Un callejón sigue a la orilla del río. Los cerros no son rojizos, verdes tal vez, sí como gargantas, o lagartijas si uno se calza lentes. Ramalaje colgante y la existencia tuberculosa suspendida de los árboles. Pero hablábamos del callejón que corre junto al río que, con las lluvias torrenciales, el torrente se lo lleva, al callejón donde vive justamente el susodicho don Francisco de Toledo y Bernardo en la esquina del sur más esquinada se diría, como debe figurar la de un don Francisco de Toledo y Bernardo. Si se tienen por supuesto calzados los lentes.
Pronunciado así, cualesquiera oirían el nombre de un virrey español, pero en verdad es el encargado del Correo, cuando existía el correo, eso antes del internet, porque él es quien vio el «chancho enorme». Otra era la era.
Hasta el último poblador del callejón dio crédito a esa historia que estaba, hasta entonces, entre la fábula chicha y el mito limonado. Porque al dar crédito cinco minutos, lo impugnaron al siguiente. De lo contrario no sería un callejón.
El pueblo tiene patrona a la Virgen homónima de la que nadie se acuerda. Esta es la primaria de las razones que argumentó la vieja del extremo sur al callejón para cuestionar, justo decir es un decirse, que un día antes que a su casa se la llevara el río con esa lluvia fabulosa de la que sin embargo no hay fábula escrita, al momento, también se llevó a la vieja y no la encontraron más, decíamos por eso que es fabulador lo del pueblo con un chancho así de enorme y hermenéutico, quepa la comparación. Nadie la saca a orinar a la Virgen patrona, ¿para qué la tienen entonces como patrona aguantando?, opinión de embebidos en aguardiente. Ni siquiera es un bulto sagrado, tampoco nadie quiere cargarla, sería mejor que la roben porque este pueblo está maldito, acá puede pasar cualquier cosa, miren si no como la túnica de la pobre descansa apolillada y no hay fiesta siquiera para celebrarla o había por lo menos antes. Ni una herida en la mejilla de la que mane sangre como la Patrona del pueblo vecinal sur, menos pueblo con más Virgen de algo a mujer apaleada por marido con instrumento duro y la llaman, por ende, la «Virgen golpeada». Poniéndose los lentes se descubre a accidentales mujeres que fueron a pedir el milagro de la «señora» para que mate por Dios al marido. Sea. En el otro pueblo afortunado.
Al término del callejón, don Francisco de Toledo y Bernardo tiene peluquería, porque lo de correo es figurado, si recibe cuatro cartas al año despacha dos y es suficiente, cuenta a su cliente mientras le rasura la barba, o sea nadie que llore la pérdida de la vieja que no hacía más que echar maldiciones al pueblo, como eso de haber visto en la siesta al «chancho enorme», lo cual significa en su cabeza retorcida que el callejón vale por chiquero inmundo al lado del río, con olor a vinazas y la gente tendrá su merecido, murmuraba como buena vieja murmuradora.
De alguna manera, con o sin anteojos, la vieja tenía su razón, esto creyendo en su ser íntimo el peluquero oficiante de agente de correos, porque la Virgen está en casa de los ricos del pueblo, lejos de la inundación fluvial, alta, y la gente le tiene inquina a la Patrona por ser patrona de los Fangueros, la familia más alta y con más selva para maderas en los cerros condensados que cualesquiera que no sean ellos. Los Fangueros festejan lo que se les canta cualquier día que decidan voltearlo festivo, patriotero, celebracional en la austeridad, histórico nativo, folklórico de marras y llegan hasta algunos «rayanos» desde la frontera a seguir el día, animados por ese reino rociado con picante de pollo.
Algunos podían muy bien creer lo del «chancho enorme» que aparecía a la siesta, porque habiendo combatido sus padres en la guerra del Chaco, que se llevó con los hombres la mucha caballada existente en la región, y cada quién se alistó a llevar su caballo, igual que en las campañas cruciatas de la Confederación y sus abuelos de la Guerra del Pacífico, se decía que los hombres regresaron solos, sin nada, menos el caballo, sin mujeres, sin devolución por parte del Ejército de los semovientes, así que se dieron a fantasear («fantasear») a ver enanos sombrerudos, viudas sin nariz, a tomar alcohol sin medida y calzarse romero en las alpargatas y, sobre todo, a ver el «chancho enorme» en esas siestas cuando nadie podía verlo porque lo que hace cualquiera que tenga dos neuronas con algo de cerveza en el protoplasma, o en el núcleo, es dormir la siesta.
