Dos antiguos compañeros de armas que vuelven a encontrarse. El uno fue jefe entonces y el otro subordinado, y había razón para que el soldado odiase al que había sido su superior. La paz trocó los papeles y enfrentó de nuevo a los dos hombres. Y ahora, el que tan duro había sido en días de guerra veíase forzado a pedir ayuda al que tuvo bajo sus órdenes...
—¿Quién es ese señor? —preguntó Luke Brad win a la mecanógrafa, dejando en reposo el viejo sombrero al que daba vueltas y más vueltas en sus manos.
—¿No lo conoce? —se asombró la muchacha—. Es el señor Harkness, el director general.
Bradwin sintió que el corazón le latía tumultuosamente.
—¡Ah! Me pareció una cara conocida... —murmuró dominándose.
Luego se movió en la silla, como para irse; estaba allí desde que se abrieron las oficinas y ahora deseaba alejarse, porque preveía que una nueva desgracia iba a sumarse a su enorme infortunio.
—Quizá esté perdiendo el tiempo, aquí... —dijo Bradwin, dirigiéndose a la señorita.
—¡Oh, no! El señor Harkness lo atenderá enseguida... Si le ha señalado hora para las diez...
Bradwin experimentó una sensación agradable. Allí dentro todo era orden y eficiencia; y él, Bradwin, al arriesgarse a pedir un empleo, contaba, precisamente, con sus cualidades de hombre metódico y disciplinado.
Una súbita resolución contuvo su impulso de alejarse. Solo él sabía cuántas esperanzas abrigaba de conseguir este empleo, después de un cambio de cartas con la firma comercial. Hacía mucho tiempo que el destino perseguía a Bradwin... Pensó en Amy y en los chicos. Los tres hijos estudiaban aún y no podían ganarse la vida; y en cuanto a Amy, bien merecía, la pobre, otra vida mejor...
Bradwin se sintió de pronto inclinado a confiarse a la simpática dactilógrafa.
—¿Sabe?... Conocí a ese hombre, al director general, en la guerra... Peleamos juntos en las trincheras de Francia. Yo era ayudante del batallón donde él, estaba.
—¡Ah! Entonces le conoce usted mucho.
—Sí. Acaso fui severo con él alguna vez, demasiado severo. Tanto, que me parece inútil quedarme para pedirle un empleo...
Y se incorporó. Pero en ese instante la muchacha atendió al teléfono privado que había sobre su mesa.
—Señor Bradwin —dijo, colgando el receptor—. El director le espera. Por allí, hace el favor...
Bradwin no se había sentido más nervioso en ningún momento de su vida. Si no hubiese sido por Amy y los chicos, se habría dirigido a la puerta de salida; pero solo los cobardes no desafían al destino. Tragó saliva, avanzó y oyó una voz que le decía desde el interior del despacho:
—¡Adelante!
Bradwin vaciló. Se le ocurrió que en el tono de esa voz había una especie de desprecio y de burla.
—Si cree que va a humillarme —murmuró —se equivoca.
Harkness se hallaba en el otro extremo de la estancia, la espalda vuelta hacia la luz; Bradwin tenía que recorrer una decena de metros para acercarse a él.
—Tome asiento, señor...
Toda duda desapareció del ánimo de Bradwin. Se trataba de Harkness, sí, del propio Harkness. Su Harkness.
Próxima al gran escritorio del director general, se encontraba sentada una secretaria con una libreta y un lápiz al alcance de la mano, lista para tomar taquigráficamente todo lo que se dijese en la entrevista. Hila le indicó a Bradwin un sillón.
—El expediente, por favor, señorita Cranston —pidió Harkness.
La muchacha se levantó, extrajo de un archivo de acero una carpeta y la depositó ante el director, quien la abrió. Bradwin distinguió su primera carta.
—Gracias, señorita. Puede retirarse.
La empleada salió llevando unos expedientes, mirando con extrañeza a su jefe. Bradwin se esforzaba entretanto por concentrar sus pensamientos en Amy y los chicos.
* * *
Harkness revisaba los papeles referentes a su visitante.
—El señor Bradwin, ¿verdad? —preguntó de pronto.
—Sí. Luke John Bradwin.
—Usted fue ayudante del 18º South Shropshire, durante la guerra, ¿no es cierto?
La bomba había estallado: una explosión tardía, pero segura.
—Sí. No me pareció necesario mencionar la circunstancia cuando le escribí a usted... pidiéndole un empleo.
