El director y empresario estaba aquella tarde de pésimo humor; los ensayos de la obra nueva caminaban a paso de tortuga, la primera actriz cada día olvidaba una nueva parte de su papel, el actor cómico le había pedido un aumento de sueldo de diez pesetas, y el pintor escenógrafo, a quien se había encargado para el segundo acto un hall de un gran hotel, había enviado una especie de pajarera de cristales, absolutamente inservible a juicio del autor de la obra.
—Hay que tener presente que mi comedia no pasa en una fábrica de vidrio. —Había dicho el autor.
Pero la bomba final acababa de estallar hacía diez minutos: por la puerta de aquel mismo despacho, acababa de salir Julián Marsales, el primer actor de la compañía, después de pronunciar, como sentencia inapelable, estas palabras:
—Pues yo, como no sé vivir entre animales, me marcho ahora mismo de esta casa para no volver en la vida. En la función de esta noche que haga mi papel el nuncio.
Y todo porque el empresario, so pretexto de que faltaba poco tiempo para terminar la temporada, se había negado a instalarle un baño eléctrico en el cuarto de vestirse.
Sumido en el más negro pesimismo, y disponiéndose a leer una obra en cuatro actos que le había llevado tres años antes un autor novel, estaba el director y empresario, cuando el ordenanza de contaduría le anunció una visita.
—¿Cómo se llama?
—No lo ha dicho; dice que por el nombre tal vez no le conozca usted.
—Y ¿ha venido alguna otra vez por aquí?
—Me parece que sí.
—¿Cuándo?
—Hace un mes, cuando trajeron los muebles aquellos de casa de Moragas. Él trajo a pulso uno de los sillones Luis XV.
El empresario se quedó unos momentos meditando. Un sablista, sin duda… O acaso algo peor.
—¿Trae algún paquete debajo del brazo?
—No, señor. Me he fijado muy bien.
Respiró. Ya que no pudiera dejar de recibir las obras inéditas que el correo le traía a diario, como una lluvia, de todos los rincones de España, tenía tomadas sus precauciones para que no le colocasen las traídas a mano por sus autores, que suelen ser las más peligrosas. El ordenanza, fiel a una consigna, en cuanto veía a un sujeto con un paquete debajo del brazo o asomando por los bolsillos, contestaba invariable:
—El empresario se ha marchado a tomar baños a Alemania y acaso no vuelva nunca.
Pasó el visitante: era un hombre de unos cincuenta años, vestido modestamente, con vistas al andrajo, y con el rostro curtido por los estucos de mil noches de comediante. El empresario lo recibió con ese aire de frialdad agresiva con que recibimos siempre las visitas de los desconocidos que no vienen a traernos dinero ni cosa que lo valga.
—¿Usted no me conocerá a mí?
—Hasta ahora no tengo ese honor.
—Soy Mónico Tomares… ¿No le dice a usted nada mi nombre?
Pausa meditativa del empresario, mirando al techo.
—No, señor, no me dice nada.
—Bueno, no lo extraño; ni vaya usted a creer que me ofendo por ello. Estoy, además, acostumbrado. ¡Me ha pasado eso en tantas partes!
—Yo es que… tengo una memoria infernal para los nombres.
Gesto melancólico del visitante.
—¡Sí! ¡Sobre todo para los nombres… que no ha oído usted pronunciar en su vida!… Bueno: permítame usted que vaya al grano. Usted tendrá su tiempo para otras cosas, yo también necesito el mío… Yo, caballero, vengo aquí con una pretensión, que acaso le parezca absurda a primera vista…
—Diga usted…
—Para aminorar en lo posible mi relato, me permitiré contarle, a grandes rasgos, mi historia; con ella a la vista comprenderá usted que mi osadía no es tan grande como parece.
Mientras hablaba se despojó de la americana, que colocó cuidadosamente sobre una papelera; se remangó hasta más arriba del codo la manga derecha de la camisa, y enseñó un brazo descarnado que no había visto el agua en un par de meses. El empresario le miraba ahora con cierta compasión: ni sablista, ni autor novel; se trataba de otra clase de chiflado: era un loco.
En la parte alta del antebrazo había un agujero de no mucho diámetro; el hombre lo señaló con el dedo.
—¿Ve usted esto? Pues es un balazo; me atravesó el músculo de parte a parte y me tuvo cuarenta días con el brazo en cabestrillo.
Se abrió el chaleco, desabrochó rápido la camisa y enseñó el pecho, en cuyo lado izquierdo había un costurón de seis centímetros.
—Herida de arma blanca; la hemorragia me duró dos horas, y creyeron que me moría. Medio año después, todavía me resentía del golpe al toser…
Se vistió en dos segundos, y cogiéndose con ambas manos uno de los mechones de pelo que le caían sobre la frente, lo abrió hasta la mitad del cráneo, dejando al descubierto el frontal surcado por una profunda cicatriz, que parecía una zanja del alcantarillado.