La sosegada ancianidad del callejón, que ponía a siestear sus sillas en los veredones ardientes de polvo colorado, y siesteaban los habitantes, como para ver la Muerte digamos pasar de largo, nunca había visto al «chancho». Lo juraban rejurando, aunque a más de uno la Parca le estacionó en la puerta de cardón trayendo flor amarilla, en la orilla del ojal, que había sido hediondilla asquerosa en épocas que ella se enamoraba del viejo sentado, queriendo pasar incluso a la casa con banda de aquel otro lado del río, como para regar en el fondo al zapallar antes de tirarse voluptuosa a la cama con alguien. Y sublimarlo, obviamente.
No podía creer don Francisco de Toledo y Bernardo lo del «chancho enorme». Era increíble de tan sencillo. Se calzaba los lentes con armazón de oro (enchapado en oro) y soplaba sobre el vidrio del cuadrito «firmado» por Linneo con los detalles de los órganos sexuales de la Cinchona Cordifolia: cáliz y flor visibles, pétalos que pueden ser contados, y disección mostrando el número de los órganos masculinos (cinco estambres) y el único órgano femenino (un pistilo) de lo que se infería a la especie clasificada al orden monogynia que —según don Francisco— había evolucionado a la zoología con ese tipo de sociedad constituida por una sola hembra fecunda, tal el caso de las abejas, y del callejón donde era difícil dictaminar si esa hembra existía, incluso si había existido. Tan alambicada sentencia la comentaba con sus cuatro clientes de la peluquería que le obligaban a tener abierto de mañana un almacén de Ramos Generales, que debía más a ramos y a generales que de almacén, porque estaba muriéndose el negocio por falta de mercadería y por impuestos con que los generales en el gobierno aplastaron a las clases medias, decía el estafetero, peluquero y almacenero cuyo ideario era democrático, según lo veían todos en el callejón, menos él orgulloso de saberse pertenecedor a las clases medias que tampoco existían en dicho callejón paralelo al río, y por ende no existía tal ideario, remataba. De todos modos, por ser el único agraciado en saborear después del almuerzo empanadas rellenas de cayote dulce con almíbar por fuera, rosquetes preparados con harina flor amasada con huevos, y aloja de maní, la siesta le era menos larga, de allí que tampoco podía responder al gran interrogante con que abría a la mañana el almacén La Razón, a la tarde el Correo y por la nochecita su barbería La Exhortación con esos mismos clientes del azúcar y de los sellos: «¿Será cierto lo del “chancho enorme” que mata a quien lo ve por el solo hecho de mirarlo?»
Ello llevaba a la tesis de que nadie vivo lo viera y que a los muertos se les asignaba la causa «médica» imprecatoria de haber contemplado al «chancho enorme» por última vez antes de dejar de mirar otra cosa en este mundo. Por ejemplo unas nalgas desnudas, ellos; por ejemplo unas palabras florecidas, ellas. Palabras grabadas en cobre, coloreadas a mano: «Setenta balcones y ninguna flor...»
