PAÍS RELATO

Autores

emil petaja

caído del cielo

La tormenta de la última noche había dejado la desolada playa llena de desechos. Desechos de todas clases, los pecios de un devastador océano; y dos desechos humanos, también. El cielo era como un escudo de cobre, protegiendo a la tierra de las amenazas que acechaban en el espacio exterior. La última noche, el viento había aullado como un millar de demonios, el trueno había resonado a lo largo de las colinas, el rayo había restallado. Los dos hombres se habían refugiado en la más profunda y seca de las cuevas que pudieron encontrar hasta que el amanecer les hizo salir, o, mejor dicho, el hambre y el frío. El viento había amainado y una extraña calma poseía al nervioso océano gris. Pero hacía un frío anormal a finales de abril a lo largo de aquella enfurecida franja de océano, treinta millas al norte de San Quintín.
Big Tom tenía los gruesos labios azulados. Temblaban cuando los frunció y escupió con rabia sobre la arena.
—¡Re…recógelo, atontado! Ne…necesitamos leña seca. ¡Estoy helado de f…frío!
El pequeño Aino temblaba también. Pero no dijo nada, limitándose a inclinarse un poco más sobre la húmeda arena, contemplando fijamente un pedazo de madera enfrente de él, recogiendo otros y reuniéndolos contra su huesudo pecho.
El pedazo de madera estaba medio enterrado en la arena, como si hubiese caído de punta. Tenía unas diez pulgadas de longitud, y era plano y liso. Semejante a los otros pedazos de madera que había a lo largo de la playa, semirredondeado por las olas, serrulado en curiosas hileras de modo que casi podía imaginarse que llevaba algo escrito.
Big Tom Clegg se rascó la barriga por debajo de su cinturón de vaquero. Su achatado rostro se nubló al ver que Aino no le contestaba inmediatamente ni hacía lo que él ordenaba. Alargó una pierna. Aino cayó hacia adelante. Casi tocó el extraño pedazo de madera. Lo habría tocado de no haber dejado caer su carga para apoyar las dos manos en la húmeda arena.
—¡Te he dicho que lo recojas!
En la voz de Big Tom, al dar una orden, vibraba una ominosa amenaza que hasta entonces había inducido a Aino a obedecer como un perro bien entrenado, en la celda que había compartido con Big Tom durante tres años.
Aino Halvor era físicamente débil. Tal vez había nacido para obedecer a alguien más fuerte que él. Tal vez algo en él exigía que tomara órdenes de alguien más capaz para enfrentarse a la vida. Tom Clegg se había nombrado a sí mismo como aquel alguien en San Quintín, y desde que los soltaron, hacía ocho días, había continuado exigiendo servilismo, basándose en la razón de su superior fortaleza física. Pero ahora, por primera vez en tres años y ocho días, Aino no había obedecido su orden.
—¡Recógelo!
La voz de Tom había subido de tono.
Aino se volvió y alzó la mirada. Su delgado rostro palideció. Su boca se entreabrió, dejando al descubierto unos dientes superpuestos. En sus ojos se reflejó un abyecto terror.
Aino temía a Big Tom. Especialmente cuando Big Tom le miraba de aquel modo, con su párpado izquierdo ligeramente caído y su grueso labio inferior vuelto hacia afuera. Big Tom había alimentado cuidadosamente aquel temor, salpicándolo de generosas muestras de lo que le sucedería a Aino si no hacía lo que Big Tom le ordenaba.
Los ojos de Aino, cargados de temor, volvieron a posarse sobre el pedazo de madera en cuestión. Gimoteó como un perrito, pero no lo tocó.
La mano de Big Tom salió disparada.
Aino rodó sobre la arena. Tenía los ojos muy abiertos. Su rostro estaba manchado de sangre. No hizo ningún movimiento para enjugársela. Permaneció completamente inmóvil, esperando, hasta que Big Tom se acercó a él, le agarró de un brazo y le obligó a levantarse. Big Tom le sacudió como un foxterrier sacude una rata.
