Con una mirada significativa, el coronel Ezra Silver volvióse a su compañero, el joven abogado Welch. Por un momento, examinar con disimulo a su cliente, Wallace McPartland, antiguo jefe de gangsters, sobre el que pesaba una acusación de asesinato.
El coronel Silver carraspeó levemente, para aclarar su garganta. En realidad, lo hizo con la determinada intención de volver a la realidad a McPartland, que parecía totalmente abstraído. Creyendo por el ligero y rápido estremecimiento, al que siguió una mirada llena de rencores, que había conseguido su propósito, Ezra habló en tono corriente, come si se tratase de algo normal y sin importancia:
—Espero que podemos confiar en un veredicto favorable. Sin ser infundadamente optimista, lo creo casi seguro. Hemos utilizado, claro está, todos los recursos legales y, dicho sea entre nosotros, incluso hemos forzado un poco las cosas en materia de ética legal. De tratarse de una persona de menos importancia que usted no hubiésemos ido tan lejos.
»Nos ha sido posible influir sobre la Prensa, y dentro de mi modesta actuación, como usted sabe, he hecho todo lo posible. Hasta hemos convencido al propio juez, por medio de una delicada persuasión. Usted sabe cómo se ha logrado eso y ya ha visto cómo sus decisiones han sido favorables para nosotros. En este aspecto, ha ido tan lejos como buenamente ha podido.
«Como ya he indicado antes, espero un veredicto completamente favorable; pero, al mismo tiempo, hemos de estar preparados para contingencias o contrariedades inesperadas. En el peor de los casos, una suspensión del juicio y otra tramitación de pruebas.
McPartland irguióse en su silla y miró fijamente a su abogado. Durante unos momentos los dos hombres quedaron cara a cara.
Difícilmente podría hallarse mayor contraste entre dos seres humanos, que el ofrecido por aquellos dos. Wallace McPartland era un hombre fornido, de recio cuello y amplias espaldas, pero en los últimos meses habíase reducido la corpulencia de su figura. Parecía como si la ruda fibra de sus años de mayor poder y dominio, hubiese sido sutilmente minada por la adversidad y la amenaza de la muerte. En su rostro existían aún rasgos de reciedumbre y valor; se dibujaban en ella la violencia y el desdén; pero las vicisitudes del proceso, con sus inevitables reveses y períodos críticos, parecían haber atenuado aquellas características. Solo la reconocida habilidad de Ezra Silver le había podido salvar del patíbulo.
Cuando por primera vez se vio el caso ante los tribunales, la opinión pública reclamaba la vida del reo. La víctima de McPartland fue sacrificada a traición, sin darle posibilidad alguna de defenderse. Wallace McPartland era el jefe de una banda, cuya inmunidad ante las autoridades fue creando gradualmente en la opinión pública un sedimento de rencor, que llegó a su punto álgido con el último crimen.
Sentado allí, en la silenciosa salita de espera, el coronel Silver parecía, exactamente, lo que en realidad era: un leguleyo de astucia consumada, capaz de resucitar la victoria de las mismas cenizas de la derrota. Su delgada figura y sus correctas y distinguidas facciones; su espeso cabello gris, peinado hacia atrás, por el que con frecuencia pasaba su mano, alisándolo, con un fingido descuido; sus manos nerviosas y ágiles, de las cuales parecía desprenderse una corriente magnética, todo, en fin, delataba en él al jurista nacido para pleitear.
Se vanagloriaba de su superioridad sobre otros hombres de mentalidad menos viril, y se enorgullecía de su destreza para retorcer y deformar aquellas emociones básicas de odio, miedo y piedad, que se encuentran tan próximas a la superficie de los más grandes errores judiciales. Y no existía una treta ni un subterfugio al que no recurriese en el momento preciso, llegando siempre hasta el límite exacto. De haber ido más allá hubiera tenido que comparecer ante el Colegio de Abogados.
