HABLA UNA MUJER
Carlos Palmero confió al dictáfono una carta para que al siguiente día fuese recogida por su secretaria. Después, sin moverse del confortable sillón que presidía su mesa de despacho, se fijó nuevamente en mí y dijo:
—¿Qué piensas hacer, Dorotea Echávarri?
—Voy a matarte —repuse.
Rio suavemente, mostrando la nitidez de sus dientes. Y riendo quedó; porque desde el otro extremo de la habitación le disparé un solo tiro que perforó la pechera de su camisa sobre el corazón y le dejó con la frente apoyada en la mano izquierda, que descansaba el codo sobre la mesa, y con el brazo derecho colgando.
Me percaté de que el breve estampido no había atraído a nadie. Y luego, aunque comprensiblemente alterada, limpié el pequeño revólver con un pañuelo y se lo puse a Palmero en la mano que pendía inerte. Lo coloqué de manera maravillosamente natural. Recogí la colilla del cigarrillo que yo había fumado y al salir hice desaparecer cuidadosamente mis huellas del pomo de la puerta. Allí quedaba, suicidado, Carlos Palmero, uno de los peores hombres de Europa. En su despacho del piso octavo del edificio, sito en una plaza amplia y bien urbanizada, en el cual había tramado y ejecutado tantas acciones innobles. La noche me envolvió acogedora y desaparecí en ella.
Veinticuatro horas más tarde, cuando me disponía a salir de mi casa, llamaron tímidamente a la puerta. La abrí y me encontré con un joven correcto.
—¿Dorotea Echávarri?
—Sí. ¿Qué desea?
Penetró en la habitación, la ojeó y se entretuvo oliendo los nardos dispuestos en un búcaro de cristal.
—Soy el agente Cortezo y debo acompañarla ante el Inspector. Está muy interesado por usted.
Asentí. Por lo visto, Palmero «no se había suicidado». El policía me miró con cierta atención y me aconsejó de la manera más seria del mundo:
—Si en el resto de su vida piensa usted matar a otro semejante, debe tener en cuenta que las armas disparadas a quemarropa, en los suicidios, por ejemplo producen curiosos efectos en las prendas de vestir, lo que no ocurre cuando el disparo se efectúa a cinco metros de distancia. Y, especialmente, fíjese en si la futura víctima manipula el dictáfono; porque a lo mejor trata de poner en marcha el aparato para que el cilindro retenga su nombre e incluso sus propias palabras.
Me hice la composición de lugar. Palmero fue astuto incluso en este detalle postrero.
—¿Quiere usted esposarme?
—¡Por favor! El melodrama es atroz. Si usted me permite, la tomaré del brazo y saldremos como si fuéramos una pareja feliz. ¿Acepta?
Sonreí involuntariamente y me dejé prender.
DILIGENCIA POLICÍACA
El agente Cortezo disimulaba muy bien el hormiguillo interior que le poseía cuando Dorotea Echávarri fue introducida en el despacho del Jefe Superior de Policía. Ella se acomodó con elegante moderación en el asiento que le ofrecieron y saludó al agente que la detuviera con una afectuosa —sí, afectuosa— inclinación de cabeza.
—Señorita —hablaba el Jefe—, ¿mató usted a Carlos Palmero?
—He tenido ya el placer de deponer anteriormente y asegurarlo sin titubeos. Yo, maté, efectivamente, a Carlos Palmero.
—¿Con este revólver? —le mostró el suyo, cognoscible por la empuñadura labrada característicamente—. ¿Fue con esta arma?
—Sí.
Calló el Jefe, dando ocasión a que Cortezo se adelantara dos pasos. Miró a la joven y le rogó:
—¿Quiere usted sentarse ante este dictáfono? —y le señaló el que se encontraba junto a la mesa del Jefe Superior con una silla ya dispuesta.
Asintió ella, guardándose de dar muestras de sorpresa y lo realizó como se le había indicado. Prosiguió el agente:
—Sírvase repetir en distintos tonos las palabras: «Voy a matarte».
La voz agradable de Dorotea Echávarri emitió en distintas tonalidades las tres palabras que precedieron inmediatamente a la muerte de Carlos Palmero. En el aparato, el cilindro encerado recogía fidelísimamente los sonidos y las inflexiones.
