PAÍS RELATO

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gloria fortún

palimpsesto

Primero llegó la noche, después el placer. Por el momento se trataba de un deleite sin narrativa, nos probamos lamimos reímos aullamos fumamos. Apoyó la cabeza en el colchón, la almohada la verdad es que se había perdido en el desenfreno, un brazo en la nuca y con la otra mano me sujetaba la barbilla mirándome con los ojos entrecerrados, esos ojos cuyos párpados se podían besar y te cabía toda la boca. Más adelante, si estábamos juntas y no me miraba así o no me hablaba con voz de amante yo sabía que algo le sucedía y me sentía inquieta, a veces acababa enfadándome pero no le podía explicar el motivo, sonaba ridículo, ¿qué le iba a decir, no me hablas mimosa, no me miras tierna? En cualquier caso, aquella primera noche su horizontalidad me extasió, quería recorrerla otra vez con mi lengua, pero me sujetaba el mentón y cuando lo soltó fue para acariciarme la mejilla muy despacio, como si sus dedos fueran un acordeón. Sin dejar de mirarme. Esa caricia fue la madre de todas las caricias del resto de mi vida.
Odiamos los lugares comunes, pero al final los necesitamos. Te quiero, te+quiero, «te quiero», cincuenta millones de resultados en Google y sin embargo el día que nosotras dos estrenamos esas palabras fuimos Marie Curie con un trozo de radio en el bolsillo, Boudica lanza en ristre, locas, abrazándonos, sin podernos creer el milagro de ser contemporáneas, siglo XXI, segunda década, mismo país, misma ciudad a ratos, mismo idioma, misma cama en cuanto se nos presentaba la ocasión. Cuando estábamos separadas me quedaba sin corazón, se iba corriendo detrás de ella como un pato confundido, pero yo tenía la certeza de que lo cuidaría mientras se mostraba ante el mundo. Confieso que antes de que hablásemos por primera vez amé su culo, fantaseé con su culo, hablé de ella cuando en realidad lo que quería era hablar sobre su culo, pero ya esa primera noche de estómago vacío, porque se nos olvidó comer, de desnudez y de cuál de estos es mi brazo, este es tu muslo o el mío, caricia ensoñada, supe que me había enamorado y que ella también. Nada es tan implacable como la ternura.
No dijimos: ¿Y ahora qué hacemos? Ella no dijo: Se nos ha ido la cabeza, soy la presidenta del país, estoy casada y tengo una imagen pública. Yo no dije: Prometo no decir nada, esto no ha pasado nunca, soy solo una periodista que se tomó una copa contigo después de entrevistarte. Ella dijo: Odio que en las habitaciones de hotel nunca se les ocurra poner libros, la próxima vez traeré alguno. Yo dije: Puedes venir a mi piso, allí sí que hay. Aun así, lleva uno que te guste y me lo lees. Podría tener un orgasmo solo con escucharte leerme. Ella dijo: ¿Conoces a Aphra Behn?
Solía venir a mi casa muy tarde, normalmente sin avisar. Al chófer le decía que se marchara y sus dos guardaespaldas se quedaban en el portal, como fantasmas sin mansión. Quizá ese día había estado en Bruselas, o entregando una medalla, o en el Congreso, o en un programa de televisión. Yo la esperaba en la cama. Algunas veces se metía entre las sábanas rápidamente y me besaba como si estuviera muerta de sed. Otras me pedía que no abriera los ojos y me leía a Aphra Behn. ¿Y tu marido no sospecha?, le pregunté en una ocasión. Ha perdido la cuenta de dónde duermo o ni siquiera le importa, me respondió. A veces, cuando entro en el salón, está haciendo algo en la tablet o tomándose una copa y no se inmuta, hasta el punto en que acabo preguntándome si de verdad he llegado. Había mañanas en que abría los ojos y ella estaba junto a mí, como un regalo de los Reyes Magos. Entonces me sentía feliz y le mordía la oreja, le besaba una teta, le acariciaba sus pies con los míos. Ella se reía y me decía: estaba tan cansada anoche, solo pensaba en dormir a tu lado.