En aquellos momentos de silencio, pesaba sobre él la dura mirada de su cliente. La boca del abogado insinuó, apenas, una sonrisa y habló de nuevo.
—¿Se cree usted incapaz de soportar otra prueba después de esta? ¡Hemos de atenemos a las reglas del juego! Sin embargo...
Ezra Silver miró a su socio, luego se puso en pie, simuló consultar su reloj y volviese vivamente hacia la puerta.
—He de ir a la Audiencia —comentó—. Les dejo a ustedes aquí, hasta que llegue el momento de marcharnos. Míster McPartland, me permito aconsejarle que se ponga sin reservas en manos de mi compañero. Confíe enteramente en él.
* * *
En cuanto el coronel Silver hubo abandonado la habitación, el abogado más joven empezó a hablar.
—El coronel confía en un veredicto favorable, y ya puede usted imaginar si conoce él bien los asuntos judiciales —dijo—. Sin embargo, también las cosas pueden ponerse en contra nuestra, y en este caso debemos prevenirnos para salvarle a usted la vida. Perdone mi rudeza de expresión; el coronel Silver es el orador de la firma. Yo soy un hombre de acción, y si las cosas se nos ponen hoy en contra, es acción lo que va a necesitarse.
Por un momento Wallace, McPartland trató de olvidar aquella idea fija que tanto le atormentaba. Dirigió una apagada mirada a las facciones astutas del joven abogado, el cual había acercado la silla hasta quedar junto a él.
—¿Cree usted que se verá hoy la causa? —preguntó.
—Hemos de creer que sí, de seguir las cosas su curso normal. El coronel Silver hará su resumen y se dirigirá al jurado, siguiendo luego el informe acusatorio del fiscal. Desgraciadamente ha de ser este quien diga la última palabra, aunque, de todos modos, conocemos las posibles eventualidades y estamos preparados para afrontarlas.
»Pero no es eso lo que tengo yo que decirle. Si el jurado pronuncia un veredicto absolutorio, como confiamos, todo irá bien y ya no habrá nada más que añadir. De no ser así, aún nos quedará una posibilidad, suponiendo que quiera usted acogerse a ella. No le falta a usted dinero, y cuenta con amigos que aun son más ricos que usted. La cosa requerirá esparcir oro, igual que si se tratase de confeti. La clave del asunto consistirá en que, si se diese el caso de que el escribano del Tribunal llegase a leer en el papelito que le darán la palabra «¡Culpable!», nosotros tengamos ya todas las cosas dispuestas, para que usted pueda escaparse saliendo del país.
»Nos aprovecharemos para ello de que usted estará todavía unos pocos momentos al cuidado del coronel Silver. Ya puede usted imaginar a qué precio hemos podido asegurarnos esta concesión, de la cual se obtendrá un magnífico resultado. Porque, claro está, que a los que han de proceder a rescatarle, ha de resultarles más sencillo arrancarle de manos de un abogado desarmado, que de las de un par de policies conscientes de su deber.
»Y después de esto, actuación rápida: El itinerario de la fuga está ya trazado. Viajará usted de noche, en tren y aeroplano, hacia Honduras o algún otro país del sur.
»Ahora olvide usted todo esto y prepárese para enfrentarse con el jurado por última vez. Considero innecesario decirle que yo denegaré todo conocimiento de la sentencia (en el caso de que esta sea desfavorable), a fin de ganar tiempo. ¡Adiós, míster McFarland, y buena suerte! ¡En una u otra forma, se verá usted libre esta noche!
¿Libre? Un repentino estremecimiento recorrió el cuerpo de Wallace McPartland, al oír esa palabra. Le hizo el efecto de una fúnebre campanada, resonando en lo más íntimo de su alma. Involuntariamente, al levantarse de la silla, volvió la cabeza, lleno de temor, mirando por encima del hombro.
Era forzoso serenarse. Y eso lo decía mientras por su frente resbalaban densas gotas de sudor, y durante un breve tiempo permaneció respirando fatigosamente, mientras se limpiaba el rostro con el pañuelo.
