PAÍS RELATO

Autores

flavia richardson

en el número 11

Hacía tres o cuatro meses que se habían casado y seguían siendo completamente felices. Bernard estaba empleado en una editorial y como el sueldo que cobraba no era muy grande, Maureen continuó trabajando como mecanógrafa. Acostumbraba llegar a su pisito media hora antes que su marido. El hallazgo de aquel piso fue para ellos una gran alegría. Estaba en lo alto de una vieja casa de Bloomsbury y constaba de cuatro habitaciones; dormitorio salón cuarto de baño y un minúsculo vestidor... Cernían en restaurantes o lo que les servía la portera de la casa, excelente cocinera pero sin la menor idea de la puntualidad.
El primer piso del edificio estaba ocupado por un viejo caballero que vivía una apacible existencia con su radio y su canario que cantaba junto a la ventana, y que de cuando en cuando abandonaba su jaula para volar por los alrededores.
Los pisos segundo y tercero estaban vacíos. La gente parecía huir de aquellos departamentos, acaso por ser demasiado caros. Más arriba, al final de una escalera de caracol, vivían Maureen y Bernard.
Recién a los tres o cuatro meses de vivir allí, Maureen empezó a preocuparse. No dijo nada; tenía la suficiente sangre irlandesa para creer en el Más Allá; pero era también lo bastante inglesa para sentir un profundo disgusto ante la idea de hacer el ridículo. Por otra parte, era muy poco lo que podía manifestar; no había nada que justificase su temor; nada tangible ni visible. Solo la impresión de que no estaba sola cuando entraba en la casa, que, de vez en cuando, alguien subía detrás de ella las escaleras hasta el primer piso.
Ocurría a menudo que cuando regresaba del trabajo era ella la única habitante del edificio. La portera estaba de compras o se hallaba adormilada de tal forma que para todos los efectos podía considerársela como ausente: el viejo caballero acostumbraba salir a pasear después del té, hiciera el tiempo que hiciese. Era un hombre que odiaba el engordar, y por ello no dejaba un, solo día de dar largos paseos por las calles de la ciudad, aprovechando lo hora más tranquila.
Al principio Maureen volvía la cabeza para ver quien subía: los peldaños de piedra carecían de alfombra y estaba segura de haber oído pasos sobre ellos. Pero jamás descubrió ser viviente alguno. Corrientemente los pasos cesaban a partir del primer piso: en una ocasión oyó un profundo suspiro que quedó flotando en el aire, como si alguien dejara a disgusto su compañía.
Maureen fue siempre una muchacha nerviosa, a quién no le gustaba estar sola. Sin embargo, cosa extraña, aquel fantasma o sugerencia de un fantasma, no le daba miedo. Parecía amable y solitario, como si estuviera ansioso de compañía.
Al fin reunió el valor suficiente para decírselo a Bernard.
—Ya sé que es una locura —dijo cuando hubo terminado su relato—, pero de todas maneras estoy convencida de que hay alguien en la escalera.
Durante un par de minutos su marido no dijo nada, se pellizcó la ceja derecha, cosa que hacía siempre que estaba preocupado. Luego pidió a Maureen que le dijera en que ocasiones le había ocurrido aquello, y que tratase de recordar si notaba el fenómeno en algún día determinado de la semana.
Maureen frunció el entrecejo.
—No —contestó—; pero poco a poco parece que esa presencia se va haciendo más definida.
—Es curioso —replicó Bernard—. Yo también lo he notado.
—¿Tú? —En la voz de Maureen había a la vez sorpresa y alivio.
—Sí. No te lo dije antes por miedo a ponerte nerviosa, pues pasas bastante tiempo sola en la casa. Pero, ya que te has dado cuenta no tengo inconveniente en que sepas que hace algún tiempo, que noto esa sensación de que me has hablado.
—¿Qué... qué podríamos hacer? —inquirió la joven.
—Nada —apresuróse a contestar Bernard—. Por lo menos ahora. Al fin y al cabo, ¿qué pruebas palpables tenemos? Ninguna. No podemos demostrar lo que experimentamos. Y es inútil preguntarle a la portera, pues lo único que conseguiríamos sería asustarla y hacer que escapara de esta casa, con lo cual nos quedaríamos sin cocinera.
Maureen vacilaba.
—Si la cosa empeora...
—No creo que eso suceda. Y debes reconocer que hasta ahora no ha demostrado intenciones de causarte ningún daño. Parece un espíritu amigo.
