Los animales lo sabían.
En la ciudad no tenía que preocuparse de ellos. Gatos, pájaros, roedores, todos se apartaban de su camino. Algunos perros se enfurecían al verle, en especial si se acercaba la luna llena; pero otros perros, criaturillas nerviosas que ladraban histéricamente a los talones de cualquier cosa que se moviera, estaban tan domesticados que se les había contagiado la misma ceguera de sus amos.
En la ciudad podría convertirse en uno más de esos millones de seres sin rostro. Nadie necesitaba saber su nombre ni su ocupación. Y si se producía un poco más de violencia en las calles, nadie habría de fijarse en él. Para los de su clase en estos tiempos era más fácil sobrevivir.
Pero la violencia alcanzó tal punto, que incluso los habitantes de la ciudad se vieron obligados a prestarle atención. Morían demasiadas personas de forma violenta, se encontraban demasiados cadáveres con señales de colmillos y garras. Incluso quienes se aburrían leyendo las historias de las guerras entre los cárteles de la droga y las persecuciones a tiros por las calles empezaron a darse cuenta. Y cuando se hubieron dado cuenta de lo que ocurría, empezaron a hacer preguntas.
Supo desde el principio que algún día se vería obligado a dejar la ciudad. Ya no existían lugares seguros. Pero había vivido demasiado tiempo en edificios de muchos pisos.
Había olvidado a los animales.
Ahora utilizaba el nombre de Sam. Aunque nadie le había preguntado su nombre.
Una pistola le apuntaba directamente. El cañón relucía a la luz del sol de la mañana. La luna, todavía visible en el horizonte, era perfectamente redonda, perfectamente llena. La primera de las tres noches, pensó. Quedaban otras dos. Ojalá fuera de noche otra vez y todo pudiera cambiar.
El sudor corría por su rostro. El esfuerzo le obligaba a respirar con tanta dificultad, que tenía la boca abierta. Notaba el sabor a sal de las gotas de sudor en la lengua. Le tenían acorralado contra la tapia trasera del jardín de una de las casas del barrio. Eran por lo menos una docena de hombres, desplegados en semicírculo. No había ningún lugar por donde escapar. Pensó que el revólver era un calibre cuarenta y cuatro.
—Espera un momento —dijo uno de los hombres bien vestidos; solo su chaquetón de caza debía de haber costado cientos de dólares—. No puedes matarle.
El hombre que empuñaba el revólver empezó a temblar.
—¿Qué quieres decir con eso de que no puedo matarle? ¡Jenny está muerta!
—No puedes matarle —repitió el primer hombre, con voz tranquila—. Con eso, no.
Pero el hombre de la pistola se ponía más y más nervioso a cada palabra.
—¡Le destrozó la garganta! Solo tenía doce años, maldita sea. Esa cosa de ahí parece humana. —Miró de reojo el revólver que llevaba en la mano, como si no pudiera creer que era él mismo quien lo empuñaba. Por un momento su voz se hizo más tranquila, casi resignada—. Tiene que morir.
—No estoy discutiendo contigo, John —dijo el primer hombre. Esa cosa tiene que morir. Pero si es lo que pensamos, las balas normales no lo matarán.
Alguien del grupo soltó una risa nerviosa. Y por el modo en que John miró a Sam, este supo que no le había convencido el argumento.
—¡Al infierno con tus balas de plata! —gritó John, con una voz de falsete que indicaba hasta qué punto lo dominaban sus emociones. La mano que sostenía la pistola se agitó, llena de rabia.
—¡Voy a volarle la puñetera cara!
Al tiempo que gritaba apretó el gatillo, como si la bala saliera no de la pistola sino de algo sumido en lo más profundo de sí mismo.
Sam se encogió mientras la primera bala se perdía entre los árboles después de pasar por encima de su cabeza.
Si era cuidadoso, no tendría que hacerle daño a nadie.
Esa fue la primera de las mentiras.
Había intentado convencerse de ello con todas sus fuerzas, después de convertirse en lo que era. Había deseado con desesperación, a pesar de todo lo que veía frente a él, a pesar de tanta sangre y tanta muerte, mantener alguna clase de control.
Pero por mucho que lo intentara, venía más y más gente, y él acababa por tocarlos. Y morían más y más personas. Eran tantos ya, que había perdido la cuenta.
