PAÍS RELATO

Autores

josé maría merino

maniobras nocturnas

—Un cacharro enorme, de hierro, que debía de pesar casi treinta quilos, con el cuadro y los guardabarros pintados y repintados de color caqui. No es lo mismo imaginarse lo que puede ser el servicio militar en un regimiento ciclista que encontrarse nada más llegar con la bicicleta que te corresponde, después de guardar la ropa de paisano en la maleta, ponerte ese mono que te oprime con su apresto y sus costuras todo el cuerpo, calarte la gorrilla cuartelera, con una borla colgante que te hace cosquillas en la base de la nariz. Claro que yo sabía montar en bicicleta, la bici había sido para mí, casi desde la niñez, una máquina familiar, pero aquello que tuvimos que recoger el primer día, uno detrás de otro, mientras un sargento anotaba el número de la que se nos asignaba, era como el antepasado, ahora dirían la madre, de todas las bicicletas que yo había conocido. Tenía las ruedas de caucho macizo y no llevaba frenos. Claro que tampoco los necesitaba, porque funcionaba a piñón fijo. Con añadir que el sillín era también de hierro, está dicho todo.
De vuelta de vacaciones, las tres hijas se habían reunido con el padre aquel domingo de agosto. Era la sobremesa y le escuchaban entre furtivas miradas de mutuo entendimiento, sorprendidas de su propósito de recordar historias tan viejas y pintorescas. En su actitud había también conmiseración, pues aquel gusto del padre por recuperar ciertos recuerdos antiguos se había hecho insistente tras la muerte de la madre, unos meses antes, y había en él una voluntad melancólica de arañar en el tiempo perdido. Con las hijas estaban el marido de la mayor y el compañero, o novio, como le llamaba el padre, de la menor. Eran los últimos días del mes y soplaba un viento seco, tórrido, que hacía bambolearse el toldo de la terraza y vibrar las persianas, bajadas para oscurecer y refrescar la casa, en un castañeteo que era otra de las molestias de la seca inclemencia del día.
El marido de la hija mayor había estado alabando las virtudes de una bicicleta que acababa de comprarse, el escaso peso, la sorprendente maniobrabilidad, la precisión en el cambio de marchas, la comodidad del sillín, como si más que describir el objeto quisiese hacer prosélitos en su voluntad de corredor festivo por las carreteras de la comarca. Y fue entonces cuando el padre se puso a evocar el tiempo de su servicio militar, casi cincuenta años antes. Empezó pronunciando el nombre de la ciudad como quien acota un capítulo. Luego aclaró que había decidido hacer la mili en aquel lugar, y que le hubiera dado igual el regimiento ciclista que cualquier otro destino, porque lo que él quería era estar lo más cerca posible de Visi, y al pronunciar el nombre de la madre fue notorio el temblor de su voz. Unos veinticinco quilómetros separan la ciudad donde estaba el cuartel del regimiento ciclista y el pueblo en que la madre residía durante el verano en aquellos tiempos, y ambos podrían encontrarse con rapidez y facilidad los días en que a él le diesen permiso para salir.
—Nos ordenaron que no montásemos, que la llevásemos del manillar con la mano izquierda, porque teníamos que recoger el mosquetón. Formamos otra columna y nos fuimos acercando a unos barriles. Allí, como pescados en conserva, se guardaban los fusiles sumergidos en grasa, con la boca de fuego hacia arriba. Otro sargento nos indicaba que había que agarrar el fusil por el extremo del cañón y tirar de él para sacarlo de la grasa, y luego alejarnos para quedar reunidos en la explanada, delante de una tribuna que debía de servir para la presidencia de los desfiles, con la bicicleta sujeta de una mano y aquella arma pesada y pringosa colgando de la otra. Luego repartieron entre nosotros grandes manojos de borra porque íbamos a dedicar el resto de la mañana a una primera limpieza del mosquetón y de la bicicleta. Pero todavía estábamos allí pasmados, inmovilizados por lo que iban a ser nuestras armas y nuestros vehículos, cuando apareció el coronel Tarazona, subió a la tribuna con firmes pisotones y nos habló. No tenía la voz grave, pero compensaba el tono endeble con ademanes enérgicos. Nos dio la bienvenida, prometió hacer de nosotros unos soldados extraordinarios, y nos aseguró que la bicicleta era un instrumento vital para el ejército, como lo había demostrado en la Primera Guerra Mundial. Aludió a la batalla del Marne como si todos hubiéramos estado allí, y dijo que la moda motorizada que se había impuesto en la Segunda Guerra Mundial, terminada una década antes, no era sino una especie de episodio circunstancial. «El petróleo acabará por agotarse, pero las guerras no terminarán nunca» —vaticinó—. «Debéis estar seguros de que la bicicleta se hará al fin imprescindible en todos los ejércitos modernos del mundo».