—Un machetazo; de resultas de él a poco pierdo el ojo derecho y uno de los cigomáticos.
—¿Cómo?
—Cigomáticos. ¿No sabe usted?…
—Sí, sí…
—Y, ahora, vea usted aquí —señalaba un orificio en la parte alta del cuello—; un disparo de browning. Después de curado, aún estuve un año sin poder comer bien. ¡Gracias a que entonces yo no comía a diario!
El empresario comenzó a impacientarse un poco.
—Bueno, bueno. ¿Queda algo más?…
—Sí, señor; aquí en el muslo derecho… —Y echó mano a la cintura para despojarse de los pantalones.
—¡Basta, basta! No se moleste usted; me lo figuro… ¡Cinco heridas! Pero a cambio de ellas tendrá usted alguna cruz, alguna pensión…
—Nada de eso, caballero. Unos dolores por todo el cuerpo cuando el tiempo amenaza lluvia es todo el recuerdo que me ha quedado del noble derramamiento de sangre.
—Y ¿dónde fue ello? ¿En Melilla el año nueve?
—¡Ca, no, señor!
—¡Ah, ya comprendo! Por lo del machetazo… en Cuba indudablemente, o acaso en Filipinas…
—Nada de eso: no he pasado nunca de Almería.
—Entonces, en la guerra del Norte. Aunque en aquellos años no existían aún las pistolas browning.
—No se canse usted. Todas estas heridas que acaba de contemplar, las he recibido en el ejercicio de mi profesión, ¡¡en la escena!!
—¿Qué dice usted?
—Lo que acaba de oír: soy actor desde que tenía dieciocho años. He trabajado con los Calvo, con Luján, con don Antonio Vico, con Valero, con Mata y con… —Al llegar aquí el hombre miró a todos lados, bajó mucho la voz, y pronunció un nombre.
—¿Hace mucho tiempo?
—Veintiocho años; aunque él dice ahora que no tiene más que treinta y dos. ¡No haga usted caso! Ya sé que hace papeles de galán joven… Pues, tiene sesenta y cuatro años. Dígalo usted muy alto.
—¿Yo, para qué?
—Pues, sí, señor. ¿Usted no recuerda, hace unos años, en Pamplona, un actor que hirió a otro, en el pecho, haciendo El Tenorio?
—Sí, señor.
—Bueno, pues el herido fui yo. Hacía el don Luis Mejía, don Juan se entusiasmó demasiado, y ¡zas!, me mechó, como a un solomillo… ¿Y en Barcelona, aquella famosa representación del Don Álvaro, en que el Marqués de Calatrava resultó herido en un brazo al tirar don Álvaro la pistola sobre la mesa?… El Marqués de Calatrava fui yo. El segundo apunte había comprado la pistola, aquella tarde, en una casa de empeño, y, al vendérsela, habían olvidado decirle que estaba cargada.
—¡Qué imprudencia!
—Y, aún no hace cuatro años, en Mérida, aquel barba que salió con la cabeza partida en una representación de Electra…
—¿Era usted?
—No, señor; fue el otro, el que la noche antes me había hecho a mí este chirlo en la frente, representando La cabaña del tío Tom. Juré vengarme, y, con un martillo del jefe de los carpinteros, le dividí por dos el cráneo y me marché de la compañía.
El actor se puso patético.
—Y ahora, después de conocer mi historia, dígame si no tengo en ella títulos suficientes para pretender lo que pretendo. Otros ganan sus ascensos en la carrera a fuerza de aplausos, a fuerza de éxitos clamorosos, cosas todas muy agradables; yo los he ganado a costa de mi sangre, que vale mucho más que todo eso. Ya ve usted que no puedo ser tachado de pretencioso, si aspiro a ocupar en este teatro la vacante que acaba de dejar Marsales.
—¡Cómo!, ¿pero ya sabe usted?… ¡Si no hace un cuarto de hora que se ha marchado!… Es asombroso cómo corren las noticias en Madrid… Pero Marsales volverá; yo no puedo creer que se haya despedido en serio.
—Pues ya ve usted cómo las noticias en Madrid no corren tanto como usted se figura. Usted, por lo visto, ignora lo que sabe todo el mundo: que Marsales firmó, hace quince días, un contrato para América, y embarca dentro de ocho.
—¿Está usted seguro de lo que dice?
—Y usted lo estará en cuanto lea los periódicos de mañana.
—¡Canalla!
Antes de las veinticuatro horas de haber pasado la escena anterior, aquel pobre hombre, que en sus días de parada forzosa se dedicaba a portear muebles a los teatros, para sacarse un jornal de dos pesetas, estaba contratado para ocupar el puesto de Marsales.