—¿Por qué diablos no lo recoges como te he dicho? ¿Por qué diablos no lo haces, eh?
Lo repitió una y otra vez, como si el hecho fuera inconcebible. Al cabo de un rato soltó a Aino a fin de que pudiera recobrar el aliento y contestarle. Aino aspiró una gran bocanada de aire y pasó una mano furtiva sobre su magullada boca, como si la sangre que le manchaba fuese algo de lo cual debiera avergonzarse.
—Yo…
—¡Escúpelo de una vez! —gritó Big Tom, con el párpado izquierdo caído.
—No es un pedazo de madera —murmuró Aino—. Tiene algo escrito. Ha caído… del cielo, durante la tormenta.
Big Tom le miró fijamente. Luego se echó a reír.
—Supongo que has sacado eso de aquellos malditos libros de la biblioteca del penal —dijo—. No debí permitir que leyeras tanto. Todos los que leen mucho acaban chiflados. —Se acercó al blanco pedazo de madera—. ¿Quieres ver cómo lo recojo, tontaina? ¿Qué crees que me va a pasar? ¿Que voy a caer muerto?
—No lo hagas… —balbució Aino.
Pero Big Tom era incapaz de atender a razones. Big Tom no había oído hablar nunca de Charles Fort ni de los belemnitas. No había oído hablar nunca de los terrores que acechan en el viento y la tormenta, de los que moran en el exterior…
Big Tom se rió entre dientes mientras se agachaba y recogía el pedazo de madera.
—¿Ves? —inquirió, burlonamente—. Creíste que iba a matarme, no… Piensas que es una…, una cosa mágica, un dios, incluso. ¿Es eso lo que piensas, tontaina?
Avanzó unos pasos y colocó el pedazo de madera delante del rostro de Aino. Éste retrocedió precipitadamente, gimoteando.
—Continúas creyéndolo, ¿eh? —rugió Big Tom—. ¿Por qué? ¡Contéstame a eso! ¿Qué te hace pensar que no es un pedazo de madera como cualquiera de los que el mar ha arrojado a la playa?
Los ojos de Aino se acercaron a la cosa que Big Tom sostenía en su mano, tímidamente, pero una vez allí se pegaron a ella, con las pupilas dilatadas. Su boca se curvó y luego habló, con una nueva dignidad.
—No es un pedazo de madera, Tom. Ha venido del cielo, no del mar. Cayó durante la tormenta. A veces, ellos envían algo a la Tierra, o bajan ellos mismos asumiendo formas distintas. Charles Fort da el nombre de belemnitas a los seres del exterior. Sabía mucho acerca de ellos, pero ignoraba que…
Big Tom le interrumpió bruscamente.
—De modo que eres más listo que los tipos que escriben libros, ¿eh? Te crees muy listo, ¿verdad, tontaina? Muy listo, ¿eh?
—No, Tom. Sólo…
—¡Míralo! No es más que un pedazo de madera que el mar ha arrojado a la playa.
—Tiene algo escrito.
Big Tom parpadeó.
—¿A eso le llamas escritura? Yo no sé leer, pero reconozco la escritura cuando la veo. ¿Dónde están las letras?
Aino no trató de explicarse. No se molestó en decirle a Big Tom que existían libros en muchos idiomas, y que algunos idiomas utilizan distintos símbolos fonéticos, y que si algo había caído del cielo con un mensaje escrito…
—Eso se debe a que ha permanecido mucho tiempo en el mar —explicó Big Tom—. Es la trepa de la madera. Cualquiera que tenga sesos puede verlo. Arderá estupendamente.
El temor y la preocupación embargaron la mente de Aino mientras volvía a recoger su carga. Cuando regresaban a la cueva, sus temores se tradujeron en palabras.
—Tom, no pensarás quemarlo…
—¿Eso crees? —inquirió Big Tom en tono sarcástico—. ¡Vas a verlo!
—¡No puedes hacerlo, Tom! —gritó Aino—. No es… lo que parece. Está vivo… como un dios.
