PAÍS RELATO

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hathe koja

luna de ángeles

Pensó que tal vez fuera un ángel. Los ángeles sufrían transformaciones, estaba razonablemente seguro de ello: cambian de hombre a espíritu y a la inversa, lo dice la Biblia. «No temas», decían cuando se transformaban.
Estaba tendido boca arriba, pero no exactamente mirando el techo, con los brazos a los lados, como un paciente sobre la mesa de operaciones. Tenía el cabello corto, rubio y sucio. Todo él estaba sucio, puesto que desde el invierno no se había lavado; no había más agua en los depósitos de arriba y no tenía la menor idea de cómo hacer para que la hubiera. El recuerdo del cambio, rastrero y balbuciente, ascendía a través de su cuerpo similar al progreso de una enfermedad implacable y deformante. Lepra. ¿Todavía enfermaba la gente de lepra o era una de esas cosas que el mundo había conseguido erradicar por completo, una antigua plaga que afortunadamente el calor de las microondas de la ciencia médica había hecho desaparecer?
Una de las dos ventanas estaba rota; el pequeño rectángulo mostraba las finas astillas de vidrio y las grietas sucias. Había intentado pegar los fragmentos con un pegamento de un color de plata sucia parecido al de la superficie de una moneda. Pero el viento seguía encontrando huecos por donde colarse, no había modo de conseguir cerrar herméticamente las aberturas. Con todo, no le importaba el frío. Hay cosas peores que el mal tiempo.
Se palpó la mejilla; no se había afeitado desde el cambio angélico, pero la barba no le había crecido en absoluto. El vello de sus brazos, de su pecho, sus piernas e ingles, parecía tener exactamente el mismo aspecto, pero era difícil asegurarlo, no es el tipo de cosas de las que uno se da cuenta. Tal vez fuera un poco más áspero, pero también podría ser solo imaginación. Al principio había intentado decirse a sí mismo que todo era pura imaginación, alguna manifestación secundaria de su enfermedad interna, alguna nueva pérdida insoportable. Primero los poemas, luego las palabras y ahora la humanidad entera, una metamorfosis forzada en un espécimen tan debilitado que la mera supervivencia era una prueba que desafiaba sus escasas energías. Recordó su despertar, asustado, desnudo sobre el suelo de cemento, contándose los dedos de las manos y de los pies, por si había perdido alguno de ellos en el proceso de cambio.
Pero los lobos también tenían diez dedos; lo sabía por un libro que consultó en la biblioteca. Lo robó, en realidad; le avergonzaba pero era así, él no tenía tarjeta de lector ni dinero para comprar un libro como aquel; y necesitaba conseguirlo. Tenía que saber qué era de él cuando se veía arrebatado por el cambio angélico y nadie más podía decírselo ni había forma alguna de preguntarlo. De modo que, torpe y lleno de temor, escondió el libro debajo de su camisa, donde empezó a percutir como una especie de contrapunto arrítmico con los latidos de su corazón, mientras regresaba en bicicleta a su casa. La nieve le azotaba y hacía difícil pedalear y mantener la bicicleta derecha, pero no podía aumentar más aún su prisa. Por la ventana rota caía la nieve en su cama, y se depositaba pequeña y pulverulenta sobre el suelo de cemento, formando una capa grisácea. Tuvo que dejar el libro a un lado y tratar de tapar de nuevo las rendijas de la ventana rota; pero en cuanto lo hubo hecho, se sentó a leer. No tenía cuarto de baño y ni siquiera comió nada; le acosaba un hambre más acuciante.
Al principio le pareció que todas aquellas palabras quedaban más allá de los límites de su comprensión, eran demasiado largas y duras, como caminos hechos enteramente de piedra, y le entró tal rabia que empezó a darse golpes en la frente: estúpido, estúpido, tenía que haber robado un libro infantil, algo que resultara más fácil. Pero al menos había fotografías. Durante una hora o más las estudió: la frialdad amarillenta de los ojos de pestañas cortas, el aspecto firme de los músculos bajo la piel. A pesar de sí mismo, la fuerza de aquellos animales le producía cierto placer teñido de vergüenza; si él era realmente así podía sentirse orgulloso. Se quedó dormido con el libro apretado contra el pecho, oculto bajo la tela raída de la camisa como si fuera un ser vivo a quien tuviera que proteger hasta el límite de sus fuerzas con su propio calor.
