El día en que míster Reeder llegó al Departamento del «Public Prosecutor» (Fiscal) fue ciertamente un día de suerte para míster Lambton Green, Director Gerente de la sucursal del «London Scottich and Midland Bank».
La sucursal del Banco que míster Green regentaba, estaba situada en el cruce de la calle Pell y la Firling Avenue, en el barrio rural de Euling. Era un edificio muy grande, y, a diferencia de la mayor parte de las sucursales suburbanas, la totalidad de las dependencias estaban dedicadas a oficinas de valores, entre otros los de la «Lunar Traction Company», con tres mil obreros en su nómina, los de la «Associated Novelties Corporation», con su enorme personal, y los de la «Laraphone Company», por solo citar tres de los clientes del «London Scottich and Midland Bank».
El miércoles por la tarde y como reserva para los días de pago de estas Compañías, fueron llevadas desde la oficina central grandes cantidades en efectivo, y depositadas en la cámara de acero y cemento, situada inmediatamente debajo del despacho privado de míster Green, en la que solo podía penetrarse por la puerta blindada de la oficina general. Esta puerta era observable desde la calle y, para hacerla más visible, tenía encima de ella, fija en la pared, una potente lámpara que la alumbraba por entero con su gran chorro de Krz. Y para mayor seguridad, un pensionista de guerra, llamado Arthur Malling, hacía de vigilante de noche.
El Banco estaba situado dentro de la reducida zona vigilada por un policía, y la ronda de este había sido arreglada de tal modo, que le obligaba a pasar por delante del Banco una vez cada cuarenta minutos.
El policía miraba entonces a través de la ventana y cambiaba alguna señal con el vigilante nocturno, sin retirarse de allí hasta que este aparecía.
La noche del día 17 de octubre, el agente Burnett se detuvo como le costumbre ante la amplia mirilla y observó el interior. Lo primero que le llamó la atención fue que la lámpara de la puerta acorazada estuviese apagada. Como el vigilante nocturno tampoco acusó su presencia, el agente, ya muy alarmado, no le esperó más —como lo habría hecho en circunstancias ordinarias— y dirigiéndose a la puerta creció su alarma al encontrarla entornada. Burnett entró en el Banco llamando a voces a Mailing, pero nadie le contestó.
Diluido en el aire, se notaba un olor sutil y penetrante que no pudo localizar. Las oficinas generales estaban vacías; en el despacho del director brillaba una luz, y al entrar en él, vio un cuerpo tendido en el suelo. Era el del vigilante nocturno. Tenía las muñecas esposada, y dos pedazos de cuerda le sujetaban fuertemente pies y rodillas.
La explicación del extraño y penetrante aroma aparecía ahora clara. Sobre la cabeza del hombre tendido pendía, colgada del friso con un alambre, un viejo bote de conservas cuyo fondo estaba perforado para que dejase caer, gota a gota, un líquido volátil sobre un gran trozo de algodón que cubría el rostro de Mailing.
Burnett, que había sido herido en la guerra, reconoció instantáneamente el olor del cloroformo, y arrastrando el cuerpo inanimado hasta el despacho interior, le arrancó el algodón del rostro, abandonándole después el tiempo indispensable para ir a telefonear al puesto de Policía, luchando luego en vano para devolverle el conocimiento.
«Probablemente ya estaba muerto cuando se le encontró», fue el dictamen del médico forense. «Son un misterio los arañazos que presenta en la mano derecha».
El doctor abrió el puño crispado del muerte y mostró media docena de pequeñas rozaduras. Eran recientes, pues la sangre estaba aún fresca en los finísimos surcos de la palma de la mano.
Burnett fue enviado inmediatamente a despertar a míster Green, el director gerente, que vivía en Firing Avenue, calle formada por pequeñas villas, de ese carácter tan familiar en los londinenses. Cuando el agente atravesaba el pequeño jardín para dirigirse a la puerta de entrada, vio una luz a través de los cristales de esta, y no hizo más que llamar cuando se abrió de par en par y apareció míster Green completamente vestido y en estado de gran agitación. El agente Burnett vio sobre una silla del vestíbulo un gran saco, una maleta de viaje y un paraguas.
El director escuchó, pálido como la muerte, el relato que le hizo Burnett de su descubrimiento.
