Acababan de servir los sándwiches de pepino cuando el perro de Una y Radclyffe salió a la carrera hacia el jardín.
—¡¡Boyson, Boyson!! —gritó Una llevándose ambas manos a las mejillas—. Haz algo, John.
Boyson, un teckel al que Una se negaba a que tildaran de salchicha, era el más rebelde de la manada, que incluía una pareja de bulldogs franceses y otra teckel llamada Mary Jane. Boyson era también el más mimado y tenía una habilidad especial para crear problemas. Ya su nombre resultaba, de entrada, conflictivo: la imposibilidad de las francesas para pronunciar el sonido «oi» hacía que muchas le llamaran Buason o, peor aún, Buasson, convirtiendo al can —con todo su pedigrí— en un vulgar refresco. Y para más requiebro fonético, en alguna ocasión —muy probablemente por la coincidencia de bilabiales— le habían cambiado la B por una P, llevándolo a ser calificado de pescado o de veneno según la sonoridad de la «s». Ni que decir tiene que estas confusiones ponían a Una al borde de la histeria.
Fiel a su apariencia y a su alias social, Boyson era, además, un obseso de las salchichas y en particular de la Saucisse de Toulouse, que Natalie hacía traer especialmente para él siempre que la avisaran de que acudiría con sus dueñas al número 20 de la rue Jacob.
Un momento delicado el que eligió para huir la remilgada mascota. El salón estaba en plena ebullición, la cena acababa de servirse y no procedía aparcar los suculentos manjares, que la cocinera y ama de llaves de Natalie preparaba con brillante mano, para dedicarse a buscar al perrito. Además, la presencia del teckel en la fiesta de los viernes no era compartida con la misma afición por todas las asistentes. Algunas habituales lo consideraban una especie de rata desvergonzada, mientras que para sus dueñas era la representación carnal de sus instintos maternales; mon petit garçon, lo llamaba Una con marcado acento inglés. Tanto ella como Radclyffe (John para las íntimas) se negaban a tratarlo de animal y aseguraban que semejante apelativo solo era aplicable a determinados especímenes de dos patas. En cualquier caso, petit garçon o chucho insolente, su desaparición resultaba de lo más inoportuna.
Natalie, en aquel preciso instante, estaba charlando en amical postura con la que ella consideraba una posible joven promesa de la literatura universal. No se percató del incidente hasta un buen rato más tarde.
—¿Y dice usted que escribe poemas épicos? —le preguntaba, apuntando con la mirada directamente a los efectos del corsé—. Un género, sin duda, digno de mi atención…
A una prudencial distancia, tanto Romaine como Dolly le tenían puesto el ojo a Natalie temiendo lo que ya era habitual: que aquella noche las aptitudes literarias de la joven promesa fueran chequeadas en el lecho de la salonnière.
A su vez, y también desde una discreta lejanía, Mimi tenía en el punto de mira a Romaine, con quien solía desahogar sus deseos y fantasías, de muy alto nivel, por cierto; no hacía mucho habían jugado a las prendas con la exquisita Liane de Pougy en uno de los descansos que daba la cortesana a su actividad mundana.
En los momentos previos a la desaparición de Boyson, otras miradas se cruzaban también con visible reproche. Ni el binomio Janet-Solita ni, mucho menos, la sólida estructura Una-John aprobaban el tejemaneje endogámico que se traían sus coetáneas. Y para rematar los niveles de censura estaba Mina Loy, que se vanagloriaba de su heterosexualidad, la defendía, se protegía frente a los posibles acechos y tenía prohibido a su hija acudir al salón por lo que pudieran contagiarle.
Justo un minuto antes de que el perro escapara, John, que aquel día vestía traje de tweed con sombrero Stanton y pajarita, insistía en que los esfuerzos del colectivo debían centrarse en la legalización de sus relaciones.