* * *
El coronel Silver había recogido su cartera de documentos y estaba abrochándose uno de sus guantes, cuando su asociado, siempre atento a cuidar los detalles de la parte turbia de los asuntos del bufete, apareció en el despacho principal, acompañado de Wallace McPartland.
Silver dirigió una mirada amable a su cliente, y dijo:
—Es ya hora de marcharnos. ¡Animo, amigo mío! ¡Presiento la victoria en el ambiente!
Era un magnífico coche, conducido por un chófer uniformado, que les llevó al edificio de la Audiencia. Ezra Silver conocía el valor de las apariencias y del ambiente, y todas las cosas que le rodeaban reflejaban riqueza y, de manera indirecta, influencia y poder. Tenía fama de ser el abogado más caro de la ciudad, y claro está que a ningún cliente «pobre, pero honrado» se le ocurría recurrir a sus servicios profesionales. En el coche, al lado de McPartland, iba hablando banalmente sobre el partido de fútbol de la tarde anterior. De vez en cuando, sus ojos vivos, magnéticos, se dirigían momentáneamente al rostro del hombre corpulento que estaba sentado a su lado y en sus labios se insinuaba una sonrisa de confianza, apareciendo libre de toda duda o preocupación.
La sala de la audiencia estaba llena cuando entraron el acusado y su abogado. Al recorrer ellos el pasillo pareció apagarse un poco el intenso murmullo de las conversaciones, y McPartland vio las curiosas caras de los espectadores volverse hacia él, e incluso pudo percibir los comentarios que se hacían en voz baja. O por lo menos algunos de ellos.
Lo que oyó hizo que sus mejillas morenas enrojecieran y hasta le hizo mirar atrás, encolerizado. Después reaccionó, diciéndose que era tonto preocuparse así. Él nunca había sido capaz de preocuparse de la eterna y entrometida curiosidad del público. En otra ocasión, hacía tiempo, recordaba que le silbaron y le chillaron al entrar en la gran sala de la Audiencia. Pero de esto hacía ya mucho. ¡Mucho, mucho tiempo! Con una repentina y confusa impresión, que le causó una sensación, entre sorpresa y dolor, se dio cuenta de que este caso suyo había llegado a una situación en que él, el asesino, estaba perdido. Su abogado —el pulcro y astuto caballero que ahora, tan elegante como siempre, andaba a su lado— había luchado en cada punto preciso contra la acusación, pero en este preciso momento todo iba a frustrarse.
Aquel día, aquel día llegaría el final. Recordó, de pronto, que poco antes le habían dicho que «de una manera o de otra, quedaría libre». Esta frase le relampagueaba ahora en la mente, y esto le obligó a detenerse un instante, e incluso tuvo que agarrarse fuertemente a la barandilla que tenía al alcance de la mano. Su cara también se contrajo, y otra vez miró rápidamente por encima del hombro.
Sentado al lado de su consultor, McPartland se limpiaba la cara y las palmas de las manos cada vez que se volvía para mirar el imponente aspecto de la sala. De pronto se sintió presa de gran alarma, y luego quedó como petrificado. Fue al posarse su mirada en los rasgos fisionómicos de un hombre viejo, sentado a escasa distancia.
Era el viejo Thomas Boyd, padre de la víctima de McPartland. Boyd no estaba tan envejecido en el tiempo en que ocurrió el asesinato. Había sido un hombre fuerte, de amplias espaldas, con el fuego de la decisión en sus ojos y a veces un cierto temblor en las comisuras de sus labios, que eran gruesos y firmes.
Gradualmente se había operado en él un cambio, con motivo de las incidencias del proceso contra McPartland, visto y aplazado una y otra vez. Sorpresa, ira primero, que se convirtió luego en profunda pesadumbre. Ahora le veía McPartland viejo, anonadado y desprovisto de toda esperanza. Sus oj:s miraban al suelo, de manera que no parecía darse cuenta de las miradas furtivas que le estaba dirigiendo el asesino.
