Oliverio Rador, el jefe de investigaciones, nunca reemplazaba en sus tareas a un subordinado, salvo que hubiese alguna razón muy urgente y poderosa.
El subordinado, en este caso, era un humilde agente y su tarea, apartar a la señora Schtalmeister del cuerpo inconsciente de un cobrador de alquileres. El desmayo del pobre hombre era obra de un jarrazo aplicado por la anciana. Había tenido la mala idea de amenazarla con el desahucio si no le pagaba el alquiler; ello demostraba que era nuevo en su empleo. Si hubiese conocido mejor a los inquilinos de la calle Keller Row, número 79, se habría cuidado mucho de provocar la ira de la señora Schtalmeister.
La terrible mujer tenía unos sesenta años. Era alta, vigorosa, y daba la impresión de un viejo marino con faldas. Como el resto de sus convecinos, odiaba con toda el alma a los agentes de policía, cobradores de alquileres e inspectores de Sanidad.
Rador, que se encontraba por casualidad en el lugar del accidente, creyó su deber intervenir, cuando vio que algunos amigos de la anciana se acercaban al agente de policía con gestos amenazadores.
Fue él quien apartó a la señora Schtalmeister del desmayado cobrador; fue su puño de hierro el que hizo disgregarse a la nutrida concurrencia de curiosos; y fue él, finalmente, quien obligó a la irascible anciana a subir al coche de policía que vino en su busca. Cuando media hora más tarde la anciana explicaba en mal inglés que había sido víctima de un injustificado ataque, fue también el jefe de investigadores quien le recordó su brillante hoja de servicios.
La señora Schtalmeister era una vieja conocida de la Policía; pero nunca habían podido arrestarla porque era demasiado hábil como para dejar pruebas materiales de sus fechorías. Era el terror del barrio.
—Hace quince años que vivo en esa casa —exclamó, cuando fue llevada al Departamento—, y nunca he tenido peleas con nadie. Soy honesta. Mi hijo me pasa una pensión de seis libras por semana, y con eso me alcanza para todos mis gastos. Desde 1885, cuando peleé con mi hermano, no he sido condenada ni he tenido tratos con la Policía...
Acto seguido, interrogada por Rador con habilidad, contó la historia de un terrible drama familiar que había conmovido a todo Londres, hacía cuarenta años. El asunto solo tenía un interés histórico, pero el jefe de investigadores grabó en su memoria los detalles del relato. Algún día podrían serle útiles.
Varios meses después murió de un síncope cardíaco.
Rador prestó poca atención a la noticia de su fallecimiento. Estaba empeñado entonces en resolver el enigma de un importante robo de joyas. Los ladrones fueron encontrados, pero los catorce diamantes de la tiara de lady Teighmount habían desaparecido sin dejar huellas.
—Le digo la verdad, señor Rador —declaró Enrique Selt, complicado en el robo—. Ha intervenido un «reducidor», cuyo nombre no conozco; lo único que sé es que trabaja por cuenta de un belga. Me pagó doscientas libras.
Esta fue toda la información que pudo suministrar Selt, lo que era una desgracia; pues lady Teighmount, además de ser muy rica, era pariente de un ministro, y la Policía quedaría muy mal parada si no encontraba sus joyas.
El distinguido hombre público mandó llamar a Oliverio Rador.
—Le pido a usted un favor especial, señor Rador —dijo—. Mi tía se disgustaría muchísimo si debiese dar por perdidos los diamantes. Esas piedras tienen para ella un extraordinario valor sentimental; le fueron regaladas por su difunto esposo cuando eran novios. Está dispuesta a pagar dos mil libras por su rescate, y quisiera que usted se encargase de recuperarlas, aunque sea por vías extralegales. Yo sabré cómo agradecer ese servicio...
El jefe de investigaciones asintió con la cabeza. La petición del ministro era una orden y no le quedaría más remedio que acceder.
Empezó sus búsquedas entre los compradores de objetos robados. La tarea era difícil, pues no hay modo de hablar personalmente con, un «reducidor», mucho menos cuando el que lo intenta es un policía. Entrevistóse primero con un tal Adolfo Barkin, comerciante en perros. La entrevista fue larga, pero Barkin habló poco. De tanto en tanto sacudía la cabeza y decía:
—No sé nada, señor Rador. Si supiese se lo diría con el mayor gusto.