Los rosquetes le gustaban a don Francisco de Toledo y Bernardo con bordes quebrajados, blanqueo de azúcar impalpable y clara de huevo batida más el vino dulce. Por lo demás era el único especialista en mitología griega de la provincia según él, y «del país» según el callejón. Tenía un solo texto, en una biblioteca de la que sabiamente carecía, el libro sólido, de tapas inquebrantables donde radicaba toda el universo mitológico duradero, porque el «como golosina» ese no tenía aplicación científica según don Francisco de Toledo y Bernardo. El «misterio del chancho enorme» lo calificó en la barbería como alojado en el laberinto. El corolario de no aquilatar salida. Los rasurados abrían los ojos parabólicos accionados por la palabra «laberinto». Porque Ovidio había contado cómo el rey Minos consultara el oráculo, que nunca es preciso, que siempre es ambiguo, necesitado de cómo blanquear el escándalo y deshonra de su esposa Pasífae y la respuesta fue que Dédalo, arquitecto genial del rey, le construyera un recinto intrincado allí en Cnosos, confuso, de incorruptible no salida, en el centro terrible del cual escondiese a su mujer y al hijo de esta, el Minotauro, un bicho con las secuelas de un toro en el rostro y el cuerpo vulgarmente humano. ¿Qué había hecho la esposa para tal castigo?, saboreaban los rasurados con la boca ensamblada en la saliva de la sospecha. ¿Qué no había hecho para que el marido la meta en el fondo enardecido del laberinto? Además el barbero no decía que el Minotauro fuera hijo del rey, sino de ella. ¿De ella con quién? «¿Qué une esto con el “chancho enorme”, don Francisco?» Había algo a monogynia en esta historia, a hembra fecunda única alrededor de la cual bailaba una civilización entera.
La peluquería se solazaba imaginando las formas carnales, evolucionadas de la esposa castigada. Sobre todo sus pechos. La veían en el fondo del laberinto oscuro, desnuda con una antorcha, al lado del Minotauro que, para colmo, era su hijo. El cabeza de toro buscaba como bestia un pasadizo hacia la luz y ella coordinaba llantos, catalogaba injurias al rey, su marido, tocando las paredes heladas y húmedas que no conducían a ninguna parte. ¿Qué hijo había concebido? ¿Qué monstruo? Pero lo amaba porque era suyo y dejaba la antorcha algunas veces en el suelo, para acariciar llorando la cabezota con cuernos inmóviles y duros de su «bello» engendro con esa nariz ancha y cartilaginosa por la que salían agua y bufidos, y dos mandíbulas preparadas para masticar hierbas, flores, ramas, alfalfa, claveles, rosas, cualquier cosa que guardara algo de savia pero, en este reino de los pasadizos que no conducían a ninguna parte, no había pastizales y el Minotauro pegaba alaridos humanos hambrientos. Estaba tan desnudo como ella, su madre. Ella por momentos lo acariciaba demasiado y él por momentos se volvía más humano que toro, pero en los otros casos, donde la respuesta era distinta, el quid de animal lo engrasaba. No conversaban, se miraban largo. Estaban deportados a verse hasta el final de los tiempos solos, ella fresca y él desapacible. A veces el Minotauro la volteaba buscando una Minotaura y ella que gritaba, desvaneciéndose, «¡Soy tu madre, hijo, tu madre!» El desorden de la bestia entonces tocaba la cólera, tocaba un amanecer que no verían más, el defecto de los astros, y la golpeaba, para no violarla. La grosería en insultos y la brutalidad de los golpes del hijo contra esa mujer que no podía ser su hembra, desarraigaba al destino. Ella agradecía. Porque el laberinto no solo era una proscripción —explicaba don Francisco—, también la desnaturalización de una cárcel. «¿Por qué?» Porque los dos seres permanecían huyendo por infinitos pasadizos hacia la libertad que no se había fabricado para ellos.
En esos momentos, la peluquería misma entraba al ostracismo, máxime cuando don Francisco, sin invocar a la Virgen Patrona que estaba en manos de sus patrones, los Fangueros, invocaba a los dioses griegos benevolentes para entender la personalidad de Dédalo, el inescrupuloso arquitecto, soplón y brillante truhán afectado, intelectual embotado por la servidumbre y artista clarividente e intoxicado con los destinos humanos. No solo pionero de la aviación al crear alas para volar a su hijo Icaro, sino sobre todo, señores, el que convirtió la imagen de las colinas, montañas, valles y bosques, ríos y lagos, el placer del espíritu, en la tediosa uniformidad de una serie inacabable de pasadizos y calles esparcidas como un cáncer, la tediosa uniformidad de la obra humana laberíntica llamada ciudad. El callejón, explicaba don Francisco, era el antídoto a una metrópolis. El laberinto eran las vastas zonas despojadas hasta de su postrer arbusto, florcita, matorral y cubierto de la monotonía del cemento, del que no se puede huir entre el humo y los gases oscureciendo el cielo, separando los astros de los herederos de los astros, con millones de antorchas iluminando la nada, un infierno artificial igual al otro que está a una hora de vuelo en avión y, por lo tanto, se copian las formas. «Dédalo, caballeros, es el autor de la megalópolis y del avión que las hizo todas iguales, acercándolas. Es el Mefisto de la técnica». Para los asistentes el peluquero se iba por las ramas del «chancho enorme».
