PAÍS RELATO

Autores

josé ortega munilla

la escarcha y el lodo

Entre todos los hombres a quienes otorgó Naturaleza las venturas y desgracias de la paternidad, se destacará siempre Juan del Angulo, labrador de Alcalá-la-Manca, lugar bien conocido por la pobreza de sus productos y de su vecindario. Había otorgado el cielo a Juan del Angulo, como único fruto de su matrimonio con Ángela del Cárdamo, una hija en la que se resumió la poesía de la tierra baja, así en la belleza como en el ingenio. También la virtud añadió encantos a aquella criatura. Apenas nacida, la reputación de su hermosura trascendió desde los ámbitos de Alcalá-la-Manca a los inmediatos pueblos de Aldea del Estorbo y Barrancal de las Nieves, y aun a toda la provincia. Era la niña-prodigio que al sonreír por vez primera, cuando su madrina la llevó a la pila del bautismo, asombró a los circunstantes por la perfecta belleza, tanto más rara cuanto que los recién nacidos suelen ser esbozos y ensayos mal definidos que en la línea confusa de lo porvenir no consienten que se adivine si han de ser hermosos ni si han de ser felices. Carne de nardos, luz de estrellas, gracia de agua que juguetea sobre las piedras del arroyuelo, efluvio encantador de un arte esencial y de una estética suprema, componían aquel retoño que entre los blancos haldales maravilló a cuantos asistieron a la ceremonia del bautismo en la arcaica iglesia semiderruida, en la que se celebraba el culto bajo la amenaza de un hundimiento.
Y desde entonces Inés del Angulo significó en toda la estepa que se honra con ruinas de conventos y de alcázares, el signo y el emblema de la belleza.
Así pusieron los padres de tal prodigio, Juan del Angulo y Ángela del Cárdamo, en cuidar del fruto de sus amores extremos de acucia no igualados hasta entonces ni por los padres de la gentilidad ni por los del cristianismo. La cuna de la niña, el lecho de la doncella, los primeros juegos con la muñeca toscamente fabricada por los artífices de Villanueva del Sol, la urbe central de las actividades regionales, los paseos por las eras en los días señalados, cuando allí se congregaban señorío y villanaje, todo fue objeto de atención constante, de reflexión y examen de parte de los felices engendradores de aquella maravilla.
«La niña de Juan del Angulo». Esta era la frase que resonaba en toda la comarca cuando se hablaba de cosas bellas, de ideales y de sublimes aspiraciones estéticas. Inés era algo semejante para los toscos labriegos de la estéril tierra, para los señores bien acomodados de ella y para los funcionarios que allí prestaban servicios al Estado, así como para la clerecía de las parroquias circundantes un ejemplo acabado de la belleza física y de la perfección moral.
Llegó un día en que Inés dejó de ser niña. Al comenzar la primavera del año de 18…, la estatua rectilínea desbordó en curvos esplendores. La espiga se convertía en flor y los pétalos desbordaban perfumantes, trocando el modesto caserón familiar en templo de las adoraciones populares. Por ver a Inés, solo por verla, la mocedad lugareña paseaba bajo los balcones de hierro labrado y ante las resquebrajadas paredes de aquella estancia de humildes labradores en la que, desde tiempo inmemorial, no había pasado nunca cosa alguna digna de ser notada ni por lo bueno ni por lo malo.
Cuando llegó la primer noche de San Juan, fiesta helénico-hispana en que el aroma de las flores embriaga los cerebros católicos, convirtiendo las campiñas de las castizas aldeas castellanas en teatro de sensuales delirios, de entre aquella mocedad impetuosa surgió el enamorado. Era este un mozuelo hijo de padres de escaso haber, voluntarioso y escéptico, lleno de valor y de ambiciones. En la contienda se sobreponía a todos, en la gracia y en el donaire era insuperable. Leocadio de Santafé, que así se llamaba aquel mozo, era el escándalo y la admiración del pueblo. La esbelta línea de su cuerpo, la energía de sus movimientos, el desprecio de lo convencional, el arresto de la vida, le hacían ser el temor de los pacíficos vecinos y el orgullo de los que deseaban que Alcalá-la-Manca representase siempre en las fiestas de los lugares vecinos el predominio del valor y de la gracia.
Este fue el hombre que, concentrando en su corazón la admiración de todos por Inés del Angulo, la convirtiese en amor, en deseo de posesión, en propósito de dominio. Todo el pueblo adoraba a Inés; Leocadio iba a ejecutar la adoración llevándola de los fervores del místico a los ardores imperativos del varón.
Así, la primera serenata que con toscas guitarras resonó ante los balcones de hierro labrado y ante los muros viejos de la casa de Juan del Angulo fue como el estallido revolucionario que iba a trocar la majestad indiscutible del templo en fortín sitiado. Dentro del fortín estaba la belleza suma. El ansia de amor del pueblo, la aspiración a la belleza suma de la muchedumbre, se concentraban en el amor de Leocadio.
Iba a ser este el dichoso ejecutor de las aspiraciones de todos.