Lo que empeoró las cosas fue la segunda mentira. Como la primera, era una mentira que solo se había hecho a sí mismo.
Podía detenerse en el momento que se lo propusiera.
Las dos veces que reunió el valor suficiente para matarse, aprendió una única lección. No importaba que fueran cortes en las muñecas o un agujero en el cráneo. Podía sangrar durante horas o pasar días enteros en una agonía semiconsciente. Pero la cosa que vivía en su interior siempre le hacía restablecerse.
No era que se curara. Nunca volvería a estar sano, después de lo sucedido. Pero, por mucho que se hiriera, no podía morir.
De modo que vivía e intentaba mantenerse al margen de la sociedad, en lugares donde nadie le mirara directamente a los ojos; y esperaba y rogaba que nadie volviera a acercársele tanto como para ponerle de nuevo en peligro.
Pero siempre volvía a la primera mentira.
Hubo un largo silencio después del disparo, la clase de silencio que nunca se oye en la ciudad. Pareció que la explosión hubiera paralizado a todo el mundo. Sam ya había pasado antes por momentos así. Podía adivinar lo que pasaba por todas aquellas mentes normales. Antes del disparo de la pistola, probablemente cada uno de los individuos de aquel grupo se consideraba a sí mismo una buena persona y un buen vecino. ¿Qué estaban haciendo allí? ¿Qué le estaban haciendo a otro ser humano?
Una voz de mujer quebró el silencio.
—¿Arnie? ¿Joe? ¿Cari? ¿Señor Reinbeck? ¿Qué está pasando aquí? ¿Qué es lo que ocurre?
Una parte del grupo se movió. Algunos hombres volvieron la cabeza para observar a la mujer que corría hacia ellos cruzando el césped. Otros desviaron la vista.
—Debbie —llamó uno de los hombres del grupo—. Creo haberte dicho que te quedaras en casa.
—Puedes decirme un montón de cosas, Arnie —contestó ella, desafiante—. Pero cuando la gente empieza a disparar armas de fuego al lado de mi casa quiero enterarme de lo que ocurre.
—¡Tu casa! —explotó Arnie—. ¿Desde cuándo ocupar gratis mi habitación libre ha hecho que mi casa sea tuya?
Sus ojos se volvieron a Sam con una expresión mitad de rabia y tal vez mitad de desconcierto por el hecho de que la rabia le hubiera hecho olvidar la razón por la que se encontraba allí.
—Arnie, no tiene ninguna importancia de quién sea la casa —le interrumpió otro hombre—. Ella tiene razón —era el mismo hombre que había pedido a John que guardara la pistola—. No nos corresponde hacer esto a nosotros. Vamos a buscar al sheriff.
—¿El sheriff? —exclamó John—. ¡Nunca creerá lo que ha ocurrido! —Apuntó de nuevo el arma contra su objetivo—. ¡Él ha matado a mi Jenny! Devoró parte de su cuerpo, por el amor de Dios. ¿A cuántas personas más vais a dejar que mate?
La pistola tronó de nuevo. Sam sintió un impacto ardiente y luego el dolor, claro y frío, al entrar la bala en la parte carnosa de su brazo.
La mujer gritó y corrió a su lado. Él se dio cuenta de que había perdido el equilibrio al ver que ella empleaba todas sus fuerzas en tratar de incorporarle.
—¡Debbie! —gritó Arnie, con la cara casi tan roja como el líquido que manaba del brazo de Sam—. Si sigues entrometiéndote en esto, juro que…
—¿Qué es lo que harás, Arnie? —preguntó ella, y luego se dirigió al resto del grupo—. ¿Qué haréis todos vosotros? ¡Sois unos animales!
Él no pudo contenerse. Rompió a reír.
Siempre los animales.
De modo que se mudó antes de que fueran a buscarle. No importaba que nunca supieran con exactitud qué era lo que iban a buscar; siempre podía darse la casualidad de que de todos modos tropezaran con él. Se mudaba cuando intuía que se aproximaba el momento crítico, igual que los animales presienten un cambio de tiempo. En todos los años transcurridos desde que empezó esto, había cambiado. Por encima de todo había aprendido cómo sobrevivir.