Después yo me iba a la redacción y hacía mi vida, aunque llena de ella y buscando entre mi ropa algún resquicio de su olor. Me sentía como una loba tras una noche de luna llena y se formaba un nudo en mi garganta cuando pensaba en cómo me quería y en la forma en que confiaba en mí toda su vulnerabilidad. Un nudo compuesto del dolor y de la magia de nuestro secreto. Estaba segura de que se me notaría el buen amor y el buen sexo. Tenía el pelo más brillante y rizado que nunca, los labios más rojos y sentía que caminaba al mismo ritmo que el universo. Pero la gente va a lo suyo. Si ella daba una rueda de prensa me levantaba de mi mesa y llevaba la taza de café a donde estaba la enorme pantalla que se oía por toda la oficina. Habíamos inventado códigos, como todas las enamoradas. En nuestro caso se trataba de algo que tuviera que ver con Aphra Behn. Siempre lograba colar una cita, una palabra, una referencia que solo a mí, ahora experta en esa Safo británica del siglo XVII, no me pasaba desapercibida. Me contó que antes de nosotras —eso decía siempre, «antes de nosotras», como si fuera otra era— le interesaba Aphra Behn porque era una espía, una apasionada de la política, una buscavidas a la que nadie conocía realmente. Ahora, se reía traviesa, lo que más le gustaba es que escribía de amor, de todo tipo de amor. Hombre y mujer, hombre y hombre, mujer y mujer. Le encantaba leerme sus poemas, aunque también me llevó novelas, relatos y comedias. Acabamos apilando todos sus libros en la mesilla de noche que había junto a mi cama y allí se quedaron todo el año, hasta que me dejó.
De Aphra Behn se ha dicho que fue un palimpsesto, porque constantemente borraba su vida para reescribirla encima de lo borrado. Nosotras hacíamos lo mismo cada vez que nos separábamos, existiendo en una cotidianidad de la que la otra no formaba parte. Cuando alguien hablaba de política yo la recordaba despeinada y me palpitaba todo el cuerpo. Quería decir me ama, ella me ama, y al mismo tiempo me alegraba de que la grisura del mundo no contaminase nuestra revolución. Entonces había otro encuentro y todo se recomponía, como si los minutos anteriores a vernos hubieran sufrido de arritmia. Cuando nos abrazábamos dejábamos de tener pasado. El único presente eran nuestros cuerpos y el futuro consistía simplemente en el deseo de no perder nuestra casa ahora que la habíamos encontrado.
Sabes, me dijo una noche en la que, exhausta, se había tumbado a mi lado sin ni siquiera desnudarse, soy como una maleta que viaja por todo el mundo pero siempre se queda en el hotel mientras sus propietarios hacen turismo. Voy de país en país pero solo veo de ellos lo que se atisba desde la ventanilla del coche que me traslada del aeropuerto a donde sea que tenga que reunirme. Hagamos un viaje juntas. A la mierda todo. Que sea un sitio remoto donde nadie me conozca. Que me valga con unas gafas de sol para que no se fijen en mí. Ya lo tengo, cariño. Vayámonos a Surinam, como Aphra Behn. ¿Sabías que Aphra estuvo allí de adolescente y hasta fue testigo de una revuelta de esclavos? Oroonoko, murmuré recordando cómo me había estado leyendo esa pequeña novela durante dos noches, primero con voz de amante y luego sobrecogida. Después del viaje nos enviábamos mensajes al móvil varias veces a la semana que solo contenían ese nombre, Oroonoko. Era la palabra mágica para acordarnos de días enteros juntas, nada de noches rápidas y hasta pronto mi vida, días enteros explorando Paramaribo, muertas de calor, comiendo pollo masala con arroz y haciendo el amor como si no hubiera un mañana en la habitación del hotel Ambassador, con sus dos camas, una que nunca fue utilizada, sus colchas de colores y de fondo el parloteo alegre de la gente que entraba al casino. Los guardaespaldas se quedaban siempre en la puerta, con su saludo cuando pasábamos por delante, incomprensiblemente fieles y discretos. Bip. Bip. Oroonoko. Y donde quiera que estuviéramos sonreíamos.
A pesar de los mensajes de móvil, después de Surinam se formó una nube negra sobre nosotras. Ha sido peor, me dijo una noche, buscando mi calor porque temblaba, no tendríamos que haber ido. Ahora te echo de menos con un dolor físico. No puedo estar separada de ti. He vislumbrado lo que sería la vida contigo y ya no soporto esta. Deja a tu marido, le dije al oído, quiero ser tu primera dama. Cambiaremos el nombre de una de las salas de la residencia presidencial, la llamaremos Aphra Behn en nombre de una de las primeras mujeres que se ganó la vida escribiendo. Te acompañaré a las ruedas de prensa y te cuchichearé qué periodistas son de fiar… Cállate, me cortó. No tiene gracia. Esto es un error y las dos lo sabemos. ¿Cómo podemos ser tan insensatas? No somos adolescentes hormonadas. Somos señoras. Y yo solo pienso en follarte. Me molestó que estropease el recuerdo de Surinam con su tristeza y me ofendió que la idea de ser mi pareja ante el mundo le resultara tan inviable. Lo intenté otro día: Vamos, mi niña, de qué tienes miedo. La gente se olvida muy rápido de los bombazos. Las noticias caducan. ¿Te preocupa el hecho de que yo sea una mujer o el hecho de haber sido infiel a tu marido? Yo no soy infiel a mi marido, me dijo en voz muy baja. Te soy infiel a ti cada vez que salgo de tu casa y existo negándote.