—Urge reclamar el sagrado vínculo del matrimonio también para nosotras. Y que Dios nos conceda el derecho a existir.
—Amén —se santiguó Una.
La escapada de Boyson interrumpió estas disertaciones así como las artes seductoras de la salonnière, quien maldijo para sus adentros tanto al can como a sus dueñas. Se disculpó ante la joven promesa, con la exquisita educación que la caracterizaba y el firme compromiso de regresar en cuanto apareciera el teckel, y se dirigió a su fiel asistenta.
—Berthe, ¿qué ha sucedido?
—¡Oh, madame! —se lamentó la cocinera—. El perro de la señorita Una, al parecer ha huido.
—Bueno —la tranquilizó Natalie—, haremos por encontrarlo. Tú procura que la noticia no se extienda y altere la buena marcha del salón. ¿Tienes idea de cómo ha ocurrido?
—Mais non, madame, yo solo he visto a la señorita Una salir muy agitada hacia el jardín, seguida de su señora… — Se detuvo un instante—. ¿O debería decir su señor?
Natalie arreó un manotazo al aire.
—Tanto da. ¿Están ahora en el jardín buscándolo?
—Diría que sí.
—Pues hay que encontrarlo antes de que empiece el espectáculo, hoy tenemos una actuación muy exclusiva.
Dejó a Berthe, quien, después de frotarse las manos en el delantal, volvió a la cocina a preparar más sándwiches, y se dirigió al jardín con su escueta elegancia de metro sesenta (aproximadamente).
Justo cuando iniciaba el camino hacia el exterior, oyó a su espalda una voz que no pudo menos que inquietarla, no tanto por la estridencia aguda del falsete como por la intención que encerraba. Al girarse, confirmó sus temores: una aristócrata francesa le estaba echando los tejos a su querida amiga Tamara con la muy probable intención de convertirse en protagonista tanto de sus pinturas como de sus devaneos. Natalie sabía que Tamara no estaba pasando por un buen momento, aquel viernes había acudido al salón para evitar la tentación de volver a La Boite de Nuit, donde se pasaba las noches contemplando a la cantante Suzy Solidor, de quien se había prendado sin ser correspondida.
—¡Ah, Tamara, ma chérie! —canturreaba en si bemol la aristócrata—. Me encantan esas mujeres que pintas conduciendo Cabriolets y fumando sin prejuicios. Me producen una sensación… Comme on dire; una sensación de alboroto espiritual…
—¡Qué bien descrito! —interrumpió Natalie—. El alboroto lo tengo claro, pero ¿dónde sitúa exactamente el espíritu?
Tamara agradeció aliviada la irrupción de su amiga. La aristócrata, sin embargo, arrugó la nariz.
—Perdonen la intromisión —prosiguió la anfitriona—, ¿no habrán visto pasar por aquí a Boyson, el perro de Una?
La aristócrata abrió su abanico con un golpe seco de muñeca, frunció el ceño y negó con la cabeza.
—Lástima —lamentó Natalie y, con la más amplia de sus sonrisas, añadió—: ¿Nos disculpa? —Agarró por el brazo a Tamara y la rescató, sin más preámbulos, de aquellas garras.
—Querida —le dijo en cuanto se alejaron—, no puedo quedarme contigo, debo resolver este asunto de forma urgente. Te dejo junto a los sándwiches para que te atiborres si quieres. Tienes una botella de vodka justo al lado.
La plantificó ante el bufet libre y siguió su marcha hacia el jardín que, como era de esperar, se vio de nuevo interrumpida.
La siguiente en detener su trayectoria fue Djuna. Al verla acercarse, y sabiendo que pretendía pasar de largo, estiró el brazo tanto como pudo poniéndole una barrera que la amazona a punto estuvo de saltar cual obstáculo ecuestre.
—Atiéndeme un segundo. —La frenó con su insolente belleza y ese aire de sobrepasarse a sí misma que pocas veces la abandonaba—. ¿No crees que esta comunidad nuestra merecería ser parodiada?
