PAÍS RELATO

Autores

james hilton

la vanidad de parker potterson

—Sentir las fuerzas de la juventud correr a través de vuestras venas; ver el rosado color de la salud en vuestras mejillas cuando os miréis en el espejo, por la mañana; ya no más dolores; ya no más depresión; ya no gastaréis nunca más en medicinas el dinero ganado penosamente. Lo que yo os ofrezco, señoras y caballeros, no es una medicina de curandero, ni una droga: es el remedio botánico sin par de la Naturaleza, descubierto por un servidor y preparado después de una vida de ensayos y experimentos. ¡Ningún otro hombre del mundo posee este maravilloso secreto, nadie puede ofreceros la clave de este milagroso camino de la Salud de la Fuerza y de la Vida! Pido un chelín por caja. Pero no, seré más generoso, ¡solo nueve peniques la caja! ¡Nueve peniques, señoras y caballeros!... ¿Hay algún médico en este pueblo que os cobre menos de media corona por una botella de agua teñida e inútil...? Os diré lo que voy a hacer... Se trata de una oferta especial, que no volveré a repetir mientras viva. ¡Seis peniques!... ¡Dos reales! ¿Quién será el primero?... Muchas gracias, señor... ¿Dos chelines? Gracias, tome su caja y el cambio.
¿Está satisfecho?... perfectamente. Entonces permítame devolverle también sus seis peniques. Acepte esta caja de Salud Concentrada, señor, como un regalo mío a la persona más razonable del público aquí reunido... Señoras y caballeros, ¿quién desea más?... Muchas gracias, señora...
La potente voz del sacamuelas extendíase en ecos por la plaza del mercado del norteño pueblecillo de Finchingold.
El reloj de la iglesia señalaba las nueve menos diez minutos; a las nueve, por orden de las autoridades municipales, tendría que recoger sus trastos y marcharse.
Ya había repetido seis veces su bien aprendido discurso respecto a la maravillosa Planta que daba Vida, que él descubriera años atrás en las orillas del río Orinoco, en América del Sur.
Capturado por una tribu feroz de indios y abandonado por ellos para que muriese de fiebre, había logrado arrastrarse unos centenares de metros, penetrando en la selva virgen, y allí fue donde sus ojos se posaron en una planta extraña y desconocida. Su agradable aroma le tentó a probarla, y al cabo de un cuarto de hora, la fiebre había desaparecido y era un hombre nuevo. Recogiendo prudentemente una brazada de la preciosa hierba, logró escapar con dificultad, regresando al mundo civilizado para completar allí la labor de su vida, preparando la hierba en forma de píldoras y venderla en los mercados de Inglaterra.
La historia tenía éxito por regla general: nunca lo tuvo mayor que en Finchingold en aquel caluroso sábado de julio. ¿Era que la población de Finchingold estaba más fatigada que de costumbre, después de una semana en la fábrica y el taller, o era que él se mostró más elocuente que otras veces?
No acertaba a descifrarlo, pero quedaba el hecho sumamente agradable de que ya había vendido no menos de noventa y siete cajas aquella tarde. Noventa y siete cajas, a seis peniques, resultaban dos libras, ocho chelines y seis peniques. Costo de las cajas, papel y píldoras: unos cinco chelines. Permiso de venta: un chelín. Beneficio neto: dos libras, dos chelines y seis peniques. No estaba mal, francamente, no estaba mal del todo.
El doctor Parker Potterson estaba, por lo tanto, de excelente humor después de su jornada de trabajo. Su rostro resplandecía de jovialidad cuando cambiaba sus últimas docenas de cajas por los peniques correspondientes. Aquella era la clase de gente que le gustaba más: trabajadores tranquilos y respetables y sus esposas, unos cuantos campesinos y quizá algunos artesanos. A veces en los pueblos de más importancia había rufianes que trataban de perjudicarle armando escándalo, y hasta ese fastidio mayor aún: la persona con ribetes de superioridad, con frecuencia un médico, que formulaba preguntas engorrosas.
Pero Finchingold parecía estar poblada por gente de la clase apropiada. Y aquel tranquilo hombrecillo de la fila delantera, que fue el primero en comprar, pertenecía a la clase de personas con quienes valía la pena de ser generoso. Lo más probable era que descubriese que las píldoras le hacían mucho bien, y durante los meses siguientes iría haciendo propaganda del incomparable remedio del doctor Parker Potterson, en su casa, en el taller y entre sus amigos. Sí, sin duda valía la pena de haberle regalado una caja.
Cuando el reloj de la iglesia empezó a dar la hora, Potterson había vendido todas sus existencias, un acontecimiento extraordinario ocurrido tan solo una o dos veces anteriormente. Tarareó alegremente una canción mientras empaquetaba sus trastos. Un estetoscopio, un gráfico en colores del cuerpo humano, un fragmento de la Planta que daba Vida en su estado natural, eran cosas muy fáciles de transportar. Rebuscando en un bolsillo, sacó otra planta que, en el fondo de su corazón, opinaba que daba más vida todavía; la encendió y fumó con satisfacción. ¡Ah, la vida era buena! Un bolsillo lleno de piezas de seis peniques, un buen puro y el fresco crepúsculo de un día de verano, ¿qué podía añadir a la dulzura de semejante mezcla? Tan solo una cosa, y, al pensar en ello, el doctor se humedeció los labios.