—¿El Banco robado? ¡Imposible! —gritó—. ¡Dios mío, es espantoso!
Estaba tan próximo a desmayarse, que Burnett tuvo que sostenerle.
—Me marchaba a pasar un día de vacaciones —decía incoherente, mientras caminaban por la oscura avenida hacia el edificio del Banco—. Lo cierto es... que yo abandonaba el empleo... Dejé una nota explicándoselo a los directores.
Rodeado de personas que le miraban llenas de recelo, el gerente entró tambaleándose en su despacho. Abrió el cajón de su mesa, miró ansioso y lanzó un grito:
—¡No están aquí... mis llaves... y las dejé con la nota!
Y se desmayó. Cuando volvió en sí se encontró encerrado en una celda de la jefatura de Policía, ante un magistrado para oírse acusar, como en sueños, de la muerte de Arthur Malling con la subsiguiente apropiación de 100.000 libras.
Y fue en la mañana de la confirmación del procesamiento cuando míster Jonio a Reeder se trasladó, con alguna repugnancia por su parte, pues era mirado con recelo en todos los departamentos gubernamentales, desde su despacho de la calle Lower Regent a una tenebrosa oficina en la parte alta del edificio ocupado por el «Public Prosecutor». Para proceder a este cambio puso una sola condición: que estaría unido por hilo telefónico privado con su antigua dependencia.
Pero téngase entendido que no lo exigió... él nunca exigía nada. Se atrevió simplemente a indicarlo tímida y respetuosamente. Tenía míster John G. Reeder tal aspecto de debilidad de carácter, que hacía que mucha gente le compadeciese, y hasta el mismo Fiscal pasó momentos muy amargos dudando si sería prudente sustituir a este hombre de apariencia enfermiza por el inspector Holord, fuerte y enérgico como un toro.
La edad de míster Reeder lindaba con los cincuenta. Era carilargo, de cabellos grises, y la sombra de las patillas distraía la atención de sus orejas demasiado salientes. A mitad del camino de su nariz cabalgaban unos lentes con arcos de acero, a través de los cuales nadie le había visto mirar jamás, y que se quitaba invariablemente en cuanto se disponía a leer. Un sombrero blando, de copa aplastada, hermanaba con la levita estrechamente abotonada sobre su raquítico pecho. Usaba botas de puntera cuadrada, y su corbata de plastrón, de nudo confeccionado, quedaba sujeta por detrás a un cuello de les tiempos de Gladstone. Pero el apéndice más característico de míster Reeder era un paraguas apretadamente enrollado, que se le confundía con un frívolo bastón.
Lloviera o hiciera sol, lo llevaba colgado del brazo, y no había memoria humana que recordara haberle visto desplegarlo.
El inspector Holford (promovido ahora a las responsabilidades de superintendente) se reunió con él en la oficina para darle posesión de su cargo, y de otras cosas más tangibles, como eran unos cuantos muebles viejos y otros accesorios en no mejor estado.
—Celebro conocerle, míster Reeder. Nunca tuve el placer de tratarle, pero he oído hablar mucho de usted. Estuvo usted trabajando en el asunto del Banco de Inglaterra, ¿no es cierto eso?
El señor Reeder musitó que había tenido aquel honor, y lanzó después un suspiro como si lamentase los caprichos de la suerte, que le habían arrancado de la oscuridad de sus tareas. La mirada escrutadora de míster Holford se llenó de recelos.
—Bien —dijo desconcertado—. Su misión será ahora muy diferente, aunque me han dicho que usted es uno de los hombres más astutos de Londres y, si es verdad, el trabajo será para usted muy sencillo. Sin embargo, como nunca hemos tenido ningún intruso, quiero decir un detective particular, en esta oficina, y, naturalmente, el Yard es un poco...
—Comprendo —interrumpió míster Reeder, descolgándose el inmaculado paraguas—: es muy natural. El señor Bolond esperaba el nombramiento. Su espesa está disgustada... disgustadísima. Pero no tiene razón. Es una mujer ambiciosa. Además tiene interés por un «dancing club» del West End, que podría ser sorprendido uno de estos días. Y es muy natural que quisiera para su esposo este cargo.
Holford se tambaleó. He aquí una noticia que no había pasado de ser un débil rumor en Scotland Yard.
