PAÍS RELATO

Autores

josé ignacio becerril polo

el corazón del héroe

Preámbulo (Los amantes)
Traman los dioses la destrucción de los mortales para que los venideros tengan algo que contar.
Homero
La cálida luz del sol baña sus cuerpos desnudos. Agotados tras pasar toda la noche haciendo el amor, el amanecer les ha sorprendido dormidos sobre la arena de una cala perdida. Apolo parece dar su beneplácito a la consumación de la pasión haciendo refulgir con mil tonos púrpuras y violetas la superficie calmada del mar, y Posidón, complacido también, las mece con suaves olas para devolverlas en forma de brillantes reflejos a un cielo sin nubes.
La propia tierra parece haberse detenido a reposar tras la intensa fogosidad nocturna de los amantes. Sólo queda en ellos paz, ternura y la certeza de que son el centro de la creación. Momentos tan perfectos ni los dioses se atreven a perturbarlos. Cuando despierten, el ardor retornará a sus corazones, y de nuevo la naturaleza verá colmada la fuerza de la vida en su seno.
Son jóvenes, viven el presente y poco les importa el futuro. El destino les ha unido lejos de sus países, y ha bastado una mirada para que, con la fuerza del más poderoso de los rayos de Zeus, un amor y una pasión como nunca antes se había presagiado ni en los más locos augurios de los mismos oráculos surja irrefrenable.
Y ahora, tras dar rienda suelta a su desmedido furor, descansan plácidos sobre la arena de la playa, felices como solo los pocos elegidos que han encontrado a su alma gemela entre todas las que habitan este mundo de sombras, pueden atreverse siquiera a soñar.
Ambos saben que no hay paz salvo en los brazos de Héctor. Que no hay fuego sino en los labios de Aquiles.
Primera parte: El reencuentro
Combatid con firmeza cerca de las naves, y si cae herido o muerto alguno de vosotros, no os apene, porque es dulce morir en defensa de la patria, y el que sucumba salvará además a su mujer, a sus hijos y a su patrimonio todo cuando los aqueos retornen a sus naves la querida tierra de sus mayores.
Ilíada, Canto XV
Héctor, príncipe de Troya, presencia el desembarco aqueo. Ve sus queridas playas mancilladas por aquellos indeseados visitantes y una pesadumbre llena de malos presentimientos le acongoja el pecho. Siente temor por su adorado país, su hermosa patria a punto de ser profanada por sus indignos pies. Toda su vida ha perseguido la paz, conocedor de que sólo en su regazo se encuentra la felicidad de sus súbditos. La gloria y la conquista únicamente sirven para traer amargura y pesar a la gente corriente, que acaban pagando la ambición y la avaricia desaforada de sus dirigentes. Él siempre ha estimado que su labor como gobernante era traer el bienestar a su pueblo, no las desdichas de la guerra. Y ahora, todo parece perdido. Sus esfuerzos han sido vanos, enfrentado a unas circunstancias que le sobrepasaban. Comprueba una vez más que es un mero instrumento en manos de traviesos diosecillos para los que la vida y la muerte son un mero entretenimiento.
En el mejor de los casos, aquel enemigo será rechazado, a costa de un inmenso sacrificio de vidas y bienes. En el peor, nada de lo que ha conocido y querido perdurará, arrasado por su codicia. Piensa en sus amigos, en su familia, en ese inocente hijo que recién empieza a vivir y que ya tiene sobre sí la tijera de la Moira. No hay justicia en aquel mundo de dioses y monstruos. No para los mortales que apenas pueden aspirar a que su existencia en esta tierra olvidada sea lo menos penosa posible.
Sin embargo esa posibilidad es su mejor ventaja frente al invasor. Observa a los jinetes que le acompañan. Sus rostros reflejan su miedo, la inquietud de quien teme perderlo todo. Arriesgan en esta guerra más que aquellos infames que se despliegan delante de ellos. Allí se decidirá no solo su supervivencia, sino el futuro de sus allegados, de sus seres queridos. Si sabe inspirar en sus corazones el ánimo que necesitan para hacer frente a aquel peligro, no todo estará perdido. Por grande y fiero que parezca el ejército enemigo.
Contempla a su izquierda cómo unos sacerdotes hacen unos exvotos pidiendo ayuda a los dioses. Sonríe con disimulo. Por mucho que luego en las leyendas probablemente se narrase lo contrario, para solaz de ingenuos y beneficio de los templos, los dioses no bajaran a combatir con ellos ni a ayudarles mientras vierten su sangre en el campo de batalla. No, ellos solo abandonan su reino dorado para solazarse con alguna mujer o participar en alguna orgía. E incluso en la mayoría de las ocasiones estas incursiones solo son ingeniosas excusas de alguna muchacha ligera de cascos para justificar debilidades pasajeras. Si realmente existían, los dioses debían estar muy ocupados en sus propias cuitas, cuando tan ajenos permanecían ante semejante iniquidad. Pero bueno, tal vez ellos no, pero puede que la devoción que despiertan en las gentes simples pueda resultar de provecho en los malos momentos que se acercan. La fe también constituye un importante arma en aquel desatino. Un soldado combate mejor si cree que un dios le acompaña, o su general está ungido por ellos. Aunque él sabe bien que únicamente ayudan a quien previamente ya se la ha ganado con sangre y sudor su favor.
Ordena a su escolta que permanezca en aquel punto mientras parte para investigar de primera mano la cantidad y fuerza del desembarco. Son numerosos como granos de arena, más de mil naves ansiosas de destrucción y rapiña. Hará falta mucho valor para enfrentarse a ellos. Y mucha astucia. Confían en él para liderar la defensa. Se sabe querido y respetado, pues siempre ha sido prudente y ha puesto por encima el beneficio de la ciudad frente al suyo propio. Cualquier decisión que adopte será obedecida con el convencimiento de que no habrá otra mejor. Sólo espera estar a la altura de lo que se le pide.
Un grupo de guerreros, con corazas y grebas negras como la pez, llama su atención. Son disciplinados, mucho más organizados y preparados que las caóticas tropas que los rodean. Al fijar su atención en ellos con más detenimiento, nota como en su pecho el corazón se le desboca. Los reconoce, y también al hombre que los comanda. El mejor guerrero jamás conocido. Héctor percibe que por un momento el mundo a su alrededor desaparece, y su mente se llena de recuerdos.
Aquiles, príncipe de los mirmidones, descansa sobre una roca mientras sus hombres se afanan en montar su campamento. Los contempla orgulloso. Sabe que son la mejor milicia que pisa la tierra, y que su lealtad es a prueba de fuego. Mil veces ha peleado capitaneándolos, y mil veces ha demostrado ser merecedor de su admiración y respeto. Son soldados, viven y mueren para luchar, pues saben que nacieron para que hasta los mismos dioses reconocieran su coraje. Ahora, ansiosos por entrar en combate, conocedores de que se preparan para la mayor batalla que conocieron los siglos, se esfuerzan entusiastas por ser merecedores de acompañar a su amado líder en ella y cumplir su destino.