—Sí, darling, haz lo que te plazca, lo harás de todos modos.
—He pensado inmortalizarte en un relato definitivo y algo críptico, ¿cómo lo ves?
—Lo veo, lo veo —asintió Natalie intentando zafarse y seguir con su cometido.
—Al final, solo sobrevivirá tu lengua traviesa.
—Brillante, Djuna, sencillamente brillante.
—Piensa que sería la mejor forma de subirte a los altares.
—No esperaba menos de ti —concluyó al fin dándole unos golpecitos en la espalda—. Escríbelo, ilústralo y salimos a venderlo a orillas del Sena. ¿Te parece?
Dejó a la que se consideraba a sí misma la escritora desconocida más famosa del mundo como envuelta en una nube de tinta, dibujando lo que parecía el boceto de un calendario.
Al salir al jardín, hizo un oteo general. Una y John ya no estaban, con toda seguridad habían regresado a la casa sin que ella se hubiera percatado. De todos modos continuaría con las pesquisas. Enfocó sus centelleantes ojos azules hacia el extremo donde un templo circular de estilo dórico se alzaba con cuatro columnas, peldaños de piedra y puertas esculpidas. Cincelado en el dintel, destacaba un rótulo, flanqueado por dos serpientes de bocas abiertas y una corona de laureles, en el que se leía Temple à l’Amitié. Allí se encaminó con su larga melena rojiza ondeando al vaivén de sus zancadas.
Dentro encontró a Colette y a Eva Palmer preparándose, nerviosísimas, para la representación de aquella noche.
—¿Habéis visto a Boyson?
Afectadas ambas por un ataque de pánico escénico, la aparición de la amazona las sosegó en parte. Tanto Colette como Eva habían sido amantes de Natalie (se decía que, esporádicamente, ambas lo seguían siendo) y allí permanecían, tan campantes, formando parte del salón; exquisita virtud de lasalonnière quien en contadas ocasiones desterraba de su vida a las que ocuparan su lecho.
—¿Es un pintor modernista? —preguntó Eva.
—No, es el perro de Una y John. ¿Ha pasado por aquí?
—¿Ese salami con patas que no para de gruñir? —apuntó Colette.
—Me parece una buena descripción. ¿Lo habéis visto?
—Lo vi trotar como un cervatillo —dijo Eva—. Iba camino de las habitaciones, muy atolondrado, como buscando algo. De eso hará… unos quince minutos; me lo he cruzado cuando venía hacia el templo.
El episodio coincidía, en términos cronológicos, con la voz de alarma dada por Una en el momento de la desaparición. Natalie se dispuso a dar la vuelta para proseguir sus pesquisas, pero Colette la detuvo.
—Por cierto, chérie, ahora que te tengo a tiro: ¿has pensado qué hacer con l’Academie?
—No sé a qué te refieres, en la próxima sesión te toca leer a ti, por supuesto.
—Lo tengo presente, pero no es eso. No basta con hacer lecturas entre nosotras recreándonos en lo más profundo de nuestro cenobio, hay que denunciar a la Academia francesa por no tener a una sola mujer en sus escaños, copar la prensa, salir a la calle, manifestarnos… Es intolerable…
—Lo sé, lo sé —atajó sudorosa Natalie—, y estoy en ello, pero ahora mismo tengo otro asunto más urgente que resolver. Hablamos de este punto después de la actuación. ¿Te parece?
Tras la aceptación, no del todo convencida de Colette, Natalie suspiró y, cargando de nuevo los pulmones, se dirigió hacia el interior de la casa en busca del can.
Llegar a las habitaciones tampoco iba a resultarle sencillo. Nada más entrar al recibidor, del que arrancaba un largo pasillo que dividía en dos espacios la planta baja, Una la asaltó visiblemente angustiada.