El doctor—. Parker era una figura conspicua cuando se dirigía por entre el gentío del mercado hacia «La Corona y Fardo de Lana». Llevaba sombrero de copa y levita, traje no muy corriente en Finchingold en los días de mercado. Más, aparte de eso, era, y lo sabía muy bien, un hombre que siempre llamaría la atención donde quiera que fuese, Tenía más de un metro ochenta de estatura y era de gran corpulencia; en realidad resultaba un espléndido anuncio para sus píldoras, que consumía en público a razón de una docena, más o menos, por día. Por fortuna eran del todo inofensivas. Sus ojos eran de un azul intenso y centelleante, que rara vez dejaba de fascinar a las mujeres, y su cutis, curtido por los años de vida al aire libre, era todo cuanto podía desear un vendedor de salud.
El bar— de «La Corona y Fardo de Lana» pareció empequeñecer y llenarse más que nunca cuando la enorme figura de Potterson entró por las puertas giratorias. Instintivamente la gente le abrió paso al acercarse al mostrador. La gente siempre le había abierto paso. Desde luego, era bien conocido; Jorge, el dependiente, sabía lo que le gustaba y se lo preparó, sin esperar orden.
—Noche calurosa, Jorge —dijo, saboreando su primer sorbo del exquisito «doble» deseado desde hacía rato. Su voz de barítono se oía perfectamente en toda la sala, a pesar del barullo.
—Buenas noches, muchachos —agregó, saludando con la cabeza a los reunidos, y un murmullo de voces le contestó.
Todo el mundo le miraba, pensando en él, admirándole... y, de repente, al mirar por encima del borde del vaso, observó que entre los admiradores había una joven extremadamente bonita.
A Potterson le gustaban extraordinariamente las jóvenes bonitas, y le satisfacía ejercitar su encanto sobre ellas. Por lo tanto, con deliberación y con una confianza nacida de su larga práctica, sonrió a la muchacha. Levemente, aunque con innegable estímulo, ella le devolvió la sonrisa, Potterson se puso todavía de más buen humor. Desde luego, la jovencita le encontraba irresistible, como todas las mujeres. Pero, ¡por Júpiter! era hermosa, de labios rojos, ojos oscuros, rostro ovalado; una belleza completa. Por el vestido, las maneras y la mano que descansaba en el borde del mostrador, Potterson calculó que la había clasificado acertadamente... mujer de la clase trabajadora, casada no hacía mucho tiempo. Su marido tenía un empleo mezquino y, por lo tanto, había escasez de dinero. Era indudable que estaba descontenta, rebelde, anhelante de tomar lo que la vida le había negado... ¡Ay, qué bien conocía ese tipo de mujer y cuánto se había beneficiado de su existencia!
—Este tiempo da una sed terrible —observó, mirándola.
—Demasiado terrible para mí —respondió ella, quizá algo enojada.
Su voz, observó Potterson, era agradable y musical.
—¿Mucha sed? Pues bien, se encuentra en el lugar adecuado.
—Sí, si mi marido quisiera pagarme otra copa.
—¿Y no quiere?
—No, Tiene miedo de emborracharme. Y le pregunto yo a usted, ¿tengo yo cara de mujer que no soporta unas copas?
Potterson pensó que estaba ya un poco bebida. Pero replicó, casi con la esperanza de que lo estuviese:
—Desde luego que no. Y tome otra copa conmigo, si su marido es demasiado mezquino para ofrecerla.
Había hablado en voz alta y los parroquianos, como era su propósito, le oyeron y soltaron algunas carcajadas que acompañaron de comentarios a media voz. A Potterson le gustaba que fuesen espectadores de su proeza con una mujer. En menos de un minuto había llegado a burlarse de su marido. ¡Trabajo rápido e inteligente!
—¡Chitón! —cuchicheó ella, burlonamente—. Podría oírle y tumbarlo de un puñetazo por sus palabras. Tenga cuidado, joven—. Con voz fuerte, ordenó por encima del mostrador—. Para mí una ginebra, Jorge.
Las risitas de los parroquianos se trocaron en un estallido de carcajadas y de repente Potterson vio la causa de ello. ¡El marido de la desconocida, estaba a su lado! ¡Oh, esto era en verdad gracioso, una situación que siempre recordaría y saborearía con fruición! Un hombrecillo de pecho hundido, pálido y devorado de inquietud, de ropas raídas, la clase de hombre nacido para llamar «Señor» a todo el mundo. Luego recordó que había visto aquella cara en alguna parte. ¡Cielos, sí! Era el hombre a quién regalara las píldoras aquella misma noche, no hacía ni un cuarto de hora. ¡Qué divertido! ¿Y cómo diablo había logrado pescar una criatura tan espléndida como aquella mujer? ¡Ah, la vida —y especialmente la vida tal como él la conocía— estaba llena de tales contradicciones...!
No obstante, la situación añadía unos puntos picantes a su diversión. Tenía siempre un gran placer en demostrar su fuerza a quienes carecían de ella, y no había nada que le satisficiera tanto como flirtear con una mujer bonita delante del marido que carecía de valor y fuerzas para imponerse. Le hacía sentirse dominador.
Al hombrecillo le dijo, condescendiente y con arrogancia:
—Buen hombre, ya sé que es demasiada confianza hablar a su mujer sin el permiso de usted, pero la culpa es suya por tener una esposa tan bonita. Alguien se la robará un día, especialmente si no le da lo que ella pide. De todos modos, nos acompañará a tomar una copa, ¿verdad?
