Según pizarra, el avión salía a las 18:42. Ya eran más de las cinco, y la sala de embarque no era el mismo páramo de vidrio y moquette que a las dos y veinticinco, cuando ella entró, empapada de transpiración. Se había adelantado tanto porque quería irse lo más pronto posible de esa ciudad pavorosa a la que había llegado apenas tres semanas antes, una inocente mañana de junio, creyendo como una estúpida que tenía por delante un montón de experiencias geniales aprendiendo un inglés de academia junto a otros cuarenta chicos y chicas, todos extranjeros, de diecinueve años, como ella.
Ya no aguantaba el asfalto ablandado por el sol, el olor dulzón de las fritangas, el aliento pegajoso de los hombres en el subterráneo y en los ascensores, las miradas demasiado intensas de las mujeres en los bares y en las salas frescas de los museos. Ya no aguantaba la vecindad de un desconocido en la oscuridad del cine ni el roce constante y los encontronazos cada vez que caminaba por la calle. Ya no aguantaba ni siquiera las caras simpáticas de sus compañeras del curso. Había pasado su última noche en la ciudad encerrada en una habitación de hotel, con la televisión a todo volumen, para no oír el sonido atronador de la calle, hecha un ovillo en la cama, pasándose a cada rato una toalla mojada por la cara y contando las horas una por una hasta el momento de salir al aeropuerto.
El aire refrigerado de la sala de embarque le pareció casi sedante, con su música ambiental y anuncios bilingües de vuelos que iban o volvían de países menos hostiles que ése. Se había sentado en uno de los sillones que daban la espalda a las puertas automáticas, así veía entrar a los pasajeros sin que se fijaran en ella. A eso de las cuatro probó distraerse adivinando cuáles serían sus compañeros de vuelo y adónde irían los demás. Pero abandonó el jueguito enseguida, con cierto pavor, cuando se le ocurrió que a lo mejor había otras personas mirándola a ella con la misma curiosidad. ¿Estaba enferma? Peor que enferma: estaba desquiciada. Un ardor generalizado, que se acentuaba en la nuca y los pómulos, le estaba liquidando las últimas reservas de autocontrol. De quedarse mucho más en ese país, de no cambiar drásticamente de aire y recuperar algo familiar (la visión de su hermana Marisa esperándola en Ezeiza, por ejemplo), iba a pasarle algo tremendo. Algo que ni podía imaginar, de tan tremendo.
Enfrente de ella, una pareja gay en shorts se besaba sin parar. Los miró tres o cuatro segundos y se levantó de golpe. Ya había despachado su valija pero no pudo desprenderse de esa mochila plateada, casi vacía salvo por los documentos, algo de plata, varios cassettes y un walkman que últimamente le resultaba despreciable.
En el baño también había música ambiental. Se miró en el espejo y pensó que tenía un aspecto horroroso. «Experiencias geniales. Con esta cara redonda y ridícula qué otra cosa te podía pasar», pensó, tratando de hacerse la cínica. Pero no servía de nada. Agarró uno de esos sobrecitos plásticos de Hermès, lo abrió con los dientes y se frotó la cara con el papel embebido en perfume. La sensación refrescante la hizo parpadear. Apoyó la mochila sobre el mármol, sacó un peine de una bolsa minúscula y procedió a maquillarse mecánicamente, abstraída en la cara que iba surgiendo de sus rasgos tensos y demacrados. De pronto se interrumpió. Alguien estaba cantando. Como una loca. Dos señoras de vestido floreado y enormes anteojos negros la miraban de reojo. «Soy yo. Yo estoy cantando», pensó, y supo que era cierto. Miró a las señoras por el espejo. Ellas dejaron de murmurar en el acto y salieron atropelladamente del baño.
—Brujas —dijo—. ¿Acaso no se puede cantar en un lugar público?
Antes de cerrar la mochila se miró de nuevo en el espejo. Intentó una sonrisa. Prefirió no seguir mirando.
Cuando volvió a la sala le habían ocupado el asiento y no quedaban lugares libres. La pareja en shorts seguía besándose como si fuera el fin del mundo. Recorrió las vidrieras del freeshop, compró chicles de menta para sacarse el mal gusto de la boca. Siguió caminando entre los negocios semivacíos hasta que la voz edulcorada de los altoparlantes anunció su vuelo. Imposible, eso era imposible: o ella no había prestado atención a los avisos anteriores o algo se había tragado una rebanada de tiempo: los últimos quince minutos. La idea la asustó insensatamente, más incluso que el hecho de perder el avión. Porque la voz acababa de decir: «Último aviso para pasajeros del vuelo 367 de United, con escalas en Ciudad México, Lima y Buenos Aires». Último aviso. ¿Y los anteriores? ¿Habían querido hacer despegar el avión sin ella? ¿No lo habían anunciado antes a propósito?
