PAÍS RELATO

Autores

jerome charyn

la guerra contra el hombre lobo

La alcaldesa se estaba poniendo nerviosa. No le interesaban las alarmas sobre otro hombre lobo: el turismo había descendido en un trece por ciento y Manhattan se estaba convirtiendo en una ciudad fantasma a partir de la media noche. Si ese hombre lobo seguía atacando con tan alarmante regularidad, Su Excelencia podía verse obligada a bajar a una esquina de la calle y cantar canciones de amor a una Nueva York en trance de desaparición. El primer hombre lobo había añadido un toque festivo a la ciudad: era un actor en paro que se ponía una careta ridícula y mordía en el cuello a las mujeres sin que llegara a correr la sangre. Aparecía coincidiendo con las épocas festivas y luego se esfumaba. Pero el nuevo hombre lobo atacaba en todas las circunstancias. Tenía garras y enormes colmillos amarillos con los que arrancaba grandes pedazos de carne. Todos los testigos coincidían en afirmar que sus ojos eran de un azul muy claro y relucían bajo la mata de pelo, una especie de bigote frondoso, que se extendía hasta invadir la frente como un extraordinario follaje. Los ojos azules revelaban inteligencia, pero el hombre lobo mordía sin piedad. Diecinueve hombres y mujeres estaban hospitalizados por su culpa. La mitad de ellos vegetaban entre la vida y la muerte conectados a sistemas de respiración asistida, con ojos amarillentos y rostros como mascarillas de cera.
Becky Karp echaba todas las culpas a Isaac Sidel. Era el jefe de policía y no había conseguido poner coto a las correrías del hombre lobo por Manhattan.
—Isaac, como no hagas algo muy pronto, mi administración se hundirá sin remedio.
—Hago todo lo que puedo. Tengo a mis ayudantes en la calle día y noche.
—No es bastante —gritó ella a Isaac, que tenía el aspecto de un osito de peluche con patillas—. Quiero una patrulla especial contra el hombre lobo, con un psicólogo de primera fila que pueda hablar de todas las implicaciones de…, ¿cuál es el nombre?
—Licantropía —dijo Isaac.
—Eso, de la licantropía. Necesitamos un portavoz, Isaac. Alguien que consiga calmar al público, que explique las definiciones correctas y dé al caso un enfoque científico. No un policía como tú. Eres demasiado primitivo, Isaac. Quiero un científico en este caso y, si no contratas a uno de inmediato, lo haré yo misma.
—En ese caso dimitiré —dijo Isaac.
—No dimitirás. Estás demasiado interesado en el hombre lobo… O superamos esta crisis o nos hundimos los dos, Isaac. Consígueme un científico.
Isaac salió del City Hall con una nube de reporteros a sus espaldas, acosándole como pequeños vampiros. ¿Qué podía decirles? Había capturado al otro hombre lobo, Harvey Montaigne, porque descubrió su modus operandi. Había siempre algo teatral en las pistas que dejaba Montaigne, una especie de afán de representar el papel de que hacía daño a las personas, como si viviera en un continuo Halloween; y de hecho estaba esperando a Isaac, solo y deprimido, cuando este fue a detenerle a la habitación de un hotel, un par de días después de las Navidades.
¿Cómo me ha encontrado? —le había preguntado Harvey Montaigne.
Por casualidad.
Le he visto en la tele; lleva usted unas patillas demasiado grandes. ¿Cómo me ha encontrado?
Pero a Isaac no le interesaba revelar sus secretos. Mientras sus inspectores peinaban la ciudad en busca de un maníaco enmascarado, Isaac repasaba las carteleras teatrales hasta dar con un anuncio de una pequeña compañía que actuaba en Queens, los Corona Players, que ofrecían una producción coral titulada La Hora de los Monstruos, Comedia Musical a Muchas Manos. No le llamó únicamente la atención el hecho de que el reparto de los Corona Players incluyera un Hombre Lobo; al fin y al cabo, también tenían un Frankenstein y un Drácula. El hecho de que aquellos monstruos fueran interpretados «a Muchas Manos», sin dar los nombres de los artistas, intrigó a Isaac. Había algo profundamente melancólico en la idea de todos esos monstruos agitando sus esqueletos al son de la música en algún oscuro rincón de Queens. De modo que Isaac averiguó lo que ocultaba el anonimato de los Corona Players, interrogó a la madre de Harvey, que era la cajera de la compañía, y resolvió el caso.