El joven Patroclo, su favorito, se prodiga de un lugar a otro coordinando el desembarco. Trata de complacerle y, al descubrirse observado, su bello rostro se ilumina con una sonrisa. Aquiles se la devuelve. Su cuerpo endurecido y lleno de viejas heridas se relaja. Desde hace años no ha parado de luchar en una guerra tras otra, y solo el lecho y la ternura de aquel muchacho ha sido consuelo y reposo para su alma inflamada por el odio y el resentimiento. Pero ahora cree que por fin ha llegado la hora de alcanzar la gloria que los héroes merecen, y que tal vez su ansia de sangre derramada por fin se colme en tan descomunal contienda. O, al menos, encuentre la paz que únicamente la muerte en combate otorga a los que son como él. No le importa ni acaba de entender el motivo que ha llevado a los aqueos a unirse contra aquel adversario. Ni siquiera respeta al reyezuelo que los comanda. Pero es un guerrero nato, y no hay sitio en el mundo para él donde estar que no sea aquel.
Sin embargo una sombra envuelve su alma. Un fantasma del pasado, el detestado origen de aquello que es ahora y en lo que se ha convertido. El ser que le hizo abjurar de la alegría y la felicidad que hasta entonces llenaba sus días, y aborrecer cuanto de bueno hay en la existencia. Quién le robó la ilusión y la alegría. El hombre al que ahora descubre vigilándolo a caballo sobre la colina. Héctor, príncipe de Troya. Su mente se llena de recuerdos, y escupe sobre el polvo que mancha sus sandalias.
Héctor lleva muchos años siendo general de los ejércitos iliotas. Su padre, Príamo, ha delegado en él la mayor parte de las responsabilidades del buen gobierno de su ciudad. A pesar de la supuesta preeminencia del consejo de ancianos, al final siempre recaen en él las decisiones de las que depende la felicidad de su pueblo. Se sabe amado y respetado, y continuamente recibe signos del cariño que le profesan quienes le rodean. Cariño, por otro lado, ganado día a día con esfuerzo y dedicación. Porque también él adora la tierra que le vio nacer. Cada grano de arena, cada hoja de sus higueras y encinas, cada piedra de sus caminos. Está dispuesto a derramar toda su sangre por ella si hiciera falta. Pero ahora su mente evoca un tiempo en el que no dependían de él miles de seres humanos, ni debía rendir cuentas a nadie. En el que únicamente debía preocuparse de cargar su escudo y su espada, y que era libre para decidir en cada momento lo que iba a hacer en el siguiente. Un tiempo en el que viajó por el mundo en busca de aventuras, con el único afán de que su nombre fuera cantado por sus gestas. Un tiempo en el que participó en misiones arriesgadas y memorables, en hazañas fantásticas e inolvidables junto con otros jóvenes de toda la Hélade, ávidos como él de fama y aventuras. En el que conoció el amor en los brazos de uno de esos compañeros, el mejor de todos, y lo saboreó a grandes tragos.
Recuerda cómo cada mañana se despertaba junto al cuerpo del amado, satisfecho y ahíto de placer, y sólo con contemplarle comprendía que su mundo estaba completo. Cómo recorría con la yema de los dedos cada centímetro de su piel, dando gracias a los dioses por poder gozar de él, fundirse en él. Cómo se detenía jubiloso sobre la cicatriz de su brazo, aquella causada en el combate contra aquel descomunal bandido que llamaban el Toro. Ahí habrían acabado sus andanzas si tras tropezar y caer a los pies del coloso, no hubiera sido salvado en el último momento por su entonces camarada, que se llevó aquella tremenda cicatriz como recuerdo. Le debía la vida. Pero no sólo la de su cuerpo mortal, sino la de su propio espíritu, dado que después conoció a su lado la auténtica felicidad, la dicha inconmensurable de saber dónde y con quién quería pasar el resto de su vida.
Luego sobrevino el desastre. Llevaba meses fuera del hogar, perdido de todos y de todo, cuando un emisario de su padre le encontró y le participó terribles nuevas. Le necesitaban en su tierra natal, para sofocar una grave revuelta que amenazaba la vida de toda su familia. Si no regresaba con prontitud, sus padres y hermanos acabarían siendo pasto de los buitres. Él era el primogénito, el único con fuerza y resolución para hacer frente al inminente peligro.
Fue como despertar de un sueño. Sumido en las libaciones del placer, en el gozo de la entrega absoluta al amor, había olvidado quién era y de dónde provenía. Cuál era su deber en la vida. Quiso resistirse, olvidar, negar la realidad. No podían pedirle que renunciara a la felicidad. Recorrió las salas del palacio desolado y desesperado, tratando de buscar una salida a lo inevitable. Ni siquiera se atrevió a contarle la terrible nueva a su amado. Le conocía. Sabía que para él únicamente existía la pasión, el fuego del momento. No entendería el sacrificio que se veía obligado a hacer. Imploró a los dioses por una escapatoria, una respuesta a tan terrible dilema. Y, tras derramar lágrimas de sangre por su cruel sino, decidió partir en la oscuridad de la noche, clandestinamente, incapaz de enfrentarse al rostro de su adorado. No solo tuvo miedo de no poder de mantener su resolución cara a cara con quien lo era todo para él. También creyó que tan cobarde conducta le ayudaría a olvidar pronto. Si le decepcionaba tan intensamente, tal vez le fuera menos doloroso de asumir. La aflicción por su abandono se transformaría en desprecio, y, con el tiempo, quizás en olvido.
Más tarde, las tribulaciones de cada día le consumieron hasta tal punto que casi llego a olvidar aquella época de su vida donde fue dichoso, y donde sólo pedía a la vida despertarse abrazado al cuerpo del amado. Al menos mientras el sol brillaba.
Se convirtió en Héctor, el príncipe, y renunció para siempre a ser Héctor, el hombre.
Aquiles descubre su figura recortada en la colina y también recuerda. El sufrimiento de la pérdida, del rechazo, regresa a él. La amargura del lecho vacío y frío, la insoportable falta de respuesta a sus llamadas, la llaga en su pecho al saberse traicionado y abandonado, sin una palabra, sin una explicación. Cómo explicar lo que sintió al ver que todo su universo se derrumbaba. Cómo asumir que, cuando por fin crees haber encontrado todo lo que demandas a la vida, cuando por fin las dudas, la soledad y la tristeza que siempre te han acompañado desaparecen como lejanos recuerdos, todo resulta ser una sucia mentira y de nuevo te ves arrojado a las tinieblas.
Ante la imposibilidad de soportar tanto dolor, únicamente le quedó el recurso de sustituirlo en su quebrado interior por el más profundo y desmesurado odio. Odio al traidor causante de sus males, pero también a la vida, al semejante, al mundo. Odio que inundaría a partir de entonces sus venas de irracional coraje y lo lanzaría una y otra vez de un campo de batalla tras otro, en los que nunca halló sangre suficiente con que aplacar el crudo desierto que le quemaba las entrañas.
Y ahora, cuando había logrado convivir con el rencor y el desengaño, apaciguar la bestia que le devoraba por dentro, aparece de nuevo el causante de su miseria. Bueno, ya sabía que iba a suceder. Casi, de algún modo, inconscientemente, lo deseaba. Había llegado el momento de enfrentarse con sus demonios.