Todo esta vorágine pasaba en las mentes de los clientes de La Exhortación. Don Francisco calentaba las toallas con su máquina de vapor, pasándolas por las barbas crecidas de sus habitués perdidos con la imaginación tras las almas y los cuerpos desnudos de Pasífae y su hijo. Pero sobre todo en la relación a la que el peluquero parecía advertir con el «chancho enorme». Porque él callaba algo. Sus clientes sospechaban que sabía más. Claro que la tarde era desleal, irrumpían las lluvias, levemente cortaba un rayo el cielo y los techos del callejón, pusilánimes, se apelmazaban contra las goteras precipitadas. En ese momento la peluquería, como coagulando senderos del laberinto, apelotonaba salidas imposibles.
Si acaso decidiera don Franciso no dormir una siesta —porque no era supersticioso como el vulgo y el pobrerío del callejón—, no debiera en tal caso almorzar en su mesa bien puesta al mediodía, un solo mediodía por lo menos privarse de dulces y ¡vaya desafuero! esperar. ¿Sin embargo, para qué necesitaba mirar al «chancho enorme»? No, nada lo arrastraba salvo la curiosidad de la cultura extendida a la lectura de su libro total, en 57 páginas: Hervor mitológico griego: borbollón, espumarajos, salivas y pompas de una cultura. Madrid, 1898, porque a más de impresionante su saber al haber terminado 6º grado completo en un callejón de analfabestias, susurrando con la navaja sobre una barba, los clientes percibían en la piel —y en los cortes curados con alcohol— secuelas de esos desenlaces del ánimo, porque este callejón sin el orden monogynia estaba muerto.
Agréguese el calor sofocante de tantas siestas. Una humedad de vejez y segregación de insectos voladores sin tener una Virgen a mano porque, sencillamente, la tenían los Fangueros, esos humanos insoportables, «nuevos ricos» sin tradición ni estilo, dueños del verdadero Almacén de Ramos Generales sin nominación ni membrete, sito en el punto más alto adonde jamás llegaban las aguas, el más surtido de los almacenes que recordara don Francisco. Amás un perro malo encadenado llamado Teseo. Ladraba la noche redonda. Espantaba su concentración de odio. La anchura de sus fauces espumosas diferían horror: Teseo era el soplo del poder de los Fangueros. Por añadidura.
Porque comiendo picante en olla cada mediodía, eso da infinito sueño al ardor colorado y gustoso que debe apagarse con vino carlón pesado, no necesitaba explicarlo don Francisco. Lo sabía cualquiera. Cuando se asoma la noche, y uno está más liviano y sereno para ver cosas más en crudo, resulta que el «chancho enorme» no aparece. No es noctámbulo sino siestero. Libra talones de siesta en el callejón, documentos de algo irreconocible, que debía esconderse sin duda en el libro Hervor…, y se trataba, en este caso, de descubrirlo. El «chancho enorme» tenía que estar predicho en la cultura de los griegos, por algo eran griegos y no este callejón, por algo taumaturgos pero no supersticiosos como el callejón. Allí era donde el peluquero, en este punto, renegaba de un callejón convicto, anhelando el laberinto urbano, la ciudad frondosa donde por lo menos hubiesen talentos y transgresores, Venecias y Gomorras, y participaba del sueño de vivir en Delhi, un laberinto erguido sobre otras ciudades sucesivas muertas abajo. Una vez había mandado a un gestor por la compra de un pasaje en barco a Delhi, pero el dinero que entregó para el billete no alcanzaría ni para llegar al puerto, cualquier puerto «esperpéntico» repitió él enterado de lo que el callejón consideró hazmerreír de gestión y él esperó el desatino de vivir hasta el final en este sitio, «extravagancia histórica», un mamarracho voluminoso y desvivido. Pero esto no lo repitió más por respeto a la estimada clientela.