Y también, después de cierto tiempo, había aprendido a apreciar esa nueva vida. A lo largo de los años se las había arreglado para hacer algunas inversiones —unas monetarias, otras personales, unas legales y otras ilegales—, que en conjunto le proporcionaban cierto bienestar. De ese modo, mientras contemplaba cómo el mundo seguía su curso, había llegado a apreciar su existencia solitaria, tan parecida a todas las demás y tan distinta a cada una de ellas en particular. Había empezado a coleccionar objetos, unos relacionados con su infancia, tan lejana, y otros asociados a su maldición. Y también había empezado a efectuar pequeños cambios en el mundo que le rodeaba.
Durante algún tiempo tenía exquisito cuidado en acercarse solo a las personas que consideraba que se habían merecido su toque: fulanas, chulos y gentes por el estilo. En una ocasión en que se sintió especialmente temerario había tocado a un politicastro de medio pelo, más repulsivo de lo normal. Él viviría siempre —no había envejecido desde que ocurrió aquello, hacía ya casi cincuenta años—, pero tenía la muerte en sus manos.
Luego el mundo volvió a cambiar e incluso la ciudad se hizo peligrosa. Tan peligrosa que la gente empezó a dejar desiertas las calles para poder sobrevivir, y la policía empezó a contar los cadáveres. Pero ¿a dónde podía ir?
Se había cansado muy pronto de los primeros años de vida en los bosques, lejos de la civilización. Y ahora también el atractivo ritmo trepidante del centro de la gran ciudad empezaba a palidecer. Había pasado de un extremo al otro y era el momento de buscar el término medio, algún lugar donde nunca hubieran visto a seres como él. No un refugio de montaña ni una granja rodeada de campos de cultivo; en lugares así la presencia de animales salvajes no causa sorpresa y siempre hay personas que saben cómo desenvolverse en situaciones insólitas.
Pero ¿qué otro lugar había? Tal vez tantos años de supervivencia le habían hecho imprudente, pero sabía adonde quería ir.
De modo que, antes de la siguiente luna llena, tomó su Libro del Gran Lobo Malo —el punto de partida de sus dos colecciones—, llenó una maleta con ropas y libretas bancarias y se dirigió a una de las ciudades dormitorio de las afueras de la ciudad.
En los suburbios nadie esperaría encontrar a un ser de su especie.
La presencia de la mujer modificó la química del grupo de personas que ocupaban el patio, pero no detuvo la violencia. Había gritado de dolor, pero el sonido pudo ser confundido con un aullido.
Los demás se abalanzaron sobre él. Sintió que una docena de manos le aferraban. Unas le golpearon en el estómago, en la barbilla, en la ingle. Otras intentaban apartar de Sam a los vecinos. Debbie gritó que le dejaran solo.
No tenía ya rabia suficiente para devolver los golpes ni energías para pedirles que dejaran de golpearle. Había agotado esos recursos intentando escapar de ellos, y ahora, exhausto, solo podía esperar el desenlace final de este último drama.
—¡Mira, tenemos una manera de comprobarlo! —dijo uno de los hombres en voz más alta—. Esta noche todavía habrá luna llena. Si lo que dice John es cierto, lo sabremos entonces, ¿no es así?
—Sí, de acuerdo —se sumaron otras voces, una a una—. Encerradle en el cobertizo de las herramientas de Reinbeck. Esta noche veremos.
John se había quedado al margen del resto del grupo.
—Es posible que tengáis razón —dijo al fin, adelantándose hacia los demás—. No soy un asesino. Pero voy a montar guardia delante del cobertizo hasta que lo sepamos de cierto. —Aferró la barbilla de Sam y le levantó la cabeza hasta obligarle a mirar directamente a los ojos de John—. Y llevaré mi pistola.
Metieron a Sam en el cobertizo oscuro mientras el sol de verano se alzaba sobre la zona residencial y cerraron la puerta de golpe a sus espaldas. Oyó el chasquido de algo pesado al otro lado, probablemente un cerrojo. Decidió dormir. No había nada que pudiera hacer para evitar lo que sucedería esa noche.
Le despertó el ruido de una llave en el cerrojo de fuera.
La puerta se abrió y Debbie entró en el cobertizo. Unas manos distintas cerraron de nuevo violentamente la puerta.