—¿Cómo demonios sabe usted eso? —preguntó con brusquedad.
El señor Reeder se dirigió a sí mismo una sonrisa de supremo desdén.
—Uno recoge retazos de información en donde puede —dijo disculpándose—. Yo veo maldad en todo. Es mi curiosa perversión. ¡Tengo imaginación de criminal!
Holford recobró aliento.
—Bien... no habrá mucho qué hacer. Este caso de Euling está muy claro. Green es un ex-presidiario que obtuvo un puesto en el Banco durante la guerra y ascendió hasta gerente. Cumplió siete años por apropiación ilícita...
—Desfalco y usurpación —corrigió míster Reeder—. Temo que voy a ser su principal testigo de cargo; los delitos bancarios son mi flaco. Sí, ese individuo tuvo dificultades con algunos prestamistas. Muy necio... extremadamente necio. Y no confiesa su error—. El señor Reeder suspiró ruidosamente ¡Pobre hombre! Ahora que su vida está en juego se puede uno permitir olvidar y aun perdonar sus pasadas prevaricaciones. ¡Pobre hombre!
El inspector le miró, sorprendido.
—No creo que se merezca eso del «¡pobre hombre!» Ha robado 100.000 libras y ha urdido, para defenderse, la historia más absurda que conozco—. Aquí tiene usted copias del informe de la Policía, si quiere usted enterarse. Los arañazos de la mano de Mailing son cosa curiosa... No son lo bastante profundos para indicar una lucha. Y en cuanto a la historia inventada por Green...
El señor J. G. Reeder movió la cabeza, tristemente.
—No es muy ingeniosa; lo sé —dijo, casi con pesar—. Si no recuerdo mal, es algo parecida a esta; había sido reconocido por un hombre que estuvo preso con él en Dartmoor, y ese individuo le escribió una carta diciéndole que le entregase una determinada cantidad o que lo revelaría todo. Antes que volver a la vida del crimen, Green confesó sus antecedentes a los directores, puso la carta en el cajón de su mesa, junto con las llaves, y dejó también una para el cajero jefe; todo ello con el propósito de abandonar Londres y tratar de empezar de nuevo en donde no fuera conocido.
—No había ni cartas ni llaves en el cajón —dijo el inspector, concluyente—. La única verdad de todo ese cuento es que ha estado «a la sombra».
—Recluido —sugirió quejumbrosamente míster Reeder, que sentía verdadero horror por los vulgarismos—. Sí, eso es verdad.
Cuando quedó solo en el despacho pasó mucho tiempos comunicando por el teléfono privado con su joven secretaria, que continuaba siendo joven a pesar de que el padre Tiempo la había tratado desconsideradamente. El resto de la mañana lo pasó leyendo las declaraciones que su predecesor le había dejado sobre la mesa.
Anochecía casi cuando el «Public Prosecutor» entró en la habitación y se quedó mirando la gran pila de manuscritos que ocultaba casi —a su subordinado.
—¿Qué está usted leyendo? ¿El asunto Green? —preguntó, con tono de satisfacción—. Celebro que le interese a usted... aunque parece un caso muy claro. He recibido una carta del presidente del Banco que regentaba el acusado, y parece sugerir que Green dice la verdad.
El señor Reeder levantó la mirada con aquella dolorida expresión que acostumbraba a poner «cuando se sentía interesado.
—He aquí la declaración del policía Barnett —dijo—. Quizá pueda usted ilustrarme, señor. Permítame que se la lea.
«Momentos antes de llegar al edificio del Banco, vi un hombre parado en la esquina de la calle, un poco más allá de la puerta. Le vi perfectamente por los faros de un coche que pasaba. No concedí ninguna importancia a su presencia y no Le volví a ver. Es posible que ese hombre rodease la manzana hasta llegar al número 120 de la Firling Avenue, sin ser visto por mí. Inmediatamente después de encontrarle tropecé con el pie en un pedazo de hierro caído en la acera. Apunté mi linterna al objeto y vi que era una herradura vieja. A primera hora de la noche había visto a unos niños jugando con ella. Cuando miré otra vez hacia la esquina, el hombre había desaparecido. Debió haber visto la luz de mi linterna. No encontré a ninguna otra persona y, por lo que puedo recordar, no había luz en la casa de Green cuando pasé ante ella».