Empezó a correr hacia la puerta de embarque. La gente la miraba. Intentó recomponerse, caminar en forma civilizada, pero las piernas se le iban solas. El empleado de United alzó las cejas y le dedicó una sonrisa perfectamente imbécil mientras ella revolvía la mochila buscando la tarjeta de embarque, pero en cuanto oyó el primer sollozo su cara se volvió solícita y profesional. Fue un sollozo seco, sin lágrimas, casi fuera de lugar.
—¿Se siente usted bien? Tómelo con calma. No hay necesidad de preocuparse.
—No me preocupo —dijo ella entre dientes, y tuvo que contenerse para no agregar: «Creyeron que no me iba a dar cuenta de que salía el avión», cuando sacó, cuando casi arrancó del fondo de la mochila la dichosa tarjeta anaranjada.
—Tenga usted un agradable vuelo. Gracias por elegir United —dijo la cara brillante del empleado. Ella ni contestó. Entró por el tubo absurdo que conectaba la sala con el avión, ignoró el saludo sonriente de la azafata y llegó a su lugar sin aliento. Ventanilla. Por suerte ventanilla. Y por suerte, pensó también, no se veía la turbina detrás del doble plástico ovoide y transparente. Se dejó caer en la butaca, apoyó la cabeza contra el respaldo, suspiró, cerró los ojos. Estaba transpirando de nuevo. Estaba temblando de nuevo. Se sentía incapaz de volver a abrir los ojos.
—Perdón. Creo que está sentándose en mi lugar —dijo la voz del ángel. Porque eso que oía no era una voz del todo humana. Sí sutilmente femenina, pero no de mujer, ni de este mundo.
Abrió los ojos y vio una sonrisa. Al lado de la sonrisa se movía una de esas tarjetas anaranjadas de embarque. Alrededor de la sonrisa, una cara radiante, muy joven, enmarcada por una cofia. «¿Cofia se llama?», alcanzó a preguntarse antes de hablar. Y también devolvió la sonrisa. Antes de hablar sonrió estúpidamente y se oyó decir:
—¿Qué? ¿Cómo?
—27W. Mi asiento —dijo la monja.
—Sí, claro, me habré equivocado, qué distraída. Entonces mi asiento es éste —dijo, mientras intentaba salirse de la butaca contra la ventanilla y ubicarse en la de al lado. Por algún motivo, la operación le resultaba extraordinariamente complicada. Sacudía la cabeza hacia atrás a cada momento para sacarse el pelo de la cara, trataba al mismo tiempo de deshacer el enredo de los cables del walkman, las correas de la mochila y el cinturón de seguridad. Estaba sofocada; una masa de impotencia y palabrotas se le atragantaba en el pecho.
La mano de la monja se apoyó en su brazo.
—Está bien. No es necesario, en realidad. Siempre podemos cambiar después —le dijo, sin dejar de resplandecer, de absorber e irradiar toda la luz que entraba por la ventanilla.
Ella se dejó caer en el asiento que no le correspondía y la mochila se soltó de sus manos.
—Gracias —dijo. Y con un último esfuerzo consiguió prenderse otra vez el cinturón de seguridad. Cerró los ojos en el momento en que algo parecido al llanto, algo menos seco y abrupto que los sollozos que venían escapándosele cada tanto los últimos días, se hacía incontenible. Y no volvió a abrirlos hasta que el avión se enderezó y oyó que los demás pasajeros se desprendían los cinturones.
Cuando las azafatas empezaron a repartir las bandejas de la comida, se animó a mirar enteramente a su vecina por primera vez. El hábito era gris perla. La cofia también, con un casquete blanco que le tapaba las orejas. Era muy joven, era absurdamente hermosa. ¿Por qué monja, entonces?, pensó, mirando con disimulo el óvalo perfecto de esa cara, los ojos clarísimos, apenas verdes. Y la nariz, esa clase de nariz que ella siempre había querido tener, mínima y sólida a la vez, esa clase de nariz que diferencia una cara perfecta de otra simplemente hermosa.
La monja estaba contestándole a la azafata del carrito de las bebidas. Agua, decía. No helada, ni siquiera fría; apenas agua. Ella pidió una coca-cola, que le pareció sin gas y con gusto más metálico que nunca, y casi no tocó la comida de la bandeja.