Las infieles que nunca habían sido tan fieles a sí mismas… Y sin embargo en un momento dado recogió sus libros y dejó de aparecer por las noches. Yo, en una espiral de autodestrucción, tosía y fumaba, tosía y fumaba. De día caminaba de puntillas para no pisar ninguna herida. De noche dormía en el sofá del salón porque no tenía valor de enfrentarme a la cama que había sido nuestra, ni a la mesilla de noche vacía. Tragar comida era imposible, adelgacé y palidecí, pero nadie se dio cuenta. La gente va a lo suyo. La única que percibía cualquier pequeño cambio en mí había sido ella. Esos pendientes son nuevos. Este body milk no es el que usas siempre. Te noto cansada, ¿mucho trabajo hoy? En la redacción seguía viendo las comparecencias presidenciales, pero ella ya nunca hacía alusiones a Aphra Behn. Me llamaba de vez en cuando y en las ocasiones en que mi desolación era menos evidente y le contaba algo bueno que me había pasado parecía excesivamente contenta y me daba rabia, porque tenía la impresión de que se estaba quitando un peso de culpabilidad de encima y no alegrándose realmente por mí. Empecé a sentirme una intrusa en el mundo, como si el hecho de habitar en el mismo planeta en el que ella me amaba hubiera sido antes mi documento de identidad. Un mes después de que me dejara me enteré en la redacción de que iba a visitar un barrio cerca de allí y me ofrecí para cubrir la noticia, pero cuando me acerqué con el micrófono los dos guardaespaldas, los que tantas veces habían estado en el portal de mi casa, los que habían viajado con nosotras a Surinam, me interceptaron y me dijeron que la presidenta no aceptaría preguntas ese día. Pues vaya pérdida de tiempo, me dijo el fotógrafo que iba conmigo. Me sentí tan afligida que hubiera podido moldear mi tristeza con las manos, fabricar un cuchillo y clavármelo en el corazón.
La llamé por teléfono aullando como una loba herida. Que yo me creía dueña y señora de todo el dolor, eso me dijo. Y colgó. Entonces la loba se retiró a su cueva a lamerse las heridas, dispuesta a vivir con más sosiego para no enloquecer. Pero sin amor. No quería más amor. Qué más daba, con ella ya lo había tenido todo. Imaginaba que alguien intentase tocarme y me entraban ganas de vomitar. Su caricia… Entonces volvió. Utilizó la llave, como siempre. Me encontró leyendo, intentando formar con las palabras una barrera entre mi dolor y yo. Se sentó en el brazo del sofá donde yo estaba tumbada y me llenó de su aroma. He estado en Londres, me dijo. Visité la Abadía de Westminster y pedí que me mostraran la tumba de Aphra Behn. ¿Sabes lo que dice el epitafio? Aquí yace la prueba de que la inteligencia nunca es suficiente defensa contra la mortalidad. ¿No te parece brillante? No dije nada. Ella continuó hablando. Sabes, cuentan que Aphra se inventó un marido y luego aseguró que se había quedado viuda para ser una señora respetable y poder llevar a sus amantes, mujeres de la corte, a sus aposentos. ¿No te parece brillante? Estaba nerviosa. Anoche estuvimos en una cena y mi marido empezó a contar una de sus anécdotas. Justo en ese momento me atraganté con una aceituna y empecé a toser. Tosía y tosía, pero él seguía hablando. Fue como si yo no existiera. ¿No te parece terrible? Cuando me recompuse pedí al chófer que me llevara a casa. Ni siquiera me excusé ante los demás invitados. Le he dejado una nota en la mesa de su despacho diciendo que se tiene que marchar. No sé cómo lo haremos pero la verdad es que me da igual. Mañana tengo que ir a Berlín, pero durante el fin de semana me reuniré con él para determinar los pasos a seguir. ¿Quieres ser mi novia? En el mismo sofá que había sido mi cárcel durante esas semanas agónicas hicimos el amor como lo hacen las guerreras, despacio, camuflándose de cuando en cuando entre los arbustos y sin dejar recoveco alguno por explorar.