El señor Reeder levantó la mirada.
—Bien —dijo el fiscal—. No encuentro nada de particular en todo eso. Es posible que Green rondase por los alrededores y penetrara en el Banco sin ser visto por el agente.
El señor Reeder se rascó la barbita.
—Cierto, cierto —dijo, revolviéndose como si se sintiese incómodo en su asiento—. ¿Se me tomaría a mal que yo hiciera algunas investigaciones independientemente de la Policía? —preguntó, nervioso—. No quiero que se crea que un simple «diletante» trata de inmiscuirse en las funciones legales.
—De ningún modo —dijo el fiscal, efusivo—. Baje y véase con el oficial encargado del caso. Yo le daré a usted una nota para él. No es, desde luego, desacostumbrado el que mis agentes lleven una investigación aparte, aunque mucho me temo que va usted a descubrir muy poca cosa. El terreno ha sido bien explorado por Scotland Yard.
—¿Se me permitiría ver al hombre? —preguntó Reeder, titubeando.
—¿A Green? ¿Por qué no? Yo le enviaré a usted el permiso necesario.
La luz huía ya de un cielo plomizo y la lluvia empezaba a caer a intervalos, cuando míster Reeder, con su enrollado paraguas colgado al brazo y levantado el cuello de la levita, atravesó el tenebroso portillo de la prisión de Brixton y fue conducido a la celda de Green, quien, con la cabeza entre las manos, parecía sumido en la más atroz desesperación.
—¡He dicho la verdad, he dicho la verdad! —sollozaba el desgraciado.
Era un hombre pálido, próximo a la calvicie, con un bigote flácido y amarillento que ya le iba blanqueando. Reeder, con su extraordinaria memoria para los rostros, le reconoció enseguida.
—Sí, míster Reeder, le recuerdo a usted ahora —dijo Green, después de reflexionar unos momentos—. Usted es el caballero— que me prendió en otra ocasión. Pero desde entonces mi vida ha sido recta y clara. Jamás he tocado un penique que no me perteneciera. ¿Qué pensará mi pobre muchacha?
—¿Es usted casado? —preguntó míster Reeder, compadecido.
—No, pero iba a serlo pronto... aunque quizá algo tarde. Ella es casi treinta años más joven que yo, y la mejor muchacha que jamás...
Reeder escuchó la rapsodia que siguió a estas palabras, con la más profunda melancolía reflejada en su rostro.
—Ella, a Dios gracias, no se ha visto complicada en el asunto, pero conoce toda la verdad. Un amigo mío me ha dicho que se siente anonadada.
—¡Pobrecita! —murmuró míster Reeder.
—¡Y esto sucedió el día de su cumpleaños! —añadió el otro, con amargura.
—¿Sabía ella que usted iba a marchar?
—Sí, se lo dije la noche anterior. No quise envolverla en mi suerte. Si fuéramos prometidos, sería diferente; pero ella está casada, y se va a divorciar, solo que el decreto no se ha publicado todavía. Por eso no frecuenté mucho su casa, ni se me ha visto por ahí con ella. Y, por supuesto, nadie conoce nuestras relaciones, aunque vivimos en la misma calle.
—¿Firling Avenue? —preguntó Reeder.
El gerente del Banco afirmó con un gesto de desaliento.
—Se casó con un bruto cuando solo tenía diecisiete años. La situación era algo violenta para mí, en constante disimulo para que nadie conociera nuestro compromiso. La rondaba toda clase de gente, y yo no tenía más remedio que rechinar los dientes y callarme. Ese mismo imbécil de Burnett, que me detuvo, estaba enamorado de ella, y le enviaba verses. ¿No le parece a usted absurdo en un policía?
La detonante incongruencia de un policía poeta no pareció conmover al detective.
—Todos llevamos dentro un poeta, míster Green —dijo, afablemente—. Y un policía es un hombre...
Aunque rechazó tan elocuentemente toda sombra de excentricidad en la conducta del agente, el recuerdo del policía poeta no le abandonó ya en todo el camino hacia su casa en Brockey Road, y ocupó su imaginación durante el resto del día.
Eran las ocho menos cuarto de la mañana, hora en que el mundo parece exclusivamente habitado por lecheros y vendedores de periódicos, cuando míster J. G. Reeder entraba en la Firling Avenue.