Pero al final Adolfo convino en acompañar al policía a una misteriosa taberna donde le presentó a José Greid, negociante en muebles, que conocía «de vista» a un hombre, que conocía a otro hombre, que tal vez conociese a un amigo de cierto señor, que a su vez quizá pudiese ponerle en contacto con un amigo de los «reducidores».
Rador, incansable, siguió la pista durante doce días seguidos. Al final de su pesquisa hizo un viaje a Bruselas y allí se entrevistó, previa cita convenida por carta, con un señor Enrique Dissel.
Dissel vino a ver al policía en su hotel. Era un hombre todavía joven, de anteojos ahumados y bigote-cepillo. Antes de ofrecer a Rador su mano enguantada, hizo todavía una profunda reverencia.
—He recibido su carta, señor —dijo—. Haga el favor de sentarse; de lo contrario, yo tampoco tomaré asiento.
Dejó sobre la mesa la cartera de cuero que llevaba consigo, subióse un poco los bien planchados pantalones, para que no formasen rodilleras, y se sentó al borde de la silla, mostrando un par de calcetines vistosos que asomaban por encima de sus relucientes botines amarillos.
—Soy agente de diversas empresas —declaró—, pero rara vez comercio con diamantes. Sin embargo, conozco en Amberes a algunas— personas que se ocupan de la compraventa de joyas, no siempre adquiridas de manera muy honesta. Sí, sí, los conozco bien. ¿Cómo dice usted? ¡Ah, le ha enviado mi hermano de Londres! Es un excelente hermano, pero (¿cómo le diré?) muy mal amigo. Hemos peleado muchas veces. Al principio, cuando era más joven, yo vivía a su costa; me pasaba una fuerte pensión mensual y yo la gastaba en los naipes, los caballos y... las mujeres. ¿Qué quiere? ¡Solo una vez en la vida se tiene veinte años! Pues bien, tuvimos un disgusto, por una deuda de juego, y desde entonces no nos vemos más. Cuando voy a Londres, nunca dejo de telefonearle, pero su secretaria siempre me contesta que «el señor Dissel está ausente».
Rador se movió en la silla nerviosamente.
—Todo eso es muy interesante, señor Dissel —dijo—; pero no he hecho ex profeso un viaje a Bruselas para informarme sobre sus desventuras familiares. En mi carta le he hablado a usted de... cierto asunto... Según mis informes, usted es la única persona que podría rescatar los diamantes de lady Teighmount...
Dissel esbozó una sonrisa de triunfo. Hundió la mano en el bolsillo interior de la levita, y sacó una cartera. La abrió. Entre varias cartas y tarjetas, se veía un paquete envuelto en papel de seda. Dissel lo desenvolvió rápidamente.
—Aquí tiene las piedras —dijo—. El precio es doscientos treinta mil francos, de los cuales a mí me corresponden treinta mil de comisión. No tengo que ocultar mi ganancia.
Rador abrió la puerta de la salita e hizo entrar al experto que había traído de Londres. Las piedras fueron examinadas una por una. Al final, el jefe de investigaciones entregó a Enrique Dissel veintiún billetes de cien libras, que el belga plegó cuidadosamente y guardó en el bolsillo.
—¿Supongo, señor Dissel —preguntó Rador—, que usted no querrá decirme el nombre de la persona a quién compró las joyas?
El agente sacudió la cabeza.
—No me interesa saber si es o no un hombre honrado —repuso—. Lo esencial es que si revelo su nombre deberé sufrir incomodidades.
—¿En qué calle está situada en Londres la oficina de su hermano? —preguntóle el «detective» al despedirse.
—Teodoro tiene su escritorio en la calle Victoria, número 960. Pero ya le he dicho que no hacemos buenas migas. Es un hecho triste, pero irremediable.
Rador frunció las cejas.
—¿Teodoro? —exclamó—. Pero ¿cuál es su nombre completo? Tengo entendido que ustedes, los holandeses, suelen usar no menos de tres o cuatro nombres de pila.
—Mi hermano se llama Teodoro Luis Hazeborn, y yo Enrique Federico Dinehem.
El «detective» lo miró estupefacto.
—¡Ah! —exclamó.
No dijo más, pero la revelación del misterioso agente le dio mucho que pensar.