Sidel fue calificado como el detective número uno del mundo, por haberse adelantado a su propio departamento en la detención de Harvey Montaigne. Y ahora el público esperaba otra demostración de magia deductiva y un nuevo éxito. Pero este hombre lobo no llevaba máscara. Propinaba terribles mordiscos en la garganta a la gente y comía carne cruda. Hasta ahora había actuado en Manhattan, pero ese dato no era demasiado significativo. Una buena tarde el hombre lobo podía decidir cruzar un puente cualquiera y empezar una vida enteramente distinta.
Isaac se veía asediado por los periodistas, tanto locales como extranjeros, porque el hombre lobo se había convertido en una noticia internacional, un tótem de nuestra época, la bestia escondida en el vientre de la bestia. Isaac no concedía entrevistas, pero no podía respirar en el camino entre el cuartel general y el City Hall sin que de inmediato el gesto quedara registrado en la prensa.
—Isaac, ¿se trata de otro Harvey Montaigne?
—Sin comentarios.
Y desapareció en el interior del rojo laberinto del One Police Plaza. Pero Becky ya había encontrado a un científico para su patrulla contra el hombre lobo. Era un profesor de psicología del Brooklyn College, especializado en licantropía y otras clases de canibalismo. Era mucho más joven que Isaac, un mulato de Los Angeles emigrado a Bedford-Stuyvesant, Nueva York. Tenía el aspecto de un querubín y se llamaba Walter Gunn.
—Déjeme decirle una cosa con toda claridad, profesor Gunn.
—Walter servirá —replicó el querubín—. No me gustan los formalismos cuando estoy trabajando en un caso.
—¿Ha trabajado en otras ocasiones para la policía?
—Como asesor. No creerá que su hombre lobo es el único que anda rondando por ahí, ¿verdad, comisario?
—Llámeme Isaac.
—Pues no me busque las cosquillas. Yo no pedí este trabajo.
—Es usted un civil —dijo Isaac.
—Igual que usted.
—Pero yo llevo una placa y una pistola. Olvide las maniobras políticas de Becky Karp; aquí soy yo quien da las órdenes. Si es usted su espía, Walter, dígamelo enseguida. Lo respetaré. Podrá dormir en mi alfombra y cobrar sus honorarios. Pero déjeme trabajar en paz.
—Lo sé, es usted el tipo que encontró a Harvey Montaigne. Pero este no es Harvey; este come carne humana.
—No creo en hombres lobo, Walter. Y si ese mamón es un caníbal, le partiré el alma.
—Come carne, Isaac. Sus víctimas morirán por envenenamiento de la sangre o bien de anemia perniciosa y usted va a encontrarse en las manos con algo muy distinto de una curiosidad de barraca de feria. Se trata de un asesino, sea quien o lo que sea además. Me necesita usted, Isaac, o nunca le echará el guante.
—En ese caso, ¿cuál es su opinión?
—El Lobo de Bangor. Viene de Canadá y ha hecho estragos por donde ha pasado desde el momento mismo en que apareció.
—¿Se trata de algún trampero que enloqueció en los bosques?
—Todo lo que sé es que es un hombre lobo.
—Bigote postizo y demás trucos. ¿Hicieron pruebas de saliva a las víctimas de ese angelito de Bangor?
—Sí, encontraron saliva humana y sangre humana. Pero es que Bangor es humano, Isaac; ese es el punto básico. De lobo solo tiene algunas características secundarias.
—Ahora échele la culpa a la luna —dijo Isaac.
—O a alguna psicosis profunda; eso carece de importancia. Bangor tiene grandes bigotes en la cara y unos ojos azules despiadados. Procede de los bosques del norte, como le he dicho, y se ha instalado en Manhattan.