—Pensé que le gustaría comer algo —dijo ella, colocando un cestillo de picnic delante del yaciente Sam. ¿Un cestillo? Igual que Caperucita Roja. Se preguntó si ella comprendería lo cómico de la situación. Podría reírse de todo esto si no se sintiera tan horriblemente mal—. Además, alguien tenía que curarle el brazo. —En la otra mano llevaba una esponja húmeda y un pequeño botiquín de primeros auxilios.
Así pues, esta Debbie se preocupaba de lo que le ocurría a un extraño. La observó con mayor atención. Iba vestida con sencillez, con unos tejanos usados y una blusa estampada algo descolorida. Sus ropas no sugerían abundancia de dinero, como ocurría con las de otras mujeres que había visto en el vecindario.
Ella le dirigió una sonrisa tranquilizadora. No sabía lo que iba a suceder.
No se merecía estar aquí, junto a los demás. Pero por otra parte, ¿quién era él, incluso ahora, para juzgar lo que se merecía la gente?
En una ocasión se había enamorado de una mujer, poco después de ocurrir el cambio que le había afectado. La experiencia le mostró el verdadero alcance de su transformación y fue el mayor error que jamás cometiera.
¿Qué sería de aquella mujer? Todavía debía de seguir con vida, si a eso se le podía llamar vida. Fue incapaz de afrontar lo sucedido. De alguna manera, de todos modos, él consiguió aprender la lección y sobrevivir.
Logró incorporarse hasta quedar sentado.
—No tendría que haberme tocado —dijo.
—Bueno, ahora ya es demasiado tarde, ¿no cree? —respondió ella tomando su brazo ensangrentado—. Alguien tenía que enfrentarse a aquellos hombres. —Apartó de la herida la tela desgarrada de su camisa y pasó con cuidado la esponja hasta limpiar la sangre seca—. No sé qué se les habrá pasado por la cabeza. Uno pensaría que estamos de nuevo en plena Edad Media.
Calló y examinó más atentamente la zona de piel que acababa de limpiar con la esponja.
—La herida no es tan seria como me temía —dijo.
«Nunca lo son», fue su silenciosa respuesta. Carecía de energía para dar explicaciones o quizá fuera la emoción lo que le había dejado sin habla.
—No parece ser más que un rasguño.
Le miró directamente a los ojos. Sus rostros estaban muy próximos. Era una mujer joven, de poco más de veinte años. Por supuesto, a él todo el mundo le parecía joven. De todos modos no tenía mal aspecto. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que besó a una mujer?
—Eso me tranquiliza un poco —prosiguió ella—. No podía soportar la idea de que lo habían encerrado aquí de esa forma, sin dejar siquiera que le viera un médico.
Para su propia sorpresa descubrió que estaba deseando sonreírle.
—Son cosas que pasan —dijo—. Parece que despierto los peores sentimientos de la gente.
La joven continuó mirándole a los ojos.
—¿Es usted lo que ellos dicen que es?
—No, no exactamente —contestó, con toda la sinceridad que pudo—. ¿Y usted? ¿Qué la ha traído hasta estos barrios elegantes?
Ella se sonrojó al oír la pregunta. Sí, debía de ser muy joven.
—La historia de mi vida es de lo más aburrida. Un matrimonio fracasado, un puesto de trabajo perdido por culpa de la crisis económica, y aquí estoy, atrapada en los suburbios, viviendo con mi hermano Arnie. Nunca debí quedarme a vivir con él. Me trata como a una chiquilla o como a una criada para todo servicio. Usted es la primera cosa interesante que ha ocurrido en los seis meses que llevo viviendo aquí —y su sonrisa se amplió hasta mostrar los dientes.
Así pues, también se consideraba a sí misma una marginada; pero ignoraba el significado de esa palabra. Sacudió la cabeza.
—Me temo que es usted demasiado confiada.
La muchacha se rio en voz baja.
—¿De qué habría de tener miedo? Aunque todo el mundo se volviera del revés y usted fuera en realidad lo que ellos dicen que es, eso no ocurriría hasta que esta noche saliera la luna llena.
Había algo en sus ojos y en la manera de sonreír, que le hizo desear que fuese la primera en saber, después de tanto tiempo.
—No, no me ha entendido. Ya es demasiado tarde. Todo está… —Se detuvo. ¿Cómo iba a explicárselo? No tenía palabras para hacerlo.
Miró con más intensidad los ojos de la mujer y recordó a Lorraine.