Dissel era ciudadano belga —cierta gente cambia de nacionaldad cada dos por tres— y tenía desde hacía años una pequeña oficina en el «Boulevard Militaire». El escritorio brillaba por su falta de aseo, y encima de la mesa de trabajo colgaba un diploma encerrado en un marco dorado. Enrique Dissel había conquistado esa distinción en un concurso atlético.
Era representante en Bruselas de numerosas y desconocidas fábricas textiles de Inglaterra, Alemania y Estados Unidos. Bajo el pretexto de sus «negocios» viajaba muchísimo. Era socio de un «club», en realidad una casa de juego; pero, aunque asiduo concurrente al tapete verde, no se le conocía ninguna actividad sospechosa. Ocasionalmente comerciaba con piedras preciosas, antigüedades y hasta inmuebles. No tenía antecedentes policíacos, y por lo mismo podía ser empleado por los grandes ladrones como excelente intermediario.
—¡Teodoro Luis Hazeborn!
Rador no hacía más que repetir ese nombre durante su viaje de regreso a Londres.
Cuando llegó a la capital tuvo la satisfacción de devolver las joyas a su legítimo dueño. Lady Teighmount estaba ese día de un humor irascible. Pagó al jefe de investigaciones las dos mil cien libras del rescate, pero se quejó amargamente de que la Policía le hiciese gastar tanto dinero, y hasta dio a entender que se creía objeto de un «chantaje».
Rador la escuchó sin oírla. Pensaba en Teodoro Luis Hazeborn y en Enrique Federico Dinehem.
Cuando regresaba a su casa, sentado en el Metro, Rador exclamó en voz alta:
—¡Es como para volverse loco!
Era realmente descabellada, absurda la hipótesis que estaba tomando forma en su cerebro; la teoría más extravagante podía concebir la mente humana.
Con admirable paciencia empezó una nueva serie de investigaciones, exploró nuevas avenidas que irradiaban de la encrucijada de antiguos crímenes. Durante tres semanas recorrió las cárceles, entrevistando a los ladrones de joyas que sufrían condenas. Y al final de su labor descubrió un sendero ingeniosamente oculto, por el que las gemas robadas en Inglaterra pasaban de Londres a Bélgica para ser vendidas en el Continente. Por ese camino, que conocían pocas personas, pasaban furtivos intermediarios que se llevaban los productos de todos los robos y asaltos. El camino no siempre conducía a Bruselas; a veces terminaba en Lieja; otras, en Ostende; pero siempre concluía del mismo modo: el emisario se encontraba en algún misterioso café con un misterioso personaje. Lo más extraño del caso era que la cita se fijaba de antemano en Londres.
—Las cosas se tracen de este modo, señor Rador —explicóle un preso Cuando alguno de nosotros comete un robo importante, el jefe de la respectiva pandilla es avisado por teléfono dónde y cuándo podrá vender la «mercancía». Es imposible saber quién es el misterioso personaje del teléfono y dónde obtiene informaciones tan precisas sobre lo que ocurre en el hampa. Nuestro emisario lleva las joyas a Bélgica, y allí las entrega a un señor que se las paga en dinero contante y sonante. Más de una vez he hecho yo mismo ese viaje.
—¿Nunca ha visto al «reducidor»?
—Nunca. Cuando llegaba al café, se me acercaba un personaje siniestro. «El patrón está afuera» —murmuraba a mi oído. Yo le entregaba la «mercancía»; el hombre la llevaba a un automóvil estacionado en la acera, hablaba con alguien, y me traía enseguida los billetes de Banco.
La hipótesis descabellada que había concebido Rador se mostraba cada vez menos calva.
Dos días después el policía hizo una visita al hermano de Enrique. La oficina de este último en Bruselas era miserable y desaseada. En cambio, la del industrioso Teodoro estaba instalada con lujo y confort. En la puerta veíase una chapa de bronce: Teodoro Dissel, ingeniero. El ingeniero era alto, cuidadosamente vestido y afeitado, con todo el aspecto de un hombre elegante. El cabello peinado para atrás —y no revuelto como el de Enrique —dejaba al descubierto una ancha frente; usaba monóculo. Su ropa, en comparación con la del hermano, era inmaculada; y su inglés, impecable.