Sin embargo, aunque trata de hacerlo con todas sus fuerzas, no consigue odiarle. No, no es odio lo que arde en su interior. Por un instante, tiene miedo de averiguar qué es lo que realmente siente.
Segunda parte: Los Hados
No advierte su mal el insensato hasta después que lo ha sufrido.
Ilíada, Canto XX
Por fin está ahí. Después de innumerables reyertas, después de pelear hasta la extenuación, de enfrentarse a todos y a todos, ha llegado el ansiado momento. Mientras rechaza los ataques de decenas de espadas y lanzas que buscan con saña su carne, mientras desgarra una y otra vez músculos y vísceras que se desparraman por el suelo, formando barro y rojos charcos, por fin distingue entre la maraña de cuerpos que combaten la célebre armadura de Aquiles. En los escasos segundos en que el fragor de la disputa le permite pensar, nota como su estómago se contrae de ansiedad ante un encuentro tan anhelado como temido. Por debajo de la rabia y la excitación de la disputa, surge una emoción más profunda e intensa, como si en vez de ser un guerrero que lucha por su vida fuera un adolescente que se cruza inesperadamente con el objeto de sus secretos y anhelados afanes.
Ha pasado mucho tiempo esperando que ocurriera. Pero ahora se siente aterrado. Lo que no consiguen los maliciosos filos de las armas enemigas, lo causa su simple presencia a unos pasos. No imagina cuáles serán los sentimientos del que, hace ya una eternidad, fue su amante, el único ser por el que hubiera estado dispuesto de renunciar a todo. Su único y desventurado amor verdadero. Ahora, por fin, debe enfrentarse a él en combate cuerpo a cuerpo, y no sabe cómo va a reaccionar. O cómo reaccionará él. Sólo que ha soñado mil veces con volver a verle.
Aquiles lleva mucho tiempo sin batallar. A causa de una desavenencia con Agamenón, líder del ejército aqueo, por culpa de una esclava llamada Briseida que fue sustraída de su parte de botín, el legendario guerrero se había negado a continuar participando en la expedición. Aquello había constituido una afrenta a su honor y una desconsideración a su condición. No es que le importaran los bienes, siempre fue generoso al extremo y despreciaba cualquier posesión material. De qué le servían si cada día podía ser el último. «Caronte no deja llevar equipaje a sus pasajeros», solía decir. Pero le dolió en su amor propio, y aquello si que le afectaba en extremo. Así que, sin pensarlo dos veces, le llamó cara de perro y juró que únicamente volvería a la contienda cuando el fuego enemigo alcanzase sus propios barcos. Así era el deiforme Aquiles. Orgulloso, impulsivo, tenaz. Incapaz de refrenar sus impulsos pero terco en mantener sus decisiones, fueran o no acertadas. Tan decidido en el combate como fuera de él. No retrocedía un paso jamás, ni en la lucha, ni en la vida.
Mil veces se había arrepentido el Átrida de su desafortunado desliz al arrebatarle aquella bella sacerdotisa. Creyó que ese gesto serviría para reafirmar su autoridad sobre el afamado guerrero, pero no conocía la testarudez del mismo, quién montó en cólera y se negó a seguir apoyándole. Así que por su torpeza y prepotencia ahora se veía privado de quien podría ser el elemento decisivo para darles una victoria que se le escabullía constantemente y cada vez parecía alejarse más. Desde su retirada, las escaramuzas entre ambos bandos se habían sucedido sin que la suerte se decantase claramente por uno u otro.
Esta sangría de vidas había provocado que numerosos jefes aqueos pidieran y suplicaran a Aquiles que retornara a la lucha, e incluso el propio Agamenón estaba dispuesto a reparar su afrenta como fuera. Pero ya era tarde. Nada hace retractarse al Pelida. Nunca.
«Hasta ahora», piensa Héctor. Esquiva los ataques que le dirigen aquellos mirmidones engendrados para pelear, y recorre pesadamente los metros que le separan de él, sintiendo como la excitación crece en su seno. Aparta de un empellón a un infante que se interpone y consigue encararse de una vez con Aquiles. Permanece quieto, impávido, incapaz de asumir el tropel de sentimientos que le embargan. Por un momento el aqueo, envuelto en su magnífica armadura, se queda inmóvil, reconociendo al general enemigo. Luego, con un grito, se lanza contra él espada en alto.
Aquello pilla por sorpresa al troyano. No esperaba una reacción tan agresiva. A pesar de que oficialmente son rivales y que sin duda debería resultarle lógica, por algún extraño motivo no creía que el ataque se produciría de un modo tan furibundo e inmediato. No después de lo pasado. Era como si fuera un completo desconocido. Como si hubiera olvidado todo lo que pasó entre ellos. O, tal vez, recapacita con dolor, para él no fue tan importante como lo había sido para Héctor. Aquello le duele profundamente, pues nunca ha podido borrar de su memoria y de su corazón aquellos días que pasaron juntos. De hecho, los considera la única vez que ha sido realmente libre, que ha sido auténticamente él, y no el prudente gobernante en que se ha convertido, o le han convertido. Apesadumbrado, se aparta de la trayectoria de la hoja con un ágil movimiento, sin atreverse aún a contraatacar.
Continúa esquivando una tras otra las acometidas que le dirige aquel cuyo recuerdo ha llenado sus noches de fantasías, sintiendo como el pecho se le contrae ante cada ataque. Piensa taciturno que hay sueños que es mejor que no se cumplan, pues traen consigo el acre sabor del desengaño. Hasta que la facilidad con que los repele empieza a extrañarle. Este no es el vigor y la pericia del gran guerrero con el que se instruyó años ha y compartió tantas aventuras y andanzas. No, aquellas embestidas no son propias de un soberbio campeón, sino de las un simple soldado, bien entrenado, pero poco más. Suspicaz busca en los ademanes y las formas de aquel con el que cruza sus armas el semblante que tan bien conoce, y atónito intuye el ardid. No es más que una burda treta, una estratagema destinada a recuperar la maltrecha moral de las tropas aqueas y llenar de temor las troyanas, haciéndoles creer a unas y a otras que el Pelida retornaba al combate. Pero aquel que porta la magnífica y famosa armadura no es el divino Aquiles, sino un triste remedo, un torpe imitador. Probablemente, alguno de sus hombres de confianza.
Pero él le conoce demasiado bien, ha rememorado cada uno de sus rasgos en su lecho durante tantos años que es imposible engañarle tan fácilmente. Y tras los primeros lances, comprende que aquel petimetre no es un rival a ser tenido en cuenta. No puede evitar experimentar una cierta sensación de alivio, pues tras la decepción sufrida aún puede mantener viva la esperanza de que el reencuentro con Aquiles sea, de algún modo que no puede llegar a entender, distinto, especial. Sin embargo la realidad de la pelea se impone y tiene rápidamente que aprestarse a tomar las riendas del combate si no quiere sucumbir ante aquel advenedizo. No cabe duda de que se trata de alguien valiente, pero insignificante para su destreza. Haciéndole una finta le golpea en el yelmo, derribándolo y provocando que lo pierda y ruede hasta sus pies. Sintiéndose descubierto, el usurpador del atuendo de Aquiles gira sobre sí mismo y, retirándose, recupera el casco y vuelve a colocárselo, confiando en que el engaño no haya sido descubierto. Pero es tarde. Héctor le ha reconocido, y nuevamente el asombro asoma a su rostro.
