Gull Island (Isla de las Gaviotas) es una de las más agrestes y salvajes de las muchas que existen en la costa occidental de Irlanda. En ella rompe furiosamente sus olas el Océano la mayor parte del año, y es raro el día en que el agua, pulverizada en niebla y espumas, no llega a los más altos acantilados de la isla.
Allí hay un faro; en los libros internacionales de naútica figura como de segunda clase, «Gull-Island Ligth House», con un distintivo de «tres destellos blancos —ocultación— un destello rojo —ocultación», que se repite invariablemente noche tras noche marcando los peligrosos bajos de roca a los lujosos transatlánticos de la línea de Norteamérica, que navegan bien ajenos a que su seguridad depende, en parte, hasta que abandonan las últimas costas europeas, de aquella modesta luz de un alcance de 20 millas.
La isla de las Gaviotas disfrutaba de un misterioso y trágico pasado; los habitantes de Sweeney, el único pueblecito de pescadores que había en la cercana costa, referían extrañas historias de un palacio que hubo en las rocas de Gull-Island.
Se contaban muchas, muchísimas cosas; cuentos de piratas y de naufragios, de marineros atraídos al seno de los abismos marinos por el canto misterioso de las sirenas, Toda la fantasía, en fin, de un pueblo de gentes sencillas que, por añadidura, son marineros y, por tanto, supersticiosos.
Como es natural, el faro de la isla de las Gaviotas tenía un torrero; un hombre robusto, de hirsuta barba rojiza, algo miope, vestido con un amplio capotón y gorra de hule. Tenía una pequeña lancha con la cual iba de vez en cuando a la aldea marítima a buscar su aprovisionamiento. Tommy Sturmer era su nombre y nadie le había visto jamás— sonreír.
Un día me tropecé con él en la puerta de la medio taberna, medio hostería, «El Delfín de Plata». Me conocía por haberme visto varias veces paseando en las tumbadas rocas de la playa de Sweeney. Me saludó. Entablamos conversación y pronto salió a relucir mi tema favorito: la pesca.
—No alejándose de la costa no se encuentran peces grandes—, dijo como comentario a la narración de mis hazañas piscatorias.
Yo le respondí:
—Temo alejarme de tierra. No tengo un buen barco y en esta región, en que casi constantemente hay temporales, es arriesgado, no siendo un buen marino, desafiar al mar en una barquichuela. Por la isla sí que habrá buenos peces, ¿verdad?
Estas palabras fueron las que motivaron mi viaje a la isla de las Gaviotas. Una hermosa tarde de septiembre en la que, por una afortunada casualidad, estaba el mar tranquilo, si puede llamarse así a una pequeña marejadilla que rompía en pequeñas olas contra las peñas de la costa, fue a buscarme al muelle del poblado el torrero del faro de Gull-Island.
Saltamos lo nuestro antes de salir de la barra del puertecillo, pero Tommy tenía una mano de hierro y la pequeña chalupa le obedecía admirablemente. Al fin llegamos a un pequeño desembarcadero tallado en la roca y saltamos a tierra. Ante nosotros, a unos veinte o treinta pasos, se alzaba el edificio del faro, largo y esbelto, de brillante color rojo y blanco.
Sturmer me llevó a un rincón entre las rocas de la parte posterior de la isla, donde, en pocos minutos, logré reunir un enorme montón de pescado que, en una orgía de plata, oro, nácar y bellísimos azules, rosas y blancos, saltaba vivamente de un lado a otro al sentirse fuera de su natural elemento.
Pasé un rato sumamente divertido, alegrando el oscurecido semblante de Tommy Strumer que parecía feliz viendo mi alegría de chiquillo.
Cuando reuní una cantidad tal de peces que pensé no poder llevármelos al poblado, pedí al torrero que me enseñase sus posesiones. Accedió a ello gustoso. En la base del faro se abría la puerta, negra y oscura, con ese aspecto de misterio que ofrecen las que deseamos trasponer. Alrededor había un pequeño jardín, con su huertecillo anexo. En el primero crecían algunos lirios, madreselvas silvestres unas cuantas rosas, cuyo pálido tono demostraba lo perjudicial del agua marina para las flores. En la segunda, algunos tomates, cebollas y patatas, que aprovechaba el encargado del faro para su sustento.
—No tiene usted una gran finca, Tommy —le dije sonriendo.
—Para mí me sobra. Soy solo —respondió con cierta tristeza.
Adiviné en su respuesta alguna historia que discretamente me abstuve de averiguar. Así pues, cambié de conversación.
—¿Podría ver el faro? —dije.