Anduvieron a lo largo de la negra curva de la playa.
—Estás chiflado, Aino —dijo Big Tom—. Sabía que acabarías así, leyendo todos aquellos libros. De todos modos, ¿por qué dices una cosa tan absurda como ésa?
Aino vaciló.
—Me…, me ha hablado.
—¡Oh! ¡Ha abierto la boca y ha hablado contigo!
—Ha hablado a mi mente.
Big Tom hizo un gesto de impaciencia. Aquello ya era demasiado. Sus labios se curvaron en una mueca sádica mientras apartaba de su carga de leña la cosa que tanto preocupaba a Aino y la tiraba a los pies de su compañero.
—¡Rómpelo! —ordenó—. ¡Hazlo pedazos! Mira si hay un dios dentro. ¡Vamos! ¡Hazlo pedazos, antes de que yo te haga pedazos a ti!
Aino se estremeció, pero su rostro estaba perlado por el sudor.
—¡No, Tom! ¡No me obligues a tocarlo!
Big Tom se irguió.
—Si no lo haces, ya sabes lo que te espera.
Su voz restalló como un látigo sobre el murmullo del mar.
Aino cayó de rodillas, gimoteando. Contempló el objeto que habían encontrado. Lo contempló fijamente. Luego alzó la mirada hacia Big Tom. El rostro de Big Tom tenía una expresión implacable. Estaba enojado, impaciente y resentido. La suya era la rabia de un hombre bestial que ha visto ultrajada su limitada inteligencia, y que está dispuesto a aplastar lo que sea si no obtiene una retractación.
Los ojos de Aino se desorbitaron. Detrás de ellos, el océano suspiró blandamente. Sobre sus cabezas, en el cielo cobrizo, una gaviota se lanzó en picado, planeó y desapareció. Alrededor de ellos no había más que desolación. Aino volvió a inclinar la mirada hacia la cosa que tenía delante de él. Luego, reverentemente, inclinó la cabeza y tocó la cosa con su boca.
Tras haber golpeado a Aino hasta que los brazos le dolieron, Big Tom obligó a su compañero a ponerse en pie y, a empellones, le hizo andar en dirección a la cueva. Aino avanzó tambaleándose, como un muñeco de goma. El cielo y el mar y la desolada playa no eran más que una bruma para sus hinchados ojos. Pero continuó avanzando hasta que llegaron a la rocosa entrada de la cueva. Allí se desplomó. Su carga de leña se esparció por el suelo, pero Aino mantuvo la cosa fuertemente apretada contra su huesudo pecho.
—¡Levántate!
Big Tom descargó puntapiés sobre el caído cuerpo hasta que Aino se incorporó.
—Vas a ir a Bolinas. Trae algo para comer mientras yo enciendo un fuego. ¡Vamos!
—No tengo dinero, Tom.
—¿Tengo que dártelo todo masticado? Pídelo, o róbalo. Pero tráeme algo para comer. —Cuando Aino se disponía a marcharse, le agarró por la muñeca—. Y procura volver, porque si he de ir en busca tuya te mataré, como me llamo Tom. Ya sabes que no bromeo…
—Volveré, Tom —balbució Aino.
Eran cerca de las once cuando su mirada encontró de nuevo la amplia y familiar curva de la playa. Avanzó cojeando hacia las rocas azotadas por el mar y la cueva. La espalda y las piernas le dolían a consecuencia de los puñetazos y puntapiés de Big Tom. Su rostro estaba magullado y manchado de sangre seca. Pero el sol calentaba su espalda. Y, a pesar de todo, Aino estaba contento.
Hay días en que todo resulta fácil, todo sale bien. Como esta mañana en Bolinas. Todo el mundo había sido amable con él. Todo el mundo le había sonreído amistosamente. Había tomado café, dos tazas, y un perro caliente, con mostaza. No le hablaría a Big Tom del café ni del perro caliente. Se pondría furioso. La bolsa que transportaba contenía comida suficiente para dos días. Y no había tenido que robarla. Big Tom no se pondría furioso al ver la comida que Aino había recogido.