La crisis del callejón era su imposibilidad de entrar en la mitología. El rey Minos nunca hubiera gobernado el callejón. Pasífae no estaría como princesa aquí y, para colmo de males, los escasos toros y vacas morían rápido apestados por los parásitos, se hinchaban como globos y reventaban malquistándose divorciados del clima. Lo que quedaba era el asunto del «chancho enorme». De alguna manera la salvación del callejón agotado por tanta promiscuidad de ignorancias e idolatrías, con una Virgen que no servía y el libro Hervor… que solo lo poseía él. Si no fuesen supersticiosos… Desapasionados, en cierta forma neutrales, los haces fibrosos del cerebro de don Francisco de Toledo y Bernardo se concentraban —como ocultando una decisión improrrogable— en los lápices de lacre y el sello de bronce necesarios para encomiendas. Hacía siete años y seis meses que el callejón no mandaba una sola encomienda. Esto constituía para él un resumen de la crisis de las clases medias. No tenían qué mandar porque hacía tiempo no tenían qué recibir.
El único ser vivo que atestiguaba haber mirado al chancho «de frente march» era don Lorenza, vecino que practicaba la magia negra. Pero nadie quería acordarse de don Lorenza el vecino, porque se le tenía escozor. Lo de la magia negra u ocultismo: una sospecha, algo que el acusado no hacía por desmentir pero tampoco daba crédito. Se suponía no sin lógica «aristoteliana» —según paráfrasis de don Francisco— que don Lorenza el vecino es quien se transformaba en chancho enorme y negro, reluciente y hediondo, suponiendo que, a veces, se transformaba también en gallina, lo cual —para don Francisco— era más creíble y se verán las inferencias. Por algo cuando en las casas moría alguna gallina sin causa, se corría a buscar si moraba algún adolescente. No se crea que por lo del nombre Lorenza libraría algo la historia, pero vino a ser casual y equívoco de borrachera de un juez de Paz refería la víctima, de paso maldiciendo a la progenie que, en su momento, no ejerció la impugnación del error, porque por anotarlo Lorenzo los vahos etílicos del Juez agorarían Lorenza. «Al menos una moratoria», maldecía el afectado. «Vivo en un laberinto», repetía Lorenza el vecino. Lo contaba damnificado pero sin crédito entre sus oyentes callejeros, público para el que el asunto era más serio, casi como que lo del nombre no fuera error de la justicia sino mandato de algo superior y desconocido por la justicia. El dicho popular de nada más p… que las gallinas, parecía acorde con la figura equívoca o ambigua de don Lorenza, el vecino. ¿Era qué? ¿Por qué tanto tiempo don Lorenza se quedaba encerrado? ¿Por qué jamás se lo veía siestear en la siesta? Entonces es que viviría en un laberinto inaudito, anormal en un callejón donde todo es tan ordenado. Se veía como inverificable la relación del equívoco beodo de un Juez de Paz. Cierto que había piezas que no entraban en el costado racional de la historia y don Francisco de Toledo y Bernardo, sintiéndose ante todo un hombre del siglo ilustrado, aunque fuese un siglo muerto y perimido, debía tomar la decisión.
Ese mediodía almorzó leve como un pan del aire.
Esperó sentado a la ventana a que entrara a pique la siesta.
La decisión no comportaba consulta a una Patrona «a la que sacan por el orín una vez al año para favorecer con la descarga, solo a sus patrones, los…»
Pasaban las horas… (Es larga la siesta en un pueblo armado como callejón largo junto al río más largo todavía. De hecho la siesta tarda lo que en circular la modorra a lo largo del río.)