Una secretaria hizo pasar a Rador a la oficina de Teodoro, que estaba sentado a un escritorio tan maravillosamente ordenado y limpio, que parecía no ser usado nunca. Teodoro hizo una pequeña reverencia, un poco ceremoniosa.
—Tengo el desagradable presentimiento de que viene usted a verme a propósito de mi hermano —dijo con serena sonrisa—. Sé que lo ha entrevistado hace algunos días. Enrique me ha escrito que recibió su visita, pero, aunque en su carta no da detalles sobre lo que conversaron, creo tener motivo para sentirme inquieto.
—¿Por qué? —preguntó Rador bruscamente.
Teodoro Dissel recorrió la habitación de un extremo al otro, las manos hundidas en los bolsillos.
—No quiero ni puedo hablar mal de Enrique... Es un muchacho medio salvaje, inestable, aunque de buen fondo. Cuando una persona es tan descuidada con el dinero como él, siempre hay probabilidades de que se vea en situaciones embarazosas. ¿Se trata tal vez de un pagaré, de una deuda que no haya podido pagar?
Sus modales y el tono de su voz revelaban una ansiedad explicable. Esa era precisamente la actitud que Rador hubiese esperado de un hermano solícito.
—Si es una cuestión de dinero —agregó—, lamento no poder ayudarle. El muchacho me ha costado hasta ahora quince mil libras esterlinas; y no tengo esperanzas de que me devuelva ni la décima parte.
—No hay de por medio ningún acto deshonesto, ningún fraude —repuso el jefe de investigaciones con suma lentitud—, por lo menos esa clase de fraude a que usted se refiere sin nombrarlo. Su hermano es ciudadano belga, ¿verdad?
Como Teodoro asintiese con la cabeza, Rador agregó:
—¿Y usted es inglés... naturalizado?
—Sí —contestó el ingeniero—. Durante la guerra contraje enlace con una inglesa. En cuanto a mi hermano, no puedo decirle si está casado o no. Es de esos hombres que solo mantienen con las mujeres relaciones transitorias. Le diré la verdad: Enrique es para mí, motivo de innumerables disgustos.
—¿No sabe si se ocupa de la compraventa de joyas? —interrumpióle el policía.
Teodoro frunció las cejas.
—¡Joyas! —repitió, silabeando la palabra.
—No, no sabía que se dedicara a ese comercio. Sin embargo (¡ahora recuerdo!), cuando estuvo en Londres la última vez, me dijo que tenía relaciones con un señor Devereux, joyero de la capital. Me lo presentó: era un personaje de aspecto siniestro, repugnante, que no parecía negociante de piedras preciosas. Le cobré antipatía inmediatamente y cuando me vino a ver, después del retorno de mi hermano a Bélgica, le contesté por la secretaria que estaba ocupado y no podía recibirlo.
Rador meditó un rato.
—Tiene razón —dijo al final—. Devereux es un hombre peligroso, lo conozco.
El jefe de investigaciones se despidió del ingeniero más preocupado que nunca.
—¡Mi hipótesis es descabellada! —repetía entre sí.
* * *
Quince días más tarde, Enrique Dissel descendía del tren en la estación de Ostende. Venía de Bruselas. Era un día caluroso y pesado de septiembre. Una niebla blanca y espesa cubría el mar. Enrique se hizo reservar una, cabina de lujo en el barco que debía partir para Inglaterra; dejó allí su bagaje, una pequeña maleta, y encargó el desayuno. Debía haber recibido un golpe en un pie, porque cuando apareció en la cubierta, caminaba penosamente con la ayuda de un bastón.
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La bruma se volvía cada vez más densa a medida que el buque se acercaba a la costa británica. La entrada en el puerto de Dover fue lenta y penosa, pues el barco debía orientarse por las sirenas y disparos de cohetes.
El vaporcito estaba dando media vuelta —los buques correos deben entrar en el puerto con la popa adelante—, cuando un pasajero de segunda clase oyó un grito de socorro. Enrique Dissel había sido visto poco antes dirigiéndose a la popa; también había sido visto inclinado peligrosamente sobre la borda.
El grito fue seguido por el chapoteo de un cuerpo que caía en el agua. Un marinero alcanzó a ver el sombrero y el bastón de Enrique flotando a merced de las olas, pero el hombre había desaparecido. Un bote de socorro recorrió enseguida la bahía. La tripulación regresó una hora después sin haber hallado a Dissel.