Levantó la mirada hacia el sol y apresuró el paso. Las reacciones de Big Tom eran tanto más de temer cuanto más vacío tenía el estómago.
—¡Judías! —gruñó Big Tom, abriendo la bolsa que Amo había traído—. ¡Estoy hasta la coronilla de judías!
Aino hurgó apresuradamente en la bolsa y sacó dos latas de Spam y una de pollo prensado.
—¿Dónde has afanado eso? —preguntó Big Tom, algo ablandado.
—Me lo ha dado el tendero. —Aino exhibió sus dientes superpuestos, en una caricatura de sonrisa—. Dijo que yo le recordaba a alguien.
—¿A Bugs Bunny? —Big Tom sonrió y escupió en el suelo mientras abría su navaja—. No importa. Sé que lo has afanado. Añade un poco de leña al fuego. Vamos a comer. Mi estómago cree que me han rebanado el pescuezo.
Devoraron la carne y las judías en silencio. Aino deseaba decir lo que ardía en su interior. Pero no lo hizo. Deseaba decir:
«No he robado nada. No he tenido que hacerlo. Todo el mundo ha sido amable conmigo. No me han tratado como a un vagabundo que acaba de salir de San Quintín. No me han tratado como a un vagabundo, sino como a una persona…»
Comió con deleite. No recordaba haber comido nunca con tanto placer.
Con el estómago lleno, Big Tom bostezó y se tumbó en el suelo a dormir. Pero Aino se sentó junto al fuego y pensó. Su mente estaba llena de toda clase de ideas, completamente nuevas, ideas que hasta entonces no había tenido o no se había atrevido a tener. Su mente se extendió hacia el futuro con una tranquila sensación de bienestar. A partir de ahora, las cosas iban a ser distintas. No sabía cómo ni por qué, pero iban a ser distintas. Continuó alimentando el fuego y pensando hasta que Big Tom se despertó, tosiendo.
—Acabo de recordar algo —observó Aino alegremente.
—¿De veras?
En labios de Aino, una afirmación como aquélla resultaba anormal. Big Tom no estaba seguro de que le agradase. ¿Qué diablos estaba tramando el renacuajo de Aino?
—La caja que encontramos ayer cerca de Stinson.
—¿Qué pasa con ella? No es más que una caja de herramientas de algún chiquillo que el mar ha arrojado a la playa.
—Tendríamos que abrirla —dijo Aino.
Big Tom enarcó las cejas.
—No creo que haya nada de valor en ella.
—¿Te importa que la abra?
—Pruébalo. —Big Tom se aclaró la garganta y escupió—. Ayer intenté abrirla, inútilmente. Está sólidamente clavada, y los clavos se han oxidado, sencillamente. No tenemos ningún martillo, ninguna herramienta para forzarla… Pero puedes intentarlo, desde luego.
Aino se dirigió al rincón de la cueva donde Big Tom había dejado la caja en cuestión, el día anterior, cuando se guarecieron de la tormenta. Big Tom le contempló con ojos burlones. La caja había absorbido mucha humedad y pesaba bastante. Cuando Aino empezó a levantarla, Big Tom sonrió. Los brazos de Aino eran como alambres. Pero, ante el asombro de Big Tom, Aino levantó la caja fácilmente, la llevó al lado del fuego y la dejó en el suelo. Como si estuviera llena de plumas. Luego, para colmo, Aino procedió a abrirla sin dificultad. Parecía saber cómo hacerlo, intuir dónde se encontraba la parte más débil de la clavada tapa. Colocó un trozo de madera debajo de ella, haciendo palanca, y la levantó sin esfuerzo aparente.
Big Tom contempló aquello y su párpado izquierdo cayó. Lo identificó con los libros que Aino leía. Big Tom odiaba los libros. Representaban una amenaza. Aino estaba poniéndole en ridículo, haciendo algo que él no pudo hacer. A Big Tom no le gustó aquello.