Patroclo. De todos los lugartenientes de Aquiles con los que podría haberse enfrentado, los dioses le han enviado precisamente a Patroclo. Aquel joven es precisamente quien calienta la cama de Aquiles por las noches desde hace muchos años. Tras los primeros instantes de sorpresa, por primera vez en mucho tiempo, Héctor siente como la ira le consume enturbiando su raciocinio. La nota bullir en su interior, arrasándolo todo y haciéndole perder el control de sus emociones, enajenado por algo que hasta ese momento nunca había padecido, y ahora es un fuego que le devora las entraña: los celos. De algún modo siente que aquel es su competidor. No en la batalla, sino en el corazón de su antiguo enamorado. Su sustituto. Aquel desdichado es quien le ha arrebatado el lugar a su lado y quien disfruta de lo que el destino le ha negado a él.
No puede contenerse. Lo que le empuja es más intenso que cualquier otro sentimiento que haya experimentado jamás, más devastador que cualquier pasión que haya sentido nunca. Aquel muchacho que delante de él recompone sus armas dispuesto a seguir combatiendo, representa todo lo que él hubiese querido ser si hubiese podido. Es la constatación viviente de su error y su condena. De la angustia que consume sus silencios ante la aterradora sospecha de que a lo mejor se equivocó, y que su renuncia a la felicidad ha sido absurda y vana. De que los eternos se mofan en las alturas de él, sabedores de que, dado que los mortales únicamente disponen de una vida, no pueden permitirse el lujo de desperdiciarla.
Aprieta la empuñadura de su espada y mordiéndose los labios hasta sangrar se lanza contra él. No le da ninguna oportunidad. Como un león jugando con un ratón, le asesta golpes aquí y allá, produciéndole innumerables laceraciones por las que deja que su vida se derrame, mientras su víctima trata impotente de defenderse al límite de sus posibilidades. Se muestra tan despiadado y sanguinario, se recrea hasta tal punto en el padecimiento del contrario, torturándole con saña, que sus propios hombres apenas pueden reconocer en él al templado y justo líder que siempre les ha exigido honor en la batalla. Aquel que odiaba tanto la guerra como dominaba sus secretos. Le hace pagar a aquel inconsciente todos los años de dolor que la separación de Aquiles le ha provocado, y que sale a raudales a través de su espada. Ni siquiera cree que tenga culpa alguna en lo que pasó, pero tanto sufrimiento no le cabe más dentro y le desborda como un río desbocado trocándose en crueldad. Cuando por fin acaba con la agonía de Patroclo hundiendo su espada definitivamente en su vientre, se produce un consternado mutismo a su alrededor. Aquello no ha sido una pelea, sino una ejecución. Los hombres luchan y mueren, pero aquel pobre muchacho ha sido brutalmente sacrificado en pago de pecados que le eran tan ajenos como desconocidos.
Cuando Héctor se incorpora, cubierto de sangre y sudor, agotado y consumida ya la hiriente rabia de los celos, recupera su juicio, y una sensación de vacío y cenizas le abrasa el estómago. Comprende que ha sucumbido a sus más bajos instintos, que ha actuado con el corazón y no con la cabeza. Se arrepiente y aprieta sus puños hasta hacerse daño. Ha cometido un hecho indigno, profanado una ley ancestral. Pero ya es tarde, nada puede hacer. Gira sobre sus talones y sin más se retira, dando por concluido el combate. Ningún soldado de uno u otro bando se atreve a poner en cuestión aquella orden tácita. Simplemente bajan sus brazos, recogen los despojos y marchan cada uno a su campamento, en silencio. Aquel día ha muerto algo más que un joven guerrero. Se ha extinguido algo delicado y tierno como un pajarito. Tal vez, un pedazo de la poca inocencia que ya queda en el mundo. Porque si el noble Héctor actúa así, ¿qué esperanza queda ya para nadie?
Cuando Aquiles conoce la noticia, enloquece. Ruge como una bestia herida y destroza cuanto halla a su alrededor. Los presentes interpretan que la muerte de su amante le ha enajenado, y aprecian cuánto debía quererle. A nadie le extraña tal reacción. Es Aquiles. Pero tampoco nadie sospecha que la realidad es mucho más sombría. Una aciaga ironía del destino. El ser que más ha amado ha acabado con la vida del único consuelo que la vida le había proporcionado. Aquel que en su día se llevó su ilusión y su alegría, ha regresado para acabar con el único bálsamo que le aliviaba el ardor de su herida nunca cerrada. Jura matarle, degollarle como a un cerdo.
Quien presenció aquellos instantes juró después que no quedaba ya nada de humano en aquel cuerpo colmado por el odio y el dolor. Y, sin embargo, la noche le prepara aún una nueva sorpresa que demostrará una vez más hasta qué punto los seres humanos somos simples marionetas en manos de los dioses.
Poco a poco la oscuridad va cubriendo el campamento aqueo como una premonición, y las tinieblas atenazan los vientres de los soldados que están de guardia. Todos saben que a la mañana siguiente tendrá lugar el combate más increíble que jamás contemplaron los siglos. Los dos héroes más prodigiosos del mundo conocido cruzaran sus armas, y decidirán con ello el destino de reinos enteros.
La pasión y bravura de Aquiles contra la pericia y templanza de Héctor. Y, sin embargo, ganase quien ganase, en el fondo todos intuyen que algo extraordinario se perderá.
Aquiles afila sus armas, huraño, sumido en negros pensamientos. Nadie se atreve a acercarse a su tienda por temor a sufrir su cólera arrolladora. Trata, concentrándose en la actividad manual, de distraerse y evitar que la rabia le devore. Una sombra aparece en la entrada de su tienda. Apenas la vislumbra salta como impulsado por un resorte y la encara con la punta de su espada, dispuesto a dar justo castigo al incauto que ha osado interrumpirle. Pero la sombra ignora el hostil recibimiento, y haciendo gala de una ausencia total de prudencia, se introduce lentamente en su tienda ajena al peligro que corre. Va enfundada en una larga túnica con capucha, y avanza majestuosa hasta el fuego que arde en el centro de la cámara. Las leves llamas le arrancan extraños reflejos que dan un matiz irreal a la escena. Cuando el visitante descubre su rostro, Aquiles palidece. Incrédulo, descubre el desolado semblante de Héctor, que, con los ojos henchidos de tristeza y amor, le observa en silencio.
Tras unos segundos en los que la tremenda sorpresa no le deja reaccionar, su alma de lobo se rebela y da un enorme salto dispuesto a hundirle el frío metal en sus entrañas. Nada parece poder evitar que tome justa venganza del causante de sus desdichas, pues este permanece inmóvil, sin ofrecer ninguna resistencia. Pero la hoja se detiene apenas un centímetro antes de penetrar en la carne. El odio le consume, pero algo le impide, por primera vez en su vida, dar rienda suelta a sus emociones. O tal vez algo aún más poderoso se han impuesto en su atormentado y convulso cerebro.
