. Pero para qué negarlo: la chica que tienen delante es para muchos la viva imagen de su madre, con las salvedades de rigor.
—Hace un frío de locos —dije—. Me asombra que no lo sientas, incluso en este paraíso.
Fue un disparo al azar, inesperado hasta para mí, pero ella sabe no darse por enterada de mis sarcasmos. No le importa lo que yo piense, mientras sepamos conservar las formas. En otras palabras: mientras yo me mantenga en el terreno verbal y no se me cruce por la cabeza ponerme a ordenar este caos ni tirarle encima una robe, o algo por el estilo. Repito que soy una buena madre. Todas sus amigas lo dicen; ella misma me lo dice. A su manera, claro.
—¿A qué hora llega el crío? —quise saber yo.
Ella contestó desde adentro de un suéter de cashmere negro, que me confiscó hace poco y le queda mejor que a mí. Después asomó su cabecita por el cuello y repitió: «Ya tendría que estar acá».
—Pero ya sabés cómo es Javier. Puede traerlo de vuelta mañana a la noche. ¿Queda bien esto?
—Probá mejor con los jeans. Sí, ahora sí. Muchísimo mejor —dije—. ¿Puedo preguntarte adónde vas? Sin afán de meterme en tus cosas. Curiosidad femenina, nomás.
Ella se miró, estuvo perdida en sus ensoñaciones durante alrededor de cuatro segundos y me plantó dos besos que me dejaron vibrando los oídos. Después se puso a revolver zapatos en el ropero y sacó una mano con una ballerina de gamuza verde y una bota puntiaguda de cuero negro colgando de sus dedos en precario equilibrio.
—No sé para qué me consultás —dije—, si vas a terminar como siempre poniéndote esas botas horribles. A veces me pregunto hasta cuándo vas a gastar fortunas en zapatos que ni pensás usar.
—¿Vos decís éstos? —dijo ella candorosamente, antes de tirar la ballerina al fondo del ropero—. Cómo se te ocurre que los compré. Son de Marisa. ¿Me vas a decir que no son crueles? Los dejó acá el mismo día que los había comprado. Qué querés, soy incapaz de mentir en el tema zapatos. Vos dirás para qué gastar fuerzas en alguien que ni siquiera puede diferenciar un verde seco de un gris cemento. ¿Los querés? Quedátelos.
—¿Podemos hablar de cosas serias? —dije yo.
Ella pasó a mi lado como una exhalación y gritó desde el baño:
—¿Cuánto tiempo me queda?
—Si te referís a los veinte minutos, tiempo de sobra. Si fue una pregunta más genérica… No soy psiquiatra, pero no te daría más de tres semanas, a este ritmo, antes del primer colapso.
Estaba hablando muy en serio, por supuesto. Estaba muy preocupada. Es mi única hija mujer, a fin de cuentas, y a veces me da pánico imaginarla sola por la vida. Algún día alguien explicará al mundo por qué las hijas más tontas son invariablemente la luz de los ojos de sus padres, y se ganará el Premio Nobel a la sensatez. Yo me limito a decir que no me gustaba nada verla sufrir de esa manera. Así que fui hasta el baño, me senté sobre el inodoro y hablé mirándola en el espejo:
—Cinco minutos nada más, Daniela. No quiero ser pesada. Sabés que odio las personas cargosas. ¿Pero no te parece que últimamente estás un poco, un poco demasiado… inestable?
—Mamá, me estoy peinando. Y todavía me tengo que pintar.
—Ya sé —dije, mientras veía cómo se iba dorando mágicamente su pelo opaco a cada pasada del cepillo. Entonces hablé de más, no pude evitarlo—: Supongo que no te tienta mucho que yo vaya ahora a comprar comida china y saque unos videos y nos quedemos las dos con Nicolás viendo películas y…
Ella dejó caer el rimmel en el cajón, bajó la cabeza, no dijo nada. Estaba haciendo algo que le enseñé yo misma: contar mentalmente hasta que pasara la tormenta. La diferencia es que ella sigue creyendo hasta el día de hoy que lo que debe aplacarse es el estado de ánimo del otro, no el suyo. Ella simplemente cuenta en su cabeza mientras espera que el otro decida cambiar de tema y vuelva a ser agradable. Dios mío, qué tonta es esta hija que tengo.