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Hubo un momento de revuelo cuando uno tras otro entraron los miembros del jurado. Doce ciudadanos importantes, serios, aparentemente dispuestos a ver el asunto a través de la única finalidad posible: la de estricta justicia. McPartland estudió la cara del presidente, de facciones acentuadas y firmes, cuya impenetrabilidad no dejaría descubrir sensación alguna. Así había sido él, McPartland, antes. Aquella dura prueba le había consumido en ese aspecto; sabía bien que en los últimos días había perdido su dominio para no demostrar nada, casi para no sentir nada.
La pérdida de este dominio de sí mismo se produjo en él de manera absolutamente repentina. Le sobrevino de golpe, mientras estaba sentado una tarde en el vestibulo de su residencia, fumando tranquilamente y pensando. Ahora, recordando aquel instante de aturdimiento, vuelto a ser de nuevo Wallace McPartland, como si se encontrase bajo el dominio de una coalición a la que trataba de resistir con todos los restos de su fuerza moral, miraba rápida y temerosamente por encima del hombro.
Pero nuevamente comprobó que lo que tanto temía ver no estaba allí, y respiraba entonces profundamente, aflojando la tensión de sus hombros.
Les pesados preliminares, a los cuales estaba ya tan terriblemente acostumbrados, habían terminado, comenzando la vista. Tenían que oírse unas pocas declaraciones. McPartland estudiaba los rastros de los hombres del jurado, pero nada pudo deducir de su examen. Cuando le tocó el turno al abogado defensor, este se levantó, por unos momentos permaneció quieto, con una de sus manos, esbeltas y elegantes, en la solapa y la otra sobre el mentón de volúmenes encuadernados en piel oscura que tenía ante sí. En la sala se hizo un silencio absoluto.
Ezra Silver comenzó su discurso, el más importante de su carrera, en tono bajo, que su cliente pensó que el influenciado juez, sentado detrás de su banco y mirando fijamente al suelo, difícilmente podría oír sus palabras. Sin embargo, no era así: aquella voz, suave y modulada, poseía claridad y fuerza de expresión. Entre el público que llenaba la gran sala se veían sentados hombres y mujeres con el rostro atento y la vista como fascinada, mirando sin pestañear la figura inmaculada del abogado criminalista.
Silver varió de tono casi imperceptiblemente. Había en sus palabras un cierto temblor de emoción y magnetismo totalmente independientes de las frases pronunciadas. El asesino escuchaba, seducido por el influjo de aquellas sílabas rítmicas; pues en ellas había un ritmo como de tantán o de una música antigua y salvaje. En realidad, Ezra Silver había llegado a dominar el arte de llegar hasta el hombre primitivo que todos llevamos dentro, incluso los más civilizados y refinados. El mismo sonido de su voz era convincente y persuasivo; y por encima y más allá de todo esto, estaba el sentido de lo que él decía, el sutil y dinámico llamamiento que estaba dirigiendo a los más profundes prejuicios de sus oyentes.
Su cliente le estaba oyendo con creciente asombro. Era como si estuviese oyendo el relato de la triste historia de otro hombre; una individualidad refinada y fuerte mal comprendida, que hubiese llegado, luchando con la adversidad, a una posición privilegiada. Oía la descripción de sus propias hazañas primerizas, pero explicadas por un hombre que sabía cómo tenía que presentar el drama esencial y despertar, incrustándola en él, la emoción, igual que una delicada cinta de oro es incrustada en un bloque de granito. McPartland se vio interpretado a sí mismo a la vez que transfigurado. Luego oyó el nombre del hombre al cual había dado muerte, pronunciado desdeñosamente y con ligereza por aquellos labios finos y expresivos.