—Buen olfato el de aquel coronel.
—Para qué voy a contaros lo que fueron los primeros días de vida cuartelera, con la carga del mosquetón y de la bicicleta. El que no sabía montar, aprendía a la fuerza, porque lo hacían subir en la bici y lo echaban a rodar cuesta abajo por un terraplén. Así que, aunque con mucha torpeza, pronto empezamos a movernos individualmente y en grupo. Pero fue precisamente en esos días cuando sucedió lo que nos iba a dejar sin el permiso de la jura. Una catástrofe.
—¿Tan grave fue la cosa?
—Desde nuestra llegada, los veteranos, en el comedor, se burlaban de nosotros a voces. Enseguida el escarnio general se unificó en una sola palabra, novatos, gritada con furia. Más allá de la burla contra nosotros, la palabra parecía expresar una desesperación grotesca. Aquello tenía aire teatral, y hasta operístico, pues se producía después de un silencio solemne. Primero, el toque de corneta nos ponía a todos firmes delante de las mesas, cada uno en nuestro sitio, y sonaba a lo lejos la voz gangosa del cura bendiciendo los alimentos que íbamos a recibir. Luego, la corneta emitía una sola nota breve y aguda, para indicar que quedábamos liberados de la formalidad y podíamos sentarnos y hablar, y en ese momento el alarido unánime, en que enseguida participamos también los novatos con regocijo, se alzaba al cielo con estruendo, como salido de un único pecho: ¡novatos! La segunda vez que emitimos el grito, la corneta volvió a llamarnos a la posición de firmes, y el capitán que estaba de servicio, con la voz alterada por la cólera, nos advirtió de que aquel comportamiento quedaba rigurosamente prohibido, pero al sonar luego el breve cornetazo liberador se repitió el violento grito, un rugido lanzado con rara compenetración: ¡novatos!, al que sucedía una carcajada también general. Aquello ocurrió durante varios almuerzos más. Creo que nadie pensaba que podía tomarse como un juego no inocente, pero nuestros oficiales se mostraban indignados, como si el grito atentase contra el meollo mismo de su autoridad, contra el honor del ejército, qué sé yo. Así, varios almuerzos después, creo que fue el quinto o el sexto día, cuando formamos para la retreta, supimos de boca de nuestros mandos que, como consecuencia de la actitud de indisciplina colectiva en el comedor, el coronel había resuelto que no se concediesen permisos de ninguna clase, ni siquiera en la jura de la bandera. La noticia acabó con los famosos gritos y nos dejó a todos muy mohínos. Lo que más me dolía a mí era saber que no podría ver a Visi. Además, no había tenido ninguna noticia suya, a pesar de sus promesas de escribirme todos los días.
—Yo había creído que no erais todavía novios cuando tú hiciste el servicio militar —dijo entonces la hija mayor.
—Mamá decía que te conoció por entonces, y que empezasteis a veros, pero que os hicisteis novios cuando terminaste la carrera —añadió la mediana.
—Que ella fue a ver la jura de la bandera porque una prima suya tenía un novio haciendo la mili. Ella pasaba los veranos en casa de aquella prima, la que luego vivió tantos años en París —dijo la menor.
El padre permaneció unos instantes caviloso. El viento hizo temblar fuertemente las persianas otra vez y el padre asumía los comentarios de sus hijas y escrutaba con rapidez los espacios que estaba evocando, para descubrir con asombro que la aparente solidez con que se habían presentado ante él aquellos tiempos, cuando el yerno habló de la bicicleta que se había comprado, empezaban a perder densidad, y que surgían aspectos que su memoria no había desvelado. Claro que no fue Visi, comprendió, claro que no, pero no lo dijo.