Héctor muestra sus manos desnudas revelando que viene desarmado y dispuesto a asumir el castigo que Aquiles le quiera imponer. Le mira con infinita ternura y, sacando fuerzas de lo más profundo de su alma, le dice con voz apagada:
—Aquí estoy. No puedo imaginarme el dolor que te he causado. Y sólo intentarlo me llena de tal amargura que daría cualquier cosa por poder evitártelo. Si crees que matándome aliviaré tu pesar, hazlo ahora. No necesitas esperar a mañana.
—¿Cómo te atreves a venir a mi presencia? ¿Cómo puedes siquiera dirigirme la palabra? Una muerte no bastaría para ti. Debería despedazarte en cien trozos y luego ir a buscar tu espíritu al Tártaro para rematarte una y mil veces.
—Hazlo si es lo que deseas. Pero antes deja que te hable, aunque sea por última vez. Necesito contarte algo que me consume como no hay fuego capaz de hacerlo. Creí que te había olvidado, que había conseguido sepultar tras el cariño de mis allegados y la devoción de mi pueblo todo lo que una vez fui para convertirme en lo que debía ser. Creí que sería capaz de enfrentarme a los recuerdos y refrenarlos como he hecho con mi propia felicidad todos estos años. Porque has de saber que desde que te abandoné no he vuelto a conocer la risa ni la dicha. No he sido yo mismo ni una sola vez en mi vida, y aunque he gozado como el que más del amor de una familia, el consuelo de una mujer que me ama y la suprema bendición de un hijo, si pudiera elegir mi destino sólo desearía volver a aquella playa en la que por primera vez nos amamos, y olvidar todo y a todos.
—Palabras, palabras. Siempre fuiste hábil con ellas. Pero la verdad se oculta tras ellas. Son los hechos quienes nos conforman y nos moldean frente a los dioses y la posteridad. Y tú sólo eres un cobarde que te escondes tras los demás para negar tu auténtica esencia. Un miserable cobarde. Cobarde, cobarde…
Aquiles tiembla sumido en una gran agitación, sin poder evitar que sus mejillas poco a poco se cubran de lágrimas. Sus músculos se tensan al límite, como si pugnaran entre sí por acabar de hundir de una vez el filo de bronce entre las costillas de Héctor. Este a su vez sigue inmutable, quieto, con los brazos abiertos en señal de entrega.
Los ojos al fin se encuentran y en ellos se reconocen como lo que en realidad son. Y, contra todo pronóstico, como si la naturaleza se hubiese vuelto loca, el león deja de ser león, los sentimientos ganan a las razones, y una vez más los dioses y los hombres deben asumir que no poseen el más mínimo dominio sobre su destino y sus acciones.
La espada cae y los cuerpos se unen en un abrazo infinito. El divino Aquiles, el de los pies ligeros, y Héctor, domador de caballos, príncipe de Troya, desaparecen para convertirse en lo que no pueden evitar ser. El mundo se desvanece a su alrededor, y únicamente quedan dos cuerpos que se desean con tanto anhelo que parece que se quieran devorar mutuamente. El amor recupera el control y no permite que nada ni nadie se interponga entre ellos.
Esa noche dura para los amantes más tiempo del que nunca existió en el cosmos. Es tanto el fuego, la pasión y los besos que se dan, que desbordan su lecho y se extienden por todo el firmamento, contagiando y calentando el interior de todos los seres vivos, que, inconscientemente, esa noche se ven invadidos por una fogosidad inesperada e irrefrenable.
Y es en ese preciso instante cuando los dioses comprenden que no existen, que nunca han existido, que apenas son locas quimeras en la boca de unos pocos ilusos que tratan de negar en su nombre que el corazón es lo único que guía y guiara al ser humano en su viaje a las estrellas, porque es lo único auténtico que hay en él.
Horas después, agotados y felices, reposan fundidos en un solo cuerpo. Aquiles se incorpora levemente y susurra en el oído del amado:
—Somos los seres más afortunados del universo. Se nos ha concedido algo más importante que la gloria, que la victoria o la fortuna. Algo de los que muy pocos seres han gozado desde el principio de los tiempos. No dejes que nada nos lo arrebate de nuevo. No existe nada salvo nosotros. Nadie salvo nosotros. El mundo acabará mañana, pero nosotros seguiremos siempre. Que Troya se consuma en mil fuegos. Que los aqueos llenen con sus cadáveres el mar. Mueran todos mañana, mientras nosotros permanezcamos juntos.
Héctor le abraza dulcemente y lo atrae hacia sí para que apoye la cabeza sobre su pecho. Le acaricia dulcemente el cabello hasta que nota por su respiración que descansa plácidamente. Pasa el resto de la noche observando la luna a través de los pliegues de la tienda, incapaz de conciliar el sueño.
A la mañana siguiente, Aquiles se despierta en un lecho vacío.
Tercera parte: El combate
¡Héctor, a quién no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente.
Ilíada, Canto XXII
Aquiles brama como un toro enfurecido. Es la viva imagen de la locura, rabiosa y sedienta de destrucción. Armado con su lanza y con su escudo, sus ojos son dos tizones ardiendo que le atraviesan.
Héctor comprende su estado. Ha sido abandonado por segunda vez. Pero, ¿cómo explicárselo? Cómo hacérselo entender, si casi ni él mismo puede hacerlo. Pero ya es tarde, la decisión ya fue tomada, y sólo queda hacer frente a sus consecuencias. Deben luchar, uno de los dos debe morir, y del resultado del combate dependerá la vida de muchas otras personas. Porque si Aquiles combate por él y su dolor, Héctor lo hace por muchas causas. Tantas como habitantes de Troya. O al menos así quiere creerlo.
Empuñan sus armas y se observan tensos, estudiándose, dispuestos a derramar su sangre hasta la muerte.
Héctor sabe que nada refrenara el ansia de revancha del dolido Aquiles. Su resentimiento es lo único que le separa del abismo de sufrimiento que le ha causado. Si pudiera, trataría de hablar con él y exponerle las razones de su actuación. Tal vez si… No, hay cosas que no pueden ser entendidas, solo vividas. Y Héctor, al amanecer, con la luz del sol filtrándose sobre ellos, había comprendido que ese día el combate tenía que tener lugar, y que ambos debían enfrentarse hasta la muerte. Era inevitable. Al levantarse del tálamo y partir, tuvo la sensación de que se quebraba por dentro y que lo más importante de él quedaba ya para siempre marchito en aquel lugar. Besó por última vez su bello rostro y dejo unas tristes palabras suspendidas para siempre en el aire: «lo siento, mi amor». Ahora sabía que quien aquella mañana había salido del campamento griego no era el auténtico Héctor, sino apenas una apariencia vana, un caparazón vacío sin capacidad para sentir, sostenido únicamente por la necesidad y el ansia de supervivencia de un pueblo.