—No está en el jardín —exclamó llorosa—, ni en el comedor, ni en la cocina…
John abrazaba por los hombros a su amada intentando calmarla, cosa que casi nunca conseguía.
El incidente había trascendido ya, de forma que algunas invitadas se acercaron al recibidor para seguir el curso de los acontecimientos, lo que estimuló a otras a seguirlas también y ver qué pasaba, lo cual, a su vez, provocó el llamado efecto chafardeo concentrando en el recibidor a un gran número de asistentes. El guirigay empezaba a ser demasiado sonoro y una de las cosas que más odiaba Natalie era que su salón se desmadrara.
—¡Haya calma! —exigió en un educado aunque contundente alarido—. Por favor, señoras, vuelvan al salón, aún queda mucho por degustar. Berthe —gritó a la cocinera—, saca más sándwiches de pepino y sirve el champagne, por favor.
Eso hizo que una parte de la concurrencia regresara (más o menos conforme, más o menos confusa) al comedor, pero un pequeño grupo de damiselas se mostró más interesado por el suceso que por el tapeo y permaneció al lado de las protagonistas. Además de Una y John, se quedaron también Romaine, Dolly, Mimi y Tamara. De detrás de una columna salió Janet con sombrero de copa y doble antifaz blandiendo su pluma (de escribir) con intención de redactar una crónica. A su espalda y con idéntico propósito asomó Djuna y, por último, Berthe, que no se perdía una, se quedó también de observadora desoyendo las órdenes de su patrona.
—Hagamos una reconstrucción de los hechos —propuso Natalie—, eso nos dará pistas para proseguir la investigación.
—Estábamos tranquilamente gozando del salón cuando vimos a Boyson salir como una bala hacia el jardín — declaró John.
—Lo noté muy agitado cuando sacaron los sándwiches —añadió Una.
—¿No salió también la saucisse? —preguntó Natalie—. Berthe siempre la saca al mismo tiempo.
—¿¡La saucisse!? —clamó entonces Una—. ¡Es cierto! ¿Dónde está la saucisse?
Berthe corroboró las palabras de la anfitriona.
—En efecto, madame, la saucisse salió junto con los sándwiches. Yo misma la deposité en el bufet.
—Alguien la ha robado —exclamó Una muy agitada—, se la han comido. Por eso ahora Boyson está tan disgustado.
—¿Quién habrá sido? —masculló Natalie con el ceño fruncido y expresión fisgona.
—No quisiera acusar a nadie, pero me pareció ver a Regina subir a las habitaciones llevando entre las manos lo más parecido a una Saucisse de Toulouse.
Al oír estas palabras pronunciadas por Djuna, y no exentas de picardía, hubo un aspaviento colectivo. Regina, otra posible joven promesa de la literatura universal y amante intermitente de la salonnière, era a menudo cuestionada en el monipodio de la intimidad debido a sus excentricidades.
Todas conocían sus secretas inclinaciones pero, en unos casos por discreción, en otros por pudor, nadie hacía mención de ellas en público.
—¿Dónde está Boyson?
—¿Dónde está Regina?
—¿Dónde está la saucisse?
Cantó a coro una polifonía de voces al tiempo que Natalie sentía una especie de retortijón. La combinación de esas tres desapariciones le hizo temer un fatal desenlace. Su instinto le decía que la saucisse había ido a tener un uso poco convencional y muy alejado del carácter alimenticio al que, en principio, estaba destinada. Era vital actuar con cautela.
—¡No os apuréis! —las exhortó con intención de calmar los ánimos y hacerse dueña de la situación—. Creo que sé dónde encontrar a las tres. Vosotras seguid con la fiesta que ya me encargo yo personalmente. ¡Show must go on! —proclamó.
Pero nadie le hizo caso y el grupo en formación subió al piso de arriba siguiendo a la propietaria de la casa.