—¿Por qué no ha venido usted antes a dar esa información, espontáneamente?
—Lo hice. Pero sus inspectores no quisieron creerme.
—De modo que recurrió usted a Becky Karp.
—No. Su Excelencia recurrió a mí.
—Magnífico —dijo Isaac, imitando el tono gruñón de sus antecesores irlandeses en el Departamento de Policía de Nueva York—. Se ha instalado en Manhattan. Yo creía que se sentiría más apegado a los bosques.
—Lo está. Sospecho que vive en Central Park.
—Y como no quiere ensuciar su nidito se pone a merodear por los callejones oscuros cuando llega la hora de comer. Pero parece tener predilección por la zona baja de Manhattan. Nueve de sus ataques han tenido lugar al sur de la Calle Catorce. ¿Cómo lo hace, Walter? ¿Se desplaza en taxi? ¿O se da un paseíto hasta allí pasada la medianoche, engalanado con ropa robada en las boutiques más elegantes?
—Utiliza la red del metro.
—¿Un partidario de los transportes públicos?
—Un hombre puede moverse muy deprisa por esos túneles, Isaac. Hay líneas abandonadas y cosas así. Todo lo que necesita es cubrirse con un gabán largo y seguir las vías.
Isaac empezó a mirar de otra manera al querubín.
—Ha estado investigando por su cuenta… No debería haberme mostrado tan grosero con usted.
—Es el jefe de policía; su obligación era mostrarse suspicaz.
—No me dore la píldora, Walter. Me he portado como un hijo de perra.
El hombre lobo atacó a una viuda en la esquina de Madison con la Calle 29 y le arrancó de un mordisco la mitad del cuello. A pesar de todo, la viuda no murió. Quedó inconsciente, igual que los demás; incluso Isaac empezó a sentir que también él habitaba en ese semimundo situado entre los vivos y los muertos. Bigote hasta la frente, ojos azules. Homo lupus, el lobo que caminaba erecto.
Isaac evitó apostar policías de paisano en Central Park. No eran adecuados para este caso. Llevó allí un escuadrón de hombres que parecían militares de los cuerpos especiales. Pisotearon todo el césped, entraron en las cuevas abandonadas de las colinas del norte del parque y fisgonearon por el Harlem Meer poniendo en fuga a los consumidores de crack. Isaac trabajaba con un enorme plano; parecía un pirata en busca del tesoro secreto constituido por las pertenencias del hombre lobo. No encontró el menor rastro de la guarida. Desarticuló una pequeña red de contrabando que utilizaba como base un viejo fortín abandonado, arrestó a media docena de camellos y detuvo in fraganti a un violador. Pero quería al hombre lobo.
Se introdujo en las entrañas de Manhattan acompañado por dos ingenieros de la Metropolitan Transit Authority. Viajó en un pequeño tren eléctrico. Era como un parque de atracciones de Coney Island subterráneo. Uno de los ingenieros mantenía a distancia a las ratas golpeándolas en la cabeza con una pala. Entraron en una línea de metro que había sido clausurada en 1926. Isaac tuvo que salir del trenecito porque en aquella línea faltaba el tendido eléctrico. Le dieron un par de botas y un casco de minero provisto de lámpara. La vieja estación de metro estaba intacta y a Isaac le maravillaron los azulejos de diferentes colores, que dibujaban los nombres de Beaver Street y Cherry Street en aquella línea fantasma. Se sintió un poco celoso: sus propios tíos y tías podían haber figurado entre los usuarios de esa línea, setenta años atrás. Una parte de su propia historia había conseguido eludir a Isaac, el experto en Manhattan.
Hizo treinta detenciones. Sorprendió a una banda de descuideros que utilizaban la estación de Cherry Street como santuario; pero no encontró ni rastro del hombre lobo. Isaac se sentía cada vez más desanimado.
Visitó a Harvey Montaigne, que vivía a media pensión en un hogar regido por la Federación de Filántropos Judíos. No estaba seguro de que aquel hombre lobo anterior pudiera servirle de ayuda, pero necesitaba a Harvey de alguna forma.