Sacude su cabeza y recapacita. Ya no caben arrepentimientos. Lo único que importa ahora es que debe enfrentarse con un guerrero invencible, consumido además por un contumaz odio que haría palidecer al mismo Ares. Héctor agita sus armas. En el fondo sabe que pocos confían en que sea capaz de vencer al gran Aquiles. Incluso antes de salir de la ciudad, cuando se despedía de los suyos, su mujer le ha suplicado sollozante que no acudiese al duelo. Pero cómo negarse, si solo el compromiso de cumplir con su deber le mantenía en pie. Aun así, al despedirse de su hijo, mientras le sostenía tal vez por última vez en brazos, había resuelto hacer todo lo posible por darle un futuro a aquel pequeño inocente. Si tenia que morir moriría, pues había pecado contra la propia naturaleza y despreciado el mayor don que puede recibir un ser vivo, pero por aquellos a quienes dejaba atrás pondría todo su empeño en que no fuera así.
Porque si hay alguien en la tierra capaz de derrotar a Aquiles, ese es él. Además, tiene una pequeña y secreta ventaja. Conoce a su adversario más que a él mismo. Se había entrenado junto a Aquiles en aquella etapa de la vida donde se forjan lo que luego se convierten en los hábitos y tendencias de los hombres. Y gracias a ello ha podido concebir un plan, arriesgado y casi irrealizable, pero que es la única leve esperanza a la que puede aferrarse. Ya por aquel entonces detectó un fallo en la técnica de combate de su ahora oponente. Más que un defecto, un insignificante resquicio por donde ser capaz de hacerle frente. Abriga la esperanza de que no lo haya corregido después de tanto tiempo.
Porque la forma de luchar de Aquiles no se basa únicamente en su gran destreza. Su capacidad física es de tal envergadura que en la mayoría de las ocasiones le basta emplearla para barrer a sus contrincantes. Cuando lo hace, es como una fuerza de la naturaleza. Imparable, un huracán desatado que arrasa con todo a su paso. Nada es capaz de resistirle. Le ha visto partir en dos un escudo con un único y descomunal golpe. Arrojar de un empentón a un hombre robusto a muchos metros de distancia. Puede asestar tajos a tal velocidad que casi es imposible ver por donde va a llegar el siguiente. No, no hay guerrero sobre la tierra capaz de contener semejante ímpetu. En particular, en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo como aquel suele emplear un ataque tan potente que una vez iniciado desemboca irremediablemente en la aniquilación de su adversario.
Pero ahí radica precisamente la única oportunidad de Héctor. En su momento descubrió que la propia violencia de la embestida, en la que alternaba constantemente tremendos golpes a diestro y siniestro con el escudo y la lanza o la espada, hasta que el contrario caía incapaz de resistir el acoso y Aquiles saltaba sobre él para rematarlo definitivamente con una acometida final, conllevaba que en el último momento, y sólo por un escaso instante, al levantar los brazos descubriese su guardia dejando el costado desprotegido.
Un instante. Apenas el aleteo de un ave. Tras una lluvia de golpes tan brutales e intensos que la mayoría de los guerreros se desplomaban extenuados mucho antes, sin necesidad de llegar a ese último ataque final, un mísero suspiro. Y, sin embargo, era su oportunidad. Tan minúscula y desesperada que únicamente podría ser aprovechada por alguien que rivalizara en destreza y resistencia con el propio Aquiles. Sólo, por Héctor.
Aún así el troyano necesita ese tipo de ofensiva para poder conseguir su propósito. No le sirve ninguna otra maniobra, y Aquiles tiene mil más que bastarían para destrozarle. Precisa por tanto que su enemigo este tan enfurecido que deje atrás toda precaución, se deje dominar por la ira y trate de terminar el combate pronto mediante su mejor y más demoledor ataque.
Héctor mira las murallas de su querida ciudad, llena su interior con la imagen de sus seres queridos por los que lucha, y pide perdón a los dioses por lo que está a punto de hacer. A continuación se encara decidido con Aquiles, quien le observa como una bestia a punto de saltar sobre su presa, y le grita tratando que su voz suene lo más hiriente posible:
—¿Qué pasa, aqueo? ¿Te tiemblan las piernas tras los ardores nocturnos? ¿O es que no estás acostumbrado al amor de un hombre de verdad y no de un niño como Patroclo?
La acometida de Aquiles es tan feroz que Héctor tiene que retroceder casi corriendo para no acabar atravesado por su lanza. Se siente avergonzado por tener que emplear la argucia de insultarle para sacarle de quicio, pero tiene que mantener la mente despejada. Si le planta cara, más tarde o más temprano acabara muerto a sus pies. Así que opta por huir de él hasta que llegue el momento oportuno. Durante un buen rato es perseguido alrededor de la muralla, deteniéndose de vez en cuando para intercambiar algunos golpes. Nota que se aproxima la oportunidad que espera. Por fin, en un alto, se gira para burlarse de nuevo de él y provocarle aún más:
—La verdad es que no eres mal compañero de lecho, aunque me hubiera gustado más poder disfrutar también del lindo Patroclo. Lo podríamos haber compartido como buenos amigos, si no se hubiera dejado matar sollozando como una mujer.
Enfurecido, Aquiles chilla de un modo escalofriante mientras comienza al fin el ataque que con tanto ahínco espera Héctor. Le golpea primero con el escudo, luego con la lanza, girando sobre si mismo una y otra vez de una forma tan endiablada y violenta que a duras penas Héctor consigue mantenerse en pie y resistir su acoso. Escudo, lanza, y de nuevo, escudo y lanza. Héctor siente como a cada golpe su brazos parecen que se van a quebrar, mientras que su magnifico escudo empieza a abollarse como si fuera de plomo. Teme que su plan ha fallado y que de continuar así únicamente le queda ponerse en manos de los dioses y esperar la muerte, cuando por fin Aquiles se decide a efectuar el ataque final. Convencido de que Héctor está superado y que es incapaz de resistir o defenderse por más tiempo, se desprende de su escudo para que no le estorbe y tomando su lanza con ambas manos salta sobre él dispuesto a concluir el combate de una vez.
Cualquier otro se hubiera limitado a darse por vencido y encomendarse a los dioses, pero Héctor no es cualquier otro. Sonríe advirtiendo que ha llegado su momento y que aún le acompañan las fuerzas, asienta su pierna derecha detrás para coger impulso y eleva su mano derecha que sostiene su espada firmemente. Un segundo, es todo lo que necesita para hundirla entre las costuras laterales de la armadura de Aquiles, que ajeno a esta artimaña ya levanta los brazos por encima de su cabeza. Un segundo y la victoria será de Héctor. Un segundo y Troya se salvara para siempre.
Entonces Héctor ve en el brazo de Aquiles la antigua cicatriz, y el mundo se detiene.
Comprende entonces que nada de lo que haga puede cambiar su destino y el de su amada Troya. Que a pesar de creer ser un príncipe, un guerrero, un héroe de leyenda, en realidad su interior alberga a un tímido adolescente que trata continuamente se cumplir con su obligación, pero cuyas emociones acaban superándole. Y que lo que dura un batir de alas es suficiente para recordar decenas de horas felices en los brazos de Aquiles. Advierte entonces que en ese preciso instante él es Héctor, el hombre, y no Héctor, el príncipe, y que jamás podrá matar al ser que ama. Significase lo que eso significase. Ocurriese después lo que ocurriese. Él, simplemente no puede matar a Aquiles. No puede.