Se detuvo un momento frente al Banco y continuó su camino por la ancha avenida. A uno y otro lado se extendía un línea de hotelitos, lindos a pesar de la fuerte semejanza que tenían unos con otros. Cada casa estaba precedida de un pequeño espacio acotado, a veces simplemente cubierto de césped, o un decorado con macizos de flores. La casa de Green era la dieciocho a mano derecha. Allí había vivido con una ama de llaves, y al parecer, la jardinería no era su flaco, pues el terreno delantero estaba cubierto de hierbas que se habían dejado crecer en completa libertad.
El señor Reeder se detuvo ante la casa número 26, y contempló con vivo interés las celosías azules que cubrían todas las ventanas. Evidentemente, miss Magda Grayne era amante de las flores, pues los geranios llenaban las cajas de las ventanas y cuantos huecos podían albergar sus raíces. En el centro del jardín había un macizo circular con un rosal sin flores, cuyas hojas aparecían mustias y casi secas.
Al fijar la vista en la ventana superior, la celosía se levantó lentamente, y tuvo la sensación de que alguien le observaba tras las— blancas cortinas. El señor Reeder se alejó rápidamente de allí, como persona cogida en— flagrante indiscreción, y continuó sus —peregrinaciones hasta llegar al gran invernadero que ocupaba el solar de la esquina, al otro extremo del camino.
Allí permaneció algún tiempo absorto, con el brazo apoyado en la baranda de hierro, paseando la mirada por la línea interminable de casitas verdes.
Permaneció en esta actitud tanto tiempo, que uno de los guardas, sospechando que trataba de introducirse en los jardines, fue hacia él, con el cansino paso de los que arrancan su sustento de la tierra, y le preguntó si buscaba a alguien.
—¡A varias personas —suspiró míster Reeder—; a varias personas!
Y, dejando que el rudo jardinero se deshiciera el meollo con su respuesta, retrocedió lentamente sobre sus pasos. Frente al número 26 se detuvo de nuevo, abrió la pequeña verja de hierro y penetró en el sendero que conducía a la puerta de la —casa.
Una jovencita contestó a su llamada y le hizo pasar al recibidor.
La habitación carecía de comodidades; apenas si estaba amueblada. Una franja de linóleum casi nuevo cubría el pasillo; los muebles consistían en unas cuantas sillas de mimbre, una alfombra cuadrada y una mesa.
Reeder oyó el ruido de unos pasos allá arriba, pasos de unos pies sobre la tablazón desnuda, y al poco rato la puerta se abrió y apareció una joven.
En su lindo rostro se veían las huellas del dolor. Estaba pálida y ojerosa; los ojos parecían haber llorado recientemente.
—¿Señorita Magda Grayne? ¿—preguntó el detective, poniéndose en pie.
Ella afirmó con un movimiento de cabeza.
—¿Es usted de la Policía? —preguntó, con ansiedad.
—No exactamente de la Policía —corrigió— él, meticuloso—. Desempeño un cargo en la oficina del fiscal, que es una cosa análoga, pero distinta de un puesto en las fuerzas de Policía metropolitana.
—Ya me extrañaba que nadie me viniera a ver —dijo ella—. ¿Le envió a usted míster Green?
—El señor Green me habló de su existencia, pero no me envió.
El rostro de la joven tomó una expresión que intrigó al policía. Esta expresión se borró instantáneamente, y hubiera pasado inadvertida para unos ojos menos perspicaces que los de míster Reeder.
—Esperaba que viniera alguien —añadió «ella—. ¿Qué es lo que le hizo cometer tal hecho?
—¿Le cree usted culpable?
—La Policía lo cree así —contestó ella, lanzando un suspiro—. ¡Ojalá que yo no hubiera venido jamás... a esta población!
Reeder no contestó; su mirada se paseaba por la estancia. Sobre una mesa de bambú se veía un viejo florero— atiborrado desmañadamente de crisantemos dorados, de una variedad muy bella. Entre ellos se destacaba una gran margarita de San Miguel, que tenía él desolado aspecto del plebeyo que se encuentra por equivocación entre noble compañía.
—¿Es usted aficionada a las flores? —preguntó él.
La joven contempló el ramillete con indiferencia.