El coronel Silver afirmó en tal momento que él no hablaría mal del muerto, pero a continuación fue esto precisamente lo que hizo, aunque de una manera sutil y venenosa. Otra vez escuchaba McPartland completamente seducido. Él, el acusado, había conocido al joven Tom Boyd, había sabido de los rudos excesos del joven y próspero contratista —decía Silver—, pero nunca había visto tales cosas presentadas a la luz pública como eran ahora presentadas, con apariencias de investigación y en tono implacable.
De manera breve y sumamente hábil, el abogado defensor bosquejó un cuadro de violencia y de traición. El hombre fornido que estaba junto a él, su cliente, oyó a alguien sollozar con voz ronca y apagada, dándose cuenta de manera vaga de que era el padre de su víctima.
Luego quedó de nuevo en silencio la amplia sala; pesaba en ella la emocionante información del defensor ante el jurado.
* * *
De manera lenta y gradual, la mente de Wallace McPartland empezó a cambiar de dirección para enfrentarse con el pasado. Estaba reconstruyendo aquellos pasados años, situados más allá del abismo de aquel funesto asesinato que le había llevado hasta donde estaba en aquel momento. Sintió otra vez las brutales y cegadoras envidias y odios que sintió en aquellos días de su juventud, cuando él y el joven Tom Boyd eran rivales. Primeramente habían sida solo rivales en el campo de los negocios, celosos ambos de poder conseguir los importantes y provechosos contratos concedidos con mano pródiga por quiénes estaban interesados en sus actividades enérgicas y no muy escrupulosas. Boyd y él habían tenido conflictos una docena de veces, y una de ellas llegaron a las manos en la rotonda del Juzgado, abalanzándose uno contra el otro, igual que dos gladiadores, dándose puñetazos, aporreándose y, maltratándose cumplidamente. Fueron separados porvarios amigos mutuos y la cosa no pasó de aquí, ya que por fortuna ninguno de los dos llevaba revólver aquella mañana.
Pero después de eso hubo otras colisiones y molestias, que hicieron más hondo el abismo de odio que separaba a los dos hombres. Y, sin embargo, existía mucho parecido entre ellos. Habían llegado a la envidiable posición social que ahora tenían, luego de comienzos muy humildes, y eran ambos arrogantes, vanidosos e impacientes en sus designios, como suelen serlo los hombres formados por su solo esfuerzo. Los secuaces y paniaguados respectivos entablaban cuestiones dondequiera que se encontrasen. Las influencias particulares y políticas de los negocios se habían situado al margen de sus diferencias, impotentes para suavizar aquella enemistad implacable.
Y había llegado después ese momento inevitable, Wallace McPartland veía ahora que fue inevitable, que estaba escrito, cuando los dos hombres, jóvenes, impetuosas y violentos, pusieron sus ojos en la misma mujer. Tom Boyd consiguió su cariño, y en la misma noche de ser anunciado su compromiso, McPartland se puso al acecho y le disparó por la espalda, sin que mediase una palabra.
¡Después de esto, el caos! Cuando se apaciguaron la polvareda y el tumulto Wallace McPartland se encontró preso, con el resultado de qué este acto suyo había precipitado el derrumbamiento de su tinglado de negocios sucios. Las gentes a quienes él había, dispensado su protección luchaban para salvarse a sí mismas. Al principio los periódicos, que hasta aquel momento le habían ayudado siempre, por la cuenta, que les tenía, se habían esforzado en enfocar la conflagración. Pero llegó un tiempo en que cada asunto escabroso y turbio trascendió al público, con el consiguiente escándalo y descrédito, de manera que fue ya imposible para todos, altos y bajos, volver las cosas a su estado anterior. Esto había llegado para Wallace McPartland y sus poderosos amigos. El público, siempre paciente, el público inocente y necio, creado así por el turbio tinglado de McPartland para poderlo explotar a su antojo, había reaccionado por fin de manera articulada y consciente, resuelto de modo inflexible y clamorosamente a exigir vida por vida.