Desde Berlín dio una rueda de prensa y citó a Aphra Behn. Por la noche me acosté en la cama por primera vez en semanas y me quedé dormida con una profundidad inusitada. El sonido de la puerta interrumpió levemente mi sueño dulce, pero no abrí los ojos. Decidí disfrutar de sus ruidos en ese limbo. Un vaso de agua en la cocina, la cadena del baño, la ropa al deslizarse por su cuerpo y caer al suelo, sus dedos entre mi pelo al acariciarme. Después de eso no recuerdo nada más hasta que por la mañana me despertó su ausencia. Boba, te vas a trabajar y no me das ni un beso, ya verás cuando te pille. También yo tenía que ir a la redacción y por el camino sentí que la felicidad se desenganchaba de mi cuerpo como jirones de un algodón de azúcar al viento. Sucedía algo inquietante y no sabía qué. La gente parecía seria, los bares por los que pasaba estaban silenciosos en lugar de inmersos en el típico bullicio matutino, la gente que paseaba a sus perros parecía encogida, como si hiciera mucho frío, aunque ni siquiera era aún época de llevar abrigo.
En la oficina todos mis compañeros estaban reunidos delante de la pantalla de noticias. ¿No te has enterado? El avión presidencial se estrelló anoche cuando regresaba de Alemania. No ha habido supervivientes. ¿De qué estás hablando? Me apoyé en una mesa porque sentía que me tambaleaba. Era imposible. Que no ha habido supervivientes. La presidenta ha muerto. Ahora va a hablar el vicepresidente. Bueno, el presidente en funciones. Tú la entrevistaste, ¿no? Salí de allí. En el ascensor pensé que había sido una broma, o una equivocación, de alguna manera quise encontrar durante unos pocos pisos la explicación lógica a que la redacción entera de un importante periódico nacional pensara que la presidenta del Gobierno había muerto en un accidente de avión en los putos Alpes. Pero en la calle pude comprobar que la noticia estaba en boca de cualquier persona con la que me cruzaba. Caí de rodillas, gimiendo no, no, no. Nadie se paró. La gente va a lo suyo. ¿Entonces no estuviste en casa anoche? ¿Fue un sueño? Repasé en mi cabeza nuestro año de amor absoluto haciendo paradas entre los recuerdos para respirar. Es imposible, imposible que no estés. Cuando llegué a casa recordé a los dos guardaespaldas, supuse que también habrían muerto en el accidente y me di cuenta de que tenía que renunciar a todo lo que de mí había en mí para aceptar que todo nuestro mundo había desaparecido.
El funeral de Estado tuvo como protagonista a un afligido marido. Unos militares llevaban a hombros el ataúd cubierto con la bandera. Aquí yace la prueba de que el amor nunca es suficiente defensa contra la mortalidad. Nadie vino a consolarme porque nadie sabía nada de nuestra historia. Tuve que seguir yendo a trabajar y me volví malvada, porque constantemente quería que sucediera algo terrible para poder llorar. Que se muera mi padre, que pongan una bomba en el edificio del periódico, qué sé yo, pero que pueda perder el norte en público o tendrán que encerrarme en un manicomio. Caminaba como si anduviera en un barco y de nuevo no quise entrar en mi habitación durante días, me veía incapaz de mirar la cama, ese lugar donde se había desparramado toda nuestra ternura. Qué horror sobrevivirte, me apena ese bebé al que pasean por el parque, la cajera del supermercado y todas las personas que viven en un mundo en el que tú no estás. A veces lloraba como si mi corazón sangrara a borbotones a través de mis ojos. Qué horror sobrevivirte. Todo tenía un color, un propósito, por tu amor, porque habitaba el mismo presente en el que tú me amabas. Pero el tiempo, ¿no iba a ir a nuestro favor el tiempo?
Un día en que el recuerdo escogido fue Surinam decidí que en algunos rincones de Paramaribo aún estaban aunque fuera nuestros fantasmas, lamiéndose, queriéndose, besándose, riéndose. ¡Oroonoko! Ese pensamiento me reconfortó y me encontré con fuerzas para entrar en mi habitación. Entonces los vi sobre la mesilla. Todos los libros de Aphra Behn, apilados como en los buenos tiempos. Quizá los colocó allí durante aquella visita en la que me preguntó si quería ser su novia y luego hicimos el amor por última vez, pero a mí me gusta pensar que de alguna forma sí que estuvo en casa la noche del accidente, me acarició la cabeza y dejó los libros de Aphra Behn para poder seguir leyéndome cuando yo lo necesitara.