El hombrecillo sonrió borreguilmente (¡qué bien conocía Potterson ese tipo de hombre!) y aceptó la invitación.
Potterson continuó, cuidando de que todo el bar le oyese:
—Su mujer me estaba advirtiendo ahora respecto de usted... me dijo que tuviese cuidado, que si no, me tumbaría usted de un puñetazo. Me alegro de ver que no abriga usted esa intención. Me desagradaría que me tumbasen.
El hombre tornó a sonreír tímidamente.
Los parroquianos rieron en son de burla y hasta la mujer no pudo evitar soltar una risita a costa de su marido.
—Yo no le dejaré —observó ella, con burlona piedad en la voz—. Es un verdadero tigre cuando se enoja... no lo creería usted... ¿No es verdad, Alberto? —añadió, sorbiendo su ginebra.
—No sea modesto —aconsejó Potterson, continuando la broma—. Ya veo que es un luchador terrible. Pelear y vencer es mi lema en este mundo—. Recayó un poco en su estilo de mercado—. Si quiere salud, adquiérala, luche y venza. Si quiere hablar a una muchacha bonita en una taberna... no hay motivo para que usted no lo haga, ¿no es verdad?
La mujer soltó una risita alborozada.
—Tome otra copa conmigo, querida. —continuó Potterson, muy contento de la proporción de su progreso—. Jorge, otra copa de ginebra para la dama y otro doble para mí. Y este caballero tomará otro ron, me parece... Sí, después de una vida aventurera a través del mundo, creo que puedo abrigar la pretensión de haber conquistado a casi todas las mujeres que he querido. Yo no refunfuño. La vida es una cosa estupenda cuando uno es un vencedor.
—Sin embargo, es una cosa detestable cuando uno es vencido —dijo una voz de entre los parroquianos.
Potterson oyó la interrupción y la acogió con agrado; le convertía en el eje de la atención general.
—¡No hay nada imposible, señor! —tronó, clavando en los parroquianos su tan practicada mirada napoleónica—. Para un hombre que tiene sangre roja en las venas, la vida ofrece todas las posibilidades —era una de sus frases—. ¿Usted quiere alguna cosa? Muy bien, si es usted un hombre, un hombre en todo el sentido de la palabra, obténgala. Pelee por ella, si es necesario, pero obténgala; es lo principal. Si yo le contara la mitad de las cosas que me han sucedido en la vida... —Apuró su vaso de un trago, y a través del vidrio vio al hombrecillo mirándole ansioso, evidentemente meditando alguna observación—. ¿Qué? ¿Sí? —preguntó, dándole ánimo, como un maestro de escuela podría interrogar a un niño.
—Señor —empezó el hombre, con evidente timidez y embarazo. Su voz carecía hasta de la semejanza de refinamiento que poseía la de su esposa—. Señor, me dispensará usted me atreva a hacerle una pregunta... mas lo que usted dice me interesa mucho. Yo soy hombre que lee un poco (en mis ratos libres, desde luego) y he oído hablar de la filosofía de ese individuo alemán Niche... o como se llame...
El labio de Potterson se frunció desdeñoso. Reconoció al tipo de uno de esos individuos de tacones torcidos que suele encontrarse en las bibliotecas públicas manoseando libros extraños.
—¡Al diablo con Niche! —gritó guiñando un ojo a la muchacha—. No he oído nunca hablar de ese sujeto, ni falta. Tengo mi filosofía propia, mis— propias reglas de la vida, así como tengo mis propias reglas de salud. Y las mías son bastante buenas para mí.
—Pero Niche dice...
—¡Al infierno con lo que dice Niche! Escuche, buen hombre: no le serviría de nada intentar llenarme la cabeza con las tonterías de algún maldito extranjero. Lo que yo quiero, y lo escucharé con placer, son sus ideas propias, si es que tiene algunas.
El hombrecillo se sonrojó ante la brutalidad del sarcasmo.
—Verá usted, señor —dijo respetuoso—, si me deja explicarlo a mi manera, quizá pueda exponerlo. Me parece a mí, no siendo un hombre educado (desde luego, es mi opinión), que no sirve de mucho esperar conseguirlo todo en este mundo.
—¿Y por qué no?
—Porque no hay bastante de todo para repartirlo entre todos.
—Hay suficiente para usted, buen hombre, si entra y lo coge.
—Pero algún otro individuo puede cogerlo primero.
—Entonces quíteselo.
—¿Qué luche con él quiere decir, señor?
Potterson rugió como pudiera haberlo hecho en un mercado. La ingenuidad del hombrecillo se le subió a la cabeza, de una manera tan embriagadora como el whisky; jamás había encontrado un estoque más perfecto a su fatuidad.
—Sí, buen hombre, sí, luche con él. La mayoría de las cosas que vale la pena poseer han de conseguirse peleando. ¡Cielos! cuando miro atrás y pienso en las luchas que he tenido que...
—¿Usted, señor?
—¡Cómo! ¿Cree que nunca he tenido que levantar mis puños contra un hombre? ¡Mire! —con un ademán teatral se levantó la manga descubriendo el brazo hasta el codo—. ¡Mire ese músculo, señor! ¡Tóquelo! Duro como el hierro, ¿eh? Hace años que pasaron mis tiempos de lucha, pero apuesto que esta noche sería capaz de matar a un hombre de un puñetazo, si me viese obligado a ello.