Las habitaciones no eran muchas, pero sí amplias y luminosas. La de Natalie, o dormitorio azul, lucía un espléndido suelo de parqué abrigado por una piel de oso polar que le regaló en su momento Liane de Pougy. Una mesa de mármol negro y dos sillas Imperio acompañaban el escritorio y el piano situados frente a la ventana. Y eso era todo; un mobiliario que no cambió en el más de medio siglo que habitó la mansión. Natalie no era amante de las posesiones, a menudo decretaba solemne que «todas las guerras y la mayoría de los grandes amores derivan del instinto de posesión», lo cual no le impedía disfrutar de un lujoso Renault Cabriolet.
Natalie abrió la puerta con sigilosa precaución. Sentada en el pequeño escritorio cuyo frente miraba al jardín, encontró a Renée como poseída por la desgracia y por las musas a partes iguales. Natalie asomó la cabeza con cierta prudencia bloqueando la entrada al resto de la comitiva con su diminuto y fornido cuerpo, a fin de no importunar a la poeta.
—Renée, cielo, ¿has visto a Boyson? —preguntó en el tono más dulce que pudo encontrar.
Sin alzar la mirada de su cuaderno, la poeta musitó:
—Lo vi… Lo vi hace apenas unos minutos husmeando el umbral de la habitación de invitadas, esa que, a menudo, usas para clavarme la daga hiriente de la infidelidad.
Obviando la indirecta, Natalie prosiguió:
—Y, por casualidad, no habrás visto también a Regina.
Al oír ese nombre a Renée se le revolucionaron las emociones, pero respondió sin alterar su tono primoroso y lánguido.
—No menciones en mi presencia a semejante depredadora de almas. Por su culpa siento ahora el escarnio en mi pecho y esta pena tan honda que me corroe las entrañas…
—Renée, Renée —la interrumpió Natalie con amorosa ternura—, no seas trágica. ¿Por qué no escribes un poema intenso y melodioso para canalizar toda tu melancolía y me lo lees esta noche a la luz de una llama? Y luego programamos un viaje a Lesbos para el próximo verano. ¿Te parece? Es que ahora tengo un apremiante asunto que resolver, ¡mon amour!
Cerró la puerta con idéntico sigilo, se giró al grupo y anunció:
—En la habitación de huéspedes.
Allá se dirigieron todas las miradas y, en efecto, al fondo del pasillo toparon con Boyson, que gruñía y rascaba con su afilada y escueta pezuña el extremo inferior de la puerta cerrada de la habitación de invitadas, consiguiendo con ello imprimir profundas marcas de arañazos, pero en ningún caso abrirla.
—¡Chucho impertinente! —exclamó Natalie al verlo.
—No llames chucho a mon petit garçon —protestó Una—, los insultos alteran su sistema emocional. Si está así es porque algo hay en esa estancia que llama poderosamente su atención. Lo mejor será ir hasta ella y abrirla.
No era necesaria la propuesta pues Natalie había comenzado ya el trote hacia el susodicho dormitorio. Llegó resuelta encabezando el cortejo e inició el gesto de separar al can de la puerta, a lo que este reaccionó con un ladrido seco, arrufando el hocico a modo de amenaza y mostrando sus diminutas pero no por ello inocentes fauces. Es decir, que a punto estuvo de morderla.
—¡Será mal criado!
Una se agachó a cogerlo y arroparlo en sus brazos, a lo que el can respondió con idéntico gruñido pasando olímpicamente del maternal mon petit garçon, mon petit garçon que sollozaba su amita.
Natalie volvió a suspirar. A continuación, exhortó a la comitiva a mantener la calma fuera lo que fuera que encontraran al otro lado de aquella puerta, tomó aire y, sin más dilaciones, procedió a deshacer el entuerto entrando a saco en la habitación.