De entre las lóbregas brumas y cárdenas nubes de ese tiempo terrible surgió la figura esbelta del coronel Silver. Fue él quien tomó en sus manos los desastrosos negocios de McPartland, y rápidamente estableció una simulación de orden entre ellos. Desde luego, hizo esto por un precio, y un precio muy elevado.
No obstante, durante cierto tiempo, el asesino solo había sentido hacia el coronel hondo agradecimiento. Entró de lleno, con su antigua y temible impetuosidad; en los preparativos de su defensa. Al principio había pensado que todos los esfuerzos debían encaminarse exclusivamente a evitar el nudo corredizo. El asunto había pasado a juicio, y por espacio de una hora pareció que nada podía salvarle. Luego el aspecto del asunto cambió caprichosamente, y pensó que se presentaba tan bien que incluso podía llegarse a la absolución.
Ocurrió, sin embargo, que formaba parte del jurado un hombre terco e intratable, que invocó la convicción, sembrando con ello la vacilación y el desconcierto entre los miembros del jurado.
Y fue aquella tarde, en que terminó el primer juicio, que McPartland miró por primera vez hacia atrás, por encima del hombro, obedeciendo a un impulso de pánico irrefrenable; había sentido cómo si unas manos invisibles, heladas, hubiesen hecho presa en su garganta, tratando de ahogarle, y había visto junto a él, sonriendo, el rostro, y especialmente los ojos, del hombre asesinado. Estaba sentado en el vestíbulo de su residencia, en la que estaba autorizado para permanecer, por especial favor que el coronel Silver había conseguido de las autoridades. Y allí, bien visible y aparentemente sólido y opaco, en la clara y alegre estancia de alto techo, se le había aparecido aquel rostro burlón y temible, en espantosa visión de realidad.
Desde aquel tiempo Wallace McPartland había luchado con una nueva finalidad. Se adentró en cuerpo y alma por los tortuosos recovecos y las madrigueras subterráneas por dónde discurría su caso, con visibles progresos; pero ahora lo hacía para olvidar. A toda costa tenía que mantener su mente ocupada por pensamientos hasta el desbordamiento, había de tenerla tan llena que no quedase lugar ni tiempo para penosas alucinaciones y fantasmagorías. Prisión o libertad, vida o patíbulo; no eran ya estas las ideas que se albergaban en su imaginación. Estaba siempre vigilando, luchando siempre contra los ojos del joven Tom Boyd, cuyo cuerpo había aniquilado, pero cuyo espíritu, implacable, sentía ahora siempre a sus espaldas...
* * *
Con un sobresalto, McPartland volvió a la realidad. Antes de que llegase a darse cuenta de los detalles más tangibles y objetivos de cuanto le rodeaba, tuvo la sensación de que en la habitación dominaba un gran silencio abrumador, algo que le causaba angustia. Tenía un cierto sobresalto penoso, como si alguna cosa impenetrable y tensa, algo como una tela de araña inmensa, pesase sobre él, impidiéndole respirar libremente. Solo entonces se dio cuenta de que el hombre esbelto y extraordinario que tenía a su lado estaba terminando su peroración ante el jurado y que todos y cada uno de los que estaban en la gran sala de la Audiencia se sentían extrañamente apaciguados y dominados.
Se veían entre los espectadores muchos ojos húmedos, y al mirar rápidamente Wallace McPartland a su alrededor y detrás, puco observar muchas caras de sorpresa. El influenciado juez permanecía quieto, mirando al abogado defensor, y en su expresión se reflejaban la convicción y la admiración, así como una especie de satisfacción mal disimulada.
El caso estaba resuelto. Se levantó el fiscal y trató de reunir los hilos esparcidos de su madeja, para atar los cabos. Era un hombre joven, de facciones correctas y expresión enérgica, pero no contrincante de bastante altura para el orador de pico de oro y dominador de almas, que le había precedido en el uso de la palabra.