Esperaba despierto con el libro mitológico en la mano. Hervor… De hecho el clima hervía. Una sola vez contó en la peluquería la causa «postrera, zaguera y dorsal» por la cual Pasífae había sido encerrada en el laberinto por su esposo el rey Minos. Razón que nihilizara los semblantes de la clientela hasta ese día. Fue una tarde en que volaba la mosca, esa mítica que no moría nunca con el zumbido eterno en cuanto se sentaba un cliente. Molesta como la historia. Frecuentemente se golpeaba contra el espejo. Don Francisco de Toledo y Bernardo aplazó la deliciosa razón, dolorosamente años para sus oyentes del porqué Pasífae y el Minotauro fueron encerrados en un laberinto «ciudad». La resolución del misterio estaba ahora ante la brocha tibia de espuma. ¿Pero por qué esperar tanto tiempo? Si era mujer tan exuberante y ardiente, una sola razón por la que su marido la condenara al encierro con su hijo de cabezota toruna y portento corporal griego. ¿Por qué parió ella un monstruo? Esta era la primera pregunta que llevaba al «algo habrá hecho». Afiló la navaja en la banda de caucho, una y otra vez el peluquero hasta volverla inflexible, se diría que cruel como un mal sueño, pronunciando: «Minos ofendió al dios Posidón». Minos debía sacrificar cada año el mejor de sus toros, explicaba pasando deletérea la piel del dedo pulgar sobre el filo. Ese año le tocaba a uno blanco espléndido, un toro de pene extraordinario y músculos inabordables. El rey lo masticó, se mordió la lengua, creyó creíble y posible sacrificar al segundo mejor. El segundo era formidable y Poseidón no tenía porqué notar la distracción. Sería un descuido, una diferencia despreciable e inesperada. Posidón se enojó como un dios, es decir fue maravilloso singular y terrible. Pasmoso en furia. Peor, porque resultó intolerante si se lo engañaba con lo «imperceptible». Más iracundo por ello mismo. Posidón, que su respuesta habitual iba con cataclismos y terremotos y maremotos por las desobediencias, esta vez se recostó sobre la propia ira, porfiando algo singular, una respuesta donde la inclemencia fuese delicada en el arrancamiento del placer. Duplicar hasta el infinito el dolor mediante la cirugía de extirpar los goces. Extenuado e inalcanzable en su bronca, buscó lo que el rey poseía como intransferible, el erotismo oceánico de su esposa Pasífae, porque ella le había dado siestas principescas, la había hecho imborrable a su marido, quimérica de poesía en su boca que desafinaba adrede con la voluptuosidad de ramera entre sus piernas. Ella era hija de Helios que lo calentaba todo por ser sol y de una ninfa, que todavía no era ninfómana pero lo sería, de nombre Creta. Pasífae, desde la niñez, se hamacaba con las leyes de la sinfonía clásica para don Francisco, ella escuchaba con su cuerpo a Haydn, de nombre homónimo, aunque el músico no hubiese nacido todavía. Se bañaba adolescente en baba de caracoles. Se deslizaba desnuda entre las babas como ejercicio hacia el orgasmo. Posidón no durmió cien noches. Jugó a las cartas contra cien espermatozoides y les ganó a cada uno mientras pensaba el castigo ejemplar. Amazacotó al espermatozoo completo a puñetazos. Mascullaba. La densidad de su odio aumentaba de volumen. Hasta que encontró la verde solución, crasa y espesa mientras comía a los espermas asesinados acompañados de un vaso de vino de la hélade. Posidón hizo que Pasífae se enamorase del toro blanco librado del sacrificio. Ella lo buscó como a un melocotón. El toro por momentos era aterrador, estremecía con su fuerza, turbaba al arremeter con la cabeza del tamaño de un carro heroico. Ella, desesperada de amor y deseo por esa musculatura soberbia y el prodigio de su alzada, le confió la pasión secreta a Dédalo, el arquitecto, escultor, exitoso artífice ateniense desterrado a Cnosos que construía para deleite de Minos y su familia las famosas muñecas de madera animadas. El futuro elucubrador de las ciudades y el boeing 747. Dédalo tuvo, de golpe, una idea para las nuevas noches de la confesora, porque ella se revolcaba de furor erótico en la cama sin que el rey pudiera satisfacerla, todo lo contrario, la volvía hospedera de una imagen, enamorada caudalosa del toro blanco. Sobre la verosimilitud de ese resquicio libidinoso, Dédalo inventó, sin demora, casi misericorde, su mayor artificio reclamado ante una imploración pasional. Construyó una parpadeante vaca de madera hueca recubierta del cuero de una vaca…
Para don Francisco un adefesio, la peor de las obras de un genio. Pero él no podía cambiar a los mitos, se lamentó.