—Vaya, no éramos novios, pero nos conocíamos.
—¿Os conocíais?
—Nos habíamos conocido antes, por medio de un amigo, de un compañero mío. Digamos que no éramos novios, pero que nos caíamos bien.
—¡Si tanto la echabas de menos, claro que debíais de caeros bien! —exclamó la hija menor, con una risa.
Claro que no era Visi. Era Charo, su prima, recordó él claramente, y la evocación repentina de sus fuertes resoplidos mientras la besaba le devolvió, bien perceptible, un sentimiento intenso de concupiscencia juvenil.
—Vamos, que no erais novios, pero como si lo fueseis —dijo la hija menor—. ¡Mira que prometerte una carta diaria!
—No sabéis lo que eran las relaciones entre chicos y chicas en aquellos tiempos —repuso él, con gravedad—. No podéis ni siquiera imaginároslo.
—¿Poca fluidez? —preguntó el yerno.
La prima de Visi, Charo. Aparecieron las dos con nitidez en su memoria, y no le agradó recordar que, cuando él conoció a Visi, ella era novia de un compañero llamado Isidoro Noval, un muchacho tan pulcro, atildado y circunspecto que en clase había quien le llamaba Inodoro. Pero él se había hecho muy amigo de Isidoro, asistían juntos a conciertos y conferencias, y conocía su relación, principalmente epistolar, con una muchacha de ojos alegres en las fotos, de nombre Visi.
Uno va abriendo las compuertas perdidas en la memoria, las que tienen los goznes más oxidados, y los recuerdos salen poco a poco, como bestias recelosas de una manada antes inadvertida. Volvió a ver a Isidoro Noval, recién llegados los dos a la ciudad después de las vacaciones estivales, contándole que su novia Visi pasaría allí una temporada, de acompañante de una prima y de una tía a la que iban a operar de algo serio. Isidoro tendría facilidad para salir con Visi si a la pareja se unían la prima Charo y él mismo. Además, podían pasarlo bien los cuatro juntos, irían a pasear, al cine, a bailar. Entre el rebaño de la memoria pudo divisar entonces a Charo claramente. Una chica fuerte, de su misma estatura, de manos grandes, cabello negro y piel sonrosada.
Salieron juntos los cuatro, fueron al cine algunas veces, y también a bailar. La convalecencia de la operada se alargaba. En el trance del baile, que entonces se denunciaba por la Iglesia como muy favorecedor de tentaciones carnales, él descubrió, a través de los apretones de manos y del rozamiento de los cuerpos, que la tal Charo, al contrario que la mayoría de las muchachas con las que a veces bailaba, no mantenía ni la tensión muscular ni la distancia que aconsejaba la estricta castidad, y le dejaba acercar el cuerpo, y que en aquella cercanía respiraba con agitación y apretaba mucho los labios, como si en el simple abrazo de la danza encontrase un estímulo para sus sentidos. Incluso a los ojos de un joven poco experto en el trato con las mujeres, como él era, aquellas muestras de entrega no podían dejar de ser notadas, y en la siguiente ocasión, cuando las dos parejas fueron juntas al cine, inició con su mano derecha unas discretas caricias en el brazo de ella, y pudo corroborar que Charo no se oponía a sus avances táctiles.
—¿Poca fluidez? Rigurosa separación de sexos, sacrosanta defensa de la virginidad prematrimonial, férreo control de cualquier escarceo erótico por parte de las autoridades civiles y religiosas —repuso.
Todos se echaron a reír.
—El caso es que iba llegando el día de la jura y el coronel no rectificaba. Ya no solo no gritábamos en el comedor, sino que hablábamos todo el día entre susurros, como ofreciendo el sacrificio de un enmudecimiento voluntario, una sordina que fuese capaz de propiciar el perdón de aquel castigo brutal que había aniquilado nuestras esperanzas de tener algo de libertad tras tantos días de automática obediencia a los cornetazos y a las órdenes gritadas, y tantas horas de instrucción, a menudo sobre aquellas bicicletas que parecían resistirse al pedaleo, siempre con el mosquetón como un apéndice forzoso, anquilosado, de nuestros brazos. Pero después de más de un mes, el coronel seguía sin autorizar los permisos. Ni siquiera se permitían los paseos vespertinos fuera del acuartelamiento.