La habitación medía tres por tres metros; era un trastero del edificio abandonado que se alzaba encima, cuyo origen él nunca fue capaz de imaginar. No era precisamente un edificio de viviendas, pero si en tiempos había albergado oficinas tenía que tratarse de oficinas bastante pequeñas. Cuando llegó allí por primera vez limpió la habitación y, en el rincón más lejano, tan ordenados como en un rompecabezas, colocó los contenedores, cajas y botellas que había esparcidos por el suelo. Ninguna de las cajas contenía nada que le resultara útil —solo placas cuadradas de plástico de distintos colores, y algunas pequeñas piezas metálicas que parecían los átomos generadores de alguna máquina—, pero no quiso desprenderse de nada, por si acaso los propietarios volvían algún día a recuperar sus pertenencias.
La cama era un colchón doble, comido por la polilla y un poco maloliente, colocado en cuidadoso equilibrio encima de un tablero de contrachapado provisto de muelles sobre cuatro contenedores de plástico de botellas de leche, que había lastrado con piedras seleccionadas por su tamaño y potencial inmovilidad. Tenía otros tres contenedores de leche que le servían de sillas, de mesa y, en ocasiones, de despensa cuando tenía suficiente comida para que valiera la pena guardarla: pastillas de chicle robadas, cereales que comía a puñados, o sus favoritas, uvas pasas, que se conservaban por tiempo indefinido. También tenía una radio, con altavoz pero sin pilas; tenía que reservar las pilas para la lámpara, uno de esos accesorios portátiles de camping, aunque a veces las empleaba para escuchar durante una deliciosa hora el programa de los «40 principales»; le gustaban los golpes de la percusión y los chirridos que escuchaba allí, y podía repetir palabra por palabra las frases de promoción de los pinchadiscos. Tenía tres camisas, dos de verano y una de invierno, y dos pares de calcetines que se ponía uno encima del otro; cuando no llevaba puestas las camisas, las guardaba arrugadas formando una bola; le gustaba su forma, como si fuesen animalitos agazapados y encogidos para preservarse del frío. A veces hacía tanto frío en su habitación que no podía doblar los dedos de las manos.
Sin embargo, una vez cambiado, ningún tiempo atmosférico le afectaba en absoluto, y nada conseguía enturbiar su fiera y despreocupada indiferencia. Los vientos desapacibles, los cascos de botellas, los vidrios rotos esparcidos sobre el pavimento, los ladridos bravucones de los perros guardianes: todo eso era menos que nada. Al principio fue difícil recordar cómo se sentía, pero todo era cada vez más claro, los recuerdos de su tiempo de ángel tenían el brillo chisporroteante del espanto. Cada vez que le ocurría, y le había ocurrido tres veces desde la primera neblina cerúlea del otoño, encontraba sus recuerdos más nítidos y a la vez más fantásticos, como si despertara somnoliento y desconcertado de un sueño de reyes y terrores y se encontrara con un cetro en una mano y un hacha ensangrentada en la otra. Sabía que todo ello tendría que haberlo asustado más, haber generado terror en vez del horrible placer que sentía —un nuevo ladrillo en la altísima torre de su autodesprecio—, pero también sabía que el filo de ese terror había nacido de forma directa de otros problemas más oscuros. Una vez que lo peor ha ocurrido, la perspectiva cambia para reflejar la nueva realidad, y el mal, como el dolor, se convierte en un concepto más relativo que nunca.
Sentado en el patio de aparcamiento del edificio de la cooperativa quitaba con cuidado la capa dulce y secreta de papel transparente de una barra de caramelo encontrada, como una joya, perdida en la acera frente a la entrada del comercio. El olor que desprendía el papel era para su nariz tan poderoso y rico como el del gas. Desde que se convirtió en ángel había notado que su sentido del olfato se incrementaba hasta niveles perturbadores por su precocidad, y que ahora despertaban su apetito incluso las migajas de una hamburguesa mordisqueada por un perro y rodeada de hormigas, y no solo tentaciones más normales, como una barra de caramelo. El día anterior había sentido el impulso casi irresistible de comerse un pájaro muerto.