Después empezó a atardecer. Y quizá por esa luz rojiza, quizá por la música del walkman (la voz de Calamaro murmurando A veces me hiciste pensar que me podías traicionar y dije: Cerebro, no seas tan vulgar), quizá por la penumbra irreal del avión, pudo olvidar por un rato la vecindad etérea de la monja y su propia, angustiosa presencia rebalsándole por todos los poros. Pero cuando acabó el cassette y el fuego del cielo se hizo violeta y después negro, y ella se agachó a desatarse las zapatillas, con la esperanza de que el alivio empezara por los pies y fuese subiendo hasta su pecho oprimido, creyó que iba a ahogarse.
¿Podía alguien ahogarse literalmente por algo así, por algo que veía? Primero fueron las sandalias franciscanas de la monja, de cuero blando y oscurecido por el uso; después los pies envueltos en medias blancas, unas medias que debían ser ordinarias, que no podían ser de seda, pero que sin embargo parecían de un tejido inexistente en este mundo. Laxos, juntos y uno levemente encima del otro, esos pies le produjeron un ahogo súbito y paralizante. «Dios mío, son nada más que pies; qué me pasa», pensó. Pero era un efecto hipnótico; sencillamente no podía enderezarse, a pesar del latido ensordecedor de sus sienes. Y tampoco podía desviar los ojos de esos pies. Hasta que de pronto sus manos, que parecían rellenas de arena, cobraron vida propia y fueron acercándose a los pies de la monja, y su cara fue bajando más y más hasta rozar y envolver el pie que no tocaba el suelo, el pie derecho, que estaba apoyado casi sin peso en el empeine izquierdo, el pie que quedó entre sus manos y su cara. Entonces un sollozo gigantesco estalló en su garganta y se le desbocó.
No supo si hacía ruido. No pensó en nada. Apenas podía arreglárselas con sus sensaciones, con una en especial. Porque, por algún motivo, sabía que ese pie podía curarla de aquello que la estaba desarmando por dentro.
Cuando las manos de la monja la levantaron con suavidad se dejó llevar, primero de los hombros, después (y más suavemente todavía) de la cabeza. No veía más que un mar de oscuridad, recortado contra un óvalo más claro que le susurraba una cantinela reconfortante en un idioma áspero, entrecortado, musical. Las manos la depositaron contra el respaldo pero siguieron acariciándole el pelo, las mejillas, secándole las primeras lágrimas. Cuando pudo contener los sollozos, o cuando al menos dejaron de ser convulsivos, ella abrió los ojos y dijo:
—No sé… no sé lo que paso. Por favor le pido que me perdone. —Y agregó, absurdamente—: ¿Puedo hablarle en castellano? ¿Entiende castellano?
—Sí. Un poco yo comprendo —dijo la voz de la monja, en un español que tenía más consonantes que vocales.
Ella apoyó su mano sobre la mano que le acariciaba el pelo.
—¿Hice mal? —dijo—. Yo no quise…
La monja le puso un pañuelo de papel entre los dedos sin dejar de mirarla. Después se los cerró y los mantuvo firmes.
—Ya esto pasa y puedes hablar, si quieres.
Ella cerró los ojos. Creyó que todo iba a empezar de vuelta, pero pasó. Tomó aire ruidosamente y de pronto se sintió en absoluta calma. Abrió los ojos. Giró la cabeza sin separarla del respaldo.
—Ya no podía quedarme más ahí. Esa ciudad… Es horrible. No sabía, cuando llegué no sabía, no creía que me… Perdón —dijo de pronto—, pero no puedo decirte hermana.
—Dime Gretchen —dijo la cara perfecta y radiante.
—Gretchen —dijo ella—, ¿por qué es tan espantoso? ¿Para ustedes las monjas es igual? Yo no soy, yo no soy… así. Yo no le hice mal a nadie. ¿Por qué son tan brutales, entonces, todas las personas? ¿Por qué son todas tan… falsas y perversas?
Había escupido casi las últimas palabras, a pesar de que hablaba sin mover los labios, sin fuerzas. La monja la miró interrogativamente.
—A qué te refieres tú con eso.
—¿Cuántos años tenés, Gretchen?
—Veinte y ocho —dijo la monja silabeando y sin parpadear, pero por primera vez levemente turbada—. ¿Y tú?
—Diecinueve —dijo ella casi inaudiblemente—. O diecinueve millones, ya no sé.
—De qué hablas, dime. Por favor.
—Qué sé yo. De mí, de lo que soy. De lo que hubiera podido ser, ¿entendés? Porque yo no elegí. Yo creí que una tenía que elegir, siempre. No sé, no sé, ¿ahora ya es tarde? ¿Voy a ser esto toda mi vida, entonces? ¿Nada más que esto?
La monja le acarició la mano y le dio una palmadita.
