Aunque de un modo vago, todo el mundo sabe que el lugar más bello de la Tierra es, o hablando con más propiedad, era, por desgracia, la aldea holandesa de Vondervotteimittis. Por otra parte, como se halla a una distancia considerable de todas las carreteras y en una situación hasta cierto punto extraordinaria, es muy probable que solo un escaso número de mis lectores la habrán visitado alguna vez. Así, pues, y en beneficio de los que no conozcan aquella aldea, me parece conveniente dar algunos pormenores acerca de ella. Cosa oportuna y necesaria, puesto que me propongo referir los sucesos calamitosos que se desarrollaron en su territorio, con objeto de conquistar para sus habitantes la simpatía pública. Quien me conozca bien, estará persuadido de que el deber que me impongo será cumplido con toda habilidad, con la mayor imparcialidad y con la rigurosa exactitud y el laborioso cotejo de los datos que distinguen al que aspira al nombre de historiador.
Gracias al auxilio de gran cantidad de medallas, manuscritos e inscripciones, créeme autorizado a afirmar, de modo positivo, que la aldea de Vondervotteimittis ha existido siempre desde su fundación, en la misma situación y estado en que aún puede verse en nuestros días. Con respecto a la fecha de este origen, siento no poder hablar de ella sino con la precisión indefinida con que, a veces, han de conformarse los matemáticos en ciertas fórmulas algebraicas. Y esa fecha, en el supuesto que se me permita expresarme así, y teniendo en cuenta su antigüedad prodigiosa, puede ser menor que una cantidad determinable cualquiera.
Refiriéndome ahora a la etimología del nombre Vondervotteimittis, debo confesar, con la mayor pena, que tampoco puedo afirmar nada concreto. Entre el gran número de opiniones acerca de este delicado punto, algunas muy sutiles, otras muy eruditas y finalmente otras, también, imprecisas, no encuentro ninguna que se pueda considerar satisfactoria.
A pesar de eso y de la oscuridad que reina con referencia a la fecha de la fundación de Vondervotteimittis, y su etimología, es indudable, como ya he dicho, que siempre ha existido esta aldea como la vemos ahora. El más anciano de sus habitantes no recuerda la menor diferencia en ninguno de los aspectos de la población, y, a decir verdad, si alguien sugiriese la posibilidad de ello, no hay duda de que lo considerarían un insulto.
La aldea está situada en un valle perfectamente circular, cuya circunferencia mide, más o menos, un cuarto de milla, rodeado por completo de lindas colinas, cuyas cumbres nunca han pensado siquiera en franquear los habitantes. Por otra parte, estos aducen una razón muy buena en favor de su conducta, y es que no creen en la existencia de cosa alguna al otro lado de sus montañas. En la periferia del valle, que está completamente nivelado y pavimentado con ladrillos planos, se extiende una fila ininterrumpida de sesenta casitas. La parte posterior de cada una de ellas se apoya en las colinas y, naturalmente, sus fachadas miran al centro de la explanada, punto en que se halla, exactamente, a sesenta yardas de la puerta de la fachada de cada vivienda. Delante de cada una de estas casitas hay un huerto con un sendero circular, un reloj de sol y veinticuatro coles. Los edificios, por otra parte, son tan semejantes entre sí, que resultaría imposible distinguirlos. A causa de su mucha antigüedad el estilo arquitectónico es algo raro, pero precisamente por esto es más pintoresco. Las viviendas son de ladrillos endurecidos al fuego, rojos y con cantos negros, de modo que las paredes parecen tableros de ajedrez de grandes proporciones. Los puntiagudos remates de los tejados se hallan en la parte correspondiente a la fachada, y hay unos aleros muy grandes en los tejados y sobre las puertas principales.
Las ventanas son estrechas y altas, y tiene vidrieras formadas de pequeños vidrios emplomados. Los tejados son de tejas de bordes encorvados. Por todas partes se ve el maderamen de color oscuro muy trabajado, pero con poca variedad de dibujos, ya que, desde una época inmemorial, los tallistas de Vondervotteimittis nunca supieron tallar más que dos objetos un reloj y una col. En cambio, los hacían de un modo admirable y los prodigaban con el mayor ingenio en todos los lugares posibles.