Eran los libertadores, un nombre fantástico para un puñado de muchachos asustados que de alguna manera habían acabado por enrolarse como soldados, que marchaban a través de Francia expulsando de allí a los últimos restos del Tercer Reich.
Había sido una gran marcha patriótica y también un infierno. Cuando no estaban asustados, estaban cansados. Y si no era ninguna de las dos cosas, entonces estaban muertos. Habían perdido la mitad del batallón en pueblos sin nombre, esparcidos por una región arrasada. Y ese día, ese día maldito, Stuart Samson estaba cansado y asustado, enfermo de no comer otra cosa que raciones de campaña. Pero también estaba caliente como un bastardo hijo de perra.
Ese día liberaron un burdel.
La mayoría de las putas habían huido durante la batalla. La gente del pueblo explicaba que eran buenas chicas francesas, procedentes de las granjas de la comarca, obligadas a ejercer aquel oficio por los ocupantes alemanes. Stuart y un par de los demás muchachos bromearon sobre las mujeres, lamentando que no se hubieran quedado a demostrarles de forma práctica su gratitud. Incluso el teniente se estuvo riendo con ellos.
Luego Stuart encontró una celda en los sótanos de la casa. Y en esa celda estaba Lorraine.
¿Qué le había inducido a hacerlo? ¿Qué había sentido en aquel momento? Incluso ahora, Sam recordaba que no estaba furioso. Y tampoco asustado. Ni feliz, ni triste. No estaba nada. Eso era lo que habían conseguido las interminables semanas, Dieses y años de guerra: habían matado sus sentimientos personales. O eso pensó entonces. No había sentido ni deseado nada durante mucho tiempo… hasta que vio a Lorraine.
Entonces, Stuart Samson supo lo que deseaba hacer con ella.
Los demás muchachos habían encontrado otras cosas que hacer, en otros cuartos de la casa. Incluso el teniente se había quitado el cigarro de la boca para afirmar:
—Los muchachos siempre serán muchachos.
Luego también él desapareció.
De modo que Stuart Samson entró solo y cerró la puerta con llave después de entrar. Un guerrero necesita de cuando en cuando un poco de reposo, ¿no es eso lo que dicen?
Ella le gritó algo en alemán. Diablos, no entendía el alemán y apostaría cualquier cosa a que el teniente tampoco lo entendía.
Había algo en ella —estuvo pensando en el asunto muchas veces a lo largo de los años transcurridos desde entonces—, algo primigenio. Si alguna duda tenía acerca de lo que estaba haciendo antes de entrar allí, esas dudas desaparecieron después de cerrar la puerta con llave.
Sam seguía recordándolo ahora igual que entonces. En ese momento se dio cuenta de que toda su rabia, su temor, las cien emociones que había creído perdidas estaban tan solo encerradas en lo más profundo de su ser, esperando el momento oportuno para irrumpir de nuevo. Y ese momento había llegado. Tal vez la súbita avalancha de emociones debería haberle hecho retroceder, pero de alguna manera, no sirvieron más que para avivar su deseo.
Tenía que poseerla.
Se desabrochó el cinturón y tiró de la cremallera del pantalón hacia abajo.
Ella tenía razones para estarle agradecida. Parecía estar acostumbrada a aquello. Y era la última vez que iba a verse obligada a hacer ese género de cosa. Pero justo en ese momento, el libertador tenía necesidad de liberarse de algo que llevaba entre las piernas.
Luchó con él al principio, pero luego empezó a reír. Al principio él pensó que la muy puta estaba gozando.
Más tarde se dio cuenta de que se reía de lo que Stuart había adquirido a través de ese contacto.
Ella le besó.
Sobresaltado, se dio cuenta entonces de lo sumergido que había estado en sus recuerdos.
—No —dijo. Él era diferente ahora.
—No discutas —insistió Debbie—. Me doy cuenta de que lo deseas.
Se encontró a sí mismo besando el hombro de la mujer. ¿Por qué tenía que apartarse de ella ahora? Era demasiado tarde para ella, demasiado tarde para todo el barrio. ¿Por qué no disfrutar de la ocasión, entonces?
Pensó de nuevo en Lorraine e hizo un esfuerzo por apartarse.
—Hay cosas que no ha comprendido —empezó a decir—, sobre lo que va a sucederle a esta ciudad…
La muchacha se echó a reír amargamente.