—Con que Bradwin, ¿eh?... Es la primera vez que examino este expediente, porque las solicitudes de empleo corresponden al vicedirector, que se encuentra enfermo ahora. Cuando la secretaria me dio su nombre, ayer, me resultó familiar. Nunca lo hubiese creído... Ayudante en el batallón 18º... Hubiese jurado que usted se moriría en el ejército. Lo recuerdo a usted como al militar por excelencia.
—Es que traté de abrirme camino demasiado pronto —hizo, Bradwin—. O quizá confié demasiado en la opinión de los demás.
Su voz era firme, cortante casi, porque le resultaba imposible olvidar que Harkness había sido un subalterno indisciplinado, negligente, a juicio del ayudante de uno de los mejores y más eficientes batallones del ejército.
—Su presencia me evoca otras cosas. Creí haber olvidado el método que usaba usted para fijar en nuestra mente sus puntos de vista. Ejercicios y más ejercicios, desfiles y más desfiles. Por despecho, como pensábamos nosotros. ¡Oh!... ¡Las rabietas que nos hemos tragado en aquella llanura de Salisbury! Ni la menor indulgencia para la juventud entusiasta: Su presencia, Bradwin, me trae a la memoria un montón de cosas que creía olvidadas.
Harkness empezó a pasearse por la habitación. Bradwin quiso levantarse para despedirse, pero sus miembros no le respondieron.
El otro se detuvo ante él.
—Sí: me acuerdo de muchas cosas. Por ejemplo, que elevé una plegaria para pedirle a Dios que me hiciese salir sano y salvo de aquel infierno. Salir vivo para poder ajustar las cuentas con usted y con los demás tiranuelos que había allí. Quería tener la satisfacción de encontrármelo cara a cara, cuando usted ya no tuviese la investidura militar ni su autoridad. Mucha gente pensaba lo mismo en aquel entonces.
Bradwin, perdida toda esperanza, maldecía las pecas fuerzas que le quedaban después de tantos días de hambre, y que no le dejaban levantarse y desaparecer.
—Le confieso —prosiguió Harkness— que yo le odiaba a usted... Me parecía tan injusto, tan despiadado... ¡Incapaz de piedad! Lo único que le preocupaba era prepararnos para la muerte. La impresión que tuve de usted, y que recuerdo muy bien, era la de un diabólico Moloch... ¿Se acuerda de Dunfield, mi mejor amigo? Usted lo mandó a la muerte... Y quizá lo mandó porque él era mi mejor amigo. ¿Se acuerda?
—No... —balbuceó Bradwin—. He conocido tantos oficiales subalternos... —Empezó a librarse de los lazos a que se veía sometido—. De cualquier modo, si lo elegí a él para una misión peligrosa fue porque le juzgué capaz de cumplirla. Puede estar seguro usted de que no me movió otro sentimiento. Yo solo pensaba en el batallón, en la división... —El recuerdo de Amy y de los chicos se le apareció de nuevo, y agregó—: Es posible que algunos de esos jóvenes me hayan creído duro e inhumano, pero mi deber consistía en procurar que todo marchase bien. La eficiencia del batallón, la necesidad del momento, la fuerza del ejército, el bien de la patria, el porvenir de la civilización: he ahí las cosas que tenía presentes.
Hizo un movimiento para levantarse, pero Harkness no le dio tiempo:
—¿Sabe usted que estuve a punto de matarle cuando Dunfield, fue herido? Su visita me recuerda cosas poco gratas, Brad won. Casi preferiría que no hubiese venido. La horrenda muerte de Dunfield me volvió loco. Yo conocía a su madre y sentía un gran afecto por su hermana. A mis ojos usted no era un hombre, sino un monstruo despiadado, sin sentimientos humanos, sin remordimientos.
—Antes de que usted ingresase en el batallón —dijo Bradwin, después de una pausa, envié a mi hermano, subalterno también, para que realizase una misión arriesgada. Le hirieron. Vive aún, pero horriblemente mutilado. También pagó él. Mi deber era mandarle, y el suyo obedecer. Ni indulgencia, ni parcialidad, ni despecho, ni temor... Yo también me acuerdo ahora de muchas cosas. Por ejemplo, de que le hubiese mandado a usted a realizar esa misión, en lugar de Dunfield, si me hubiese parecido que era usted capaz de hacerlo. Pero mí lo era.
El hombre, independientemente del motivo— que le había llevado a esa oficina, sentía ahora la necesidad de fijar su posición con claridad.
—A usted le trasladaron, por fin, a otro batallón —agregó, después de un silencio.