Todas las habitaciones del valle eran absolutamente parecidas entre sí, interior y exteriormente, y el mobiliario está fabricado sobre un solo modelo. El suelo se ve cubierto de ladrillos cuadrados; las sillas y las mesas, de madera negra, tienen las patas retorcidas, estrechas y adelgazadas en su parte inferior Las chimeneas son altas y anchas, y no solo llevan esculpidos relojes y coles en las pilastras, sino que en el centro de la repisa sostienen un reloj verdadero, que produce un tictac muy fuerte, entre dos tiestos que, tienen, respectivamente, una col cada uno. Entre estas y el reloj hay un muñeco chino, de dilatado vientre, con un agujere en el centro, por el cual se aparece la esfera de otro reloj. Los hogares son grandes y profundos y tienen unos morillos amenazadores y bien esculpidos. Siempre hay un gran fuego en el hogar y colgada sobre él una marmita llena de col ácida y de tocino, que el ama de la casa vigila sin cesar. Esta es una señora gorda y vieja, de ojos azules y cara enrojecida, enmarcada en una cofia inmensa, semejante a un pilón de azúcar, y adornada con cintas de color púrpura y amatista. La bata es de tartalana de color anaranjado, muy ancha por detrás, muy corta por el talle y cortísima en otros aspectos, porque no llega a media pierna. Las pantorrillas y los tobillos son bastante gruesos, pero van adornados unos y otras por un buen par de medias verdes. Los zapatos son de piel de color rosa y van sujetos por medio de un lazo de cintas amarillas ensanchadas y rizadas en forma de col. En la mano izquierda sostienen un grueso reloj holandés, en tanto que con la derecha empuña un cucharón con el que revuelve la col ácida y el tocino. A su lado hay un grueso gato moteado que en el rabo lleva atado un reloj de cobre dorado, de repetición, que los chicos de la casa le han atado por broma. Estos últimos se hallan en el huerto, vigilando al cerdo; cada uno de ellos mide dos pies de estatura, se cubren las cabezas con sombreros de tres picos y el cuerpo con chalecos encarnados, que les llegan casi hasta los muslos, calzas de piel de gamuza, polainas rojas de paño, gruesos zapatos con hebillas de plata y unas largas chaquetas adornadas con grandes botones de nácar. En la boca de cada uno de esos muchachos se veía una pipa y sus respectivas manos derechas sostenían un relojito panzudo. Despedían una bocanada de humo y luego daban una mirada al reloj una mirada al reloj y una bocanada de humo, y así sucesivamente. El cerdo, grueso y perezoso, se ocupaba en buscar las hojas caídas de las coles, o en cocear contra el reloj dorado que los traviesos chicos le habían atado, también, al rabo para que nada tuviera que envidiar al gato.
Exactamente delante de la puerta y en un sillón de gran respaldo tapizado de cuero, patas retorcidas y delgadas, como las de las mesas, estaba sentado el viejo dueño de la casas. Era un caballero de alguna edad, abotagado, ojuelos redondos y una gran papada; por lo demás se parecía en extremo a los muchachos, lo que ahorra otra descripción. La diferencia más notable consistía en que su pipa era algo mayor que la de los chicos y en que podía despedir más humo... También, como sus hijos, era dueño de un reloj, aunque lo llevaba en un bolsillo. Bien es verdad que tenía que hacer algo más importante que consultar el reloj y eso es lo que voy a explicar. Estaba sentado con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda, el rostro grave y con uno de sus ojos, por lo menos, fijo en un objeto muy interesante, situado en la explanada. El tal objeto se hallaba en el campanario del Ayuntamiento. Los concejales son hombres bajitos, redondos, gruesos, con los ojos salientes y grandes, papadas muy voluminosas y vestidos con trajes mucho más largos y las hebillas de los zapatos más gruesas que los vulgares habitantes de Vondervotteimittis. Y desde que yo habitaba en aquella aldea habían celebrado muchas sesiones extraordinarias, adoptando estas tres importantísimas decisiones:
1.ª Es un crimen cambiar la antigua marcha de las cosas.
2.ª No hay nada tolerable fuera de Vondervcitteimittis.
3.ª Juramos eterna fidelidad a nuestros relojes y a nuestras coles.
Sobre el salón de sesiones se halla el campanario del que es y ha sido, desde tiempo inmemorial, el orgullo y la maravilla de los habitantes, el monumental reloj de torre, de la aldea de Vondervoitteimittis. Y hacia él estaban dirigidos los ojos de los señores sentados en los sillones forrados de cuero.
Este relej de torre tiene dos esferas, una en cada lado de la torre del campanario, de manera que puede verse perfectamente la hora desde todas direcciones. Las esferas son grandes y blancas y las saetas gruesas y negras. En el campanario hay un empleado, cuya única misión consiste en cuidar el reloj, pero el tal cargo resulta la mejor de las prebendas conocidas, pues de memoria humana nunca el reloj de Vondervotteimottis ha hecho necesarios sus buenos oficios. Y últimamente la suposición de que hubiese podido necesitarlo, habría sido considerada como una herejía. Desde la fecha más remota que se cita en los archivos, la campana mayor había tocado, las horas con toda regularidad. Y lo mismo sucedía con respecto a los demás relojes de la aldea. Nunca hubo otro lugar en el que las horas estuviesen tan bien señaladas y mejor marcadas. Cuando el gran badajo creía llegada la ocasión de decir: «Mediodía» sus obedientes servidores abrían al mismo tiempo sus gargantas y respondían como un solo eco. En una palabra, los buenos burgueses se relamían al comer sus coles ácidas, pues estaban orgullosos de sus relojes.