—¿Has vuelto a actuar?
—No, me ha sido imposible reanudar mi carrera.
—Puedo recomendarte a un par de productores.
—Sí, y me veré obligado a representar el papel de hombre lobo durante el resto de mi vida.
—No tenías que haberte dedicado a morder a la gente. No me diste opción, podía haber muerto alguien o algún policía podía haberte visto con tu máscara y volarte la cabeza de un tiro… Harvey, necesito que me ayudes.
—Eso tiene gracia —dijo el hombre lobo.
—No bromeo. ¿Qué opinas de ese nuevo hombre lobo?
—No tengo opinión.
—Pero tienes que pensar algo sobre él. Quiero decir que es un tema que te afecta. Es otro hombre lobo.
—Es un completo desconocido para mí.
—Pero ¿quién crees que puede ser?
—Otro actor más, señor Isaac, en un jodido mundo de cómicos.
El hombre lobo atacó de nuevo. Tenía su propia cosmología. Tanto si brillaba la luna llena como si el cielo estaba sumido en la más completa oscuridad, siempre merodeaba por las calles con sus bigotes y sus ojos azules sin fondo. Isaac empezó a preguntarse si el hombre lobo no sería una horrible emanación de la propia ciudad, algo así como la encarnación en un solo ser de todas las monstruosidades de Manhattan.
Pero no tenía tiempo para especular. El científico de Becky había sido atropellado por un autobús e Isaac le llevó flores al hospital Mount Sinai. Walter Gunn tenía los labios totalmente azules. Yacía como un desecho humano en la unidad de cuidados intensivos. Isaac tuvo que recurrir a toda su influencia para que le dejaran entrar en la pequeña habitación de Walter.
—He visto al hombre lobo —dijo Walter, esforzándose en mover sus labios azules.
—¿Por qué le ha perseguido por su cuenta?
—Porque usted se negaba a creer que hibernara en Central Park.
—Son los osos los que hibernan —le corrigió Isaac—. No los lobos.
—Ese hombre hiberna cuando y donde le da la gana.
—Y se despierta de tanto en tanto para comer carne humana… Walter, hemos pasado el rastrillo a Central Park. Hemos registrado todos los escondrijos y no hemos encontrado su jodida guarida.
—Pues yo le sorprendí saliendo del Park.
—¿Por qué está tan seguro de que era el Lobo de Bangor?
—Los bigotes, Isaac, y los ojos.
—¿Iba vestido?
—Un chaquetón pardo sucio, pantalones oscuros y zapatos sin calcetines.
—¿Sin calcetines? ¿Está seguro?
—Llevaba los bajos de los pantalones recogidos. No llevaba cordones en los zapatos ni calcetines. Pasó corriendo a mi lado. Intenté seguirle, y…
Walter cerró los ojos y ya no los volvió a abrir. Fue la primera baja en la guerra contra el hombre lobo.
Isaac regresó a Central Park con un nuevo surtido de detectives y perros adiestrados. Los perros devoraron a los conejos de las colinas del norte y los detectives destrozaron cada centímetro cuadrado de césped. Isaac ordenó el cese de la búsqueda y fue a sentarse en su despacho de One Police Plaza, presa de la melancolía. Ordenó que no le pasaran llamadas de Becky Karp. Desplegó su tablero de ajedrez en miniatura y empezó a jugar los gambitos de apertura de Bobby Fischer, el antiguo campeón del mundo, ahora en trance también de hibernar en sus propios bosques del norte.
Solo consintió recibir a un visitante, Harvey Montaigne, que vino andando desde su hogar a media pensión, en zapatillas y vestido con un raído traje de franela.
—Señor Isaac, siento haberme portado de aquella manera. Quiero ayudar.
—Es tarde.
—Quiero ayudar.