—¿Os dio permiso, al fin?
—Vinieron muchos familiares a presenciar la jura, y el castigo del coronel gravitaba sobre la ceremonia como una nube oscura. Yo creo que entorpecía nuestros pasos y hasta hacía más inseguras nuestras evoluciones. Para qué contaros: el desfile en bici, con el mosquetón en bandolera, la misa, el desfile a pie, el beso a la bandera. Lo peor era el viento. A eso de las diez se había levantado un viento caliente, que cubrió de calima el horizonte y nos envolvía a nosotros en nubes de polvo. El coronel Tarazona había ordenado plantar un mástil gigantesco, para que en él ondease la bandera, pero el viento llegó a tener ráfagas muy violentas, y hacía moverse el mástil entre crujidos que se unían al flamear de las banderas y al aleteo de las ropas sacerdotales, como otro augurio funesto. Y claro que no hubo permiso. Menos mal que, cuando terminó todo y rompimos filas, pude estar con Visi, que había venido a verme.
—¡Qué romántico! —dijo la hija menor.
Pero la imagen de Visi se había alterado en el recuerdo del padre, como si la de Charo, hecha cada vez más firme, superpusiese sus facciones a las de ella, con la melena sacudida por el viento seco de aquel día. Nada de romántico. Visi le había buscado entre los compañeros, bajo el fuerte sol de agosto. Él le había preguntado por Charo y ella, sin decir nada, le había alargado un sobre cerrado. A él le pareció encontrar en los ojos de Visi una severidad acechante que, a lo largo de todo el tiempo posterior, incluso en aquel mismo instante en que se había visto obligado a evocarla, no pudo descifrar para saber si escondía una certeza y una desaprobación, o si era el gesto de unos ojos que se intentaban proteger de la polvareda y del deslumbramiento de la hora.
Era el rostro de Visi, pero carcomido por una inconcreción que el tiempo parecía haber metamorfoseado en el rostro de Charo. Recordó con exactitud el mensaje que el sobre contenía, y casi sintió otra vez la embestida de aquella inesperada angustia voluminosa, atroz, que suscitaron las pocas palabras caligrafiadas sin cuidado: He intentado llamarte por teléfono, pero no hay forma. No me baja, tienes que saberlo, no me baja. Estoy muy mal, muy mal, desesperada. Ven a verme, ven de una vez, ven ya.
Mientras Charo estuvo en la capital, durante aquellos primeros días del curso, ambos acabaron encontrando los momentos y los escondites que favorecían sus besos atrevidos y unas caricias que habían cruzado las fronteras del pudor, pero ni los lugares que buscaban les permitían mayores intimidades, ni ellos se atrevieron a llegar todo lo lejos que les hubiera gustado, frenados por el miedo a lo que se consideraba una caída fatal, una falta irreparable, sobre todo para una muchacha decente. Pero cuando Charo regresó a su casa, el deseo que sentían el uno por el otro les hizo sufrir mucho la desgarradura de su separación.
Pocos días después, Charo le escribió para pedirle que fuese a visitarla al sitio donde vivía. En su carta, en un envite audaz, ella le decía que iba a presentarlo en casa como novio formal más o menos en ciernes. A él le asustó aquella advertencia, porque temía enredarse demasiado en un compromiso, pero añoraba tanto las caricias recíprocas de aquellos días que no pudo resistirse, y cuando se acercaban las vacaciones de Navidad, antes de ir a su propia casa se acercó a la villa en que Charo vivía.
El disfrute renovado de las caricias y los besos clandestinos le haría solicitar la ciudad que tan cercana estaba a la posibilidad de aquellos placeres, a principios del nuevo año, cuando presentó los papeles para el servicio militar. Y fue a visitarla otra vez durante la Semana Santa, mientras la gente parecía absorta en el trasiego de cirios, procesiones y visitas sacramentales.