Sentía la admiración de la mujer envolverle como un cálido resplandor; ¡seguramente ella contrastaba su espléndida fuerza y virilidad con la esponjosa debilidad de perrillo de su marido! Con los ojos de la muchacha mirándole con tanto entusiasmo y los vapores de la cerveza hirviendo en su cabeza sentíase un verdadero superhombre.
¿No era un superhombre? ¿No podía dominar a toda una multitud con la magia de su voz y de su personalidad? ¿No estaban los usuales parroquianos de la taberna pendiendo anhelantes de sus palabras?
El corazón se le hinchó de orgullo; les demostraría qué clase de individuo era él.
—¡Bebidas para todo el mundo, yo pago, Jorge! —gritó, enorgulleciéndose del respetuoso y agradecido murmullo que siguió.
¡Qué cosa tan fácil era manejar a aquella gente! Una voz tonante y un convite, una copa... o una caja de píldoras gratis, lo mismo daba, y eran suyos por entero...
—¿Matar? —oyó cuchichear a la mujer; y el temor con que pronunciara la palabra le dio una sensación delirante de poder—. Me parece que no me gustaría reñir con usted, joven.
Le gustaba la manera como ella le llamaba «joven»; tenía cincuenta y siete años, y su cabello, bajo el tinte, era ya plateado. Rio sonoramente y posó su manaza sobre el hombro de la joven; siempre marcaba una etapa cuando por primera vez se tocaba a una mujer. Y ella se estremeció... ¡qué delicioso era!
—Querida, no ha de tener miedo de mí. Jamás he levantado la mano contra una mujer. Pero, ¡por Júpiter! si fuese un hombre contra quien yo tuviese...
—¿Qué haría usted? —cuchicheó la mujer, anhelante, sus ojos oscuros convertidos en rescoldos.
—¿Qué haría? —Bebió un vaso de whisky para inspirarse—. ¿Qué haría? Creo que será preferible no decírselo a usted, querida; es demasiado desagradable.
De repente la mujer cambió de actitud. Empezó a reírse burlonamente de él, como antes lo hiciera de su marido. Estaba borracha, desde luego... completamente borracha.
—Continúe, joven... Pero no le creo. Puede fanfarronear sobre lo que haría; eso puede hacerlo todo el mundo. ¡Pero apuesto a que no ha hecho nunca nada!
—¿Qué no he hecho nunca nada?
La miró desdeñoso, semienojado. No podía soportar que se burlasen de él; sin embargo, debía reconocer que ella resultaba muy bonita al hacerlo. ¡Cielos, era una criatura divina! Si tan solo... Pero tenía que hacer un esfuerzo mental para contestarle.
—Eso demuestra cuán poco me conoce —dijo—. No soy ningún fanfarrón. No voy por el mundo explicando a la gente lo que he hecho. He hecho cosas, en realidad, que nadie creería.
—Y no me sorprende. Todos no somos necios, aunque compremos sus píldoras de azúcar y jabón.
Se enfureció y la carcajada de los parroquianos dirigida por primera vez contra él, le espoleó en su punto más débil.
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—Oiga, buena mujer —continuó, dominándose con cuidado—. Como todas las mujeres, es usted muy poco razonable. Quiere usted saber demasiado. No obstante, le diré, si quiere saberlo, y si no lo cree, no puedo remediarlo, es la purísima verdad. No he vivido la vida de un lagarto holgazán. He visto el mundo. He vivido en contacto con los crudos y descarnados elementos de la vida —otra de sus frases predilectas—. He tenido que luchar. He matado para salvarme. En el río Orinoco, cuando me atacaron los indios con flechas envenenadas, dejé a tres de ellos dormidos solo con mis puños.
—¡Oh, allá! Eso no cuenta. En esa clase de lugares salvajes puede ocurrir cualquier cosa. Es lo de aquí lo que importa a la mayoría de nosotros. Y si usted matase a un hombre en Inglaterra, con solo sus puños, al día siguiente lo atraparía la Policía y lo mandarían a la horca antes de transcurrir tres meses.
—Quizá sí —respondió Potterson, cauteloso—. Quizá no.
Tenía la satisfacción de que el hombrecillo se preparase para otra de sus intervenciones plañideras. Le oyó decir:
—Ella tiene razón, señor, si no le molesta que yo diga eso. Un individuo con su fuerza podría, matar fácilmente a un hombre; sin embargo, lo grave comienza después, cuando la Policía empieza a buscarle.
¿De manera que el individuo se volvía también contra él? ¡Ah, perfectamente, sabía cómo tratarlo! Una fuerte dosis de sarcasmo.
—La Policía, ¿eh? De manera que le tiene miedo a la Policía, ¿no es eso?
—Confieso que lo tendría, señor, si hubiese cometido un asesinato.
—¡Un asesinato! ¿Un asesinato? ¿Quién demonio habla de un asesinato? ¡Sapos y culebras!
Momentáneamente, el corazón le cesó de latir, luego le palpitó más aceleradamente que nunca a medida que su cerebro acudía en su auxilio.
¿Un asesinato?... Muy bien, si querían hablar de ello, ya les enseñaría.