—No quiero decir eso —se apresuró a replicar la muchacha—. Hay días en que casi lo considero una compañía. Pero es que no me siento alegre.
—No seas tontina. Ese espíritu debe ser, seguramente, el de algún pájaro que vivió aquí y vuelve al lugar de sus francachelas. Lo que pasa es que has leído novelas de fantasmas en las cuales se habla de espíritus malignos, y las has unido, mentalmente a nuestro inofensivo visitante. No seas tonta y no te preocupes.
Maureen decidió alejar de su cerebro toda idea fantástica, pero no pudo recobrar la alegría. La dicha que reinaba en el pisito durante los primeros meses de su matrimonio empezaba a desvanecerse. El departamento era bonito; en él se encontraba casi feliz; pero aunque no le tenía gran pavor a la escalera, no respiraba hasta haber dejado atrás el primer piso. Más a medida que pasaban los días y viendo que al ruido de pasos no seguía nada, la joven empezó a acostumbrarse y acabó por no correr demasiado.
Por tácito acuerdo, ni ella ni Bernard habían hablado jamás a nadie del fantasma: les parecía una cosa que no debía ser tratada a la ligera y además no querían que se rieran de ellos.
Una tarde, Betty Danvers, íntima amiga de Maureen, fue a visitarles. Al dejarse caer en uno de los sillones, dijo distraídamente:
—¡Qué eco más extraño tenéis en esta casa! Hubiera jurado que alguien subía detrás de mí por la escalera hasta el primer piso. Ha sido un ruido tan fuerte que me volví para ver quien subía siguiéndome los talones.
Maureen y Bernard cambiaron una mirada de inquietud. Betty lo notó y pidió que le dijesen la verdad.
Después de mucho vacilar le explicaron lo que ocurría y, no sin cierta sorpresa, vieron que Betty no se burlaba. En vez de eso su rostro tomó una expresión más seria.
—No me gustaría nada vivir en una casa así —dijo con una leve mueca—. No quisiera que rendasen mi hogar seres de esa clase, por cierto, ¿a qué se debe que no pase nunca del primer piso?
—No lo sabemos —replicó Bernard, cargando su pipa mientras hablaba—. Supongo que ese espíritu, o lo que sea, está ligado al primer piso. Tal vez en un tiempo vivió allí. El viejo Robinson, el actual ocupante del departamento, debe de saber bastante acerca de este asunto. Pero es muy violento preguntarle por un fantasma a un hombre con el cual jamás se ha cruzado la palabra.
La conversación derivó por otros caminos y al fin Betty se fue. Durante varios días no ocurrió nada anormal. Fue Maureen quien hizo el próximo descubrimiento. Una oscura tarde, a principios de primavera, regresaba a su casa. Cuando llegó a mitad de la escalera, antes del primer piso, notó que no oía las pisadas y entonces se dio cuenta de lo muy familiares que habían llegado a serle. Desde uno de los descansillos levantó la cabeza y vio, de súbito, una mujer vestida de gris que entraba en el cuarto del señor Robinson. La mujer, si mujer era, desapareció tan rápidamente que Maureen quedóse dudando de sus ojos. Sin embargo, estaba convencida de haber visto a la mujer. De pronto, al llegar al segundo, recordó un detalle: la puerta de la vivienda del señor Robinson estaba cerrada, como de costumbre.
Maureen explicó lo sucedido a Bernard, quien indicó que seguramente se trataría de una visita del señor Robinson, aunque le preocupó lo de la puerta cerrada. Aunque seguro de que su mujer había visto al fantasma, lo achacó todo a un efecto de luz; prefiriendo aquello a permitir que se desbocara su imaginación.
Aconsejando a Maureen que no se preocupara más por el asunto, decidió estar atento a lo que sucediera y descubrir, si fuese posible, el misterio. Sin saber por qué, empezaba a creer que para todo aquello había una explicación siniestra. La atmósfera de la casa parecía haber cambiado sutilmente, desapareciendo la apacible calma que antes reinara.
Tanto Maureen como Bernard diéronse enseguida cuenta del cambio. Los nervios de la joven empezaron a resentirse y en vez de ir directamente a su domicilio, al salir del despacho, paseaba para dar tiempo a que su marido estuviera ya en casa. Luego tomó la costumbre de aguardarle en la calle, rogándole que la esperase, si algún día no la encontraba, a fin de evitar la necesidad de entrar sola en el edificio.