—Bueno; por tratarse de usted. No me agrada que nadie lo vea. Además, procuro subir al fanal lo menos posible. Tiene para mí recuerdos muy amargos.
—¿Le ocurrió ahí algo desagradable, Sturmer? —pregunté con no fingido interés.
—Me ocurrió y, afortunadamente, no me pasó lo peor. Escuche usted. Hace dos años que estoy aquí. Antes prestaba servicio en el faro de Wolwervich, en la costa de Cornwall. Cuando llevaba aquí dos meses, me sucedió una noche una aventura de las más espantosas que creo puedan haber sucedido a hombre alguno. Una aventura sin peligro, pero que pudo costarme si no la vida, al menos lo que más aprecia el hombre: la vista. Como usted sabe, el faro se mueve alrededor de un pivote central de acero, en el cual horizontalmente, hay colocados varios engranajes, que son los que tienen la graduación de los destellos y ocultaciones. El movimiento del fanal se hace, en estos faros en que no hay fuerza eléctrica, con un pequeño motor de gasolina. Pues bien, una tarde, sin saber cómo, casi al anochecer, di un golpe al bidón del combustible y este se derramó por el suelo. Me quedé aterrado pues tenía que poner en marcha el motorcito y precisamente llevaba aquella gasolina para ello. Ya no era posible ir al pueblo a proveerme de un nuevo bidón. No me quedaba más alternativa que mover el faro a mano y para eso tenía que subir al fanal. Pero imagínese lo que es estar junto a una luz de acetileno, ¡qué tiene una potencia de 50.000 bujías!
»El faro debía funcionar, como todas las noches. La seguridad de los barcos que transitan por esta ruta tenía que efectuarse en las condiciones habituales. ¿Qué hacer? No había otro remedio. Me tapé los ojos con un grueso paño negro y subí a lo más alto de la torre. A tientas, expuesto a caer desde la altura si me fallaba una barra de la barandilla de hierro, llegué al fanal cuyo espantoso resplandor atravesaba, incluso la venda negra que tapaba mis ojos. Cogí la manivela que existe para mover a mano el enorme foco y comencé a darla vueltas lentamente. El fanal se puso en movimiento; sobre la suave almohadilla de grasa, los engranajes funcionaban perfectamente. Los lejanos barcos ya no caminarían a ciegas por el mar en aquella noche, pero... ¿podría resistir doce horas de aquel horrible tormento de dar vueltas y vueltas, bajo aquella luz cegadora que abrasaba mis ojos y mi carne, sumergiéndome en chorros de sudor? ¡DOCE HORAS! ¡Hasta las seis de la mañana del siguiente! A las tres horas de aquel trabajo forzado que me imponía el deber, ya no podía más. Me parecía que millones de agujas atravesaban mis sienes y mis ojos. Me ahogaba, me agotaba, me hundía. No creía capaz a mi naturaleza de hacer un esfuerzo más. Y sin embargo, ruda, mecánicamente, seguía dando vueltas y vueltas al enorme aparato. Cuando pasaba ante mí una de las pantallas correspondientes a las ocultaciones, me sentía revivir en aquel caos de luz roja, verde, azul y blanca que me abrasaba. Hubiera querido permanecer a oscuras un año, un siglo, pero el deber inexorable me hacía proseguir en mí faena. Ya sentía próximo el ahogo del agotamiento, la imperiosa ley del descanso que pesa fatalmente sobre la máquina humana. Lo que pasó después, no puedo decirlo...
»Caí presa de un delirio espantoso, Lloré, grité, reí... me retorcía en el suelo sin abandonar la manivela del fanal... Cuando pude darme cuenta de mi ser, de mi consciencia, estaba en un hospital de O’Fairey, en la clínica de oftalmología. Habían transcurrido seis días desde que me llevaron, poseído de un ataque de locura y completamente ciego, unos pescadores de Sweeney.
»Por lo que posteriormente me dijeron, el faro se paró a las doce y media de la noche aproximadamente, y dos de ellos que volvían de pescar atunes a aquella hora, se extrañaron de ello, fueron a la isla y me recogieron en aquellas trágicas circunstancias.
»Estuve ciego más de tres meses y después, poco a poco, fui recobrando la visión, pero nunca he llegado ni llegaré a la normalidad. En fin, mi conciencia y mi deber quedaron satisfechos. Había hecho cuanto humanamente fue posible.
—El Gobierno le recompensaría, ¿no?
—¿El Gobierno? Creo qué se me nombró en la orden de servicios distinguidos del Cuerpo de Faros; pero por lo visto no había hecho bastante, cuanto que esa mención y media libra más al mes fueren el pago de la vista de un hombre...