—Sí, me gustan las flores —contestó—. La doncella puso esas ahí—. Hizo una larga pausa—. ¿Cree usted que le ahorcarán? —preguntó, como quien vuelve a lo que le obsesiona.
La brutalidad de la pregunta, hecha sin el menor titubeo, afligió a míster Reeder.
—Es una acusación muy grave —contestó—. ¿Tiene usted ahí alguna fotografía de míster Green?
—Sí. ¿La necesita usted?
El detective hizo un gesto afirmativo.
Apenas abandonó ella la habitación, Reeder se acercó a la mesa de bambú y sacó el ramillete del jarro. Como le había parecido ver a través del cristal, las flores estaban toscamente sujetas con un pedazo de bramante. Examinó los extremes de los tallos y, una vez más, se convenció de que su primera observación fue justa; ninguna de aquellas flores había sido cortada; fueron simplemente arrancadas de sus tallos. Bajo el bramante estaba el papel que las había envuelto en un principio. Era una página desgarrada de un cuaderno de notas; podían verse las líneas rojas, pero la escritura al lápiz era indescifrable.
Los pasos de la joven volvían a sonar arriba, y el detective volvió las flores a su vaso. Cuando ella entró se dedicaba a fisgonear la calle a través de la ventana.
—Gracias —dijo, tomando la fotografía que le entregaba la joven.
Al dorso llevaba una apasionada dedicatoria.
—Según me dijo él, es usted casada...
—Sí, soy casada, y prácticamente divorciada —dijo ella, lacónica.
—¿Hace mucho que reside usted aquí?
—Unos tres meses. Él quiso que viviera en esta casa.
El detective contempló de nuevo la fotografía.
—¿Conoce usted al agente Burnett?
Las mejillas de la joven se colorearon de pronto, pero el rubor desapareció rápidamente.
—Sí, conozco a ese fatuo —contestó, desdeñosa.
Y luego, al comprobar que había sido sorprendida en una expresión no muy propia de una señora, prosiguió, en tono más dulce:
—El señor Burnett es algo sentimental, y a mí no me agradan las personas sentimentales, especialmente para... Bien. Ya me comprende usted, señor...
—Reeder —se apresuró a completar el detective.
—Usted comprenderá, míster Reeder, que cuando una muchacha está comprometida y en mi situación, esa clase de atenciones no se reciben con agrado.
Reeder la miró enternecido. No pedía haber duda respecto a su pesar y a su desgracia. En lo concerniente a emociones humanas y a su reflejo en el rostro humano, míster Reeder era casi tan gran autoridad como Mantegazza, célebre psicólogo.
—¡Y en su cumpleaños! —murmuró—. ¡Qué tristeza! Nació usted el 17 de octubre. Y es usted inglesa, por supuesto...
—Sí, soy inglesa —dijo ella, brevemente—. Nací en Walworth... en Wallington. En tiempos viví en Walworth.
—¿Qué edad tiene usted?
—Veintitrés años —contestó la joven.
El señor Reeder se quitó los lentes y los limpió con un gran pañuelo de seda.
—Todo es muy triste —repitió plañideramente—. Celebro haber tenido la oportunidad de hablar con usted, señora. Me inspira la más profunda simpatía.
Y tras esta cordial galantería, anunció su propósito de retirarse.
Ella, al cerrar la puerta tras él, le vio detenerse en medio del sendero para recoger algo de un macizo lateral y se preguntó, intrigada, por qué el viejo habría recogido la herradura que ella arrojó por la ventana la noche anterior. El pedazo de herrumbroso hierro cayó en las profundidades del bolsillo de míster Reeder, y el detective continuó, pensativo, hacia los viveros, donde tenía unas cuantas preguntas qué hacer.
Los hombres de la Sección 10.ª estaban preparándose para el relevo cuando míster Reeder entró tímidamente en el cuarto de órdenes y exhibió sus credenciales al inspector de servicios.
—¡Oh, sí, míster Reeder! —dijo la autoridad, afablemente—. Hemos recibido una nota del puesto central, y creo que tuve el honor de trabajar con usted, hace unos años, en aquella gran falsificación de billetes de Banco. ¿En qué puedo servirle?... ¿Burnett? Sí, aquí está.
El inspector llamó al agente por su nombre y un joven de agradable aspecto salió de las filas.