Mientras chupaba lentamente el caramelo, dejándolo disolverse entre sus dientes cariados, era consciente de la gente que le rodeaba, caminando por la acera, aparcando sus automóviles, merodeando por el exterior del edificio. Una compleja polifonía de olores: las emanaciones agrias de los ancianos, el pedo polvoriento del escape de un coche que arrancaba, el humo de los cigarrillos, el hedor intenso de la grasa, la flor inesperada de las mujeres con el menstruo, la embrollada madeja de los olores a comida cuando la puerta del establecimiento volvía a abrirse. Una mujer joven, con zapatos rojos y un olor como a incomodidad bajo la falsa máscara del perfume que nunca llegaba a cubrirla por completo, se detuvo al pasar a su lado; él estaba sentado en la parcela del aparcamiento situada junto al coche de la muchacha.
—Disculpe —dijo ella con una cortesía maquinal, pero respondió a la sonrisa que le dedicó. Le miraba de una forma que raramente empleaba la gente; los locos, o quienes lo parecen, son anónimos debido a una falsa percepción, al miedo a un peligro potencial; no le mires a la cara, podría hacer cualquier cosa. Y sin embargo, sus sonrisas recíprocas se mantuvieron hasta que algo, una idea, tembló bajo la piel de ella y vino a romper la placentera tensión convirtiéndola en inquietud. Él empezó lentamente a envolver de nuevo el caramelo chupado en su arrugado envoltorio transparente, preparándose para huir a la carrera.
La joven ya no le sonreía en absoluto.
—Es usted Ethan Parrish —dijo ella, y él inclinó la cabeza afirmativamente.
¿Ethan?
Qué.
Ethan, es importante que hagamos esto.
Ceñudo, pasaba y repasaba las puntas de los dedos por la superficie rugosa de sus pantalones de pana excesivamente grandes, sujetos por un cinturón femenino en forma de cadena de oropel barato, con una hebilla brillante de filigrana. Ella podía oler la mugre de su ropa desde donde estaba sentada, porque no se había ido a colocar en la butaca al otro lado de la mesa de despacho, donde habría parecido demasiado distante, demasiado formal y autoritaria. En cambio se sentó en una silla a poca distancia de él, piernas tranquilamente cruzadas a la altura de los tobillos, zapatos caros. La micrograbadora colocada encima de la mesa no le molestaba; le gustaba cogerla y observarla con una sonrisa hipnótica, como si el lento girar de las ruedas imitara de una forma más organizada los giros y meandros de sus propios pensamientos.
Estábamos hablando, su voz tranquilizadora, amable, la mirada que dirigió a su pelo sucio, a sus calcetines caídos, acerca de lo que solía usted hacer, en otro tiempo. Era usted escritor, ¿no es así?
Tan incómodo que apenas podía hablar. El despacho de ella estaba tan caldeado, y todo era rojo: la alfombra y las sillas, los cuadros de las paredes, todo rojo como un corazón desolado. La taza de café seguía intacta, humeando ligeramente, sobre la mesa de despacho, frente a él. La primera media hora ella había sido toda sonrisas, café y cumplidos, una y otra vez qué placer haberle encontrado, realmente una casualidad, no era una parte de la ciudad que ella soliera visitar (él lo creía sin esfuerzo), pero una reunión con el administrador del hospital había acabado tarde, de modo que paró en el primer comercio de alimentación que vio, y. Y.
Le miraba, esperando que él respondiera; por un momento la pregunta flotó más allá de su comprensión, luego descendió sobre él con un estremecimiento de vergüenza.
Yo era un poeta.
Lo sé, he leído su obra, es brillante. Es usted un hombre extraordinariamente brillante. Pero dejó usted de escribir hace mu… Su pausa se alargó hasta dibujar un silencio más sólido, como si le hubiera ofendido, o hecho algo malvado o cruel. Estuvo usted hospitalizado durante algún tiempo, dijo finalmente. En Bridgemoor.