—Gracias. Perdone usted la molestia.
—Usted me manda —dijo ella con cierto retintín irónico. Y acabó la sesión.
FINIQUITO
Otro despacho. Esta vez el del Inspector Jefe de la Brigada de Investigación Criminal. En el mismo se encuentran el titular, el agente Cortezo —nuestro amigo—, otro agente y dos guardias armados por lo que afecta a los servidores de la justicia. En lo atañente a inculpados vemos a Dorotea Echávarri, muy atrayente, a un caballero demasiado atildado y a una mujer muy vistosa, de edad indefinida e indefinible.
Un elocuente gesto de la mano del inspector concedió la palabra a Juan Cortezo Gándara. El cual dijo:
—Para la policía, el caso de Carlos Palmero está suficientemente aclarado, especialmente por la aprehensión de su asesino, usted, Antonio Lobo Sánchez, y de su cómplice femenino, que huelga decir que es usted, Cora. Comprendo, pues, su rostro enormemente sorprendido, Dorotea, porque no fue usted, aunque hasta aquí creyese lo contrario, quien mató al excelente agiotista, contrabandista, tratante de blancas, traficante en drogas y agitador político en una pieza, que resultaba verdaderamente de museo. Para ilustración de todos reconstituiré verbalmente los hechos. (Una pausa que el joven e inteligente policía emplea, como buen observador, en leer la atención o el desasosiego en los rostros de sus oyentes. Prosigue):
El día que judicialmente será llamado de autos, usted, Dorotea Echávarri, convirtió su dolor y su repugnancia en reflexión, en consciente y premeditado designio de tomarse la justicia por su mano. Esperó en la calle, muy cerca del despacho de Palmero, para asegurarse de que él, según tenía por costumbre, iba a trabajar un rato cuando saliesen sus empleados, que eran una secretaria estirada y fea, pero de cuidado, y dos «escribientes» con mayores aptitudes para dibujar con la pistola una silueta a cien pasos que para hacer ringorrangos con la pluma. A las siete de la tarde el céntrico edificio, cuyos ochos pisos se dedican íntegramente a despachos, se vació de gente; cinco minutos más tarde aparecieron los satélites de Palmero y otros cinco después; el portero, sabedor de que nadie quedaba en el inmueble, puesto que el horario de trabajo en las oficinas había sido agotado, salió a tomar su cotidiano piscolabis en el bar situado cien metros más abajo. A su llamada, Dorotea, el imperturbable Palmero abrió la puerta y la introdujo a través del antedespacho, en su propio gabinete de trabajo; le rogó que le permitiese acabar una carta que dictaba, y usted, en tanto, extrajo su pitillera del bolso y fumó un cigarrillo. Terminado el dictado, Palmero y usted mantuvieron la conversación que nos reseñó y le disparó un tiro con su arma de juguete que creyó le quitaba la vida. Ahora bien; su tiro no le mató: simultáneamente había sido disparado el auténticamente mortal, por una mano más segura y por una pistola automática de calibre siete con sesenta y cinco, sensiblemente mayor que el de su revólver, Dorotea. Explicaré cómo he llegado a saberlo. (Antonio Lobo estaba francamente ocupado en pulir las uñas de su mano diestra por frotación contra la palma de la siniestra).