Esa misma noche Rador leyó en un diario vespertino la siguiente noticia:
«PASAJERO AHOGADO
»Un pasajero del buque correo Princesa Josefina —se cree que era el señor Enrique Dissel, de Bruselas —cayó al agua cuando el barco entraba en el puerto de Dover. No se ha podido encontrar el cadáver».
—¡Qué admirable! —exclamó Rador, que, al parecer, no se había sentido conmovido por la tragedia.
Todas las tentativas para descubrir el cuerpo de Enrique habían resultado infructuosas, cuando el jefe hizo una visita de condolencia al atribulado hermano.
Teodoro, en ese momento, estaba examinando el contenido de la pequeña maleta que la policía de Dover había remitido a los parientes del muerto.
—He creído enloquecer de dolor —dijo el ingeniero con un hondo suspiro—. Acabo de hablar por teléfono a Bruselas; según parece no ha habido motivo para que Enrique se suicidara. Sus negocies eran más prósperos que nunca; en su oficina todo se halla en orden, y en el Banco tiene acreditadas a su cuenta más de mil libras esterlinas. Hace pocos días se dislocó un pie, jugando al «tenis»; la única hipótesis que cabe, pues, es que un brusco vaivén del barco, al hacerle apoyar el peso del cuerpo sobre el tobillo enfermo, le hiciera perder el equilibrio, precipitándolo por la borda.
—¿Estaba asegurado? —preguntó Rador. Teodoro asintió con la cabeza.
—Sí —repuso—; he olvidado decírselo. Cuando pagué sus últimas deudas insistí en que se asegurase, pues no quise correr el riesgo de que un accidente fortuito me quitase las esperanzas de cobrarle lo que me adeudaba.
—¿El seguro era por quince mil libras?
—Creo que esa era la suma. Pero el dinero es lo que ahora menos me interesa... Estoy Anonadado por la horrible tragedia. ¡Pobre Enrique...!
—¿El seguro fue hecho bajo el nombre de Dissel? —interrumpió Rador.
Teodoro dudó antes de contestar.
—No. Nuestro verdadero apellido es...
—Schtalmeister, ya lo sé.
El ingeniero pareció desconcertarse un poco.
—Cambiamos de apellido con autorización del juez... —comentó.
—Sí, también lo sé —dijo el policía—. Usted ha tenido dos tíos maternos, ¿no es cierto? Uno se llamaba Teodoro Luis Hazeborn, y el otro, Enrique Federico Dinehem. No es extraño que tuviesen apellidos distintos; su profesión (eran ladrones famosos) les obligaba a ello. Una semana después de haber nacido usted, su madre (que, entre paréntesis, no estaba casada; usted es hijo natural) lo inscribió en el registro civil de la parroquia con los nombres de Enrique Federico y el apellido de Dinehem. Un mes después mudóse a otro distrito de Londres y tuvo una violenta querella con su tío Enrique. Cobróle entonces un odio tal que, arrepentida de haberle dado a usted su nombre, volvió a registrar su nacimiento, y lo llamó Teodoro Luis Hazeborn.
El ingeniero se había puesto lívido.
—Usted comenzó, pues, su vida con dos nombres —continuó el jefe de investigaciones—. Esta doble personalidad le ha sido muy útil en su carrera. Con un pequeño bigote, un par de anteojos ahumados y un poco de desaseo, usted era Enrique, en Bruselas, y sin bigote, con monóculo y traje elegante, era Teodoro, en Londres. Pero en ambas ciudades se ocupaba de lo mismo, era «reducidor» de objetos robados... Hace un año su madre tuvo un incidente con un cobrador de alquileres...
—¡Ha perdido usted el juicio! —gritó Teodoro—. Mi hermano...
—Su hermano y usted son una misma persona. En cuanto a la caída por la borda, ha sido cosa fácil... En su oficina de Bruselas he visto su diploma de campeón de natación de larga distancia... En media hora llegó a un apartado lugar de la costa, donde le esperaba un automóvil con un cómplice y ropa seca. Usted es el pájaro a quién he estaco buscando durante años. El pájaro ubicuo que está en dos sitios al mismo tiempo. Tome su sombrero y venga. En la puerta le espera el camión celular...