No me gustaba estar allí. Todo lo que hice fue perder cosas.
¿Qué quiere decir?
Quiero decir que perdía cosas, que no podía volver a encontrarlas. Perdí todas las palabras y otras cosas que poseía, las imágenes, ¿sabe? Era todo lo que yo tenía, de modo que por eso tuve que dejarles plantados.
¿Fue esa la razón de que dejara el hospital?
Sí. Ceñudo; ¿fue allí donde empezó el cambio del ángel, que vino a él una noche como una enfermera de otra clase? Antes solía recordarlo; le parecía probable que hubiera sido allí. Pero ella estaba esperando otra vez, otra respuesta. Sí. Querían darme una medicación excesiva. Lo hacían para que estuviera usted tranquilo pero yo ya estaba tranquilo. De modo que me fui. No fue tan difícil; en realidad, no te vigilan tanto como ellos creen. Y además ellos piensan que, como estás loco, eres idiota.
Usted no está loco, Ethan.
Él se encoge de hombros. ¿Qué importancia puede tener ya?
Con mucho énfasis, una diferencia enorme. Para mucha gente. No voy a abandonarle, Ethan, no importa lo que cueste. Saca una tarjeta suya, la mete con gestos teatrales en un sobre, y el sobre en el bolsillo de él. ¡Voy a prestarle toda mi atención! Con un vigoroso gesto afirmativo y una sonrisa, más respuesta al tormento interior de ella misma que al de él: dulces, hermosos y tristes esos ojos, ese tierno esbozo de sonrisa mientras él recogía su sombrero sucio y abollado, su libro, un libro de texto de biología de noveno grado, las palabras duras laboriosamente subrayadas con el verde descolorido de un rotulador gastado, su poesía se enseñaba en los cursos de la universidad en la que ella se había graduado, y él ya no era capaz de comprender una palabra sencilla, como predador.
Golpeteo de las garras en la acera, dura contra sus duras pisadas. Temblor del pelo de sus orejas, apuntando a la luna. Cacofonía de olores en el interior de su fina nariz. Acababa de hacer trizas un pequeño gato callejero, sin razón alguna o por todas las razones posibles. Nada se hablaba en este mundo, y todo se entendía.
A excepción del olor humano, que algunas veces percibía dentro —¡dentro!— de su propio aroma: eso sí era inquietante, pero de una manera que a él, como a los de su especie, no le llevaba a reflexionar ni a preocuparse; absorto en descuartizar la osamenta del gato, en lamer la plata de un charco helado. Ruidos en el callejón: con la amplia sonrisa vacía de los de su especie trotó en retirada, con sus fuertes garras demasiado cortas como para resonar contra el pavimento y provocar la alarga: cortas por el uso, y el uso, y el uso.
En la tienda de alimentación de la cooperativa, la cajera le llamó cuando recogía las provisiones que le regalaban de cuando en cuando: cajas rotas de cereales, una lata abollada de cacahuetes salados, tomates en ese punto voluptuoso que precede a la podredumbre. No podía recordar el nombre de la mujer, salvo que empezaba con ese, pero el olor le hacía salirse de sus casillas en momentos vulnerables.
—Oye —dijo la cajera—. Tengo una nota para ti.
Asustado, se contuvo, porque sus pies habían elegido huir de allí antes de que el corazón tuviera tiempo de tomar la decisión contraria.
—Espera un momento —dijo ella, sin darse cuenta—. Si quieres, te leo lo que dice —e, inclinándose sobre el mostrador, abrió un sobre: un blanco rectángulo plano, unas pocas hileras de letras alineadas.
Estaba del otro lado de la puerta antes de que ella hubiera acabado de leer la primera frase; sabía la procedencia de la carta por el olor. Piedad y amabilidad eran un disfraz no escaso, pero a la larga inútil contra su recelo, desarrollado por la necesidad, más agudo tal vez, incluso, que su sentido del olfato; y por debajo de aquel disfraz olía la jaula. Otra vez. Siempre empezaba de esa manera, amable, cálida como una manta que forrara una red de acero. Es por su propio bien, le dirían, le diría ella con sus zapatos rojos y su amplia, dolorida sonrisa. Es usted un hombre brillante. No se mueva.