Byron dijo una vez que deseaba que todas las mujeres tuviesen un solo corazón y una sola boca para apoderarse del amor femenino universal en un solo estremecimiento y en un suspiro solo. Leocadio de Santafé convirtió la aspiración del poeta británico en una realidad, acomodando la ambición cosmopolita del insaciable amador a los límites de la aldea estéril y de la comarca agotada.
Las primeras vibraciones de la mística serenata despertaron en Juan del Angulo la sospecha. Temió que aquel tesoro de hermosura que él guardaba fuese profanado, y desde entonces no tuvo un punto de sosiego.
Por la noche, consumida la cena, salía de su casa el zahareño labrador vigilando el contorno.
Era cuando comenzaba el otoño a enfriar los campos y la escarcha cubría caminos y calles. Juan del Angulo bajaba su rostro, enjuto y arrugado, para ver si las huellas que sobre la escarcha dejaban los transeúntes podían indicarle el riesgo que corría.
Una noche observó que en la calzada que rodeaba su caserón había una serie de huellas anchas, toscas, que seguían en torno a la muralla como los pasos del espía en torno de la fortaleza codiciada. La última de esas huellas estaba cerca del muro. Con la linterna iluminó los viejos adoquines y vio que la yedra que entre ellos crecía estaba aquí y allá rota. Pareciole que cicatrices del honor manchaban la vetusta pared…
Entró en su casa como una tempestad. ¿Habían robado a Inés? ¿Había entrado en aquel recinto del honor la osadía que estallaba en las coplas de las serenatas?… Juan del Angulo recorrió los pasillos de su morada y vio que la esposa, la respetable Ángela del Cárdamo, dormía tranquila y que en la inmediata alcoba dormía también, un brazo por encima de las sábanas, la cabeza inclinada al lado izquierdo, una sonrisa de beatitud en los labios, la pura doncella Inés del Angulo y Cárdamo.
Desde aquella noche en que el padre consumió tantas energías, no consultó este más las huellas de la escarcha. A un otoño áspero había seguido un invierno duro. Desde que el sol se ocultaba detrás del vecino monte de los Siete Ángeles, la escarcha plateaba calles y senderos. Juan del Angulo dormía a pierna suelta. Cerca de él resonaban las tranquilas respiraciones de la honesta esposa y de la hija inmaculada.
En varias ocasiones vio que Inés madrugaba más de lo que era en ella de costumbre, y que después de la cena, no pocas noches la hermosa niña se detenía cosiendo o rezando hasta mucho más tarde de cuando sus padres se recogían al descanso. Pero no hubo en el ánimo de Juan del Angulo ni el menor estremecimiento de duda. La escarcha quebrantada por los pasos de los viandantes habíale arrojado a las más temerarias dudas y a los más trágicos temores.
Después del otoño vino el invierno. Nieves primero, lluvias después, emblanquecieron y enlodaron la mísera aldea de Alcalá-la-Manca, llamada así, según las crónicas, por la clásica pereza de sus habitantes. Nieves y lluvias ejercieron sobre el vigilante espíritu de Juan del Angulo efecto sedante. Detrás de la confianza vino la pereza, detrás de la pereza una fe inagotable de que su hogar era un templo, de que su hija era una santidad… Durmió tranquilamente.
Una mañana Juan del Angulo descansaba en su lecho, tranquilo el corazón, feliz el ánimo, inertes sus energías. Entró la esposa, Ángela del Cárdamo, con pasos presurosos en la estancia.
—¡Inés no está en casa! —gritó la pobre madre—. ¡Se la ha llevado Leocadio!
El padre se incorporó en el lecho, vistiose rápidamente, armose de una vieja espada que en un rincón de la estancia quedaba como reliquia de la antigua hidalguía familiar. No dijo una palabra. Descendió con bruscos saltos la escalera de piedra, abrió violentamente el portón que, al ser empujado, chirrió sobre los goznes.
La calle estaba llena de lodo. Las nieves y las lluvias habían trabajado la tierra, amasándola en un negro sedimento. Desde la puerta de la casa se destacaban en el fango dos líneas paralelas; eran las de un coche que acababa de partir. En ese coche había sido arrancada del templo la imagen de la belleza y el símbolo del honor de aquel pobre hombre. El Tenorio labriego había profanado la admiración de la comarca y se había llevado el ramo de flores de pétalos perfumantes que adornaba los muros viejos de la humilde familia.
Juan del Angulo dio cien vueltas sobre aquella masa de lodo, borró con sus pies los rieles marcados por el coche en que Inés huía… Y permaneció durante largas horas inmóvil y transido, sin darse cuenta de que el tiempo pasaba.
Soplaba el aire Norte con violencia bastante a mover las pizarras de los edificios inmediatos. Cuando el infortunado padre recobró la serenidad de su espíritu, vio que sobre el lodo negro plateaba la escarcha matutina, virginal, íntegra, sin una sola huella de paso humano.
Sus temores de un día se habían trocado en tremenda realidad. Su confianza se había convertido en negra desesperación. Sobre el lodo de la calle había la mañana tendido su lienzo argentino. Todo relumbraba en el horizonte. El olvido y la indiferencia tenían en la escarcha fría e inmaculada su mejor símbolo.
Para los vecinos de Alcalá-la-Manca no quedaba de aquella aventura de amor otro recuerdo que un viejo que se murió de frío en la esquina de su propia casa y la memoria de un fenómeno meteorológico que dejó las huertas sin fruto y los jardines sin flores.