Querida, ante todo discúlpame si esta carta te ha hecho sentir algún malestar al recibirla. Sé que llega con mucho retraso. No es que el servicio de Correos la haya tenido retenida, aunque se han dado casos, sino que le encargué a mi asistenta que no te la enviara hasta que me hubiera ido de este mundo. Antes hubiera sido incómoda para ti, nuestro tren pasó de largo hace años, además nunca quise complicarte la vida. En el más allá no hay turno de réplica ni acuse de recibo así que me libro de saber si me has enviado a freír espárragos o te has acordado de mi santa madre que, dicho sea de paso, espero haberla encontrado ya, cuando la recibas, en esto que llaman el Paraíso. No creo que me hayan destinado al infierno aunque mi pecho haya ardido en llamas muchas veces por amor, deseando a quien no me amaba, pero siempre fui optimista, bien lo sabes. «En la vida todo vale, todo se aprovecha, de un cuerno te sale una buena percha». Espero que no se te haya olvidado este verso que tanta gracia te hacía.
Esta carta la escribí hace mucho tiempo, desde que tuve la certeza de que te amaba y te amaría siempre. Lo supe el día que te vi entrando en la tertulia de mujeres Versos con faldas, aquel grupo donde nos reuníamos para hacer recitales y lecturas por los bares y cafés de Madrid, allá por el año 1951. Entraste como un huracán en mi vida pero con la delicadeza de un colibrí, la única especie que es capaz de volar en todas direcciones. Tus curvas seductoras, tu sonrisa, tu naturalidad fueron atrayéndome poco a poco. Jamás te dije lo que sentía. Me juré a mí misma que nunca lo haría y que solo rompería mi silencio cuando me fuera al otro barrio. Siempre fuimos muy buenas amigas, teníamos esa complicidad que solo se consigue con ciertas personas que comparten química de la buena, la del alma, con la diferencia de que yo la sentía también en el cuerpo. La primera vez que lo noté pensé que era un sofoco repentino. Se me aceleró el corazón, empecé a sudar y sentí hormigueos en los dedos de las manos. Creí que me iba a desmayar o que me había subido la tensión de repente pero fueron mis órganos, mi piel, que estaban reaccionando a tus encantos.
Nunca quise herirte ni que mi sentimiento hacia ti pudiera perjudicarte de algún modo. Tú estabas casada y eso hacía que yo siempre llevara el freno de mano puesto, a pesar de que en el fondo quería pisar el acelerador siempre que te veía. Nunca me besaste, nunca te besé, tan solo un beso en cada mejilla cuando nos despedíamos, como hacían las buenas amigas, como mandaban los cánones. Sin embargo sé cómo saben tus labios en los míos. Te he besado tantas veces cuando llegaba la noche y te imaginaba entre mis brazos que hasta conozco la medida exacta de tu boca. A veces acudía a nuestra querida Lolita de la Colina que tantas veces escuchamos juntas para que sus canciones envolvieran el encuentro que imaginaba y que nunca se dio. Una cosa es la realidad y otra el deseo, como escribió el poeta. ¿Sabes qué está sonando justo ahora en mi aparato de música? Ni te imaginas.
Tu nombre me lo callo
cuando me preguntan
que de quién me enamoré
Sí, me he callado tu nombre tantas veces y de tanto callarlo no me atrevo ni a nombrarte. Me da cierto pudor saber que por fin la leerás después de tantos años de silencio. Siempre supe que me iba a ir antes que tú, entre otras cosas porque has sabido cuidarte mejor que yo, que le he dado al vino y al tabaco como los albañiles. Mis excesos me han pasado factura aunque no me arrepiento de nada. «Porque soy mujer de verso en pecho no me arrepiento de nada de lo que he hecho», ese fue mi lema en la vida. Lo único que lamento es no haber tenido el coraje de hablarte de mis sentimientos cuando todavía estábamos a tiempo de coger aquel tren, aunque estoy convencida de que algo intuías. Entre las dos se cruzaban miradas de complicidad que lo decían todo pero mi boca callaba, sobre todo porque tenía miedo a perderte para siempre, miedo a tu rechazo, al qué dirán, el miedo siempre presente acechando nuestras vidas, el mismo que nos hizo renunciar a aquello que para el resto era normalidad. Las mujeres que íbamos a contracorriente padecíamos una doble discriminación, ser mujer y amar a otra mujer aunque los hombres también la padecieron y lo pagaron incluso con su vida. Es doloroso no poder pasear del brazo de quien amas, «saludar con tu nombre, pedir pan con tu nombre, enseñar a las aves a cantarlo, enseñar a los peces a beberlo», como escribí en aquel poema que tan bien conoces.