Aquella noche se tendió, pequeño y asustado, con todas sus ropas amontonadas sobre el cuerpo como un revoltillo de andrajos, rezando porque viniera el cambio, se apoderara de él y durara para siempre; porque lo liberara de las ataduras que lo ligaban a este mundo en el que no podía navegar sin dirigirse al desastre y le colocara, como se engasta una joya en una montura de plata, en ese otro lugar, más frío y simple, en donde nada podía estar más que de dos maneras: caliente o muerto.
Por la mañana, abatido, con las piernas cruzadas, mientras comía un delicioso cacahuete salado tras otro tomó algunas decisiones. La primera y más urgente era evitar la cooperativa; es decir, que su alimentación pasaría a depender exclusivamente de los contenedores de basura. Muy bien, estaba preparado para asumir sacrificios. Si por una mala pasada del azar ella descubría su casa —y ahora, en este momento, qué confortable le parecía con sus envases de leche y su lámpara de camping, su radio de pilas y su cama; qué entrañable y querida—, tendría que buscarse otro refugio, más recóndito, menos expuesto a la luz y a la curiosidad de los extraños, tan llenos de ruinosas buenas intenciones.
Pero. ¿Y si las palabras perdidas venían a buscarle aquí, y se marchaban para siempre al ver que no estaba? Era una idea insufrible, la única cosa que no podría soportar; expulsó de su mente esa posibilidad con los pequeños movimientos frenéticos del hombre que apaga un fuego encendido en su propia cabeza. Sin duda las palabras serían más perseverantes y seguirían buscando hasta encontrarle en cualquier otro lugar al que fuera. Donde nunca irían a buscarle era a un hospital, al menos de eso estaba seguro.
Así pues. Aliviado por la resolución, por haber adoptado un plan de campaña, volvió a acurrucarse en la cama en busca del sueño negado por el desasosiego de la noche anterior. Por fin lo encontró y se sumergió cuan largo era en el lujo gris de su trinchera, soñando con un tiempo situado más allá del tiempo de los ángeles, en el que los pensamientos no eran palabras y las palabras no significaban dolor, perpetua jaqueca en su terrible insustancialidad, ellas que antes habían sido tan próximas y concretas; un tiempo en el que nadie se cuidaba de buscarle ni sabía quién era él; ni siquiera él mismo.
Cuando se despertó, se sintió momentáneamente recuperado, fortalecido por el sueño y dueño de un bienestar tan raro y vertiginoso que merecía, según consideró, ser celebrado. Introdujo las pilas en la radio y la encendió a todo volumen, hasta que la pequeña habitación retembló con el poderoso ritmo de la música y con el zapateado de su propio baile y las palmadas en la pared que acentuaban los sones de la batería con un ruido aún mayor y ligeramente desacompasado, por más que hubiera solo un fragmento de segundo entre el sonido de la música y los golpes que le servían de eco.
Ruidos ahogados. Una voz de hombre, brusca, caminando de un lado para otro, más allá de la barrera de contenedores de plástico amontonados.
—¡Eh! —Y con el eco de aquel grito en su corazón sobresaltado, apagó la radio de pilas antes de darse cuenta de que ese gesto era el indicio más seguro de su presencia.
—¡Eh! —De nuevo, esta vez con mayor seguridad; se agachó sin aliento, trató de atrapar de un manotazo todas sus pertenencias, se dio cuenta de que no iba a poder correr y cargar al mismo tiempo y se preguntó con un acobardante relámpago de terror si tendría siquiera el tiempo —o el espacio— necesario para poder huir. Vio la sombra de la red y a él mismo bailando, ciego y estúpido, cayendo en la trampa. No era extraño que hubiera perdido sus palabras, no era merecedor de poseerlas.