—Este es el que descubrió el asesino... Está, propuesto para el ascenso —dijo el inspector—. Burnett, este caballero pertenece a la Fiscalía y desea hablar con usted. Mejor será que utilicen mi despacho, míster Reeder.
El joven policía saludó y siguió al detective al despacho privado del inspector. Era un joven resuelto; ya su nombre y retrato— habían aparecido en los periódicos; el ascenso— era casi un hecho cumplido y ante sus ojos— se extendía la perspectiva de un porvenir triunfal.
—Me han dicho que tiene usted algo de poeta, agente —dijo míster Reeder.
Burnett enrojeció.
—Sí, señor. Escribo algunas cosillas —confesó, entre rubores.
—¿Poemas de amor? —preguntó el otro, suavemente—. Durante la noche tiene une tiempo para tales fantasías. Y nada inspira tanto como el amor, ¿verdad, agente?
El rostro de Burnett se puso carmesí.
—Sí, he escrito algo por la noche, señor —dijo—. Pero nunca he descuidado mi deber.
—Naturalmente —murmuró míster Reeder—. Usted tiene una imaginación poética. Y poesía fue arrancar una flores en plena noche.
—El jardinero me dijo que podía coger las Lores que quisiera —interrumpió Burnett apresuradamente—. No hice nada malo.
Reeder inclinó la cabeza en señal de acuerdo.
—Ya lo sé. Usted arrancó las flores en la oscuridad: entre paréntesis, le comunico que incluyó una margarita de San Miguel entre sus crisantemos, sujetó usted a ellas su pequeño poema y lo depositó todo ante la puerta... junto con una herradura. Me intriga lo que haya sido de la herradura esa.
—Yo lo arrojé todo al antepecho de la ventana de la dama —corrigió el acobardado joven—. La verdad es que la idea no se me ocurrió hasta que pasé de la casa.
El señor Reeder se inclinó con ansiedad.
—Eso es lo que yo quiero confirmar —dijo—. La idea de dejar las flores, ¿no se le ocurrió a usted hasta que pasó de su casa? ¿Fue la herradura la que le sugirió tal pensamiento? Entonces, usted retrocedió, arrancó las flores, las ató al pequeño poema, que ya llevaba escrito, y las arrojó a su ventana... No necesitamos mencionar el nombre de la señora.
El rostro del agente Burnett era digno de estudio.
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—No sé cómo ha averiguado usted eso, pero así fue. Si he cometido alguna falta...
—No es falta alguna el enamorarse —dijo Reeder, sobriamente—. El amor es una hermosa aventura. Al menos eso es lo que he leído muchas veces.
Señorita Magda Grayne se había vestido para salir aquella tarde, y estaba poniéndose el sombrero cuando vio venir por el sendero al extraño hombrecillo que la había visitado a primeras horas de la mañana. Evidentemente era un detective encargado del caso. La criada había salido; nadie podía entrar de no abrir ella. Se dirigió rápidamente a la ventana y oteó discretamente el camino. Sí, allí estaba el taxi que generalmente acompaña a tales visitas, y, al lado del conductor, otro hombre; seguramente un «poli».
Levantó apresuradamente el colchón, del techo, sacó un gran fajo de billetes oculto allí, lo arrojó en su saco de mano, y, andando de puntillas, se dirigió a una habitación trasera, por cuya ventana salió al tejado plano de la cocina. Un minuto después estaba en el jardín y salía por la puerta posterior. Un estrecho callejón separaba las dos hileras de villas, que se ciaban la espalda unas a otras. Fue cosa sencillísima salir a High Street y alquilar un coche, mientras míster Reeder se cansaba de llamar a la puerta.
El señor Reeder nunca volvió a saber de la joven.
A petición del «Public Prosecutor» se presentó después de comer en casa de su jefe y le contó la sorprendente historia.
«Green, que tuvo la rara suerte de ser promovido a su actual empleo, saltando a otros compañeros más antiguos, debido a sus servicios especiales prestados durante la guerra, era, en efecto, un licenciado de presidio, y dijo la verdad cuando declaró que había recibido una carta de un hombre que estuvo en presidio con él. El chantajista se llamaba Arthur George Crater, y ¡por otro nombre Mailing!
—¿El vigilante nocturno? —preguntó el fiscal, asombrado.