Al empresario, en el paroxismo del despecho, se le ocurrió que lo mejor para humillar y molestar al fugitivo era sustituirlo con aquel infeliz, que tenía de artista lo que Guzmán el Bueno de sensiblero. Pero, además…, la obra que se estaba ensayando, para estrenarla cuanto antes, era una de esas del género gordo en la que el autor, con una audacia extrahumana, se jugaba el todo por todo. Él mismo lo dijo, el día de la lectura, a la compañía, y se encargó de repetirlo, a todo el mundo, en los días sucesivos:
—Con esta obra, o nos matan a todos la noche del estreno, o llegamos a las quinientas representaciones.
Y no mentía: la comedia no tenía término medio. En la general cobardía de los dramas y comedias al uso —cobardía que poco a poco iba echando a la gente de los teatros—, aquella obra representaba el galvanizador, la medicina heroica que mata al enfermo o que lo salva de un modo definitivo.
Solo que para representar el papelazo de primer actor que había en la obra hacía falta un hombre excepcional, que además de actor, fuese persona capaz de afrontar, durante cuatro actos —en los cuales apenas estaba diez minutos fuera de escena— las posibles indignaciones del público. Un héroe, en fin, que también los hay en el oficio de representar comedias y ese héroe no podía ser Marsales: como que ya se murmuraba que, aparte lo del viaje a América, el motivo principal de la marcha del precitado actor había sido el de librarse de estrenar la obra.
Y el empresario, con una intención que no era en él muy frecuente, había comprendido que el único hombre capaz de afrontar la situación era aquel infeliz con el cuerpo acribillado, verdadero héroe de su arte, que, sin haber estado nunca en la guerra, ni siquiera en un mitin político, había visto cara a cara la muerte cinco veces. Solo él —mientras el autor, oculto en un café extramuros, o tal vez ausente de Madrid, por si acaso, salvaba la pelleja en caso adverso— era capaz de dar el rostro a las iras multitudinarias en una noche que, por bien o por mal, había de ser memorable.
Y llegó la noche. El autor, no solo no había puesto en el cartel su nombre, sino que había encargado mucho a los del teatro que no lo pregonasen con anterioridad al estreno, y aunque el absoluto secreto era imposible, consiguió que el público congregado en la sala ignorase, en su inmensa mayoría, quién era el presunto delincuente. Lo que hizo fue no huir del teatro: allí, junto al forillo de la derecha, presenció todo lo ocurrido que fue… ¡una amplificación del diluvio universal!
Entre los dos términos del dilema que el autor planteara el día de la lectura, «o nos matan o la 500 representación», el público, en uso de su perfecto derecho, optó por el primero y… ¿para qué describir lo que allí pasó en la noche famosa? Ya lo ha descrito Dante en su Divina comedia, y Bulwer-Litton en Los últimos días de Pompeya. Trasladen ustedes la acción de tiempo y de lugar y tendrán una fotografía disminuida del hecho de autos.
Cuando cayó el telón sobre el último acto, ¡aquel acto que había sido algo así como una lucha grecorromana entre los actores y el público!, este, enardecido, pidió que se alzase el telón, y encarándose con el primer actor —el de las cinco gloriosas cicatrices—, le exigió imperiosamente, como Cannio exige a Nedda el nombre de su amante, al final del primer acto de Payasos, el nombre del autor de aquello, ¡del asesino!, ¡del criminal!, ¡del homicida!
Así gritaba el público, y en vano el actor apelaba a subterfugios para calmarlo:
—Señores, el autor no se encuentra en el local…, creo que tampoco se encuentra en Madrid…
—No importa. Si no queremos verle. Queremos nada más saber cómo se llama.
Tuvo un momento de debilidad. Fue a decirlo, pero el autor, que no había abandonado su puesto, junto al forillo de la derecha, le gritó con acento trágico:
—¡Por Dios, no lo diga! ¡¡Por la salud de mis hijos!! ¡¡¡Por la gloria de su madre de usted!!!
Pero el cómico tuvo un gesto de iluminado, hizo brillar sus ojos con el fulgor que encendía la mirada de los mártires en el circo de Roma, y, desentendiéndose del autor, le dijo por lo bajo:
—¡Déjeme usted a mí!
Avanzó a las candilejas, impuso silencio, y sacando mucho el pecho, pronunció estas palabras:
—Respetable público: el autor de la obra que acabamos de tener la desgracia de representar… ¡¡soy yo!!
Aquel héroe murió un mes después en la cama de un hospital. Con las emociones de la noche célebre se le habían abierto las cinco heridas, y la vida se le había escapado por ellas, toda entera, como un río que se desborda.