—Dibujá los labios con pincel antes de ponerte rouge —dije, y salí del baño. No pude evitar mirar al espejo al levantarme, ese vicio nuestro. Daniela se sonreía a sí misma sin verse, mientras su mano tanteaba entre las pinturas desparramadas en el cajón.
—¿Me prestás el tapado? —dijo desde allá.
No contesté. Tenía las Vogue en la mano y me senté en el minúsculo sillón que se hace cama para que duerma Nicolás. Tengo que hablar con el padre de Daniela; no es posible que a los seis años el chico no tenga cuarto propio. Es cierto que debería ser Javier y no mi exmarido el que pensara en estas cosas. Pero Javier ya tiene suficiente en qué pensar, hasta donde yo sé.
—¿Sabés algo de Malabia? ¿Algún interesado? —dije.
Ella no contestó, o no me oyó. Sé positivamente que no van a vender nunca esa casa, en el estado en que está. Cuando se separaron, Daniela se negó a vivir sola ahí con el chico. Simplemente me miró y dijo: «Hay cosas que una hace sólo cuando está enamorada, mamá». Hay que reconocer que en eso tenía razón.
Sonó el portero eléctrico. Ella apareció en el living y se frenó delante de mí. ¿Hace falta que la describa?
—Decime que estoy bárbara.
—Estás bárbara, hija.
Se puso en cuclillas, me miró desde abajo y torció un poco la cabeza.
—Bueno, nada de comilonas. Hacele una sopa de arroz o algo liviano, según el hambre que tenga al llegar. Video sí, si querés. Yo voy a volver temprano; podés sacar otra película para que veamos juntas. —Volvió a sonar el portero eléctrico—. Dejá, no contestes. Bajo directamente. ¿De verdad estoy bárbara?
Dije que sí con la cabeza.
—Salgo a mi madre, ¿sabés? Tendrías que conocerla para comprobarlo.
Yo también me reí. Pero nada de abrazos ni escenitas; ella ya estaba abriendo la puerta y llamando el ascensor. Revisó lo que llevaba en la cartera, oyó el tercer timbrazo del portero eléctrico, murmuró: «Ya va, ya va» y me dijo:
—Los cigarrillos, madre. Sos incorregible. Dónde los escondiste. Rápido, por favor.
Menos de dos minutos después que saliera sonaron varios golpes salvajes a la puerta casi sin intervalos entre ellos. La distancia del sillón a la entrada es más bien ínfima, pero conté ocho golpes antes de abrir.
—Hola, mi precioso. ¿Cómo le fue?
—Abue, ¿sabés qué podemos hacer? Compramos comida china y vos me enseñás a comer con palitos. Mamá tiene palitos, yo sé adónde están. ¿Dale? ¿Dale?
Es asombrosa la energía de este chico. Se suponía que tenía que llegar agotado y dormirse en mis brazos antes de darme un beso siquiera. ¿Será un problema de nutrición? Pensé por un segundo proponerle aprender a usar los palitos con una rica sopa de arroz y lexotanil. Pero los nietos son inflexibles en la negociación con sus abuelas. Nicolás me miraba expectante desde sus noventa centímetros de altura.
—No me digas abue de nuevo.
—Yo sé ir a comprar. No hay que cruzar ninguna calle. Vos dame plata y voy solo. ¿Sí? Mamá siempre llama por teléfono y les avisa que yo voy y les dice la comida. El número está en la heladera, vení a ver. Si vas vos, se enfría. Yo corro rapidísimo.
—Hay que ir al videoclub, también —dije, casi vencida y con el tubo de teléfono ya en la mano, mientras Nicolás me miraba.
—Voy a los dos lados. Vos llamás y decís qué película. Ellos también me conocen.
—¿Y si te pasa algo?