—¡Eh! ¿Hay alguien ahí? —Una sombra maciza, la ráfaga de luz brillante de una linterna, el uniforme azul: fue el uniforme lo que le envió a la carrera escaleras arriba, más loco que toda una sala de hospital llena de pacientes, impulsando sus piernas largas como un desesperado al pasar por delante del guardia municipal —no era un policía después de todo— y salir a la calle. Corrió e intentó respirar a través de la boca abierta que solo podía emitir sollozos ahogados, sollozos terribles; tendría que parar al fin por falta de resuello, y lo hizo, se acurrucó en el umbral de una casa quemada y descubrió, cuando pudo respirar lo bastante para pensar, para hacer inventario, que la única ropa que llevaba puesta era una camisa y calcetines, pero no zapatos. Se había herido en un talón, extrajo con dedos torpes la astilla de cristal clavada. Bañado en sudor, el cabello tieso después de haber dormido y habérselo empapado hasta las raíces, erizado hasta resultar cómico como una caricatura del miedo. Tembloroso ya con soplo de la helada nocturna acurrucó sobre sí mismo lo mejor que supo su carne agitada por la explosión de adrenalina y se apretó contra el frío e inhóspito rectángulo del quicio de la puerta.
Su memoria entumecida repasó todos los refugios que pudo recordar y los descartó uno a uno por poco seguros. La oscuridad duraría todavía unas tres horas. Podía ocultarse en la oscuridad. Hasta entonces, esperaría, y así lo hizo, camuflado bajo el obvio disfraz de la necesidad en un lugar donde nadie iba a mirar, le buscara o no.
Sus sueños exaltados.
¿Tiempo de ángeles?
«Veo mi propia cara en la luna».
Despierta de golpe, bajo el hielo de la realidad, desnudo en el aparcamiento de la cooperativa —¿cómo llegó allí?—, con tanto frío que sus miembros ya no captaban sensaciones sino solo un principio de entumecimiento, todavía no bastante profundo para poder ocultarse en él. Vuelve a vivir sin palabras, solo espacios desocupados, como si su cuerpo guardara dentro nada más que el vacío de los órganos que le faltan: el hígado, el corazón, el cerebro, el alma. Cayó de rodillas, abrumado por esa pérdida interminable e irreversible, tan vasta que trascendía incluso la pena; demasiado grande para sentir pena, demasiado grande para su cuerpo. De modo que cayó a gatas, con los miembros temblorosos contra el asfalto. La boca emitió un simple aullido vacío, casi un sollozo arrancado por el dolor. Nada sería nunca igual. Nunca acudirían a buscarle las palabras perdidas y, privado de esos recursos, jamás podría hacer las cosas bien. Todo había desaparecido esta vez, menos el dolor y el fantasma rabioso del hambre.
Aturdido y quejoso, con el frío en el cuerpo, intentó enderezarse y, como era predecible, cayó de nuevo; por el corte del talón volvía a manar lentamente sangre helada. Su aliento era hermoso bajo la luna. Una bolsa vacía de patatas fritas voló delante de su cara y lo asustó tanto que gritó en voz alta. Percibió de nuevo el halo exquisito de su aliento y, como una respuesta punitiva, oyó coches que se acercaban y la risa furiosa de un desconocido. Intentó calcular la redondez de la luna, ¿era de verdad tiempo de ángeles? Resultaba difícil ver en la oscuridad, más difícil de lo que debería, pero él seguía siendo de carne y no de piel. No era aún la hora. Se puso en pie con torpeza de paralítico, todos sus movimientos amortiguados por el frío que se le había introducido bajo la piel, e intentó cruzar la calle sin luz hacia el recuerdo del callejón del otro lado. Y en mitad de aquel movimiento oyó el sonido de un motor, su torpe sobresalto, la risa del desconocido se convirtió en bramido, la luz de la luna alargó hasta lo inverosímil su carrera tambaleante y
oh, Dios
el bendito brillo de la piel, sí, las potentes patas traseras y las manos golpeando el suelo en veloz carrera, sí, la única piel en la que podría ocultarse para siempre, el ritmo de la salvación en el chasquido de sus garras sobre el asfalto de la calle en una transformación repentina como el relámpago, aullando como el mayor lobo del mundo, demasiado grande incluso para un veterano cubierto de cicatrices como él; y siguió corriendo después del impacto, cuando las luces traseras del coche que había intentado virar bruscamente iluminaron sobre el cemente agrietado y cubierto de hielo la cáscara vacía de un hombre desprovisto de palabras y el rorschach ensangrentado de los ángeles.