Pero Harkness no le oyó. Miraba el vacío, como si contemplase visiones. Bradwin reflexionaba también. Los hombres de la guerra, iban y venían ante ellos, como sombras sobre una pantalla. Muchos desaparecían para no, volver. Bradwin habría querido explicarle & Harkness que su mental dad de burgués indisciplinado no le permitió comprender cuando ocurrió cuán necesaria era aquella despiadada y férrea educación bélica. La debilidad, del espíritu y la del cuerpo deben ser extirpadas de raíz, para evitar el contagio. Una sola unidad floja podía echar a perder la eficacia de una división entera. Los sentimientos personales no tienen importancia en la guerra ante las exigencias del momento y del sistema. Podía ser muy bien que él hubiese sido duro y cruel con aquellos jovencitos que le enviaban para llenar los claros de los batallones, pero él no se acordaba de haber demostrado parcialidad. Bradwin habría querido expresar todo eso, pero no se sentía capaz, y no tenía ganas.
—¡Cuántos años han transcurrido! —prosiguió Harkness, por fin—. A los des años me olvidé de todo. ¡Tuvo que venir usted, a quién odié tanto, para que me acordase!... Me hizo pasar muchos malos ratos, cuando me tuvo en sus manos, Bradwin... Y, sin embargo, mirándolo bien, no me disgusta que haya venido. Esta, especie de vuelta al pasado es tonificante. Cuando llegué a Francia estaba convencido de que podía ganar la guerra yo solo. Usted se encargó de demostrarme qué poca cosa era yo. Hoy todo eso ha pasado y las cosas han cambiado mucho. Usted es el subalterno, y yo soy el ayudante, en este... ejército de la industria. Si usted hubiese sabido entonces que las cosas cambiarían tanto, ¿me habría tratado de un modo distinto?
Bradwin, tocado en lo vivo, tuvo fuerzas para levantarse y reaccionar.
—No; hubiera procedido igual como lo hice —dijo con voz firme—. Yo tenía que cumplir con mi deber y traté de hacerlo lo mejor posible, sin indulgencia y sin temor. La guerra necesitaba hombres de línea para ser jefes de hombres de línea. Hombres dispuestos a afrontar cualquier contingencia, en todo momento. Y los hombres debían someterse a su deber, brutalizarse casi, porque la guerra es la guerra, y no un viaje de placer. No se pueden juzgar las cosas de la guerra con la mentalidad de la paz. Usted se reirá posiblemente cuando le diga que todas las noches, antes de dormirme, le rogaba a Dios que me diese fuerzas para imponerme a hombres fuertes. Traté de ser inflexible en el cumplimiento del deber, y si desperté ciertos sentimientos en usted, y acaso en los demás... Bueno; no me queda sino lamentarlo. Ahora...
—¡Escuela dura y duro maestro! —hizo Harkness—. Pero siéntese, Bradwin. No hay prisa y resulta grato recordar los tiempos viejos.
—Muchas gracias, pero es que no tengo tiempo que perder. Estoy sin trabajo, y...
—No, no estimado Bradwin. Usted ya no está sin trabajo. El empleo es suyo... Siempre y cuando, naturalmente, quiera aceptarlo. Temo haberle dado una impresión equivocada...
Harkness hablaba en ese momento con voz quebrada y había un cierto fulgor extraño en sus ojos. Hizo un amplio gesto con la mano, con esa mano capaz de mover o detener innumerables engranajes industriales, para daño o beneficio de innumerables criaturas humanas; y prosiguió:
—Tengo un puesto para usted, sí, y un puesto en que podrá progresar. El hombre que necesito en él debe desempeñarse sin indulgencia ni temor, mientras entienda obrar con rectitud e imparcialidad. Si usted hubiese expresado el menor arrepentimiento por el pasado, no sé si le habría ofrecido ese puesto, Bradwin. Pero usted es una pieza, y el empleo es suyo. ¿No comprende usted que le debo todo? Su disciplina me fogueó. Le odiaba a usted, pero le admiraba y traté de modelarme de acuerdo a sus principios, a pesar de mí mismo. Si no hubiese pasado por sus manos, no habría llegado nunca al sitio en que hoy me encuentro. Usted me disciplinó para la lucha por la vida, sin indulgencia, ni temor; y yo se lo agradezco. Siéntese, pues, y evoquemos el pasado. Si tiene que hablar por teléfono con alguien, hágalo...
Harkness calló, mientras el otro parecía murmurar una plegaria. Sí: tendría que hablar con Amy para darle la buena noticia...
—Cenaremos juntos, Bradwin —prosiguió Harkness—. Y si necesita un adelanto sobre su sueldo, le ruego que me lo diga...
* * *
La señorita Cranston, llamada, para tomar taquigráficamente los términos de un contrato de empleo, notó con sorpresa que la voz del director general no tenía la firmeza de costumbre al dictar. Hasta la misma atmósfera del despacho parecía extraña... Habríase dicho la atmósfera de un templo.