Otra vez había hablado de más. Nicolás me miró consternado. Yo suspiré.
—Me imagino que, si yo voy con vos, no tiene gracia —dije. Y se le iluminó la cara. Este chico va a causar desastres entre las mujeres del próximo siglo, créanme. Su sonrisa me hizo sentir un absurdo ramalazo de orgullo, por ser su abuela y por saber entenderlo. Un monstruo, es un pequeño monstruo.
Él señaló de nuevo el número, me hizo marcar, dijo: «Chau-fan, deciles chau-fan que ellos saben». Después trajo la lista del videoclub, me ayudó a elegir una película para él y para mí y otra más para Daniela, trajo mi cartera ya abierta y tuvo la gentileza de dejar que fuese yo quien sacara los billetes.
—Por favor, Nico, tené cuidado. ¿Me prometés?
Dijo claro y dio un furibundo portazo. Quince minutos después estaba de vuelta, transpirado, sin aliento y revoleando los paquetes. Quería sentarse a comer sin sacarse la campera. Se había olvidado de los palitos. Le dije que los buscara mientras yo ponía un poco de orden en el dormitorio de su madre. Nos sentamos sobre la cama con nuestra bandeja y él puso el video. Volvió a la cama, se sentó de espaldas a la televisión y me dijo:
—Dale, cómo se agarran —mientras devoraba una empanadita china.
Siguió atentamente mi explicación, colocó los palitos en su mano derecha tal como yo le mostraba y, mientras tanto, comió casi todo su chau-fan con la mano izquierda. Pero estaba encantado de haber aprendido. «Ahora voy a poder comer siempre con palitos», dijo en un momento, con la boca llena. Yo dejé la bandeja en el piso y nos acurrucamos contra las almohadas.
—¿Entendés algo, vos? —dije, mirando la televisión.
—Él viene de otro planeta porque tiene que salvar a su pueblo y ella es la madre, pero en realidad ella no lo tuvo todavía y no sabe que el malo, ése ¿ves?, también vino, pero no a salvarla: la tiene que matar. Y el malo es un robot y el bueno no, y los dos vienen de un planeta que es el futuro. Es una película vieja que le encanta a papá.
—Ah —dije. El bueno estaba acariciando a la chica dormida y parecía querer besarla. Nicolás giró la cabeza y se puso a mirarme.
—Abue, ¿vos podés tener novios todavía?
—No me digas abue, querés.
—Pero podés o no. Mamá me dijo que no te lo pregunte.
—Sí puedo. Y ahora no me preguntes por qué entonces no tengo. ¿Tu madre no te enseñó todavía que no hay nada peor que un hombre curioso?
—Vos y mamá son curiosas.
—¿Ves? Las mujeres pueden ser curiosas. Les queda bien.
Tuve dos minutos de paz aproximadamente y después supe que la conversación iba a seguir, por la manera en que Nicolás se acomodó contra mí.
—Mamá cree que está enamorada —dijo, y volvió a subir el volumen de la película.
—¿Qué decís? Dame eso. Nico. Vení acá. Nico.
—Tengo que hacer pis —dijo él y me tiró el control remoto.
Si Daniela estaba tan loca como para decirle a su propio hijo algo así, era que estaban pasando muchas cosas a mis espaldas. Yo soy su confidente. Me lo ha dicho muchas veces: soy la única que escucha desapasionadamente sus historias y no opina hasta que le permiten opinar. Fui la primera en saber que iba a separarse, fui la primera en saber que estaba esperando a Nicolás (lo supe antes que Javier incluso). Fui la primera en saber que iban a casarse. Y ahora este monstruo me decía que mi propia hija estaba enamorada de otro hombre. ¿A quién más se lo había contado Daniela? ¿Quién era el tipo? ¿Nicolás ya lo conocía? ¿Y cómo no me había dado cuenta yo sola de algo así?
—Cuándo te dijo eso. Y no me preguntes qué —le dije cuando volvió del baño con su cara de angelito.
—No me lo dijo.