—Bueno —gruñó—, ¿qué hay ahí dentro? ¿Una pistola de juguete o algo por el estilo?
—No —dijo Aino—. Está llena de dinero. Llena de joyas y de monedas antiguas.
De momento, Big Tom fue incapaz de asimilar el hecho de que aquella caja de aspecto vulgar, fuertemente clavada y perdida en el mar, contenía una fortuna en monedas de oro y joyas que centelleaban al resplandor de las llamas. Su cerebro no estaba hecho para escalar aquellas alturas. Tras haber sometido las monedas a la prueba de sus dientes, tuvo que aceptar, sin comprenderlo del todo, el hecho de que Aino y él —dos vagabundos con unos turbios pasados— poseían una gran fortuna.
—¿De dónde habrá llegado? —preguntó, apartando a Aino a un lado e inclinándose sobre la abierta caja.
—¡Quién sabe! Puede proceder de China, o de Persia… —Los ojos color pizarra de Aino vagaron más allá de la boca de la cueva, hacia el lejano horizonte—. Tal vez de más lejos, incluso.
—Tendremos que ocultarlo, enterrarlo, si no queremos que vengan y nos lo quiten.
—No pueden quitárnoslo —le dijo Aino—. Nadie puede tocar este tesoro. Es nuestro. Nosotros encontramos la caja flotando en la resaca. Eso significa que nadie puede reclamarla. De acuerdo con la ley, nos pertenece.
Big Tom empezó a contradecirle, pero algo que captó en la voz del hombrecillo interrumpió sus exabruptos. Era como si Aino, allí de pie, mirando al horizonte, estuviera escrutando el futuro, viendo lo que iba a pasar. Las palabras de Aino estaban llenas de convencimiento. Y una cosa era cierta: ellos habían encontrado el tesoro en la resaca y nadie podría quitárselo.
Luego, cuando la idea se hubo solidificado en su mente, Big Tom Clegg se convirtió en lo que Big Tom Clegg era. Big Tom había nacido granuja y ladrón. Aino era un ladrón, también, pero se había visto empujado por la necesidad y por las malas compañías.
La codicia y la maldad de Big Tom se pusieron en marcha.
El tesoro era de ambos. Pero Aino no importaba. Aino era un estúpido. De modo que el tesoro era suyo. Aino era servicial, de confianza. Había servido perfectamente a Big Tom durante los últimos tres años. En realidad, Aino fue el primero en ver la caja flotando en la espumosa resaca en los acantilados de Stinson. Y Aino había sugerido que se la llevaran, a pesar del amenazador aspecto del cielo y del fuerte viento con sabor a lluvia. Pero, ahora, Big Tom no necesitaba a Aino. Esta fortuna le permitiría comprar otros criados, mejores que Aino.
Big Tom rumió, contemplando la caja. Terminó por decidir que Aino no debía salir nunca de la cueva. Aquel desolado agujero en la roca sería la última morada de Aino. Nadie se interesaría por lo que pudiera haberle ocurrido a Aino…
Había oscurecido. Y Aino dormía como un chiquillo…
El fuego estaba casi apagado. Unas llamas mortecinas iluminaban débilmente el techo de la cueva encima de la cabeza de Aino y lamían la caja cerrada entre ellos; luego, mientras Big Tom velaba, sumido en sus negros pensamientos, las mortecinas llamas se apagaron.
Big Tom no podía ver a Aino. Era un inconveniente. Big Tom frunció el ceño en la oscuridad. Necesitaba luz para lo que pensaba hacer, un poco de luz. Pero no quedaba más leña. Y no quería salir de la cueva a buscarla. Aino podía despertar. Además, quería hacerlo ahora. Quería acostarse sabiendo que el tesoro era todo suyo.
Frunció los ojos, tratando de ver a Aino tendido allí en las profundas sombras. No pudo verle, pero vio algo. Lo que vio brillaba con una leve blancura luminiscente. Sobresalía parcialmente de la camisa de Aino.
Big Tom sonrió.