Nosotras no dimos nunca que hablar, ¡bueno!, quizás yo sí. No era muy normal para la época llevar corbata, fumar cigarrillos y ser poeta. «Hago versos, señores, hago versos, pero no me gusta que me llamen poetisa». Nunca me gustó esa palabra. Me pasa lo que le pasaba a Ernestina de Champourcín, que cuando oía que la llamaban poetisa sentía deseos de desaparecer. Me huele que cuando alguien te llama poetisa no toma en serio lo que haces. ¡En fin!, prefiero que me llamen poeta, mil veces.
Siempre fui una rebelde, tú fuiste testigo. A pesar de los comentarios y las críticas nunca quise renunciar a mi esencia, a mi forma de ser y ver la vida. Me sentía libre haciendo lo contrario a lo que nos había enseñado una sociedad encorsetada, sobre todo a las mujeres. Mi madre quería que yo fuera modista pero yo de coser, nada. Ya sabes que cuando murió tiré las agujas. Yo solo sirvo para hilvanar versos.
No sé por qué te cuento todo esto, me voy de un sitio a otro pero echo de menos charlar contigo. Hace mucho tiempo que no sé nada de ti, añoro aquellas tardes donde hablábamos de todo, de poesía, de arte, de Dios, de la posguerra, de música o de amor. Tú solías aconsejarme cuando te contaba que andaba con el corazón roto. A veces me dabas un abrazo o ponías tu mano en mi hombro o me tocabas la cara en un gesto amable de complicidad. Quizás yo interpretaba aquellas señales como algo más y tan solo era tu manera de ayudarme a superar el mal trago. Lo único que sé es que cada vez que te acercabas y cruzabas la barrera entre tu cuerpo y el mío me ponía a temblar y me sentía como una niña con zapatos rotos. Intentaba que no lo notaras haciéndome la fuerte, en honor a mi apellido, pero solo mi estómago y yo sabemos que no lo era tanto. A veces cuando llegaba a casa después de nuestro encuentro me tiraba al vino —o al boldo, pero menos— para aplacar mis jugos gástricos. Es posible que fuera el exceso de mariposas que andaban revueltas cuando te veía. Era complicado detenerlas.
Recuerdo que una vez las noté, y mucho. Fue cuando te conté que acudí a pedir trabajo a la revistaMaravillas que publicaba el Ministerio. Cuando fui a hacer la prueba de acceso, alguien me preguntó si quería ser redactora. Yo dije que sí pero sin saber qué quería decir redactora. Fui a casa, busqué la palabra en el diccionario por si era algo malo y me quedé tranquila. Al día siguiente empecé a trabajar. Diez años estuve en ella sin haber pasado nunca por la Universidad salvo cuando la pisé por primera vez unos años más tarde cuando fui a enseñar poesía española a la Universidad de Bucknell, en Pensilvania. Cuando te conté la anécdota de la palabra redactora soltaste una carcajada. Fue entonces cuando me enamoré también de tu risa, del brillo de tus ojos, de la blancura de tus dientes, del movimiento de tu cabeza, de aquel espasmo repentino en tu cuerpo. Daría lo que fuera por verte ahora reír de aquel modo. Estoy convencida de que mis mariposas seguirían intactas a pesar del tiempo que ha pasado sin vernos.
El amor es complicado o lo complicamos nosotras, no sé. ¡Ya ves!, tan lanzada que fui siempre en poesía y en la vida y contigo callada como una muda.
Y yo que siempre dije que a la luz del sol
los besos tienen más valor
ahora se me exige que a escondidas
se realice nuestro amor
He vuelto a poner nuestra canción. La llevo escuchando todo el día. Cuando algo me gusta soy repetitiva hasta la saciedad. No me hubiera cansado de bailar todo el repertorio de boleros contigo el tiempo que me dedicabas. Alguna vez bailamos juntas pero delante de mucha gente y con una distancia prudencial, intercambiando risas y confidencias. Que si aquella lleva un vestido horroroso, que si el corte de pelo de la otra la envejecía aún más, que si el peluquín de aquel se notaba nada más entrar. Siempre nos reíamos mucho, el humor afianzó nuestra amistad. Era nuestro punto de encuentro cuando la una o la otra andaba baja de ánimo. Nos mirábamos y empezábamos a reír, como dos niñas. A veces soltaba alguna barbaridad o te contaba algún chiste malo que me habían soplado un rato antes y a ti se te aflojaban las piernas, cosa que me enternecía. Si hubiera sido más osada te hubiera besado en ese mismo instante, en medio de la calle o en un café, en el tranvía o en el mercado. Me moría de ganas de abrazarte, de quedarme pegada a ti, acariciar tus cabellos, besarte las manos, los hombros, aquella nuca que parecía de nácar, pero fui demasiado cobarde para lo valiente que era para otros asuntos.