La barbería estaba en un hilo; un cliente, vendedor de pescado del río aspirante a callejón, informó con un chasquido de la lengua, parecido al cierre de un pasador de puertas, de lo que ocurría en las mentes. Don Francisco podía capturar el silencio en el aire con las manos. La deprecación de la clientela convertida en público tenía, lejanamente, algo a pianola. Se tocaba sola sobre terminaciones nerviosas llegadas desde el fondo de los órganos seminales. La peluquería se cubrió con un hedor curioso a lenocinio; hasta de los perfumeros partía la demanda. Dédalo llevó a la vaca de madera hueca hasta una pradera cercana a Gortina —pero lejana a los aposentos del rey—, allí donde el toro blanco de Poseidón pacía bajo, entre los encinares y entre las vacas del rey. Dédalo enseñó a Pasífae una portezuela corrediza en la sección trasera de la vaca y la ayudó a entrar con las piernas metidas en los cuartos traseros. El escultor se retiró discreto bajo un concierto de clavicordios en el aire. El toro blanco no tardó en acercarse. Olfateó a la vaca extraña que parpadeaba e informaba con una brutal sugestión olorosa a pasión entre angustiosa y turbada, entre disoluta y celestial, entre amotinada y ruin, saturada e infame y loca y pura, torpe, aguda, escandalosa, aguijoneada como por un dios catastrófico. Al toro blanco, congruente con su esplendor muscular, el olor le hostilizó primero el ánimo, lo inmutó luego, desenfrenó de inmediato y se ereccionó notable para montar a la vaca de madera y tocar el infinito placer de Pasífae dentro, destrozando las maderas, hostigando la dureza hasta penetrarla en la interminable e inmoral excitación amorosa de ella que reclamaba hasta los cuernos porque se había untado en baba de caracol y, a los cinco meses, parió al Minotauro.
Don Francisco se secó la comisura de los labios limítrofes con una larga barba a lo Unamuno.
La peluquería, que se dio filiación íntima, ganó la idiosincrasia formal por única vez en la historia del callejón de ser peluquería, es decir algo que no fuera al propio tiempo almacén de ramos generales y correos. Una peluquería es un territorio donde se habla lo que se calla en cualquier parte. Ni siquiera la conciencia reconocía una certidumbre tan desviada por el amor. «No quedaba otra al rey Minos, enterado, que crear un laberinto para encerrar a la puta de su mujer», se adelantó el vendedor de pescado a finalizar el relato como si le perteneciera. Más aún, cuando el rey vio a su recién nacido con esa cabecita igual a la del toro blanco, con los cuernos idénticos en miniatura, supo de los grandes cuernos, supo que ahora entrarían, en la simbología de la traición marital, los cuernos como síntesis eterna. Él y los cuernos. Ella «corneándolo». El bebé resultaba la prueba de ella reclamando en el coito hasta los cuernos de la bestia.
Entonces don Francisco hizo algo que no tenía porqué, que nunca hacía, algo que lo sacó de madre, algo que no era privativo de su navaja, algo inconfundible por hacerlo una sola vez: habló mal de alguien. Habló mal de Lorenza, el vecino. Los clientes lo acecharon con preguntas, pero como él no tenía respuestas, las inventó. La evocación de este hecho acababa de volverlo a filtrar esta siesta, la única en su vida perseverante y ordenada en que no la dormía. Estaba ansioso por algo indefinible. Lo apremiaba lo inverosímil que parecía acercarse a la manifestación de un hecho. Esperó atento y endilgado. Se vistió con el mejor traje sin saber por qué.
Don Francisco vio al «chancho» a las tres y media, negro, sudado por el sol, enorme.
Estaba parado en el centro de la calle mirando hacia la casa del insomne, como esperando a un retado a duelo de revólver con una sola bala de fogueo. Don Francisco abandonó su casa armado de la escopeta. Abandonó el correo, peluquería y almacén. Abandonó los tejados coloniales y los estucados abajo chorreando goteras. Abandonó el Hervor mitológico griego: borbollón, espumarajos, salivas y pompas de una cultura. Madrid, 1898. Abandonó la creencia en una Virgen en la que creían los Fangueros y a la que él había querido honrar como hombre de la ilustración castellana en su progenie. Abandonó la tormenta en ciernes sobre el extremo occidental del río. Abandonó lo específico de sus días con ungüentos y sales. Abandonó la astucia de la razón también y apuntó gritando: «¡Ándate o te haré a la parrilla!» El monstruo ni se movía. En el centro del callejón apuntó con el dedo presionando apenas el gatillo, pero al darse cuenta que era una chancha, una hembra, una chancha risueña, sin tradición católica, tranquila, intercesora ante el Supremo Hacedor de las lluvias sobre los campos secos y sufridos, y hacedora de la taumaturgia del eros, dudó. Eso es fatal.