Su pierna se afloja y su rodilla se apoya en el suelo. Mira hacia arriba y ve como el cielo se ve invadido por la inmensa figura de un Aquiles hercúleo que atraviesa el espacio y cae sobre él como un coloso, hundiéndole la lanza en su hombro tan profundamente que le desgarra el corazón, partiéndolo en pedazos.
Luego nota como la sangre le llena los pulmones, tose, pide perdón a su padre, y todo deja de existir.
Aquiles deja clavada su lanza en el cuerpo de Héctor y llevado por el impulso rueda unos metros más adelante. No necesita girarse para saber que le ha herido mortalmente y que su enemigo ya es un cadáver, aunque todavía no se haya derrumbado. De espaldas, escucha sus últimos estertores. Luego lentamente, se da la vuelta, se acerca y mira el cuerpo que yace sobre la arena delante de él. No siente nada, y piensa que esa ausencia de emociones resulta reconfortante después de tanta ponzoña comiéndole por dentro.
El silencio es absoluto. Ambos ejércitos, que han asistido anonadados a la batalla, son incapaces de reaccionar, sobrecogidos por la titánica lucha a la que acaban de asistir. No todos los días se ve morir a una leyenda. De un lado compatriotas, camaradas, padres, esposas e hijos se abrazan y lloran desconsolados. Héctor ha muerto, Héctor ha muerto. De otro, nadie es capaz aún de articular una simple palabra.
Aquiles, ajeno a lo que sucede a su alrededor, se acerca al cadáver, le da una patada y extrae su pica. La luz del sol se refleja en su escudo que yace en el suelo y le ciega por un instante. Cuando recupera la visión, lo primero que se ve son los ojos yertos de Héctor, que parecen mirarle desde más allá del Estigia. Es entonces cuando lo nota.
Primero apenas es una ligera pero cada vez más penetrante presión en su bajo vientre, como cuando era niño y aún tenía miedo por las noches. Luego percibe como retorciéndose aquella sensación sube por su estómago, contrayéndolo desgarradoramente. Cuando alcanza sus pulmones, arañándolos e impidiéndole respirar. Empieza a intuir de qué se trata, y se desploma de rodillas. Abre la boca tratando de que aquello escape por ella lo antes posible, pero se resiste a salir. Eleva sus manos al cielo, suplicando a los dioses que le arranquen del pecho aquel martirio atroz que le aplasta y ahoga. Sus ojos se llenan de lágrimas mientras su garganta seca empieza a arder. Cierra sus puños, impotente, y empieza a agitarse tratando infructuosa y agónicamente de emitir un leve sonido, por pequeño que sea, pero la angustia es tan grande que no puede articular ni un redentor gemido. Por fin, aterrador, inconmensurable, tumultuoso, todo el dolor del mundo escapa de él en un pavoroso rugido que hiela la sangre de los presentes.
Los aqueos interpretan la reacción del Pelida como una señal de liberación al ver su venganza por fin consumada, pero aún así sienten que sus piernas flaquean ante su pavorosa intensidad. Estupefactos, contemplan como su campeón grita y abraza el cuerpo del guerrero cuya vida ha arrebatado y lo besa cubriéndole de su propio llanto, que cruza su rostro lleno de cicatrices dejando surcos de barro y sal.
Le ven increpar a los dioses. Un temor irracional les embarga, rehusando oír su significado, pues les suenan como desconsolados lamentos de amor. Los más cercanos, azorados, no pueden evitar escuchar como pregunta al oído del guerrero caído:
— ¿Por qué me has dejado hacerte esto? ¿Por qué lo has permitido? ¿Qué será de mí, amor, qué será de mí sin ti?
Aquiles parece haberse vuelto loco, y araña la tierra hasta desollarse los dedos que luego frota contra su ropa y sus cabellos. Se pone en pie, y dirigiéndose a las murallas troyanas, escupe sus palabras como dardos llenos de veneno.
—Míralos, por ellos te has inmolado De verdad, ¿lo merecen? Proclamaban cuánto te veneraban, y sin embargo te dejaron solo, como cordero que va al matadero. Y ahora hipócritas fingen afligirse. Necesitan tu sangre para justificar su egoísmo y su cobardía. ¿Crees que ha valido la pena? Contémplalos. Aguardan expectantes asistir a tu desgracia, el ultraje prometido. Bien, démosles a las bestias su alimento ¿No es acaso lo que pretendías enfrentándote a mí?
Gritando como un demente, trastabillando como un borracho, Aquiles acarrea el cuerpo de Héctor hasta su carro y lo ata a él. Luego sube y, riendo fuera de sí, lo arrastra delante de las murallas, aullando:
—Tened entonces vuestro premio. ¿No es esto es lo que esperabais, asistir al espectáculo de ver al mejor de los vuestros asesinado y vilipendiado? Pues alegraos, lo habéis conseguido. Contémplalos, Héctor, por ellos te dejaste matar. Por ellos renunciaste a ti mismo. Mira de que te sirve todo ahora. Necesitaban un mártir al que honrar, y un monstruo vivo al que echar la culpa de sus infortunios. Pues aquí los tenéis. Disfrutad de Héctor, que murió a manos de Aquiles, y de Aquiles, que murió matando a Héctor.
Final: La última batalla
Canta, oh diosa, la cólera del Pelida Aquiles; cólera funesta que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes»
Ilíada, Canto I
La ciudad arde. Mientras, como un enjambre de avispas, miles de aqueos, destructores de ciudades, penetran por sus puertas abiertas, ávidos de venganza y pillaje. Aquiles ha cumplido su parte, ha abierto la brecha que como una herida supurante destruirá Troya. Y ahora es libre para cumplir su objetivo, para perseguir la respuesta que tanto ha añorado. «¡Corre, Aquiles, corre!» , repite una voz en su interior. «Tu destino te está esperando».
Tras la muerte de Héctor, entró en una especie de trance, indiferente a cuanto pasaba a su alrededor. Quedó reducido a una patética sombra, un esquivo espíritu que vagaba sin rumbo por el campamento griego. Su aspecto era tan deplorable como el más mísero de los pordioseros. Los primeros días permaneció abrazado al cadáver de Héctor, y sólo lo soltó cuando el propio padre del héroe muerto le suplicó que se lo entregara para darle un entierro digno. Todavía se estremece al recordar cuando apareció en su tienda, envuelto en una túnica negra, y por un momento pensó que era el fantasma de Héctor, que volvía como la vez anterior a refugiarse en sus brazos. Incluso, al descubrirse el rostro, creyó que esa demacrada cara llena de arrugas y tristeza era producto del paso al otro mundo, y que era realmente su amado quien le visitaba. Pero al empezar a hablar comprendió que no, que no había redención posible, y que de él no quedaba más que aquel despojo que empezaba a pudrirse a su lado. Le escuchó ajeno a lo que decía, hasta que el anciano presintió lo que había entre ambos, y no pudo evitar sentir un escalofrío ante la conmovedora e insospechada tragedia que se desvelaba ante él. Aun así sacó fuerzas de su propio padecimiento, y reclamó de nuevo el cuerpo de su primogénito.
—No, Héctor es mío, sólo mío —respondió con un dolido suspiro mientras se aferraba a él desconfiado.