—¿Es por eso que tú lloras? ¿Por ser una bonita jovencita?
Entonces ella sí empezó a llorar. Silenciosamente, incapaz hasta de entornar los ojos, pensó que había perdido no sólo su virginidad sino algo mucho más preciado a manos de…
—Está bien ya de eso. Pronto vendrá un tiempo en que sea todo más sencillo para ti.
Ella negó con la cabeza. Levantó la mano, se tapó la boca con el pañuelo y dijo con voz sofocada:
—No, no, no. Es otra cosa. Es muchísimo más complicado. ¿No entendés?
Y en ese preciso momento pensó que la monja no entendía, que no podía entender nada de nada. Era ridículo. Era hasta gracioso que Gretchen pretendiese entender algo con su castellano precario y obtuso, y que ella estuviera esforzándose por aclarar… Aclarar qué. Había estado acariciándole los pies a una monja y ahora pretendía explicarle lo irreversiblemente malograda que estaba su vida, por razones quizá no muy visibles pero decisivas. Sí, era hasta gracioso. Por no decir abominable.
—Está bien, Gretchen. Qué importa. Qué podrías hacer vos, además.
Y prefirió no mirar más esa cara perfecta y perpleja. Tuvo miedo de ver cómo se afeaba ante el rechazo, y de sentirse culpable también por eso. Dejó que el pelo le cayese sobre la cara, estrujó el pañuelo mojado. ¿Qué iba a pasar ahora? «No me importa», pensó. «Ya no me importa nada. Que piense lo que quiera. Que me deje en paz».
Pero Gretchen tenía algo que decir. Oyó que chasqueaba los labios, creyó oír incluso cómo buscaba las palabras antes de decir:
—Estás confusa, yo creo. ¿Me escuchas? Pero eso no es malo. Me recuerdo ahora algo que dicen en mi país, la Alemania: mañana preocúpate de mañana. ¿Está bien dicho en español, así?
La frase de Gretchen terminó de ordenarse cuando entró en su cabeza. Quizás había oído realmente cómo buscaba las palabras, porque ahora oyó cómo se acomodaban unas detrás de otras hasta conseguir el sentido exacto que Gretchen se había propuesto darles.
—Sí —dijo ella—. Está bien dicho. —Y sintió que la cara se le distendía muy despacio en un gesto parecido a una sonrisa, un gesto que no estaba nada mal. Nada mal. Porque, además, ella conocía esa frase y a quien la había dicho, ella era adicta de quien había dicho esa frase por primera vez y para siempre—. ¿Seguro que ése es un refrán de tu país? Porque podría jurar que es algo que dice Scarlett al final de Lo que el viento se llevó.
La sonrisa de Gretchen permaneció impasible uno o dos segundos y, cuando ya empezaba a parecer un gesto impostado, se le extendió a toda la cara y le devolvió esa belleza luminosa que tenía antes.
—Ah, bien. Porque el español es difícil para mí, todavía. —Suspiró, satisfecha, ignorando con absoluta naturalidad el nombre de Scarlett O’Hara, y dijo—: Ahora tú duermes, ¿sí? Y, cuando despiertas, ayer está más lejos y puedes pensar mejor.
Le acomodó la almohada en la nuca y le sacó el pelo de la cara. Y también hizo algo más, algo que tenía mucho más que ver con su edad que con su condición de monja y su Señor celestial: le puso los auriculares y le conectó el walkman.
Un rato después, en un silencio entre canción y canción, ella entreabrió los ojos y miró furtivamente a su izquierda. Habían apagado las luces y casi no se oía el zumbido de los motores. Sabía que iba a dormirse en cualquier momento y ya estaba un poco atontada de sueño, pero de todas maneras miró furtivamente a su izquierda.
En la oscuridad, con la butaca sin reclinar, Gretchen miraba la pantalla que había unas cuantas filas más adelante. Estaba erguida, muy seria y con esa amable perplejidad que parecía el sello distintivo de su mirada. La película que daban no tenía subtítulos; era Rocky, o alguna de sus continuaciones.
Ella acomodó la cabeza contra el respaldo y dejó que se le cerraran nuevamente los ojos. Trató de imaginarse cómo sería la futura alma confusa y descarriada que se topase con Gretchen y recibiera consuelo a través de las palabras de Sylvester Stallone, de todas las personas posibles; trató de imaginarse cuántos falsos refranes germanos había desparramado Gretchen por el mundo en su misión salvadora y cuántas películas necesitaría ver por mes para renovar su stock de consejos. Pero el cansancio y la voz de Calamaro por el walkman la fueron llevando muy despacio y muy levemente al país probable de los sueños, y ella se dejó llevar sin la menor resistencia.