No habían llegado todavía a cumplir el encuentro completo de sus cuerpos, pero había entre ellos una confianza y una pericia de antiguos amantes. Él era bien consciente de lo peligroso de su relación. Quiso saber qué opinaba el confesor de Charo de aquel noviazgo, pero ella le contestó que había decidido no contarle nada. Luego él pudo comprobar que aquello no la impedía comulgar en la misa, y sintió la terrible congoja de estar viviendo en el corazón mismo de lo que las ominosas advertencias eclesiásticas denominaban pecado mortal.
En los primeros días de mayo, cuando apenas faltaba un mes para que él se incorporase al regimiento, el tren y el coche de línea lo condujeron de nuevo a la antigua villa en que Charo vivía. También faltaba un mes para que Visi llegase a pasar las vacaciones veraniegas. Volvió a visitar aquella casa muy ceremonioso, y a mostrar sus buenos modales ante la madre de Charo y la hermana menor. El padre había muerto en Rusia, voluntario de la División Azul, pero su capote y su gorra de plato, en el perchero de la entrada, parecían asegurar una ausencia transitoria.
El domingo, después del almuerzo, las hermanas prepararon una excursión a la ermita de la virgen patrona de la comarca. Charo conducía el tílburi, y entre ella y él se sentaba la hermana pequeña, que debía acompañarlos, pero que dejó el carruaje cuando iban a salir de la villa, cumpliendo sin duda un pacto cómplice.
Tras el ascenso a la colina, mientras la caballería ramoneaba cerca de las tapias, buscaron un escondite. La hierba estaba alta, y el pequeño valle ofrecía la quietud de la siesta. No había nadie en el paraje y se abrazaron con ansia, para recuperar los besos que tanto añoraban en sus separaciones. La soledad del lugar, lo cálido de la tarde, los llevaron a un embeleso sin cautelas. Al fin, acostados en la manta del carruaje, una determinación exigente y sin temores ni timideces les hizo alcanzar el encuentro profundo de los cuerpos, tantas veces evitado antes. Luego Charo se echó a llorar y él no sabía cómo consolarla, empavorecido por lo grave del hecho. Le pareció que la luz de la tarde, que antes tenía un reverbero de placidez, había alcanzado un tono desolado.
—Decidí que, si no había permiso, me escaparía. El asunto del permiso se había convertido en lo más importante para todos, como si nuestro futuro, la mínima serenidad de nuestros espíritus, dependiese de ello, como si ya no pudiésemos pensar en otro resquicio de salida hacia la más modesta de las felicidades. Y, sin embargo, el coronel Tarazona no soltaba prenda. Supimos que el siguiente viernes habría unas maniobras nocturnas, en un monte al que a veces íbamos a disparar. Nos dijeron que nuestros desplazamientos, la ocupación de los caminos y del monte, irían acompañados de una sesión de fuego real, disparos de verdad de la artillería de la ciudad desde sus baterías. Se afirmaba que nos darían permiso el sábado y el domingo. Todos lo aseguraban, porque todos querían creer que sucedería así. Pero yo, por si acaso, decidí escaparme aquella noche. Ir a verla.
—¡Y eso que no erais todavía novios!
—¿He dicho que había unos veinte kilómetros, más o menos? Total, en dos horas, a más tardar, estaría allí, y en otras dos horas, de vuelta. Imaginaba que las maniobras iban a llevar bastante confusión, mucho lío, y que uno podía perderse fácilmente, lo que llamábamos escaquearse.
—Me imagino a papá en esa situación, con lo legal que es. Que estabas loco por ella, vamos.
—Necesitaba un plano de carreteras, y al fin lo encontré. El furriel de la compañía lo tenía, y hasta una brújula, y el mismo viernes logré escamotearle las cosas con bastante facilidad.
—Además, seguro que tú estabas dispuesto a todo.
—Claro que estaba dispuesto a todo. Y lo sentía dentro de mí con toda seguridad, convencido de que lo iba a hacer y de que nadie podría impedírmelo.