Ya es sabido que las personas que disfrutan de una prebenda gozan de singular veneración y consideración, y como el campanero de Vondervotteimittis tenía la mejor prebenda del mundo, era, naturalmente, el más respetado de todos los hombres. Era el dignatario más respetado de la aldea y aun los mismos cerdos lo miraban con la mayor reverencia. La cola de su casaca era mucho más larga; la pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su estómago eran mucho mayores que los de ninguno de los señores ancianos de la aldea, y para acabar de afirmar más su superioridad, su papada era doble.
Acabo de hacer un relato del estado de felicidad de que disfrutaba Vondervotteimittis, pero ¡cuánta compasión no inspira que un cuadro tan seductor estuviese destinado a sufrir un cambio cruel!
En la aldea se consideraba, desde la más remota antigüedad, como verdad axiomática, que «nada bueno puede venir de más allá de las montañas» y es preciso creer que tales palabras eran proféticas.
Anteayer, a las doce menos minutos, en la cumbre de la montaña de oriente apareció una extraña figura. Tal acontecimiento debía, naturalmente, llamar la atención de todo el mundo, y cada uno de los ancianos, que estaban sentados en sus sillones tapizados de cuero, volvió uno de sus ojos asombrado y asustado hacia el horizonte, aunque conservando el otro fijo en el reloj del campanario. A las doce menos tres minutos ya se pudo ver perfectamente que se trataba de un hombre joven, de baja estatura y, sin duda alguna, forastero. Descendía por la vertiente de la montaña con una rapidez pasmosa, de manera que todos tuvieron tiempo y ocasión de verle a sus anchas.
Era la personilla más linda que se hubiese visto nunca en Vondervotteimittis. Tenía el rostro de color tabaco, la nariz larga y picuda, los ojos pequeños como garbanzos, la boca grande y una magnífica hilera de dientes, que parecía deseoso de mostrar cuando se reía sardónicamente, y entonces la boca le llegaba de una o otra oreja. Añádase a eso el bigote y la barba y seguramente ya no había nada más que ver en su rostro. Llevaba la cabeza descubierta, y sus cabellos habían sido sin duda rizados por medio de papillotes. En cuanto a su traje, lo constituían un frac negro, ceñido, que terminaba en cola de golondrina, y de uno de sus bolsillos colgaba largamente la punta de un pañuelo blanco; los calzones eran de casimir negro, medias de igual color y unos escarpines que parecían mitades de zapatos atados por enormes lazos de raso en vez de cordones. Debajo de un brazo llevaba un violín que, por su tamaño, podía llamarse contrabajo, puesto que era cinco veces mayor que su dueño. Su mano izquierda sostenía una tabaquera de oro, de la que tomaba incesantemente rapé, con el aire más alegre del mundo. Mientras bajaba por la vertiente de la montaña hacía mil cabriolas y daba toda suerte de pasos de baile caprichosos. ¡Dios mío! ¡Qué espectáculo para los honrados vecinos de Vondervotteimittis!
Para decir verdad, aquel tunante revelaba, aparte de su risa sardóica, el siniestro carácter de su fisonomía. Y mientras galopaba en línea recta hacia la aldea, solamente la forma truncada de su calzado bastó para despertar mil sospechas y recelos; más de un burgués, entre los que le contemplaban, habría dado algo por el privilegio de ver que había bajo la punta de su pañuelo colgante de su frac de cola de golondrina. Más lo que principalmente despertó la indignación general fue aquel miserable mequetrefe, al bailar caprichosamente toda suerte de danzas, no lo hacía de manera acompasada, ni poseía, al parecer, la más vaga noción de lo que se llama observar la medida o como diría un holandés «ir con la hora».
Todavía el honrado vecindario de la aldea no había tenido tiempo de expresar su asombro, abriendo los ojos de par en par, cuando, precisamente treinta segundos antes de las doce, aquel miserable vagabundo se presentó en medio de las dignísimas personas que lo observaban. Daba en un lugar un salto, hacía un trenzado en otra parte o una pirueta más allá. Luego, de pronto, partió rapidísimo hacia el campanario de las Casas Consistoriales, donde el guardián del reloj fumaba, estupefacto, en actitud digna y alarmada a un tiempo. El miserable le cogió primero por la nariz y le dio un tirón en ella; luego se encasquetó el sombrero en la cabeza hasta las orejas; hecho esto, enarboló su enorme violín y empezó a golpearlo de un modo continuado y vigoroso, que, teniendo en cuenta el estado del guardián y que el violín era muy grande y estaba hueco, podría haberse jurado que un regimiento de bombos estaba redoblando en la torre del reloj de Vondervotteimittis.