No volvió a ver a la dama gris, pero, una tarde, al pasar corriendo por el misterioso rellano, le pareció oír una risa extraña y ultraterrena y aunque no era precisamente horrible, le heló la sangre.
—Buscaremos otro piso —dijo Bernard.
Pero Maureen rechazó semejante sugerencia.
—Quiero ver cómo termina esto —dijo.
—No sé por qué; pero ahora me sería imposible marcharme.
—Pero es que te estás poniendo enferma...
—No me pondré enferma, te lo aseguro. Tengo los nervios alterados, lo reconozco, pero no permitiré que la debilidad me domine. Además, presiento que dentro de poco sucederá algo.
—Como quieras. Pero si el desenlace no llega antes de tres meses, cuando nos vayamos de vacaciones, no te dejaré volver aquí. Te aseguro, amor mío, que no me gusta nada la casa. Creo que los dos sufrimos alucinaciones. Además, los desagües deben de estar embozados, pues a veces en el primer piso se nota un hedor horrible. Hoy casi me ha puesto malo.
—¿Lo has notado tú también? —preguntó Maureen.
El batir de una puerta, abajo, les hizo saltar de las sillas. Bernard corrió a la escalera y se asomó por la barandilla. Un momento después volvió.
—El viejo Robinson acaba de salir —dijo—. ¿Creerás que ha bajado la escalera corriendo?
—¿Corriendo? —replicó la joven—. ¡Pero si es casi un inválido!
—Ya lo sé. Sin embargo corría como un joven. Hubiérase dicho que huía de algo terrible o en busca de un lugar seguro.
—Tal vez lo haya visto —sugirió Maureen.
—Es probable. Quizá deberíamos ir tras él y hablarle.
—Es mejor no hacerlo. No resultaría fácil interrogarle, ¿no te parece? Además no es de buen gusto observar las idas y venidas de un vecino.
Bernard estaba preocupado.
—Cada vez me gusta menos esto.
Los dos esposos acordaron no bajar nunca solos la escalera. Si uno de ellos necesitaba ir a algún sitio, el otro le acompañaba. Al principio buscaban fútiles excusas, pero al fin se dejó a un lado todo fingimiento.
Ya no cabía la menor duda acerca del olor, pero era sumamente transitorio. Cuando un día Bernard se quejó a la portera y la hizo subir hasta el primer piso, donde minutos antes percibíase en toda su intensidad el olor, la mujer no notó nada y el joven tuvo que reconocer que, efectivamente, el hedor se había ido. Dijo que escribiría al propietario pidiendo que limpiara las tuberías de desagüe; pero no se tomó la molestia de hacerlo.
Cuando subió a su casa, después de haberle separado de la señora Johnson, vio con toda claridad a la dama gris entrando en las habitaciones del señor Robinson.
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Después de esto el matrimonio empezó a verla con más frecuencia; pero solo de espaldas. El rostro nunca estaba vuelto hacia ellos. La mujer siempre desaparecía dentro del departamento, del cual jamás la vieron salir. Gradualmente su silueta se hizo más definida; los dos jóvenes pudieron ver con toda claridad la forma de su peinado, el contorno de su mano, la curva de su cuello. Pero el rostro permanecía oculto, y esto intrigaba a Maureen.
—Por lo menos podría dejar que viéramos si la reconocíamos —decía una noche la joven. Sus nervios se habían calmado ya un poco; pero en su rostro había un color que a su marido no le gustaba nada.
—Yo prefiero no verlo —dijo Bernard—. Podría ser algo horrendo.
—Tengo el presentimiento de que cuando veamos su cara llegaremos al final de la historia —dijo Maureen.
—Tal vez. Y el fin de la historia estoy seguro de que se encuentra en el piso de Robinson. La única incógnita es si le afecta a él o si se trata de algo que se ha metido allí.
—No ha vuelto a salir de su casa —dijo Maureen—. O, por lo menos, yo no la he visto bajar por la escalera. Estoy convencida de que el viejo tiene algo que ver con el fantasma. ¿No te parece?
Bernard encogióse de hombros. Tenía sus ideas particulares, pero prefería no hablar de ellas en aquellos momentos.
Con la primavera los días se iban haciendo más largos y las noches más cortas. Sin embargo, el desenlace del drama del piso primero no llegaba.