—Sí, señor; Arthur Malling. Su hija, miss Magda Crater, nació, y en esto ella dijo la verdad, en Walworth, el 17 de octubre de 1900. Se observa que cuando las gentes adoptan apellidos falsos rara vez cambian su nombre de pila, y «Magda» fue fácil de identificar.
«Evidentemente, Mailing había planeado el robo del Banco con todo cariño. Había traído a su hija, bajo un falso nombre, a Earling, y se las había arreglado para que entablase relaciones con míster Green. La misión de Magda era conquistar la confianza del gerente y averiguar por él todo lo que pudiera. Posiblemente también entraba en su papel el conseguir moldes de las llaves. Si Marling reconoció en el gerente a un compañero de prisión o si averiguó el hecho por la muchacha, es cosa que nunca podremos averiguar. Pero cuando aquel detalle llegó a su conocimiento, lo más probable es que viera en él la oportunidad de robar el Banco, haciendo recaer las sospeches sobre el gerente.
»El papel de la muchacha era el de una mujer que va a divorciarse, y confieso que esto me desconcertó, hasta que pude comprobar que Mailing no deseaba de ninguna manera que el nombre de su hija se uniese al del gerente del Banco.
«La noche del 18 fue la elegida para el golpe. El plan de Mailing para deshacerse del gerente tenía todas las probabilidades de éxito. Vio la carta sobre la mesa del despacho de Green, la leyó, se apoderó de las llaves, aunque lo más probable es que tuviera sus reproducciones, y en un momento favorable arrambló con todo el dinero que pudo coger en las cámaras del Banco, llevándolo a la casa de la Firling Avenue, donde lo enterró bajo un rosal del jardín. En cuanto lo vi pensé que algo extraño dificultaba las funciones nutritivas de aquella desdichada planta. Sin embargo, abrigo la esperanza de que el rosal no está completamente muerto, y ya he dado instrucciones para que sea replantado con la adecuada fertilización.
—Sí, sí —dijo el fiscal, a quién no le interesaba gran cosa la floricultura.
—Al plantar el árbol, como lo hizo con algún apresuramiento, Mailing se arañó una mano. Las rosas tienen espinas... Yo fui a Earling a buscar el rosal que había causado aquellos arañazos. Después Mailing regresó apresuradamente al Banco y esperó, sabiendo— que el agente Burnett debía pasar por allí a cierta hora. Tenía preparado el bote del cloroformo, las esposas y las ligaduras, y permaneció en la esquina de la calle hasta que vio el resplandor de la linterna de Burnett; se apresuró a entrar en el Banco y, dejando la puerta entreabierta, se ligó las piernas, se esposó las manos y se tendió en el suelo, esperando que el policía llegaría a les pocos, momentos y, al encontrar la puerta abierta, le libertaría antes de haber sufrido mucho daño alguno.
«Pero el agente Burnett había tenido algunos desagradables escarceos con la hija. Indudablemente ella había recibido instrucciones del padre para que se portara lo más— amablemente posible con él. Burnett es un joven poeta, sabía que era su cumpleaños y, como al pasar por la calle tropezara su pie en una herradura, se le ocurrió la idea de atar el hierro a algunas flores... tenía permiso del jardinero para arrancar las que quisiera... y depositar el pequeño bouquet a los pies de— su dama; poética idea, digna de las hermosas tradiciones de las fuerzas de Felicia metropolitana. Y como lo pensó lo hizo; pero se llevó cierto tiempo; y mientras el joven se dedicaba a sus galanteos... ¡Arthur Crater se moría!
«A los pocos segundos de tenderse en el suelo debió de perder el conocimiento, pero el cloroformo siguió goteando, y cuando llegó el policía al Banco, diez minutos después de su hora, ¡el hombre había muerto!
El «Public Prosecutor» se retrepó en su sillón y guiñó un ojo a su nuevo subordinado.
—¿Y cómo diantres ha podido usted averiguar todo eso? —le preguntó, lleno de asombro.
El señor Reeder movió la cabeza tristemente.
—Tengo esa perversión —dijo—. Es una terrible desgracia, pero es verdad. Veo la maldad en todo... hasta en los rosales mustios... en las herraduras... y en los poemas amorosos. Tengo imaginación de criminal. ¡¡Es terrible!!