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Nadie sabe a qué espantoso acto de venganza hubiesen podido llegar los habitantes dé la aldea, de no darse el caso de que en aquel momento faltaba solamente medio segundo para el mediodía. Iba a tocar la campana y era absolutamente necesario que todos ellos tuviesen los ojos fijos en el reloj. Por otra parte, era evidente que el desvergonzado individuo se había subido entonces al campanario y se las había con el relej, metiéndose en lo que no le importaba, pero como la campana empezaba a tocar, nadie tuvo tiempo ni ocasión de vigilar las maniobras de aquel criminal, ya que todos estaban dispuestos a contar las campanadas.
«¡Una!», dijo la campana.
—¡Una! —repitió cada uno de los viejos de Vondervotteimittis, sentado en cada sillón tapizado de cuero.
Y repitieron exactamente la campanada los relojes que cada uno de ellos tenía en la mano, los de sus respectivas mujeres, los de sus chicos y hasta los que estaban colgados de los rabos de gatos y cerdos.
«¡Dos!», dijo luego la campana grande.
—¡Tos! —repitieron todos los aparatos mediadores del tiempo.
«¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez!», dijo la campana.
—¡Dres! ¡Cuatro! ¡Cingo! ¡Seiz! ¡Siede! ¡Otcho! ¡Nefe! ¡Tiez! —respondieron, otros.
«¡Once!», exclamó la campana.
—¡Ontsee! —aprobaron todos los demás. «¡Doce!», dijo la campana.
—¡Tose! —contestaron los demás, satisfechos y a coro.
—Hasta que llegue otro mediodía —dijeron los viejos, metiéndose los relojes en los bolsillos.
Pero la campana grande no había terminado aún.
«¡Trece!», exclamó.
—¡Tiiaplo! —exclamaron, asustados, todos los viejos, palideciendo, dejando caer las pipas de sus bocas y sus piernas derechas, que tenían sobre las izquierdas.
—¡Tiaplo! —gimieron todos—. ¡Drese! ¡Drese! ¡Mein Gott! ¡Las drese!
¿Intentaré siquiera describir la escena siguiente? Todo Vondervotteimittis quedó súbitamente sumido en espantoso tumulto.
—¿Qué le basa, pues, a mi matre? —gruñeron los chiquillos—. Dengo jambre teste hase una hora.
—¿Qué les pasa, pues, a mis coles? —gritaron las mujeres—. Tepen estar hechas habilla teste hase una hora.
—¿Qué le basa, pues, a mi biba? —juraren todos los viejos—. ¡Druenos y rayos! ¡Tepe estar abagata hase una hora!
Rellenaron furiosamente sus pipas y hundiéndose en sus sillones respectivos empezaron a chupar con tanta prisa y ferocidad que el valle quedó envuelto en una nube impenetrable.
Mientras tanto, las coles se ponían al rojo cereza y parecía como si el mismo diablo se hubiese apoderado de cuanto tuviera forma de reloj. Los que estaban esculpidos en los muebles se echaron a bailar, cual si estuviesen embrujados, en tanto que los que se hallaban sobre las chimeneas apenas podían contener el furor de que estaban animados y se obstinaban en tan encarnidado repique de «¡Drese! ¡Drese!» y con tal agitación de sus péndulos, que era cosa espantosa de ver. Mas lo peor de todo fue que los gatos y los cerdos ya no podían soportar más el desorden de los relojitos de repetición atados a sus rabos y lo demostraban corriendo por toda la plaza, rascando, escarbando, gritando y aullando, de manera que formaban una espantosa confusión de maullidos y gruñidos, y se arrojaban a la cara de las personas, bajo las faldas de las mujeres y originando así la cencerrada más infernal que se puede imaginar.
Y el miserable que se había instalado en el campanario, hacía sin duda alguna todo lo posible para aumentar todavía las proporciones de aquel desastre. De vez en cuando podían verle a través de la humareda de las pipas. Estaba aún en el campanario, montado sobre el guardián, que yacía en tierra y boca arriba. El maldito tenía entre los dientes la cuerda de la campana, que sacudía sin cesar de derecha a izquierda con movimientos violentos de cabeza, y armaba tal batahola, que aun me zumban los oídos al recordarlo. En sus rodillas descansaba el enorme violín, que rascaba sin acordes ni compás, empuñando el arco con las dos manos y tratando de parodiar horriblemente un aire inglés.
En vista del mal estado de aquel asunto, abandoné, asqueado, la aldea y ahora dirijo un llamamiento a todos los amantes de la hora puntual y de las coles ácidas. Marchemos en masa hacia la aldea y restauremos el antiguo estado de cosas en Vondervotteimittis, arrojando del campanario a aquel bellaco.