Harvey Montaigne subió con su raído traje de franela a la limusina de Isaac. Los periodistas le tomaron por un médium contratado por el jefe de policía: habían olvidado que era el anterior hombre lobo. Isaac visitó con Harvey Montaigne la catacumba de las viejas estaciones de metro abandonadas. Oyeron ruido de agua sobre sus cabezas y descubrieron más y más estaciones, hasta que Isaac se dio cuenta de que había toda una Nueva York de la que no tenía noticia. Él apenas ahondaba por debajo de la superficie de las cosas; el interior nunca había sido suyo.
Harvey se resfrió. Isaac le dio una aspirina y le acompañó hasta su hogar a media pensión. Hizo que sus ayudantes investigaran cualquier nueva referencia al Lobo de Bangor: no encontraron ninguna. Envió un aluvión de fax a todos los jefes de policía de Maine y nadie pudo recordar haber visto alguna vez al Lobo de Bangor.
La luna se tornó del color del mármol y empezó a menguar en el cielo. Isaac dormía en su despacho, la barba le crecía en las mejillas; era un hombre más en hibernación. Recibió una llamada de Central Park: habían visto al hombre lobo. Isaac ni siquiera se levantó de la silla. Cincuenta coches patrulla convergieron en el parque, de los Servicios Tácticos llegaron tiradores de elite y los perros salieron de sus perreras de la Academia de Policía. Isaac siguió sentado.
Miró su propia cara barbuda y salió de One Police Plaza. Entró en las catacumbas por una puerta situada cerca de las vías de la estación de metro de Becky, junto al City Hall. Isaac caminó unos ochocientos metros bajo tierra y llegó a la estación de Cherry Street, por la vieja línea de Kings County. Llevaba consigo una linterna y una pequeña pala articulada, de hoja muy afilada. «A mi hombre le gusta seguir directamente la línea de norte a sur, con un ligero rodeo nada más», —murmuró Isaac para sí mismo. Sabía que Bangor escaparía de los tiradores de elite y de los perros.
Isaac silbó entre dientes para sí mismo y esperó.
Oyó ruido de pies que corrían sobre las traviesas. Apagó la luz y desplegó el mango de la pala. «Ah —dijo para sí—, tendría que haber traído mi bate de béisbol». Pero la pala era más adecuada.
Vio los ojos azules, oyó la respiración pesada. No estaba seguro de si el hombre lobo había sido herido o no. Isaac contaba con el efecto sorpresa; su corazón latía con fuerza.
«Esperaré hasta que sienta la vibración de sus bigotes».
Sostuvo la pala en alto, en la posición clásica preconizada por Joe DiMaggio, y acertó a golpear al hombre lobo en la crisma.
El hombre lobo cayó sin un gemido. Isaac encendió la linterna delante de sus ojos: el hombre lobo era todo bigotes, parecía más bajo que Isaac y dormía como un angelito sin calcetines. Los dientes no eran amarillos. Tenía las uñas largas, pero nada de garras.
Fue Isaac quien cargó con él hasta sacarlo de las catacumbas, quien lo llevó hasta la comisaría de policía de la calle Elizabeth y quien le leyó sus derechos, mientras el hombre lobo seguía aún aturdido. Y aquel fue el último momento de paz de Isaac. Había reporteros por todas partes. Becky Karp apareció en su limusina con chófer y dio una conferencia de prensa en los escalones de entrada de la comisaría.
—¡Es el mejor! —dijo señalando a Isaac. Este esperaba junto a la celda donde habían encerrado al hombre lobo, que estaba sentado en un rincón con el pelo del bigote tapándole los ojos—. Ningún hombre lobo puede venir a la ciudad de Nueva York sin que lo atrape Isaac Sidel.
Isaac se sentía más y más culpable. Tal vez no debería de haber usado una pala. Pero en el caso de que hubieran rondado por allí los detectives de la Unidad Táctica, le habrían partido los dientes a tiros. Nadie, ni siquiera un hombre lobo, tendría que verse sometido a esta humillación: estar sentado en una jaula como un fenómeno de circo, mientras un montón de caras se apretujaban afuera para verle.
Su Excelencia entró en el edificio. Todavía seguía furiosa con Isaac porque él había dejado de dormir con ella. Isaac estaba enamorado de Margaret Tolstoy, una modelo que trabajaba clandestina y simultáneamente para el FBI y el KGB.