Era el pedazo de madera que habían encontrado aquella mañana, el que le había costado a Aino una paliza. Big Tom continuó sonriendo al recordar cómo Aino se había humillado ante aquella porquería. ¡Qué estúpido era!
Big Tom lo había olvidado hasta que lo vio allí, sobresaliendo de la camisa de Aino. Debió de llevarlo encima todo el día, oculto debajo de su camisa para que él no lo viera. Ahora, mientras Aino dormía, había asomado parcialmente, como una invitación…
La cosa tenía gracia. Aino pensó que era algo mágico, que era un dios. Ahora, aquel dios de Aino iba a iluminar su camino hacia el cielo.
Big Tom se movió como un gato. Su mano se deslizó sobre la caja cerrada, luego reptó hasta el huesudo pecho de Aino y agarró el pedazo de madera. Big Tom sonreía mientras dejaba caer el madero entre las brasas. Por espacio de un minuto permaneció agachado junto al fuego, desentumeciendo sus dedos, que no tardarían en cerrarse alrededor del cuello de Aino. Contempló el blanco pedazo de madera que había empezado a humear. Luego brotó una diminuta llama, iluminando dos llamas gemelas, asesinas, en los ojos de Big Tom.
En el exterior de la cueva, el mar empezó a rugir.
Big Tom oyó que Aino se removía. Se volvió rápidamente. Las manos de Aino hurgaban debajo de su camisa. Buscaba el pedazo de madera. Cuando abrió los ojos, Big Tom gruñó entre dientes y se lanzó hacia adelante.
Sus dedos se cerraron sobre la garganta de Aino antes de que éste pudiera moverse o gritar. Apretó los pulgares. Era tan fácil, que no resultaba divertido. Si por lo menos Aino se decidiera a luchar un poco… Pero el hombrecillo no se movió. Permaneció inmóvil, con los ojos desorbitados. Parecía estar mirando algo que se encontraba detrás de Big Tom, mirando algo que le llenaba de terror.
Big Tom estuvo a punto de volverse a mirar, pero no podía dejar inacabada su tarea. Apretó con más fuerza. Luego aflojó los dedos y profirió un grito que resonó contra las paredes de la cueva. Detrás de él, el fuego desprendía una gran cantidad de humo. Big Tom no podía verlo, pero el humo tenía brazos, tentáculos, y los tentáculos se habían enroscado en su garganta, ahogándole. Él no podía verlo. Ni siquiera podía ver si los ojos de Aino estaban aún desorbitados. El humo era una negra columna, una columna de restallantes serpientes. Las serpientes se enroscaron a su cuello.
Big Tom gritó y cayó hacia atrás. Cayó sobre el fuego, el cual chisporroteó ávidamente…
Quedó muy poca cosa de lo que había sido Big Tom. Sólo algunos huesos imposibles de identificar. Las apariencias sugerían que algún vagabundo se había refugiado en la cueva para pasar la noche, que el humo le había intoxicado y que, al tratar de salir al aire libre, había caído al fuego, muriendo abrasado. No era una explicación demasiado plausible, teniendo en cuenta el estado de aquellos huesos, pero podía bastar. Suponiendo que aquellos huesos fuesen humanos…
Aino contempló gravemente los abrasados restos durante largo rato. Luego, rebuscó debajo de ellos: el pedazo de madera salió blanco y entero como siempre, tan frío y suave a su tacto como fina seda. Aino lo acarició con reverencia. Inclinó la cabeza ante él y volvió a colocarlo debajo de su camisa, con el rostro iluminado de humilde orgullo.
Se volvió. ¡Oh, sí, la caja!
Levantó la tapa con el pie. Una seca sonrisa asomó a sus labios mientras contemplaba la revuelta masa de piedras, fango y huesos de felino. Algún chiquillo imaginativo había escogido el mar como última morada para su gato muerto.
Aino cuadró sus delgados hombros y salió de la cueva. Echó a andar rápidamente a lo largo de la playa solitaria.
Nacido para servir, Aino había encontrado un nuevo amo.