»Cuando al día siguiente del asesinato sus dependientes descubrieron el cadáver de Palmero, el Inspector me comisionó para que hiciese las investigaciones del caso. Me personé en el edificio donde se había cometido el homicidio y, aunque a primera vista la postura del cadáver daba, en efecto, la impresión de un suicidio, la carencia de las usuales quemaduras de pólvora sobre la impoluta camisa, alrededor de la herida, me hizo desconfiar y comenzar una investigación metódica que la ausencia de huellas en los pomos de las puertas agudizó. En la galería, a la que daba un balcón cubierto por un cortinaje situado frente a la mesa del muerto, encontré una vaina de proyectil de calibre siete con sesenta y cinco. Una súbita inspiración me hizo poner en marcha el mecanismo de reproducción del dictáfono y con enorme estupefacción escuché la escena del crimen, de la que destacaba muy limpiamente su nombre, Dorotea Echávarri. El carnet de direcciones que Palmero llevaba en el bolsillo me facilitó sus señas y, mientras el forense verificaba la autopsia, fui a detenerla. Se acuerda, ¿verdad? La pregunta es innecesaria y le ruego me disculpe; naturalmente, se acuerda. Bien; el forense extrajo la bala correspondiente a la vaina recogida, que había sido alojada en el órgano cordial de Carlos Palmero; mas, como su revólver también había sido disparado por usted misma, según confesó desde el primer momento, regresé a la oficina y con un poco de paciencia y mucha suerte descubrí la desconchadura de la pared, a diez centímetros de la cabeza del difunto, donde se había alojado la bala de su arma, que no tocó a aquel a quién iba dirigida. Pero usted, Lobo, que es hombre muy inteligente, aunque descuidado en ciertos detalles, ya había extraído del tabique el plomo y había pretendido disimular el desconchado pegando el colgajo del papel que decoraba el despacho con la pasta de un tarro colocado sobre la mesa del fallecido Palmero. Vuelto a la Jefatura, informé a mis superiores: de ahí el interrogatorio en que se pretendió obtener de usted, Dorotea, la seguridad de que su lindo revólver había sido disparado por su mano; al mismo tiempo su voz se grabó en el cilindro de otro dictáfono, repitiendo en distintos tonos las palabras que habían precedido a la muerte de Palmero. Pasé con el cilindro al Gabinete Científico, donde los fonoamplificadores demostraron que su voz no era la voz femenina que el dictáfono de Palmero había registrado; además, la presunta dicción de Palmero, amplificada, tenía un defecto leve, pero apreciable, que la presencia de «erres», cuando preguntó: «¿Qué piensas hacer, Dorotea Echávarri?», acusaba: convertía las «erres» en sonidos guturales, con propensión a pronunciarlas como «ges». Y lo más notable era que en la carta que precedía a la conversación entre usted y él, aunque dictaba en voz baja, el defecto no era perceptible Con mi sospecha acudí a un técnico en dictáfonos que examinó conmigo el de Palmero y me afirmó rotundamente que la conversación no había podido ser registrada, porque para que el registro se produzca precisa que sea aplicado el tubo del dictáfono directamente ante la boca, ya que el aparato carece de la potencia fonográfica suficiente para grabar palabras pronunciadas en forma distinta a la indicada. Luego era indudable que la impresión de la escena del crimen había sido realizada posteriormente por dos voces que no eran la de Dorotea Echávarri ni la de Carlos Palmero, por descontado. Surgió en mí la idea de la existencia de dos disparos simultáneos, que el hallazgo de una vaina del calibre correspondiente a la bala extraída del cadáver reforzaba. Quien disparó con una automática de calibre siete con sesenta y cinco y un silenciador —pues de lo contrario usted, Dorotea, se habría dado cuenta del hecho— era la misma persona que preparó minuciosamente la conversación impresa en el cilindro del dictáfono, porque había asistido a la auténtica. (Acaso con excesiva violencia, Antonio Lobo pulía ya las uñas de su mano izquierda).