Recuerdo que a los seis años, quizás te lo conté en alguna ocasión, escribí en la pizarra de las monjas que los niños vienen de Parir, cambiando la ese por la erre y eliminando de un plumazo el cuento chino de que los niños venían de la capital francesa. ¡Me echaron del colegio, claro! Ya apuntaba maneras a esa edad. Creo que si hubiéramos nacido un siglo más tarde otro gallo hubiera cantado. Espero que dentro de unos años la gente pueda amar a quien quiera sin barreras porque, al fin y al cabo, el buen amor lo cura todo y da sentido a la vida aunque a veces esclavice. Cuando amas a alguien y ese amor no es correspondido solo hay dos caminos, o lo aceptas o sufres, pero hay una tercera vía, contarlo en forma de canción, cuento, cuadro o poema. «Yo pongo el corazón. Escribo para ahora y para luego. Escribo para siglos venideros».
La poesía siempre fue mi vocación, desde niña, ya te conté que mi primer juguete fue una máquina de escribir aunque si no hubiera sido por el horror de la Guerra Civil no sé si sería poeta. He hecho casi todo en la vida y siempre me acompañó la poesía, en mis noches de soledad o cuando recitaba por los pueblos de España. La gente me quería quizás porque me veían como ellos, una mujer de clase obrera que hablaba sin tapujos ni cursilerías, que le echaba sal a los poemas para que fueran menos sosos. Que contaba lo que pasaba en la calle, que hablaba con el mendigo, la prostituta, la vecina. Siempre estuve al lado del que sufría aunque yo también lo hacía y mucho, sobre todo por amor. Presa de mi deseo, encerrada en mí y sola. En mi sala. «Sola y una / como una sola luna / por ser igual a todas las mujeres / y no parecerme a ninguna».
El amor tiene dos caras, una te hace libre y la otra te esclaviza. Yo me sentí mucho tiempo presa por no saber cómo escapar de tu amor o retenerlo para siempre. Presa de un deseo inconfesable que crecía y rebosaba en mis manos y mi alma. Deseaba entregarme a ti y que tú también te entregaras sin ponerle etiquetas a la pasión pero los días se sucedían y mis fuerzas se agotaban.
Ahora me arrepiento de no haber abierto la boca, de haberlo al menos intentado, de conocer tu respuesta. Sé que aunque me hubieras dicho que no, me hubiera liberado de aquella cárcel o hubiera recibido de ti un abrazo, un gesto amable. Sé que me querías pero quizás como a una hermana. En cualquier caso nunca lo sabré. Tú ahora sí, a través de esta carta. Sabrás cuánto amor tenía reservado para ti.
En la vida hay muchos tipos de cárceles y yo ya pasé por una. ¿Recuerdas cuando te conté que me metieron entre rejas por un poema? Me llevaron a los sótanos de la Puerta del Sol, en un cuartucho gris, frío y oscuro. Recuerdo que había allí otras cinco o seis detenidas que ni me miraron. Encendí un cigarro y entonces se me acercaron todas. «Dame un chupi, pásame la toba», me dijeron, y así empezamos a hablar, preguntándonos unas a otras por qué estábamos allí. «Yo por mechera, yo por puta» y una de 60 años «Yo por abortar». Cuando vio la cara que yo ponía me dijo: «Bueno, a otras, ayudo a abortar a otras». Cuando me tocó el turno les dije que yo estaba allí por escribir un poema. ¿Y qué es eso?, me preguntaron. Pues que hago versos. ¡Ah, qué bonito! dijeron todas.
Jamás sabrán que abrazo
A quien nadie se imagina para mí
y piensan que rechazo
mil amores que no valen junto a ti
Le he dado la vuelta al casete. Seguiría escuchando esta canción hasta la eternidad, así que espero seguir haciéndolo allá arriba. Voy a dejar escrito que me coloquen la cinta en el bolsillo de mi pantalón cuando me lleve la dama de negro por si Dios tiene algún aparato de música allí para animar el cotarro. Espero que me perdone algunas cosas que he hecho. Él sabe que fui devota a mi manera y que le escribí poemas pidiéndole que me concediera algunos deseos o que me arrancara esa soledad que me acompañó siempre. Espero que me tenga reservado un buen lugar porque siempre le traté como a un amigo. Más de una vez le pedí que me diera fuerzas para sentarme frente a ti, cogerte de la mano y soltarte todo lo que mi alma había guardado tanto tiempo. Que me alumbrara en la oscuridad cuando tus ojos dejaran de iluminar mi camino. «Quisiera convertirme en tu linterna y serte útil cuando no ves claro, eso y solo dormirme en tu costado y amanecer rezando en tu cadera».