El joven fiscal se dio cuenta de ello. En su cara se tralucía la envidia, y su voz era un poco amarga. Sacudía el puño dirigiéndose a los impasibles miembros del jurado, como si fuesen sus enemigos personales. Una y otra vez, sin adornos retóricos y rudamente, describió los hechos tal como habían sido. Trató del asesinato, dando a cada cosa su verdadero nombre, y atacó implacablemente al procesado y a su abogado.
Después de esto el juez hizo el resumen y dio instrucciones al Jurado. Trataba de ser imparcial, o por lo menos así parecía. Habló sobre algunos extremos de la ley y recapituló luego sobre la teoría de la evidencia. Pero sus palabras eran incoloras y Wallace McPartland se dio perfecta cuenta de que nada había en ellas para contrarrestar la magnífica peroración del coronel Silver.
Los miembros del Jurado salieron y el juez se retiró por un tiempo a su gabinete. Ezra Silver, siempre alerta y consciente de su propio triunfo, estrechó las manos de sus colegas que se apresuraron a acercarse a él para felicitarle. El abogado fiscal permaneció sentado a su mesa de roble, con la cara enrojecida y los ojos un poco hinchados, inclinada la cabeza sobre un libro abierto ante sí. Un cuchicheo general recorría la sala de la Audiencia.
El coronel Silver se dirigió hacia su cliente, quedando los dos un momento solos.
—¡Animo, amigo mío! Yo estoy tan seguro del veredicto, como si lo hubiese oído ya —murmuró—. ¡Y si usted duda todavía, míreme a mí y mire a ese hombre! ¡Él sabe lo que a suceder!
Señalaba disimulada y triunfalmente la figura encorvada del viejo Thomas Boyd, padre del hombre asesinado. McPartland miró casi con espanto los hombros caídos y la cabeza dolorosamente abatida. Sus labios se torcieron tratando de sonreír.
—¡Me voy a ver libre! —musitó—. ¡Sí, estoy seguro de ello y está en el ambiente!
El juez regresó de su breve estancia en el gabinete privado y sentóse detrás de su mesa. Se percibió un ruido de pisadas y a poco traspusieron la puerta los señores del jurado. McPartland hizo un movimiento como si fuese a levantarse, pero no hizo más que reinstalarse en su asiento.
Vio al presidente del jurado, con su cara inexpresiva, acercarse al escribano y entalegarle una hoja de papel.
Y luego vino lo que le pareció al procesado que duraba una eternidad. Permanecía quieto, esperando ansiosamente con las manos enlazadas sobre las rodillas, en tanto su lengua se movía despacio, pero sin descanse, desde el paladar a los labios. En la sala había tanto silencio como si cada hombre y cada mujer asistente se hubiesen quedado, de pronto, petrificados.
Un breve carraspeo de alguien que aclaraba su garganta preparándose para hablar, y luego tres únicas palabras profundas y trascendentales:
—¡No es culpable!
* * *
Se produjeron unos momentos de confusión y de extrañeza, a los que siguieron diversos murmullos y ruidos. El asesino estrechaba, la mano mecánicamente a mucha gente, incluso a los miembros del jurado. Allí estaban algunos amigos suyos. Después de leso subió al coche de su abogado y se vio conducido rápidamente a través de las calles de la ciudad. Luego se dio cuenta de que el carruaje se había detenido junto a la acera, y contempló enfrente de él la fachada de columnas de su propio hotel.
El coronel Silver bajó, precediéndole, y le ayudó a descender. El abogado, radiante todavía por el triunfo, estrechó ambas manos de su cliente.
—Volveré esta tarde a fumar un cigarro con usted, Mac —dijo, con un tono de familiaridad que nunca había empleado hasta aquel momento—. Lo mejor ahora será que se retire a descansar un buen rato. ¡Todo ha terminado, amigo, todo, y hemos ganado nosotros!