Dijo, con estudiada insolencia en la voz y maneras:
—¡Oh, naturalmente, usted se asustaría, si hubiese cometido un crimen! Ha nacido usted así.
Esperó el estallido de risa general, y luego continuó cogiendo ímpetu:
—No obstante, permítame que le asegure, buen hombre, que el individuo que está seguro de sí mismo, el hombre, es decir, aquel que es un hombre en el pleno sentido de la palabra —había usado esta frase antes, más no importaba—, ese hombre, digo yo, no tiene miedo a la Policía ni a nada, ni a nadie en el mundo.
Hizo una pausa, impresionante, saboreando los ecos de su voz.
—¿Quiere usted decir, señor, que un hombre debe ser capaz de cometer un crimen y no ser descubierto?
—Quiero decir, que un hombre debe tener éxito. Ese es mi credo; mi regla de vida. Si comete un asesinato, debe ser un asesino con éxito. Y un crimen perfecto no puede ser descubierto.
—¿Lo cree usted posible, señor?
—¿Posible? Desde luego, es posible. Todo es posible en este mundo para el hombre que conoce su oficio. ¿Qué cree usted que sucede cuando un individuo realiza un plan perfectamente trazado?
—¿Cree que la Policía no le coge?
—Sepa, buen hombre, que ni aun se llama a la Policía. Nadie sueña en ella. El veredicto es accidente o quizá suicidio. Le digo que la batalla está medio perdida cuando se menciona la palabra asesina:
—¿Medio perdida? ¿Quiere decir medio ganada, verdad?
—¿Ganada? No, perdida, desde luego. Oh, bueno, mirándolo desde el punto de vista de la Policía, naturalmente está ganada—. Pidió otro whisky—. Bah, la Policía... ¿Qué es la Policía? La mayoría de sus miembros no tienen ni una sola idea en la cabeza.
—Ah, no obstante, a veces demuestran ser listos. Es una cosa sorprendente cómo descubren pistas y cogen a les asesinos.
—¡Pero también saben por experiencia que el crimen bien planeado no se descubre nunca!
Se interrumpió, preguntándose vagamente de qué había estado hablando. De todos modos lo hacía con bastante elocuencia; veía cómo se había apoderado de la atención de toda la sala. Ah, sí, la cuestión del crimen y ser descubierto... ¡qué argumento más extraño! Pero las conversaciones de taberna suelen derivar hacia cosas raras. Bebió un trago de whisky y añadió:
—Sí, señor, hay hombres andando por las calles de este país, hoy ciudadanos dignos y respetados, que si se supiese la verdad, estarían haciendo cola para subir al patíbulo. Si se supiese la verdad, desde luego. Pero no se sabe, y no se sabrá nunca. Su crimen fue bien planeado.
—Dicen que hay siempre algo que traiciona.
—No, si tiene usted un átomo de cerebro —replicó Potterson, con acritud y desdén—. Desde luego, si no lo tiene, es preferible que lleve una vida respetable.
Rio sonoramente y terminó su vaso. Era extraño cómo fue conducido a discursear en una tabernucha sobre asunto semejante.
—Sirve otra vez, Jorge —murmuró.
La mujer le sonreía, dibujando en sus labios una mueca provocativa.
—Me parece, joven, que si alguna vez quiero matar a alguien, vendré a pedirle consejo.
Todavía se le burlaba, pero veía la luz de la admiración dominándola.
—Bien, querida, no soy yo quien debe decirlo... Sin embargo, me parece que puedo darle a mucha gente consejos sobre la mayoría de las cosas.
—No obstante —continuó el hombrecillo con ingenua seriedad—. No creo que yo matase nunca, aunque supiese cómo hacerlo. No es que no haya gente que no merezca ser suprimida. Mi hermano, por ejemplo. Vive en Millport en un suntuoso edificio, criados, automóviles, de todo. Está lleno de dinero; me robó mi parte cuando mi padre murió. Hizo su fortuna estafando a la gente; no me daría ni un céntimo, aunque me viese pereciendo de hambre. A veces lo encuentro en la estación por la noche, tiene una fábrica aquí, lo veo subir a un vagón de primera de Millport y, de veras, lo mataría con mis propias manos.
Potterson lo contempló con cierto interés; era extraordinario que un individuo tan apocado y tímido alimentase semejante odio. No era de esperar, y por esto, él, Potterson, estudiante de la naturaleza humana, lo contemplaba con asombro.
—Pues bien: ¿por qué no lo mata? —preguntó guiñando el ojo a los concurrentes.
—No tengo valor —declaró el hombrecillo.
Su franqueza era muy divertida.
Potterson comenzó a luchar con un acceso de risa alcoholizada.
—Además, señor —continuó el hombrecillo —ahora que pienso en ello, no veo que haya manera. Tiene tanto miedo a los ladrones, que nadie entraría en aquella casa.
—Mejor es que lo mate en la calle, entonces —aconsejó Potterson.
Francamente el hombrecillo era tan divertido como un chascarrillo.
—No, señor —contestó—, eso no sería factible, con todo el mundo por testigo.
—¡Por favor, por favor, no! —gritó Potterson, agarrándose los costados—. ¡Cielos, me hace usted reír más de lo que he reído en varios meses! Ahora me parece comprender por qué se casó con usted su esposa; ¡ella creyó que era usted la cosa más cómica que había visto en su vida!