Parecía que estaba recordando solamente una desazón de enamorado, y tal como sus hijas conocían la relación entre los padres, aquel amor que creían descubrir por primera vez, anterior al noviazgo, las enternecía doblemente. Pero en las evocaciones de él no solo habían aflorado sus planes para la escapada de aquella noche, sino todo el desasosiego de cada jornada. Había destruido la breve carta de Charo, pero su mensaje ardía dolorosamente dentro de él. El porvenir se le presentaba de repente sin salidas que no llevasen a la vergüenza y a la desdicha. Imaginó lo que sucedería en su propia casa, el disgusto de sus padres, todas las obligaciones que acarrearía el asunto: una boda repentina que sería la comidilla y la irrisión de unos y de otros, la urgencia de encontrar un trabajo para dar cobijo y alimento a aquella familia pecaminosamente sobrevenida. Acaso ya nunca terminaría la carrera. Apenas dormía, y el lento paso de la noche rajaba su imaginación como un instrumento de tortura. Sin embargo, de día estaba ausente, medio dormido, y merecía a menudo las amonestaciones de los mandos. Incapaz de pensar en otra cosa, era como si empezase a cumplir las primeras jornadas de un castigo de cadena perpetua.
—Aquella noche me preparé bien. Puse en el macuto ropa de paisano y, cuando mi compañía salió hacia la carretera del monte, me uní al pelotón esperando encontrar una curva en que la carretera cruzaba un pequeño puente. Me detuve allí, simulando que la cadena de mi bici se había salido, lo que era bastante habitual en aquellos cacharros, y mientras mi compañía se alejaba me salí de la carretera, me metí bajo el puente, me cambié de ropa, escondí el macuto y el mosquetón, y esperé a que acabase de pasar todo el mundo. El coronel fue el último. Aquel propagandista fervoroso de la bicicleta montaba siempre a caballo, mostrando una de esas incongruencias que solamente puede permitirse la gente que tiene poder. Pero no os voy a contar cómo fue mi viaje de aquella noche. Pedaleaba, pedaleaba, pedaleaba sin cesar. Unas hojas de periódico arrebujadas en el sillín amortiguaban un poco su implacable rigidez. En algunas ocasiones tuve que bajar de la bicicleta y empujarla para coronar las cuestas. Llevaba una linterna, pero no la necesité, porque la noche era muy clara. Clara y perfumada, pero yo no podía disfrutar de ella. Sin embargo, lo que son los sentidos, aquel aroma a bosque seco, a matorrales veraniegos, con el frescor que había sustituido al calor del día, se filtró por debajo de mi desasosiego y de mis esfuerzos y ha quedado en mi memoria como una especie de tesoro desaprovechado. A lo que voy. Pedaleaba, pedaleaba, pedaleaba. Sin parar. Y dos horas después, más o menos, tal como había calculado, llegué al pueblo. Estaba muy cansado.
Había en él mucho cansancio físico, pero sobre todo una fatiga moral, la idea de que encontrarse con Charo sería avanzar un paso más en el camino tenebroso a que lo había llevado su falta de continencia. El pueblo estaba dormido y ni siquiera se oía ladrar a un perro. Buscó la casa de Charo, y cuando estuvo ante ella dejó la bicicleta apoyada en el muro y recogió del suelo algunos guijarros para llamar la atención de la muchacha lanzándolos contra su ventana, que estaba en una esquina, casi sobre la huerta. Sus esfuerzos no servían de nada, y empezó a llamarla por su nombre en voz baja, Charo, Charo, sin recibir tampoco ninguna respuesta. Con su caserío dormido y oscuro, el pueblo tenía aire de escenografía mortuoria. Al cabo, alguien respondió con un susurro en lo alto, y a la luz del foco de la linterna él pudo descubrir el rostro de Visi, sus grandes ojos brillantes como dos tizones súbitos.
Charo bajó al fin y le abrazó con fuerza, pero en su gesto, en vez de encontrar un tacto angustioso, él reconoció una evidente hospitalidad. Charo lo besaba con avidez, y su nariz exhalaba los conocidos resoplidos del deseo. «Ya me vino», murmuró al fin, «no ha pasado nada, ha sido solo un susto». Continuaba besándole con glotonería, pero él se separó. «Tengo que volver», dijo, comprendiendo que Charo iba a quedar fuera de su vida para siempre. «Me he escapado. Estamos de maniobras», añadió, para justificarse. «¿No te puedes quedar ni un ratito? ¿Ni siquiera media hora?» «No, de verdad. Vine solo a saber cómo estabas.» «¡Si supieras lo contenta que estoy! ¡Si supieras el miedo que he pasado!»