—¿Crees que me preocupa lo que le pase a esta maldita ciudad? Un puñado de hombres que se dan importancia y se consideran a sí mismos triunfadores por vivir en este poblacho de mala muerte. Y sus esposas no son mejores, déjame que te lo diga, con sus remilgos virtuosos para censurar a una mujer que no ha podido aguantar más al lado de su hombre. —Rio; un sonido inocente, como la risa de una niña—. Hagámoslo aunque solo sea para fastidiarles a todos.
Entonces la besó. Ya que así lo quería ella… Los dos eran unos marginados. Se besaron una vez más y luego hicieron el amor en el suelo sucio del cobertizo.
Habían pasado casi cincuenta años desde la última vez que había hecho el amor. Cincuenta años desde que descubrió quién era él realmente, y lo que les ocurría a quienes se le acercaban demasiado.
Recordó muchas veces la risa de Lorraine. Pero ahora no había nada que lo hiciera reír.
¿Por qué había dejado que ocurriera?
Debbie y él eran dos seres marginados. Sin duda, era una excusa fácil; pero ahora ninguno de los dos podría salir nunca de aquella situación. Había hecho precisamente lo que podía determinar una diferencia definitiva.
Suspiró. Los sentimientos habían pasado por el flujo y el reflujo, y se retiraban sin dejar en él otra cosa que un abrumador cansancio.
Intentó impedir que sucediera de nuevo.
Se había trasladado a su nueva casa suburbana sin armar mucho revuelo. Hubo una pequeña dificultad cuando el agente inmobiliario pretendió estrecharle la mano, pero empleó la vieja excusa de una «enfermedad de la piel». No podía llevar guantes en verano, sobre todo cuando deseaba tener un aspecto lo más normal posible. En determinadas zonas de la ciudad, uno podía llevar lo que le diera buenamente la gana. Pero también este barrio nuevo tenía sus ventajas. En los suburbios, pensó, puedes permanecer invisible para todo el mundo, siempre que tengas la precaución de segar de cuando en cuando el césped de tu jardín.
De modo que se trasladó a su nueva casa sin que su piel tocara la de ninguna otra persona. Y podía haber conservado el anonimato, tal vez durante muchos años felices, en la casa del extremo de la calle.
Los dos chicos habían estado jugando en su jardín trasero la tarde anterior, pero tan silenciosos que no supo que estaban allí hasta oír los gritos. Eran gritos agudos, penetrantes, como de animal. Sin pensar, corrió afuera para ver qué pasaba.
Los dos niños habían acorralado a un mapache y, lo que suponían un animalito simpático con una máscara en los ojos, se convirtió de repente en una alimaña feroz, toda dientes y zarpas. Entonces los niños gritaron, y el chico echó a correr directamente hacia él.
Se dio cuenta enseguida de lo ocurrido. No había forma de anular el contacto. Tal vez si pudiera encerrar al niño en la casa podría evitar la muerte.
Pero estaba demasiado asustado. No intentó razonar con los niños, solo quiso sujetarlos por la fuerza. Los dos pequeños, nerviosos ya por el asunto del mapache, fueron presa del pánico ante lo que les pareció la encarnación del ogro de los cuentos. Huyeron hacia los bosques que rodeaban su patio trasero. Él les siguió, llamándoles, pero la noche cayó muy pronto y se perdió entre los árboles.
Media hora más tarde, la luna llena brillaba en el cielo. Cuando la vio, supo que la niña —se llamaba Jenny— no tenía la menor oportunidad.
Se maldijo a sí mismo. Perdió toda noción del tiempo mientras la luna seguía su curso a través del cielo nocturno, hacia la mañana. Le rodeaba un bosque silencioso. Los animales se apartaban de él. Finalmente oyó el alboroto armado por el grupo de vecinos que buscaban a los niños, cuando encontraron el cuerpo de Jenny. Después, el grupo de búsqueda se convirtió en chusma.
Se oyeron golpes en la puerta.
—¡Debbie!
La voz les despertó de su sopor.
—¡Salgo en un minuto, Arnie! —gritó ella en dirección a la puerta, mientras se ponía apresuradamente los pantalones tejanos.
—¿Qué ocurre ahí dentro? —preguntó la voz, en tono irritado—. ¿Ha intentado hacerte algo?