Lo que allí vieron no es susceptible de ser narrado en una crónica de ficción sin temor a herir sensibilidades. Diremos que hubo unos primeros momentos de confusión, rubores y aspavientos varios, en los que Boyson fue el único que no participó. Antes al contrario, obsesionado y ansioso por alcanzar su objetivo, se lanzó a la saucisse como un auténtico poseso, la arrancó de su emplazamiento sin más contemplaciones y salió corriendo de la habitación con el trofeo entre los dientes.
Diremos también que Natalie recriminó a Regina no tanto sus sofisticados métodos como el uso inapropiado que hacía de ellos.
Que la partenaire de Regina no sabía dónde meterse.
Que Una casi se desmaya.
Que John le soplaba la frente.
Y que, al conocer los hechos, Mina Loy exclamó:
—Escenas como esta me reafirman en mi decisión de no permitir a mi hija pisar este salón.
Minutos más tarde, el incidente estaba ya casi olvidado. Berthe había sacado otra tanda de sándwiches y servido más champagne. Boyson se había zampado su saucisse y se relamía satisfecho en el regazo de Una. A su lado, John ponía su particular epílogo:
—Boyson tenía sus razones. Gracias a Dios ha encontrado lo que buscaba y ha vuelto a ti.
—Qué sabueso es mon petit garçon —corroboró Una.
Natalie quitaba hierro al episodio evocándolo con bromas picantes que provocaban la carcajada de sus contertulias tanto por la gracia de los comentarios como por su sonora y contagiosa risa.
—Lo que no ocurra en este salón no lo verán en ningún otro escenario —remató antes de levantarse para presentar la actuación de aquella noche.
Había llegado el momento del espectáculo. Natalie dio unas palmas a fin de concentrar la atención del público, proyectó su voz queda y melódica, no por ello menos potente, e invitó a la concurrencia a pasar al jardín para asistir a la representación.
—¿Viene otra vez Mata Hari con su caballo blanco? — preguntó una invitada.
—No —sonrió la salonnière, orgullosa de lo que iba a anunciar—. Hoy tenemos a dos asiduas del salón, miembras activas de l’Académie des Femmes, incondicionales de la mesa redonda de Natalie y artistas completas. Ellas son…
—Lástima —se lamentó la invitada entre dientes—. Me pareció exquisita su desnudez.
Renée había abandonado su exilio poético para unirse al grupo. Al verla, Romaine le ofreció el brazo que le quedaba libre. Del otro llevaba colgada a Mimi, y por ambas sentía idéntica adoración. Partió con cada una bien enlazada a flanco y flanco. Perfectamente acopladas iban también Janet y Solita por un lado y Una y John por otro con Boyson haciendo de lazo conyugal.
Djuna y Tamara afilaban sus miradas a fin de inmortalizar, cada cual en su especialidad, el entrañable y atrevido círculo sáfico que les daba cobijo. Salieron juntas también ellas, dándose apoyo mutuo; más allá de la vena artística, compartían algún que otro vicio.
En el escenario estaban Eva y Colette esperando su momento; y en algún lugar de la comparsa, la posible joven promesa de la literatura esperaba también el suyo.
Natalie hizo un somero repaso a tan armonioso panorama. «Yo no he creado este salón —pensó—, el salón se ha creado en torno a mí».
Desde su rincón atalaya, como si le hubiera leído el pensamiento, la siempre fiel Berthe le interceptó la mirada para hacerle un guiño al que Natalie respondió con una sonrisa amplia y plena de satisfacción. Justo entonces, apareció Dolly vestida de tío Oscar y el rostro de la anfitriona se iluminó.
—Y de nuevo, esta noche —anunció pletórica—, nuestra querida Dolly Wilde nos honrará con su savoir faire y su incomparable ingenio haciendo de maestra de ceremonias.
Hubo un aplauso unánime, tras el cual, Natalie ofreció su brazo a Dolly y arrancó con todo su séquito hacia el jardín.
El público en pleno, y en festiva convivencia, las siguió hasta el Templo de la Amistad.