—Nicolás.
—No me lo dijo ella. Tengo sueño. ¿Puedo dormir acá?
—Sí. Podés dormir acá. Pero antes contestame. Yo te enseñé a usar los palitos, ¿no? Mirame a los ojos.
—Papá me lo dijo. No le cuentes a mamá. Y de la comida china tampoco.
—No te preocupes, tesoro —dije y le revolví el pelo—. Pero no te vas a quedar dormido así; esperá a que te ponga el pijama al menos.
—Ponémelo dormido.
Y se durmió con esa facilidad irritante con que se duermen los chicos. Y yo me quedé sola con esa noticia terrible. ¿Tenía que alegrarme por Daniela y sentir un poco de pena por el pobre Javier? ¿Tenía que enfurecerme con él por decirle esas cosas al crío, por meterlo en medio del problema entre él y Daniela? No era de Javier decir cosas así; a lo mejor Nicolás le había contado que un tipo venía a ver a Daniela y Javier le explicó que ella tenía derecho a enamorarse de nuevo, o algo así. La mente de los chicos funciona en direcciones muy diferentes a la nuestra.
Encontré cigarrillos en el cajón de la mesa de luz. Apagué el video y las luces y me fui al living a fumar y a pensar. Hojeé una de las revistas, fumé, empezó a dolerme la cabeza, pedí la hora por teléfono: las diez y diez. Volver temprano para Daniela podía ser la una de la mañana. Fui a ponerle el pijama a Nico, lo tapé bien y guardé su ropa en la cómoda sin hacer ruido. Me hice café, lo tomé con dos aspirinas. Volví a fumar, sentada en el sillón con la segunda taza de café. Seguí pensando.
Después se me cerraron los ojos y vi llegar a Daniela con su nuevo amor, pero fui incapaz de inventarle una cara. Apenas conseguí imaginar un tipo grandote, financista, dueño de un Volvo o un BMW, bronceado todo el año de navegar o jugar al golf. Pero cómo inventar una cara opuesta a otra cara, especialmente una opuesta a la de Javier, que es de por sí indescriptible y bastante decente cuando una se sobrepone a la primera impresión. Pensé que Nicolás tendría su propio cuarto, una tonelada de juguetes electrónicos que ignoraría o rompería en un santiamén, su propia televisión, su propia computadora quizás. Y sentí un leve desfallecimiento. ¿Era mi culpa? ¿Qué responsabilidad me cabía en la torpe y oportunista elección sentimental de mi hija y en la futura infelicidad de mi nieto? ¿Acaso Javier era tan mal partido, tan mal marido? Había sido Daniela la que nos enseñó a ver los atractivos de Javier, la que nos demostró, a su padre, a sus amigas, a mí misma, que las razones del corazón a veces van haciéndose evidentes con el paso del tiempo. ¿Y ahora le daba la espalda a todo eso, tan rápido, sin ofrecerle siquiera una segunda oportunidad al pobre?
Me despertó el ruido de las llaves en la puerta. Abrí los ojos y la vi sacándose el tapado. Me sonrió, lo tiró encima del perchero y se desplomó en el silloncito frente a mí.
—Te agarré, ¿eh? Fumando los cigarrillos de tu propia hija. Debería darte vergüenza.
Pero no era la misma Daniela que había salido tres horas antes. A su voz le faltaba la eléctrica convicción que da la inconsciencia. Estaba dócil, atenta, abrumada. No era ella, casi.
—¿Y tu Romeo? —dije—. ¿Hoy no sube? ¿Me voy a quedar con las ganas de conocerlo?
Ella levantó las cejas.
—Es casado —dije—. No me digas nada. Si te trajo tan temprano, tiene que ser casado.
—De qué hablás, mamá.
—Del tipo con el que estás saliendo. Con el que saliste esta noche. De tu futuro segundo marido. Del hombre que va a hacerte infeliz a fuerza de tapados de piel, monólogos sobre golf y veraneos en Punta del Este. Del hombre con el que vas a cometer el mismo error que yo con tu padre.