Él recogió la bici y, antes de montar, iluminó con la linterna la ventana en que permanecía Visi mirándoles, y de nuevo los ojos de la muchacha relumbraron como dos pequeños chispazos.
—¿La viste y regresaste enseguida?
—Naturalmente. Me esperaban otras dos horas de camino y no quería llegar cuando todo el mundo hubiese regresado al cuartel.
—¡Qué historia tan romántica!
—¿Y cómo fue el regreso? ¿No tuviste problemas?
—Pues otra vez pedalear, y pedalear. Y tenía que bajarme de la bici para poder subir las cuestas. Cuando estaba cerca, empecé a escuchar los cañonazos, y os prometo que me alegré de llegar a tiempo. Otra media hora, por lo menos. Volví a cambiarme de ropa, recogí el mosquetón y me dispuse a buscar a mi compañía. Los cañonazos, que habían parado, volvieron a escucharse y luego cesaron otra vez. Yo sabía que mi compañía tenía que estar al lado de las ruinas del molino, en un sitio al que habíamos ido ya en un par de ocasiones, y me dirigí hacia allí, pero cuando estaba muy cerca del lugar empezaron a sonar explosiones alrededor, y los fogonazos eran tan enormes que me deslumbraron. Me quedé quieto, pensando que me había equivocado de rumbo, porque la artillería disparaba siempre contra una zona muy alejada, el collado de Matacanes, pero tras una pausa comenzaron a sonar los silbidos de los proyectiles y a explotar junto a las ruinas, y hasta cerca del punto en que yo estaba, y sentí que un puñado de tierra me rociaba la nuca y se me colaba debajo el mono.
—¿Qué hiciste?
—¿Qué iba a hacer? Me bajé de la bici y me tiré al suelo. El bombardeo se detuvo, pero poco después comenzó de nuevo, y os juro que yo me encontraba en medio de aquel campo de tiro, y que la tierra me caía encima en enormes paletadas, y que el suelo retemblaba a mi alrededor como en el más terrible de los terremotos. Confundido, aterrorizado, yo comprendía que tenía que aprovechar la siguiente interrupción para intentar alejarme de allí. Me levanté, monté en la bici, y entonces escuché una voz a mis espaldas, entre unos arbustos, una voz de mando que me devolvió al automatismo de tantas jornadas. «¡Soldado!», repitió la voz. Me acerqué y, a la luz de una lámpara de petróleo, descubrí, agachado, al coronel Tarazona. A su lado, un ayudante daba vueltas con desesperación a la manivela de un teléfono de campaña, y otro soldado, sin duda el corneta, lloraba atenazado por lo que me pareció un ataque de nervios insuperable. «¡A la orden de usía, mi coronel!», dije yo, porque a los coroneles se les trataba de usía. «¿Nombre y compañía?», preguntó él, y se lo dije. Entonces me habló como si sus palabras estuviesen recogiendo su última voluntad. Tenía los ojos desorbitados y un resuello al hablar que parecía asmático. Yo debía regresar inmediatamente a la carretera y dirigirme al punto equis, que al parecer era un corral de tapias descascarilladas cercano al recodo de un bosquecillo que había, y buscar allí al capitán Estrugo para transmitirle la orden de retirada general, y que localizase por el medio que fuese a los artilleros de la ciudad para que detuviesen el fuego, porque sin duda se habían equivocado en los cálculos y estaban bombardeando nuestras posiciones, en vez de tirar contra el monte. «¡Por el medio que sea!», gritaba el coronel Tarazona. Aproveché la calma, monté en mi bici y pedaleé con todas mis fuerzas. Mientras me alejaba, las bombas volvían a caer en la zona del molino. Menos mal que no hubo más bajas que el caballo del coronel. Y yo me encontré con que se me citó en el parte, por el valor que había demostrado aquella noche. Y me dieron una semana de permiso.
—Que aprovechaste para estar con mamá.
El padre no contestó nada. Miraba al fondo, a la lejanía, más allá de la terraza. Lanzó un resoplido.
—¡Qué me vais a contar a mí de bicicletas! —exclamó.