Rio hasta saltársele las lágrimas, que se mezclaron con el sudor de la nariz y las mejillas.
—Además —añadió, serenándose —está usted equivocado. Existe algún medio. Siempre lo hay.
—No, señor. Se trata de un hombre muy desconfiado. Ni siquiera usted sería capaz de encontrar un medio.
—¿Qué yo no hallaría, el medio?
La reacción, después de tanto reír, le hizo hablar lacónico y casi irritado.
—¿Qué no encontraría un medio, buen hombre? No esté tan seguro de lo que yo pueda o no pueda hacer.
Notó la mano de la mujer en su brazo como una barra de fuego.
—Supongo que usted piensa que podría, ¿eh? —dijo la joven.
—Querida mía —empezó Potterson, torpemente. Pensó si debería atreverse a rodearle la cintura, con el brazo. Casi estaba haciéndolo cuando ella se revolvió con fiereza.
—¡Quietas las manos!
¡Qué fierecilla era! Desde luego completamente borracha... La oyó continuar.
—¡Todo puro alarde... fanfarronería, sin ninguna prueba... es de esa clase de individuos!
Potterson sintió que las mejillas se le coloreaban ardientes, acuchillándole los ojos desde el interior. Burlándose de él, ¿eh? Ya le enseñaría... a ella y a los demás.
—¡Escuche! —gritó, haciendo un ademán de quitarse la chaqueta—. Si hay aquí algún hombre que me juzgue un fanfarrón, que salga y me lo diga a la cara. Y si es una mujer quien lo piense, que se calle la boca.
—¡Tonterías! —replicó la joven—. Le desafío a que pruebe lo que afirma. Asegura usted que existe un medio de matar a un hombre, si él no quiere. Pues bien, para probarlo, debe tomar un caso de prueba. Tome a mi cuñado, servirá para el asunto tan bien como cualquier otro. ¿Cómo solucionaría usted ese caso?
Potterson observó que la concurrencia se le alejaba, simpatizando con la mujer; algo que jamás pudo tolerar.
—Es una pregunta muy justa —oyó que alguien decía.
Llegaron a sus oídos otras voces; ansiosas, críticas o burlonas. Y al mismo tiempo, al mirar el rostro de la mujer tan cerca del suyo, sintió un avasallador deseo de someterla, de justificarse ante sus ojos, para dejar un recuerdo imperecedero en su memoria. Era la mujer más hermosa que había visto en su vida. Aquella de Portsmouth no podía ni comparársele. Ni tampoco la francesita. Ni siquiera Maudie Rains, Maudie que años atrás le empujó a una locura que...
—Sirve de nuevo, Jorge —murmuró. Luego, rechinando los dientes, se fortaleció para una nueva lucha—. Son ustedes una pandilla de cretinos —gritó al fin iracundo—. ¿Cómo demonio puedo decir cuál sería el mejor plan, si no conozco al sujeto, ni sé nada de sus costumbres, ni tengo el menor indicio de él?
—Yo le informaré —cuchicheó la mujer—. Contestaré a todas sus preguntas.
Sus ojos, lustrosos y ardientes, parecían penetrar en su cerebro en ebullición. Ella se lo diría. ¿Estaba ella de su parte? Era extraordinario, había algo en los ojos de la joven, en la forma cómo le miraba, que le recordaba a Maudie Rains...
Empezó a hablar en voz alta, de una manera parecida a su estilo de charlatán; sin embargo, con mayor énfasis del empleado usualmente.
—Señoras y caballeros —gritó—. Acepto el reto. Soy un hombre esclavo de mi palabra y hablo con toda seriedad. Potterson cumple lo que promete. Tengan en cuenta una cosa: en mi opinión, este asunto es del todo absurdo, discutir cómo matar a un hombre que vive a unas millas de aquí en este momento y que, a pesar de lo que afirma este hombre, es probablemente un miembro decente y respetable de la comunidad. Es, lo repito, una discusión absurda por completo y, me atrevo a decirlo, de muy mal gusto. Fue eso solamente lo que al principio me impidió entrar en discusiones. Pero —su voz adquirió un tono doctoral—, pero habiéndose dudado de mi palabra, señoras... señoras y caballeros, habiéndose lanzado ciertas indirectas sobre mi persona, ¿qué puedo hacer sino recoger el guante, sea ello de buen o mal gusto?
—¡Al grano, al grano! —gritó una voz.
—Iré al grano, cuando lo crea oportuno, compañero, y no cuando a usted se le antoje, y si alguien se atreve a interrumpirme de nuevo, le haré saltar las muelas.
Hizo una pausa para apreciar el silencio: ¡por Júpiter! estaba dominándolos, calmándolos, emocionándolos con sus palabras.
¡Qué maravilloso era poder hacer esto! Les enseñaría; aquella noche de «La Corona y Fardo de Lana» no se olvidaría en Finchingold.
—Señoras y caballeros, ¿dónde me quedé? Ah, ya recuerdo... Ese caballero... que es un desconocido para mí... que vive en Millport... Muy bien; acepto el reto. Pero —miró desdeñoso a la mujer—, pero debe tenerse en cuenta que el hecho de que yo trace un plan no significa que cualquier persona pueda hacerlo.
—No se preocupe. Díganos lo qué haría usted.