Daniela me miró un rato largo, después prendió un cigarrillo y se sacó el pelo de los ojos.
—Estuve con Javier, mamá.
—Con Javier —repetí—. Ah. ¿Con él hablabas por teléfono cuando llegué yo? ¿Estuviste con Javier recién?
Ella dijo que sí con la cabeza. Yo traté de no pensar si Daniela había escuchado bien las pavadas salidas de mi boca un minuto antes. Prendí un cigarrillo, respiré hondo y sentí una especie de sonrisa estirándome los labios.
—Y por qué no me dijiste nada, boba.
—Porque era una sorpresa. —Se rió un poco y se puso seria enseguida—. Pensaba contártelo después de hablar con él.
—¿Y qué pasó?
—Pasó que metí la pata —dijo ella frunciendo los labios con cara de circunstancia.
—Necesito más café.
Cuando volví con los tazones al living Daniela dijo: «Si sigo tomando estas cantidades industriales de café, me voy a volver mulata», y yo preferí dedicarme a aspirar en silencio el humo de mi taza hasta entender qué estaba pasando.
—A vos te gustaría que nos volviésemos a juntar, ¿no? —dijo, al rato.
Yo me encogí de hombros con expresión patéticamente culpable. Ella se rió de la misma manera que antes, como si estuviese expulsando rezagos de una carcajada que le habían quedado adentro, y me miró con los ojos brillantes.
—A todos les gustaría —dijo—. Es bastante lógico. Hay veces que a mí también.
—Y cuál es el problema, entonces. Por qué decís que metiste la pata.
—Le dije que estaba embarazada.
Yo cerré los ojos. Sentí cómo me latía el corazón y cómo volvían a materializarse las peores prevenciones acerca del futuro de mi hija. La miré y dije con el tono de voz más controlado y casual que pude:
—¿Estás embarazada?
—Eso es lo de menos, mamá. Lo que yo quería ver era si reaccionaba igual que cuando le conté que íbamos a tener a Nicolás.
—Ah —dije, como si acabara de escuchar algo totalmente lógico—. ¿Y él qué dijo?
—Me preguntó de quién.
La pausa había sido enervante y sus convulsiones empezaron apenas cerró la boca y antes de que largase la carcajada. Por un segundo creí que eran el preludio de un llanto desconsolado. Incluso cuando ya se estaba riendo seguí pendiente de cualquier derivación súbita de la risa a las lágrimas. Pero era una risa pura y cantarina, sin el menor frenesí histérico. Una risa saludablemente contagiosa.
—Qué miserable. Qué reverendas basuras son los hombres, ¿no? Les preocupan más los cuernos que la posibilidad de ser felices. La verdad es que son todos unos hijos de puta —dijo Daniela entre risas—. Son tan hijos de puta que resultan casi tiernos, ¿no?
No conozco en este mundo equivalente legítimo de la complicidad femenina. Podrán decir que es un mito barato, que el progreso y el nuevo milenio acabarán con esas cosas, podrán decir que la verdadera complicidad femenina es una opción vedada a una hija y una madre. Podrán decir lo que quieran, porque a mí no me interesan en lo más mínimo esas racionalizaciones estúpidas. Yo sé lo que sentí en ese momento.
—Hija mía —dije—, has descubierto una verdad grande como una casa.
Ella se levantó y brindamos con los tazones vacíos.
—Por un descubrimiento trascendental —dijo.
—Por la sabiduría femenina —agregué.
Y volvimos a reírnos. Entonces me acordé de la otra película. Entre las dos abrimos el silloncito, yo traje a Nicolás alzado, ella lo depositó en la cama y lo llenamos de impalpables besos de madre y abuela. Después fuimos al dormitorio y nos acomodamos contra las almohadas. Mientras pasaban las advertencias contra la piratería de videos yo dije distraídamente:
—Pero al final, ¿estás embarazada o no?
Daniela dejó de juguetear con el control remoto y me miró sorprendidísima.
—Que yo sepa no. ¿Por qué, te parece estoy más gorda?