Por fin, en la primera semana de maye estalló una tormenta. Empezó a última hora de la tarde, y cuando Bernard y Maureen entraron en la casa estaba en todo su furor. El trueno retumbaba sobre sus cabezas. Cerraron la puerta tras ellos y se sacudieron el agua que mojaba sus trajes, mientras se frotaban los pies en la vieja estera de coco.
De súbito, al llegar al pie de la escalera, Maureen apretó el brazo derecho de su marido.
—¡Bernard! —exclamó—. ¡Mira... mira!
En el primer descansillo hallábase la dama gris. Mientras la miraban volvió lentamente el rostro hacia ellos. En aquel instante un relámpago lo iluminó todo. La amarillenta luz reflejóse sobre la mujer. Al verla, Maureen lanzó un grito, y su marido la obligó a volverse de espaldas a la misteriosa dama. Esta no tenía rostro. Donde debiera haber estado veíase una masa sanguinolenta y horrible. Y mientras la seguía mirando, Bernard, comprendió que la cara de la dama había sido aplastada con algún objeto contundente.
Con un ademán, el fantasma les invitó a que subieran por la escalera. Movida por un impulso inexplicable, Maureen obedeció. Y Bernard, que aún la tenía cogida, la siguió temeroso de dejarla sola, seguro de que, de hacerlo, jamás volvería a recobrarla.
La dama se detuvo un momento a la puerta del piso de Robinson. Como las anteriores veces les volvía la espalda. Luego penetró en las habitaciones. Otro relámpago iluminó la escalera. Al apagarse su luz un, grito horrible sonó dentro del piso.
Bernard saltó hacia delante; pero su mujer le detuvo.
—¡No entres! —gritó—. ¡Por Dios, Bernard, no entres!
—No te muevas de aquí—, replicó el joven—. Tengo que ver lo que ha ocurrido.
Hizo girar el tirador de la puerta del piso y penetró en el salon cito. En, el suelo hallábase el cuerpo del señor Robinson. Había muerto. El último rayo habíale herido en el instante en que estaba de pie junto a la ventana. El hombre cayó al suelo y su cabeza fue a chocar contra un armario empotrado en la pared.
Bernard salió a la escalera y cerró con llave la puerta.
—El señor Robinson ha sido tocado por un rayo —explicó—. Está muerto. Voy a avisar a la Policía y a un médico.
—Ya iré yo —dijo Maureen, corriendo escalera abajo antes de que su marido pudiera decir nada. Al cabo de un minuto regresó con un agente que, por casualidad pasaba ante la casa. Juntos, los tres entraron en el cuarto del misterio.
Todo parecía normal y no había nada que pudiese alarmar a nadie. Sin embargo, el policía miró suspicazmente a su alrededor antes de inclinarse sobre la inmóvil figura del suelo.
—¿Hay perro o gato por aquí? —preguntó—. Se nota un olor raro. Quizá ratones en busca de la comida del pájaro.
Bernard no contestó. Aquello no era asunto suyo.
—No hay nada sospechoso, señor —dijo el agente de la autoridad—. Podemos colocar el muerto encima de un sofá antes de llamar al médico. Tendrá mejor aspecto.
Inclinóse a coger al señor Robinson por los hombros, mientras Bernard hacía lo mismo por los pies. En el momento en que se incorporaban, el policía resbaló sobre el entarimado. Al esforzarse en conservar el equilibrio golpeó fuertemente con el pie, el armario de la pared. Las puertas de este se abrieron.
Maureen lanzó un grito.
Casi soltando el cadáver, los dos hombres se volvieron. El armario estaba ocupado por una caja de inconfundible forma y tamaño.
—¡Dios mío! —exclamó Bernard.
—¡La dama gris! —dijo Maureen.
—¡Un ataúd! —susurró el policía—. ¿Qué significa eso?
Inclinóse sobre la caja y pasó la mano por encima. Era un ataúd de tosca fabricación, seguramente hecho en casa. En algunos lugares los clavos habían saltado.
—Vale más que veamos lo que hay dentro —murmuró el agente—. Podría haber alguien vivo. No debe perderse tiempo.
Pegó un puntapié a la tapa de la caja, habiéndola saltar. Dentro apareció una masa putrefacta en la cual apenas se reconocíanlos restos de un ser humano cuyo rostro era una masa pulposa y corrompida. El hedor era insoportable.
Sin pronunciar una palabra, el policía cerró el armario y salió del piso precedido por los dos jóvenes.