—Voy a decírselo. Quiero hacerle comprender que Parker Potterson es un hombre de palabra. Si Parker-Potterson afirma que es capaz de hacer una cosa, entonces puede hacerlo. Ahora bien... —se volvió hacia el hombrecillo— ¿le oí decir hace un momento que veía usted con frecuencia a su hermano en la estación de Finchingold, subiendo a un vagón de primera clase del tren, de Millport?
—Eso es, señor; hace el viaje todos los días.
—Bien. Eso me da una idea. Debe ser muerto en el tren.
—Pero, ¿cómo, señor?
—Ah, aquí es donde interviene el cerebro. No obstante, es muy sencillo. Se mete en el compartimiento inmediato cuando el tren parta una noche. Asegúrese de que los dos departamentos están vacíos, es lo más probable, puesto que viaja en primera. Luego... —se interrumpió, conteniendo el aliento con cierta violencia y añadió—: ¿No hay un túnel muy largo entre Finchingold y Millport?
—Exacto. ¿Conoce usted esta línea entonces?
—No se preocupe de mis conocimientos; son muchos más de los que usted poseerá en su vida. Muy bien... el túnel entonces. Todo lo que debe hacer es esperar que el tren se interne en la oscuridad, salir de su —compartimiento, entrar en el siguiente y luego matarle...
—¿Matarle?
—¡Sí, matarlo!
—Pero, ¿cómo?
—¿Cómo diablos cree usted? Hay muchos medios... Estrangúlele, o bien con un martillo. ¿Sabe usar un martillo?
—Un mazo de regular tamaño podría hacer la faena —dijo el hombre con simple fatuidad—. Soy carpintero y...
Los ojos de Potterson se iluminaron de un brillo peligroso.
—¡Espléndido! Me alegro de saber que es usted capaz de hacer algo. Y un mazo está muy bien... tan bueno como un martillo... quizá mejor.
—Bien... ¿y después? El primo de mi cuñado dice que el verdadero problema viene luego y consiste en desembarazarse del cadáver.
—El primo de su cuñado es un cretino. ¡Deshacerse del cuerpo!... Fácil para cualquier hombre con un poco de sesos.
—¿Aún en este caso, señor... en un tren?
—Fácil. ¿No hay que cruzar un río... y un largo puente... poco antes de que el tren llegue a Millport?
—Es cierto. Un puente de tres arcos sobre el río Fayle.
—¡Maldición! ¿Entonces lo quiere todavía más fácil?... ¡Cuando el tren cruza el puente, abre la portezuela y tira el cadáver por encima del para... parapeto al río! ¿No es un buen plan? ¿Habría usted... habría usted pensado en eso? ¿O usted, querida?
Se volvió hacia la mujer, con ansiedad, deseando saborear la recompensa de su triunfo.
Ella rio burlonamente.
—¡Alguien podría verlo desde el sendero, es lo más probable!
—¡Ah!... es usted muy inteligente. Este plan resulta mejor en invierno. No transita nadie por el sendero... elija una noche lluviosa de diciembre... noviembre o Navidad... y es un plan magnífico, le digo, porque... porque cuando el cuerpo salga a la playa... dirán... pobre diablo... sufrió un accidente... cayó atrás... señal en la cabeza cuando... chocó con el parapeto. Y los que no crean en la teoría del accidente... desde luego, dirán... se trata de un suicidio, tan solo... tan solo los parientes, si tratan de evitar el escándalo...
¡Cielos! ¿qué estaba, diciendo? ¿Quién diablo inició una conversación tan idiota y absurda? Estaba loco de remate; la sala daba vueltas; tenía el cerebro ardiendo.
La joven estalló en una carcajada, provocativa.
—Sí, es un plan magnífico, lo reconozco. ¡Solo que me gustaría ver a mi Alberto lanzar fuera el cuerpo, eso es todo! ¡Pues si no es capaz ni de tirar un gato muerto por encima, de una valla!
Por segunda vez aquella noche Potterson rio hasta que las lágrimas brotaron de sus ojos empapados de whisky. ¡Triunfo! Los había vencido a todos. La mujer se reía con él ahora... comprendiendo su poder y su fuerza de voluntad.
—¡Tal vez no sea capaz! —gritó con voz ronca—. Pero yo no he garan... garantizado eso, ¿no es verdad? Es una faena para un hombre... hombre fuerte, no para un encanijado... El mundo entero se rinde ante un hombre fuerte y con cerebro... ambas cosas se completan... y los más débiles son acorralados.
Era el eterno tema de sus sueños.
—Bien, señor —exclamó el hombrecillo—; me ha dado usted una respuesta razonable, lo reconozco. Y ahora, ¿quizá tomará una última copa conmigo?
—No tengo inconveniente... Otra, Jorge.
Dábase cuenta de que estaba completamente borracho... demasiado borracho para razonar y dominar sus palabras.
Sin embargo, un orgullo ciego e insensato le hacía creer que nunca, nunca, había triunfado tan rotunda y poderosamente.
Y todo a causa de una mujer. De no ser por ella, solo se hubiera tratado de algunas palabras enfáticas y fanfarronas... pero nada más. Era la clase de mujer por quién era capaz de hacerlo todo... como lo hiciera por Maudie Rains tantos años atrás. Siempre fueron las mujeres su debilidad... su debilidad, haciéndole sentirse más fuerte y seguro de su dominio.