—Héctor era demasiado grande como para pertenecer a uno solo de nosotros. Tal vez fuera tuyo el hombre que ama y padece, pero es el símbolo, el nexo que une el pasado y el futuro, y es la esencia de nuestro pueblo. Nos pertenece.
Aquiles miraba un punto indeterminado del espacio, como si no estuviese en aquel lugar, sino en otro mucho más lejano. Príamo tomó aliento y continuó:
—Tú siempre has sido libre, nunca te has dejado dominar y nunca te has atado a nadie. Tampoco nunca has tenido nada ni lo has necesitado. Pero él era distinto. Su capacidad de amar era tan grande que alcanzaba a todos y a todo. Quería su pueblo, y necesitaba ser querido por él. Se comprometió. Se entregó por entero a su gente y fue venerado por ello. Ahora sé que pagó un alto precio por ello. Ha muerto por cumplir la palabra dada. Debe ser honrado por ello, es lo único que ya podemos hacer por él. Quédate con su recuerdo, pero devuélvenos a nuestro príncipe.
Tras un silencio sepulcral, una voz quebrada le responde desde lo más hondo del sufrimiento humano:
—Yo... le tenía a él.
A pesar de todo, el anciano consiguió que aquella noche, Troya pudiera celebrar las exequias por su héroe muerto.
Días más tarde se presentaron ante él los generales griegos tratando de persuadirle para que participara en el último ardid con el que pretendían acabar de una vez con aquella guerra interminable. Necesitaban su fuerza y liderazgo, así que emplearon mil argumentos para convencerle: la gloria, el destino, su naturaleza guerrera, la venganza... No sabían que él ya había decidido participar en el ataque. Todavía le quedaba algo por hacer.
Ahora, llegado el momento, avanza por las calles aplastando toda resistencia, hundiendo sin piedad su espada en la carne de quien osa interponerse en su camino. Ya no es un soldado, ni siquiera un mítico guerrero. Es una fuerza divina impulsada a su destino inevitable como el sol que amanece en un cielo rojo de nubes. Busca el palacio y a sus ocupantes, y tras de él se han lanzado decenas de griegos que a su estela esperan ser los primeros en llegar al centro de la ciudad y a sus tesoros. Le creen ávido de desquite, y saben que si siguen a su lado les conducirá seguro a ellos. La avaricia y el ansia de saqueo llenan sus sentidos. Quieren su pago por tantos años de penurias y desgracias, y confían en que él se lo proporcione. Saben que cuando la presa cae por fin abatida, los que acuden primero se llevan las mejores raciones.
Pero él les ignora y sigue avanzando con rapidez. ¿Acaso no es Aquiles, el de los pies ligeros? Incluso teniendo que pelear con las aturdidas tropas que se cruzan en su camino, muy pocos puede seguirle el ritmo.
Y ya su meta aparece ante él. Inmensa, sobrecogedora, como los símbolos tienen que ser. El Palacio del Rey. Donde se oculta la familia soberana de la desdichada Troya. Porque ya Troya apenas es una pobre mujer moribunda que se desangra por mil laceraciones, y grita a los dioses que no la torturen más.
Escasamente le hacen frente algunos soldados de la guardia real. Los demás han desaparecido, o no se atreven a combatir contra él. ¿Por qué adelantar la muerte haciéndolo? Si ni el divino Héctor pudo siquiera arrancar un pelo de su cabeza, ¿qué podrían hacer ellos?
Su cobardía lo enfurece, pero no es tiempo de aplicar justos castigos, sino de entender. Así que moja con sus vísceras el filo de su daga, y recorre sala tras sala, habitación tras habitación. Nada, nadie. Como si la muerte se hubiera adelantado y golosa hubiera devorado incluso los cadáveres de quienes no ha unas horas bailaban y se solazaban sobre aquel suelo de mármol. Pero su determinación es firme, y sigue indagando y escudriñando cada rincón, hasta que el llanto de un niño le sobresalta. Se detiene y escucha atento. Tras el murmullo agonizante que le rodea, distingue voces calladas, susurros apagados que ocultan el miedo. Se gira y regresa al salón del trono. Huele el aire y tras el incienso percibe el perfume, y tras el perfume, el sudor.
Aferra una de las sedosas telas que adornan el recinto y tira de ella con fuerza. Al caer, descubre tras ella un tembloroso grupo de mujeres y niños. Lloran y suplican al sentirse descubiertas. Saben que su destino es peor que la muerte, pues ya han dejado se ser personas, para convertirse en botín. Entre ellas destaca, por su hermosura y porte, una. Lleva joyas que la identifican como dama principal, y el color de su ropaje delata que su marido ha muerto. Un niño pequeño se refugia en sus brazos.
No tiene dudas Aquiles de quién es y se acerca, feroz y decidido. Pero ella se destaca de las demás, y sin soltar la criatura que porta, le hace frente desafiante. ¿Cómo no?, razona Aquiles, ¿qué otra conducta se puede esperar de quien se ganó el respeto de Héctor, de quien fue elegida como compañera por el mejor de todos?
Cruzan sus miradas, y en ellas ven valor, sacrificio, tristeza. Aquiles sabe que le bastaría un gesto para hacer desaparecer de una vez por todas aquella mirada. Pero entonces sucede.
El niño gira su rostro infantil y se encara con el guerrero. Y al bajar la vista para contemplarle, Aquiles palidece. Lo que un centenar de lanceros teucros no conseguirían, lo logra la dulce mirada de un chiquillo. Sus ojos, percibe con horror, son los de Héctor. No está preparado para aquello. No para tamaña revelación.
Porque en ese momento su mente por fin comprende. Y la verdad, una llama que antes apenas tilitaba en la oscuridad, se hace ahora fuego y volcán y llena su alma. Nota como sus músculos se relajan, perdida toda inquietud, solventadas las dudas, los temores, los perjuicios. El mundo nuevamente se pone en orden, y el frío y el dolor, que hasta entonces le atenazaban los huesos y la mente, se convierten en paz y esperanza. Aquiles siente el amor renacer en él, y eleva unos dedos emocionados para acariciar el pelo del tierno infante, que con solo mirarle ha devuelto el sentido a su vida.
Nota un golpe en su hombro, y su instinto le hace girarse preparado para la pelea. Al otro lado de la estancia, un hombre armado con un arco le apunta. Su primer dardo ha rebotado en su dura armadura, sin causarle daño. Aquiles, sereno, permanece en silencio. Le reconoce. El arquero tiembla, pues intuye que ha malgastado su única oportunidad de pillarle desprevenido, y que, una vez descubierto, está perdido. Nada es más veloz que Aquiles. Ninguna saeta puede ahora sorprenderle y evitar ser esquivada. Aún así debe intentarlo, por el bien de los suyos.
Entonces, inesperado hasta para los propios dioses, el escudo cae del puño de Aquiles. El ruido que produce al estrellarse contra el suelo se repite como un eco ensordecedor por todo el palacio. A continuación, la espada teñida de sangre lo acompaña.
Y una curtida mano, acostumbrada a arrancar vidas, sube hasta su hombro y deshace el nudo que sujeta su coraza.
El tiro ha de ser extremadamente certero. Nada debe interponerse en el camino de esa flecha hasta su pecho.
Nada.
Porque el único punto débil de un héroe... es su corazón.