—¿Es él? —preguntó Becky, dirigiendo una mirada severa al interior de la jaula.
—Becky —dijo Isaac—, deja en paz al muchacho.
—¿Muchacho? Es un maldito monstruo, y no un muchacho.
—Sí, pero si te entrometes, algún juez volverá a ponerle en la calle.
—Por mis muertos te juro… Isaac, vente a cenar conmigo.
—No puedo —dijo Isaac.
—Ya, es esa puerca rumana, madame Tolstoya. Se está riendo de ti, Isaac. Tiene cientos de amantes.
—Becky, ¿tienes que discutir en público mi vida privada?
—No tienes vida privada —dijo—; eres mi jefe de policía. Y desapareció de la calle Elizabeth.
Isaac sacó de la jaula al hombre lobo y lo llevó a la sala de los interrogatorios. Era la última oportunidad que tenía de hablar con el hombre lobo, que no tenía carné de la Seguridad Social, licencia de conducir ni documentos de identidad en los bolsillos. Los ojos azules parecían fijos en algún punto situado más allá del estrecho campo de visión de Isaac.
—Puedo ayudarle —dijo Isaac.
En cuanto se pusiera en marcha el proceso, el hombre lobo quedaría atrapado en las garras de los tribunales.
—Puedo ayudarle.
El hombre lobo no quiso aceptar cigarrillos ni un sándwich de Isaac.
—Si el fiscal del distrito se pone rudo, avíseme…, tanto si es de día como de noche —dijo Isaac, y deslizó una de sus tarjetas en el bolsillo de la chaqueta del hombre lobo.
El hombre lobo se convirtió en carnaza de juzgado. Permanecía invariablemente sentado en su celda de Bellevue. Nadie consiguió descubrir su nombre. No parecía tener un pasado previo a esa pequeña anécdota de andar mordiendo a la gente. Luego se presentó una mujer e identificó al hombre lobo como su hijo, Monroe Tapler, que había tenido fama de muchacho incorregible en Jersey City, se había trasladado a Manhattan a los veintidós años y vivía en la calle. En las revistas de psicología empezaron a aparecer artículos sobre Monroe Tapler, describiéndolo como un sociópata característico «de nuestra mezquina mentalidad moderna».
Isaac escribió al director de una de esas revistas.
«Señor Director,
»En relación con el artículo titulado “Patología del licántropo”, publicado en el número de noviembre de su revista, quisiera decirle que el autor está patinando sobre un hielo muy quebradizo. Monroe Tapler puede haber mordido a algunas personas a los nueve o diez años, pero eso no necesariamente le ha convertido en un hombre lobo. Me temo que su autor debería cambiar su enfoque, de la psicología a la mitología. El hombre lobo está más próximo a nuestro inconsciente colectivo que a cualquier etiqueta sociopática.
»Atentamente
»Isaac Sidel».
La carta desencadenó una controversia, pero Isaac estaba harto de todo el asunto. Sus bigotes crecían más y más. Empezó a parecerse al hombre lobo. Y una noche, en su pequeño apartamento del Lower East Side, recibió la visita de Margaret Tolstoy, que había estado acostándose con capos de la mafia por toda América mientras espiaba sus manejos para el FBI. Margaret tenía más de cincuenta años, la misma edad de Isaac, pero él no podía quitarle los ojos de encima. En su último avatar llevaba una peluca rubia, sus mejillas ardían y sus ojos parecían lagos de jade verde. Sacó unas tijeras del bolso y sin decir palabra recortó la barba y los bigotes de Isaac.
—Ahora eres humano —dijo.
Isaac se miró al espejo. Sus mejillas estaban cubiertas de cañones de barba blanquecina.
—Ven a la cama —le dijo ella. Él se tendió al lado de Margaret Tolstoy y ella acarició el espeso vello de su pecho.
—Mi pequeño hombre lobo —dijo, y le hizo el amor hasta que la melancolía de Isaac desapareció casi por completo.