La chancha era hermosa y sensual. Como si un joven roble la hubiera hecho entrar en razón. Don Francisco se le acercó sin miedo, sin angustia y sin el flagelo de las palabras dichas sobre el vecino don Lorenza, mirando a la chancha con pérdida de cierta paz, cierta facultad en adivinar la impostura. Hasta empezó a sentirse libre de lazos y obligaciones y convenciones. Una chancha pícara. Se vio con el báculo de peregrino don Francisco, orientando a la chancha por el camino de la redención, antes que por el camino de las vacilaciones y la cancela. Se persignó. No podía calmar el deseo de amar. Pérfida y embrollada la chancha, lo estaba conminando con la mirada. Se le ocurrió a él renunciar a todos los bienes materiales solo por tener que probar su fe en el curso lógico de las cosas, atendiendo enfermos o palúdicos o seres sin acceso a la Biblia y al libro de Job… Estaba herido don Francisco. Picado por la rehabilitación.
Y se enamoró de la chancha enorme el citado. Perdidamente, sin reclamos, como suele ocurrir en estos casos confirmados. Se escapó con ella que seguía mirándolo con amor y la soberanía de la lascivia cuando empezó a tronar. Mientras seguía oyendo a la boca ensalivada del vendedor de pescados, que toda la clientela masculina sentada en su peluquería confirmaría, aquella vez en torno a la historia de la vaca de madera, sobre las chanchas en este caso que existía la «presunción objetiva…» Sí, sí, sí aludían como a sabiendas los presentes del asunto hablado, eso de que no se puede comparar ovejas, burras, yeguas, gallinas, perras con las chanchas, porque solo la vagina de la chancha es calcada a la de mujer. «¡Pero no, esto es otra cosa, es pasión!», refutaba tras la chancha don Francisco que alcanzó a dejar una nota escrita en cinco minutos recalcitrantes. El río creció. La gente creció y estuvo segura que por imprudente, por salir a la calle, don Francisco de Toledo y Bernardo fue llevado por las aguas tras la chancha y se dio crédito a esa nota por cinco minutos. Al sexto la impugnaron como exagerada e hipócrita. Las siestas del callejón ameritaban tal desconfianza. Reiteraban redundancias y reincidencias y recaídas. Además solo don Francisco podía conocer que el Minotauro se escapó salvaje del laberinto, para destruir Creta, y que lo mató Teseo con protección de la Virgen, el perro de los Fangueros que siempre tenían esa altura como para clausurar la historia. El callejón es una civilización, dijo alguien, y toda civilización inmortal.
El caserío nunca pudo cuadrarse. Esta era su primera condición urbana de seguir el largo de un río. El caserío nunca llegaría a ver al «chancho enorme» que se vulgarizó como «ella» en acto mágico. Esto venía por segunda relación. Tampoco se lo vio más a Lorenza, el vecino. Pero de él fue preferible no recordar gran cosa, ni de sus «trivialidades» ni de sus «metamorfosis» apelativas. «Se perdió en su laberinto», pronunció uno cualquiera de la calle pasando por el frente de su casa y lo repitieron todos porque la frase era selvática, corpulenta. Las casas de adobe sin encalar, algunas con tejados rojos españoles todavía, salvados los menos, sospechaban que el chancho no podía ser jamás chancha, porque de tenerlo comprobado, de tenerlo demostrado, correrían a enamorarse como le había pasado al infausto hombre de noble apellido, solterón, dueño de tres economías, que desapareció sin dejar rastro, en cuyo renombrado asunto casi la gente perdería las siestas, que es algo superior y anterior a la vida, a la pasión y al amor. Por suerte, memorablemente, el saber no ocurrió.