No había nada en el mundo que él no fuera capaz de hacer, si se lo pedía una mujer que a él le gustase. A los cincuenta y siete años ardía, en él el mismo fuego, el mismo delirio que a los veintisiete...
Mientras bebía pasó el brazo alrededor de la cintura de la mujer y esta vez ella no le rechazó.
Las sienes le latían en un ritmo alborozado. ¡La había conquistado! Su brazo se apretó más alrededor de la breve cintura y de nuevo sintió el delicioso encogimiento de aquel cuerpo joven. Ella se retiraba temblorosa, pero de un modo tímido, casi invitador.
—¿Estás satisfecha de que sea un hombre de palabra, queridita? —hipó.
—Ciertamente no tardaré en afirmarlo si contesta mi última pregunta. Se dice que los pequeños detalles son los que suelen perder a un hombre. Por ejemplo, ese mazo. ¿Qué hace con él después? Si lo tira con el cuerpo al río, flotará y las manchas de sangre podrían delatarlo... esto es lo más probable. Por lo tanto, su plan no es perfecto, pues tiene ese punto débil. ¿No podría deshacerse de él de alguna manera?
—Tiene razón, señor —agregó el hombrecillo con su voz plañidera—. Reconozco que yo no había pensado en ello... pero mi chiquilla es muy lista... ¡no se le escapa nada!
De entre los concurrentes se elevó un murmullo.
—Sí, me parece que la muchacha lo ha puesto en un aprieto. ¡Díganos lo que usted haría con el mazo!
El mazo... ¿qué haría él con el mazo? Potterson luchó buscando coherencia... coherencia para pensar... para hablar... ¡El mazo! ¡Era extraordinario que le formulasen preguntas sobre un mazo!
Volvió su mirada y vio los ojos de la mujer clavados en los suyos. El cerebro pareció» estremecerse de alegría.
Empezó a temblar.
Ella era ya suya; ya no se apartaba tímida y temblorosa... ni siquiera lo intentaba... casi percibía el rítmico latir de su corazón, como un dolor vivido en su cuerpo. Era su momento... el supremo instante de toda su vida.
—¡El mazo... el mazo... dígame! —cuchicheó ella, como sugestionándole.
Potterson comprendió que contestaría a esa pregunta... ¡y la respuesta destruiría para siempre la liviana barrera que los separaba!
—¿El mazo? —rugió con voz que hizo detenerse a los transeúntes, extrañados de lo que ocurría—. Sí... desde luego... debe destruirse esta prueba. ¿Cree que Parker Potterson es lo bastante necio para olvidar una cosa tan importante? Sí... debía destruirse el mazo... completamente... de alguna manera...
—Pero, ¿cómo? esa es la cuestión, señor, inquirió el hombrecillo con aquella paciencia extraña y casi exasperante.
Potterson sonrió entonces... una sonrisa amplia y misteriosa de la cual había desaparecido toda luminosidad, excepto la odiosa y horrible luz de la maldad.
—Cierto es... Déjeme pensar... ¿Cómo destruir ese mazo? ¡Ah! Una idea... una idea mía... tengo el cerebro lleno de buenas ideas... ¿eh? ¿No hay unos montones de escoria en la parte exterior, al lado mismo de la estación de Millport, uno de esos enormes montones ardientes, cerca de la fábrica de gas?
—Es cierto.
—Entonces, ¡por Júpiter! ¿No es fácil... tan fácil como besar a una mujer tan bonita como su esposa... tirar el mazo al montón de escoria... y en un minuto... dos lo máximo... todo quemado y convertido en cenizas?
Y con aquella extraña debilidad que iba apoderándose de todos sus miembros, se tambaleó hacia el bello rostro femenino que en el momento final se le escabulló hábilmente.
—¿De manera que fue así como lo hizo? —preguntó de repente el hombrecillo, hablando en diferente tono de voz, como si hubiese adquirido distinta personalidad.
—Siempre tuve mis sospechas —continuó —desde que encontraron aquel mazo medio quemado en la orilla del montón de escoria. Tuvo usted mala puntería.
Y con voz más calma y serena, añadió:
—Parker Potterson, alias Ricardo Morley, queda usted detenido como presunto culpable del asesinato de Tomás Rains en la noche del doce de diciembre del año mil ochocientos noventa y ocho...
Dos de los parroquianos le cogieron por los brazos y se lo llevaron, seguidos del hombrecillo y de la mujer...
—Lo que me intriga —observó la joven, horas más tarde, mientras discutía el caso con su famoso, aunque diminuto marido es ¿por qué se molestó en tirar el mazo al montón de escoria? ¿Por qué no lo metió sencillamente en una maleta y lo sacó de la estación, de un modo natural? Podría haberlo destruido— después.
—Es verdad —respondió el inspector Howard, de Scotland Yard—; pero entonces no habría sido Morley. Algunos criminales no tienen cerebro, pero Morley era demasiado inteligente. Aquel mazo del montón de escoria fue uno de los rasgos de genio completamente innecesario que lo delataron y arruinaron. Y estaba tan orgulloso de su hazaña que años después no pudo resistir la tentación de envanecerse de ello delante de una mujer bonita...
Dirigió una mirada afectuosa a su joven esposa y añadió:
—Bien, Matilde, fue tu triunfo, principalmente... representaste muy bien tu desagradable papel. Pero fue el mazo lo que le terminó... tan definitivamente como terminó a tu pobre padre hace treinta años.