Wallace McPartland le estrechó nuevamente la mano y asintió con un movimiento de cabeza. Silenciosamente, atravesó la puerta giratoria, haciendo caso omiso de las caras curiosas que asomaban y de los cuchicheos que se producían en derredor. Estuvo sentado un cierto tiempo en un sofá del vestibulo, con la vista fija en el suelo.
Más tarde se dirigió a su dormitorio. Cuando abrió la puerta había en la fijeza de su mirada una expresiva expectación.
Cuando se vio dentro miró, despacio, en derredor suyo, como si fuera aquella la primera vez que estaba allí. Pero la habitación aparecía exactamente igual que cuando la dejó. Al cabo de un rato se quitó el sombrero, lo cepilló cuidadosamente con la palma de la mano y luego lo colgó dentro del armario. Se dirigió a la salita contigua, sentándose en una silla junto a la ventana. Entonces tomó un cigarro, mordió la punta, encendiéndolo. Apenas había lanzado una bocanada de aromático humo cuando volvió la cabeza repentinamente, como si la hubiesen agarrotado unos dedos invisibles. Al mirar por encima del hombro se le escapó un grito.
* * *
Balanceando su cigarro entre el pulgar y el índice, el coronel Ezra Silver miró curiosamente a su socio. Estaban sentados ambos en la oficina privada del afortunado abogado, examinando un montón de papeles relacionados con la terminada causa de McPartland.
—Se lo tomó tan impasible como un faquir —reflexionaba en voz alta Ezra Silver—. Las consideraciones sobre la conciencia son muy relativas, amigo; y la justicia, la justicia absoluta, es independiente de las pequeñas reglas de juego que nosotros, los humanos, hacemos y deshacemos. Cuando yo era un hombre joven, novicio en esta clase de cosas, acostumbraba a dudar algunas veces. Solía preguntarme a mí mismo: ¿y si existiese algo alguna gran inteligencia cósmica, que dirigiese y precisase los asuntos de los hombres? ¿No podría ser ello como una razón superior, una justicia real?
»Pero gradualmente he llegado a ver, y nunca más claramente que en este caso, que en nuestros tiempos la carrera la gana el más veloz y la batalla el más fuerte. Es mejor una gran cuenta corriente en el Banco que una gran dosis de bondad, pues esta última le vuelve a uno más débil, en tanto que la primera le levanta por encima de la desgracia. Si nuestro amigo McPartland no hubiese tenido tras él esa abundancia de botín de que disponía, yo no hubiera podido dedicarme a su caso y, por lo tanto, a salvarle; lo cual sin duda habría sido de muy distintas consecuencias para él. ¿Justicia? ¿Derecho? ¿Cuándo ha visto usted que fuese ejecutado algún hombre de gran posición?
El hombre de leyes más joven asintió. También él había encendido un cigarro, al que miraba de cuando en cuando con verdadera satisfacción. Era uno de los mejores entre los muy buenos que acostumbraba a fumar el coronel Silver.
—Si —coincidió—; hasta un ciego puede ver que no hay justicia. También yo acostumbraba a dudar. Pero ahora, después de esta demostración.
Se interrumpió, porque el timbre del aparato telefónico sonaba insistentemente. Con un gesto de impaciencia, descolgó el receptor de su soporte y habló breves palabras por el micrófono.
Luego repentinamente alarmado, se incorporó más en el asiento, reflejando en su rostro la ansiedad.
—¿Ahora mismo, dice usted? ¿Está seguro de que no se trata de un error?
Colocó de nuevo el receptor en su sitio y apartó un poco el aparato telefónico, que era de mesa. Por un momento permaneció en silencio, mirando extrañamente a su socio.
Sus labios se encogieron en una sonrisa forzada, ya que una intensa palidez se había extendido por su rostro.
—¡Ah, coronel! —dijo—. Parece que nuestro comentario era prematuro. No conocíamos la sentencia del Tribunal Supremo. ¡Wallace McPartland acaba de suicidarse!