PAÍS RELATO

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ethel helene coen

la fuga

El de 1720 fue un verano terrible. La peste pesaba abrumadora sobre Nueva Orleans. Sus negras alas batían ante todas las puertas y muy pocas fueron las que permanecieron sordas a su llamada. Paul había visto morir a su padre, madre, hermanos y amigos. Solo le quedaba Marie... la hermosa Marie con su amor que él sabía más fuerte que ninguna plaga... Lo único que quedaba en el mundo para sostenerle.
—Huyamos de este lugar maldito —suplicó Paul—. Busquemos la felicidad en otro sitio. A ninguno de los dos nos une ya nada a esta ciudad. Tu hermana será enterrada hoy mismo. Nueva Orleans ha presenciado escenas horribles durante este mes que ha pasado... Huiremos al Canadá y allí comenzaremos de nuevo.
—Pero, amor mío —protestó Marie—. Olvidas la cuarentena; nadie puede entrar o salir de Nueva Orleans. Tu proyecto es desesperado.
—No... no... Tengo un plan... un plan tan terrible, que me estremezco al pensar en él.
Mientras Paul exponía rápidamente su proyecto, Marie palideció mortalmente, pero cuando su amado terminó, la joven dio su consentimiento.
La hija del alcalde había muerto aquella mañana. Un permiso especial se había obtenido para que el cadáver fuese conducido a Charleston, para ser enterrado allí. El cadáver estaba ahora en la catedral y debía ser embarcado al amanecer.
A las seis de la tarde, en la catedral solo quedaban sus fúnebres ocupantes, esperando ser enterrados. Los altos cirios iluminaron hasta el féretro de la hija del alcalde. Paul destornilló rápidamente la tapa, retiró el pequeño cuerpo encerrado en el ataúd, lo metió en un gran saco, y Marie, casi muerta de espanto, metióse dentro de la caja.
—Toma esta botella llena de agua —susurró Paul—. Y recuerda que, ocurra lo que ocurra, no debes hacer ningún movimiento. Antes de que el buque zarpe, yo subiré a bordo y me esconderé sin que nadie me vea. Cuando haga media hora que estemos en alta mar, te liberaré. Es nuestra única oportunidad.
—Sí, ya lo sé —tartamudeó Marie—. No haré ningún ruido... Ahora vete... Pronto vendrán los sacerdotes. Un último beso, hasta que nos volvamos a ver en el buque.
Paul la besó apasionadamente y luego atornilló la tapa del ataúd.
Deslizándose con su horrible carga fuera de la catedral, buscó un pozo seco que se hallaba en un rincón del patio. Era el lugar más indicado para deshacerse del cadáver.
—¡Descansa en paz, pobre alma! —susurró al dejar caer el saco—. Tú sabes que no he querido cometer ningún sacrilegio. He tenido que aprovechar la única posibilidad de salvación.
Terminada su tarea, escaló la verja de hierro y dirigióse presuroso hacia el muelle. Con la cabeza latiéndole fuertemente, se deslizó en el buque que se disponía a zarpar. Solo le vieron los cargadores y, sin duda, debieron creer que era uno de ellos.
Escondióse en un rincón y esperó. Pasaron lentísimas las horas y por fin la nave empezó a moverse. Faltaba ya poco para reunirse de nuevo con su amada. No se detuvo a reflexionar lo que ocurriría cuando fueran descubiertos. Esperaba que todo se arreglaría por sí solo.
Hasta él llegaron las voces de los marineros. Llegaban truncadas las conversaciones. Pero dos de ellos se aproximaron más y Paul pudo oírles casi con absoluta claridad.
—Sí —decía uno de ellos—. El alcalde está deshecho... el cadáver de su hija... Teníamos que llevarlo a Chárleston... Pero el infeliz no pudo resistir la idea de separarse quizá para siempre de su cuerpo e hizo que ayer a las siete de la noche lo enterrasen en el cementerio de Nueva Orleans.