¿Recuerdas este poema? Una vez lo recitaste en la tertulia y me quedé embelesada escuchándote. El tiempo se detuvo, no había nadie en el café, ni camareros, ni clientes, ni mesas, solo tú y yo. Todavía te veo allí, escuchando tu sensual voz que me envolvía, miro tus ojos verdes, huelo aquel perfume de jazmín y sándalo que desprendía tu cuello y no puedo evitar un escalofrío en mi cuerpo, en mi cuerpo cansado pero ligero como un pájaro cuando pienso en ti. «Yo ya apenas soy joven / tengo cincuenta años / tengo cincuenta libros / tengo cien desengaños. Yo ya apenas soy joven pero me estás mirando y eso ya es suficiente para seguir tirando».
Seguir tirando, eso es lo que he hecho, tirando flechas en forma de versos para acertar en la diana-alma de los que me leían. Sé que a ti te llegaban, lo veía en tus ojos cuando te recitaba lo último que había escrito. Siempre fuiste mi confidente, mi alma gemela, aunque en lo físico no nos parecíamos en nada, sobre todo en la forma de vestir. Ya sabes que yo siempre elegí la ropa cómoda, un tanto masculina, pero era mi sello de identidad. Rebelde con causa hasta la médula.
Para que veas que no siempre vestí así te envío junto a esta carta la foto que un día, no sé si te acuerdas, te mostré una tarde en mi casa. Recuerdo que cuando la viste pensaste que aquella mujer elegante y femenina no era yo, que te estaba mintiendo para hacerte reír. Creo que nunca volví a ponerme una pamela en mi vida. Cuando la miro no me reconozco. Mi aspecto de ahora está muy lejos de esa pose pero hay algo en esa imagen que no me ha abandonado nunca. En ella se me ve segura, un tanto altiva incluso, como si no tuviera miedo a nada. Alguien que no me conozca diría que parezco una mujer de armas tomar pero si te fijas tengo los ojos medio entornados, como si el sol me deslumbrara o algo me hiciera sombra. Aunque sonrío, mis ojos están algo tristes. Un brazo se apoya en la rodilla y el otro en el sillón de mimbre. En mi vida siempre necesité de apoyos para sobrevivir, mi poesía, mis amigos y amigas, mis amores reales y otros imaginarios. No es oro todo lo que reluce, la vida está hecha de luces pero también de sombras aunque no quiero quejarme, me siento afortunada, la poesía siempre fue mi mejor compañera de piso. «No sé por qué me quejo porque al fin estoy sola / y el placer de tirar la ceniza en el suelo / sin que nadie te riña / y untar pan en la salsa».
Permíteme esta licencia poética pero hay que «echarle gracia a la desgracia» como escribí en aquel poema que hablaba del oficio de humorista, nada fácil en este mundo de injusticias y desigualdades. Ya sabes que en poesía siempre fui directa y al grano, huyendo de florituras y ademanes solemnes. Escribía como hablaba, hablaba como escribía. Así era yo, sin medias tintas, sin rodeos, por eso me esmero para que esta carta te llegue de forma distinta, y más una carta como esta, que no recibe una cada día.
Me esmero para no recurrir al desparpajo que siempre acompañó a mis versos. Para que veas en ella a la otra Gloria que no conociste, la que anhelaba tus besos como agua en el desierto. Me esmero para que te lleves un buen recuerdo de mí. Para que sepas que te amé en silencio y mordiendo por las noches tu nombre entre mis labios. Me esmero en mis palabras para que las recibas como un abrazo mío, interminable. Como el beso de pasión que no te di, como esa caricia que mis dedos no se atrevieron a darte. Me esmero para que sepas que fui feliz a tu lado, que celebro cada instante que pasamos juntas, cada risa compartida, cada encuentro. El amor siempre es motivo de celebración a pesar de sus sinsabores.
Me diste tanto que me voy de este mundo llena de ti, por eso quise escribirte, para que mis palabras te sirvan de amuleto por si la tristeza o la nostalgia te visitan alguna tarde. Aquí estaré yo para hacerte sonreír de nuevo, para que rememores aquellos años que pasamos juntas entre cafés, versos y confidencias. Recordar es revivir.
Aquí estaré para llevarte del brazo a aquel salón de baile y con la cabeza erguida, el paso firme, bailar delante de todos al son de nuestra canción. Bailar cerca, muy cerca, sin muros invisibles que nos separen. Bailar hasta que se haga de noche, hasta que nuestros pies digan basta. Y entonces nombrarte, nombrarte sin miedo, gritar tu nombre con fuerza, liberarlo de mis labios sellados, dejarlo que vuele, que se pose en un papel, en un poema. Nombrarte como se nombra al amor con todas sus letras. Mirarte a los ojos y decirlo para no olvidarlo mientras viva, cuando muera. Nombrarte para siempre, amada mía, como ahora lo hago en esta sala, sola y acompañada por tu recuerdo. Siempre tuya. Gloria.
Tu nombre me persigue
inquilino en mi sombra
desapareceré
y él estará mi lado