—Mi hermano —susurró ella, poniendo los ojos en blanco. Luego dijo en voz alta—: Este hombre está herido, ¿qué crees que puede hacerme?
Se volvió a mirar a Sam y se abotonó la blusa.
—¿Qué va a pasar con nosotros? —le preguntó—. Sobre todo cuando te conviertas en lobo.
—No voy a convertirme en lobo —dijo él—. Y tú tampoco.
Ella le dio un último beso apresurado y golpeó la puerta desde dentro.
—¿Qué pasa, Arnie? ¿Por qué no abres la puerta?
Arnie hizo lo que le pedía su hermana. Sam vio un breve relámpago de luz diurna y luego la puerta volvió a cerrarse de golpe, como si la mera visión de su persona pudiera corromper a los que estaban afuera.
¿Qué le pasaría a Debbie? Aquella podía ser la segunda locura importante que había cometido en su vida. Pero ella le había tocado y ahora estaba a salvo. A salvo, y cambiada.
Sin embargo dudaba que le estuviera agradecida.
El crepúsculo había caído sobre los suburbios y muy pronto saldría la luna.
La puerta se abrió. En la penumbra vio a tres hombres en el umbral. Uno de ellos empuñaba una linterna; la luz le permitió ver que los otros dos llevaban pistolas.
John le sonrió por encima de su cuarenta y cuatro.
—Ya estamos listos para atenderte, seas lo que seas —señaló con un gesto al hombre más rezagado, situado detrás del de la linterna. Sam le reconoció; era el que había hablado de forma más razonable por la mañana—. Aquí, Mark se las ha apañado Para fabricar algunas balas de plata.
—Tres —dijo Mark—. Hemos fundido varias joyas antiguas, incluidos dos crucifijos. Y me he sentido condenadamente estúpido al hacerlo.
—Ahora todo lo que hemos de hacer es esperar —dijo el que llevaba la linterna, a quien Sam identificó como Arnie—. Si te conviertes en alguna clase de monstruo será la última vez que ocurra.
Se preguntó si debía decírselo. Pero no le escucharían, igual que él mismo no había escuchado, cincuenta años atrás.
—¿Qué es eso? —dijo John sacudiendo la cabeza—. Malditos mosquitos.
—¿Mosquitos? —preguntó Mark—. ¿Dónde?
—También yo los siento —exclamó Arnie—. ¡Dios, qué pesadez! Me pica todo el cuerpo.
La luna comenzó a ascender.
John comenzó a temblar convulsivamente. Arnie dejó caer la linterna.
—¿Qué pasa? —gritó Mark. Pero ni John ni Arnie eran capaces de pronunciar una frase coherente.
Muy pronto empezaron a aullar y a cambiar.
Mark les gritó que se estuvieran quietos. No serviría de nada; Sam lo sabía muy bien. La transformación siempre dejaba hambrientos a los nuevos lobos. Mark les disparó a los dos, utilizando las tres balas.
Con la boca abierta de par en par miró una sola vez a Sam, que no había cambiado.
Un momento más tarde dio un grito mientras Sam oía un nuevo coro de aullidos. Mark habría necesitado muchas más balas de las tres que tenía para parar a todos los lobos.
Era tiempo de que Sam se marchara. Primero pasaría por casa para recoger las cosas importantes.
El vecindario que le rodeaba era tan perverso como cualquiera que hubiera visto antes, ya fuera en la ciudad o en el campo. Quienes le habían tocado estaban ocupados en matar a los que no tocó, en destrozar a sus vecinos con garras y dientes, en alimentarse con sus entrañas. Un cachorro de lobo, el mismo muchacho que había matado a Jenny la noche anterior, gruñía mientras mordisqueaba la pierna de un hombre muerto.
Stuart Samson empezó a caminar. Se encontraba más allá de la necesidad de pedir perdón, más allá de cualquier sentimiento de culpa. Sobrevivía.
Debbie estaba en medio de aquella matanza, observándolo todo horrorizada. Pero los lobos no la tocaban porque ella le había amado y él le había traspasado su don, de la misma manera que Lorraine se lo pasó a él muchos años atrás.
Dos lobos alzaron la cabeza de su festín cuando se les acercó. Los dos gimieron asustados y huyeron tan aprisa como se lo permitieron sus nuevas garras, con la cola escondida entre las patas traseras.
Los animales siempre lo sabían.