»El secreto estaba lógicamente en el departamento donde se cometió el delito. Con esta prevención me fue fácil advertir que la galería era común al piso de Palmero y al contiguo, aunque dividida por un enrejado de hierro fácil de salvar, porque yo mismo hice la operación. Por aquel camino me introduje en el otro piso, que encerraba muebles de oficina, pero mostraba a la legua la carencia de ocupantes. Bajé a la portería y me informé de que tres días antes del crimen había sido alquilado por el sedicente secretario de un abogado. Comparecía por las tardes a última hora, en compañía de una mecanógrafa, para ultimar la instalación. El secretario era, naturalmente, usted, Lobo, y Cora, esta vez, la doltilógrafa. Recorría el piso que habían alquilado premeditadamente para suprimir a Palmero... quien reconozco le había destrozado en dos ocasiones distintas la oportunidad de regenerarse y de dejar el manejo de la pistola... y ¡oh, torpeza inconcebible!: en la mesa más cercana al balcón de la galería había sido abandonado su silenciador, de manufactura extranjera, raramente perfecto, que recogí como una joya y trasladé al Gabinete de Identificación, cuya sección dactiloscópica encontró unas claras huellas que no tardaron en ser atribuidas categóricamente a Antonio Lobo Sánchez, caracterizado por la matemática precisión de sus disparos, condenado dos veces y escapado después de pronunciada la segunda, en la que Carlos Palmero, bajo cuerda, proporcionó testimonios más que suficientes para que fuese enviado a presidio largos años. Funcionó el aparato policíaco en toda su extensión y perfección, y doce horas más tarde, o sea esta mañana, Antonio Lobo ha comparecido en esta Jefatura, convenientemente escoltado; por él, ante nuestra insistencia machacona, hemos sabido que la noche en que murió Palmero, después de otras dos de paciente observación, se decidió, cuando tuvo la seguridad de que quedaba solo, a arreglarle las cuentas. Saltó el obstáculo de la galería, operación que le facilitaron la hora y la nada céntrica calle a que daba la parte trasera del edificio (en contraposición con la gran plaza en que se levantaba la fachada) y atisbo el interior del despacho de Palmero, que tenía media hoja del balcón abierta. Llamaron a la puerta, y Palmero salió a abrir, regresando con una señorita, a la que rogó le permitiese terminar cosa urgente. Mientras dictaba una carta que el dictáfono recogía, la joven encendió un cigarrillo; Palmero levantó por fin la cabeza cuando ya la joven había dejado de fumar y tenía la diestra en el bolso entreabierto. Ávidamente recogió Lobo las palabras que se cruzaban, y cuando vio, antes que Palmero, la rápida acción de la joven, que extraía el revólver del bolso, ya tenía él apuntada la pistola al corazón del amenazado. Usted, Dorotea, disparó con bastante inexperiencia; pero Lobo lo hizo con suma pericia y con la pistola apoyada en el quicio del balcón, sin producir, desde luego, más que un ruido insignificante que el cortinaje y el exterior en que el leve estampido sonaba apagaron. Su propia turbación, aunque sea usted muy valiente, no le permitió identificar el rápido silbido de la bala de Lobo, que pasó a escasos centímetros de su rostro. Cuando usted se marchó, cerrando la puerta del piso de golpe, él comprobó la muerte de su enemigo y volvió al piso contiguo, desde el cual introdujo, por la puerta esta vez, a su cómplice, que se avino, excesivamente sumisa, a representar su papel. Y ambos recitaron, pasándose el tubo del dictáfono, las mismas palabras que usted y Palmero emplearon. Aunque descuidaron... otro descuido... registrar el ruido del pseudodisparo que, en aquella comedia, ponía término a la conversación, ya que, de ser auténtica, también debió ser captado por el aparato. Y colorín colorado».
El agente se sirvió un vaso de agua que se había ganado sobradamente.
—La explicación es perfecta —dijo displicentemente y con una ligera escabechina de las «erres» el homicida—. Pero debo protestar por las reiteradas inculpaciones de descuido que me han sido hechas. La vaina de mi disparo, que fue expulsada por el mecanismo de mi pistola, no la pude recoger porque la condenada se escapó de mi búsqueda más que paciente. ¡Mala suerte! —suspiró—. En cuanto al silenciador, el descuido fue de Cora, pues al desmontarlo de mi pistola, ya que abulta mucho más de lo conveniente, le encargué que lo guardase en el bolso, y con su estúpida excitación no lo hizo. Finalmente, el disparo era difícil de reproducir en el dictáfono, porque si le quitaba el silenciador a mi pistola y disparaba de nuevo, hubiera acudido la ciudad en peso, ya que mi arma distaba de ladrar tan suavemente y con tanta discreción como la de esta señorita.
Cortezo departía amigablemente con Dorotea. El Inspector se acercó a ellos:
—Enhorabuena, señorita Echávarri. Pero de todas maneras tendrá que responder de sus intenciones. Envíe usted las actuaciones al juez de Instrucción, Cortezo. Buen trabajo.
—Gracias. Haré lo que usted manda—. Y estrechando la mano a la joven—: Sin contar con los atenuantes que pueda alegar, hay mucha diferencia entre un homicidio frustrado y uno consumado. No le pasará nada.
—Así lo creo. Le agradezco profundamente lo que ha hecho por mí.
Pero lo dijo con tales inflexiones y miradas, que al agente le repicó el corazón aceleradamente.