El agua cálida del golfo de México se arremolina alrededor de sus tobillos y calma el cansancio de sus huesos. El trayecto en coche desde Corpus Christi a Veracruz es muy largo. Ella no quería parar allí, ni siquiera sabía con certeza adónde iba. Simplemente, lo importante era ir.
Quería estar sola, y aquí está, rodeada de soledad en una playa casi vacía en la que solo hay unos cuantos extraños. Y como son extraños, no le importan.
Lleva tres días completamente sola. Primero, conduciendo, después en aquella playa, bañándose en el mar y durmiendo en su habitación del hotel. En realidad, la habitación es una pequeña cabaña que está realidad, la habitación es una pequeña cabaña que está en la playa. La arena llega hasta su puerta, donde ella tiene que limpiarse los pies con una toalla antes de entrar. Sin embargo, hay arena en el suelo de baldosines, y hay arena entremetida en las fibras de las alfombras de colores.
Aquel sitio huele a mar, y un poco a humedad, y a algo oscuro y exótico. A ella no le importa. Le encanta aquel olor. Le recuerda que está lejos de su hogar y de su vida. Ha dormido mucho en aquella habitación, pero de todos modos está cansada. Tiene una pesadez lánguida en el cuerpo, algo que no consigue sacudirse.
No hay nada que le dé energía; ni los atardeceres brillantes de México, ni las horas de sueño, ni siquiera el poder del océano.
¿Qué es lo que necesita?
Avanza hacia el agua azul y verde, mirando hacia el horizonte del mar, donde el sol de última hora de la tarde acaricia las crestas de las olas. El océano le acaricia las rodillas, las caderas, como las manos suaves de un amante que nunca ha conocido.
Siente un movimiento junto a ella, y se da la vuelta. Hay un hombre muy cerca, con el agua por la cintura.
Ella solo ve su torso y su cabeza. El sol se refleja en sus hombros anchos y bronceados. En uno de ellos tiene un tatuaje complicado, pero ella no distingue el diseño. Ve los planos y las sombras de una espalda musculosa y bonita, y una cintura muy estrecha.
De repente, se estremece. Él se da la vuelta, casi como si se hubiera percatado de que lo están mirando, y sonríe.
Ella le devuelve la sonrisa, y de repente, él se acerca.
Tiene un rostro magnífico, una cara bella y masculina al mismo tiempo. Sus rasgos son un poco irregulares, pero tiene una mandíbula fuerte y unos labios carnosos y sensuales. Sus ojos son del color de la tierra, de un castaño oscuro que ella encuentra cuando está trabajando en el jardín, en casa. Pero no quiere pensar en su casa. No, lo único que quiere es estar allí, mirando a aquel hombre.
Él se mueve con elegancia contra la fuerza del agua.
Se detiene a pocos metros, y ella distingue entonces que su tatuaje es un tigre sobre el fondo de unas olas de tsunami, al estilo japonés. Y se da cuenta de que quiere tocarlo.
El agua parece algo esencial para el momento. Sin embargo, aquel hombre es de tierra. Y cuando habla, su voz tiene un timbre grave que es también de tierra.
–Eres nueva aquí.
Es una afirmación, pero ella siente la necesidad de responder.
Él es estadounidense, y parece algo cortés el hacerlo.
–Llegué anteayer.
Él asiente y se acerca. Ella no puede apartar los ojos de su cuerpo. Cuando alza la vista, ve que él la está mirando a la cara. Sus ojos la hacen temblar.
¿Por qué tiene la sensación de que él puede leerle el pensamiento?
De repente, ella nota con intensidad el agua corriéndole como la seda por entre los muslos, cuando una ola llega y se retira. La piel desnuda que no tapa su biquini color turquesa, del mismo color que el mar más allá de las olas, hace que se sienta desnuda bajo la mirada del extraño.
Ella lo observa. Él se lame los labios. Ella quiere besarlo; lo desea tanto, que se le hace la boca agua. Él da otro paso hacia ella, hasta que queda tan cerca que ella juraría que puede oler la sal de su piel.
Ella no se atreve a moverse para no romper la magia del momento. No hacen nada, aparte de observarse mutuamente. Ella no quiere decir nada. Siente un agudo deseo, y solo quiere tocarle la piel. No quiere pensar en el motivo.
Llega otra ola, y al retirarse, choca contra su espalda, en la cintura. Ella se imagina la mano de aquel hombre acariciándole aquella carne tierna. Y de nuevo, tiene la sensación de que él sabe quién es.
–Ven a nadar conmigo –le dice él.
Se zambullen en las olas, y él bucea hasta que sale a la superficie, chorreando como un tritón. En realidad, es una criatura fantástica. Ella ya está imaginándose historias eróticas con él. Ve sus manos sobre la piel desnuda de su cuerpo, en sus pechos, entre sus muslos.
Su boca en ella, moviéndose por su carne…
Ella se mete bajo el agua para enfriar su calor.
Cuando sale, apartándose el pelo de la cara, él está justo a su lado, y le pone una mano sobre el brazo, con tanta suavidad que ella apenas puede sentir su contacto. Sin embargo, la atraviesa como una descarga eléctrica, y bajo la tela de su biquini se le endurecen los pezones.
Ella quiere que él la toque de nuevo.
Se acerca y deja que las olas la empujen hacia su cuerpo. Es tan duro y tan fuerte como aparenta. Y ella nota su erección sólida contra el vientre.
En su mente solo hay una palabra: sí.
Él le posa la mano en el hombro y después la desliza por su brazo, y la siguiente ola los aplasta uno contra el otro. Ella alza la vista y ve su boca, y quiere besarlo. Y, como si le leyera el pensamiento, él bajo la cabeza y atrapa su boca.
Sus labios son deliciosos, blandos y salados. Cuando él le separa los labios y desliza la lengua entre ellos, ella se derrite. Su sexo arde de necesidad, y ella le devuelve el beso, hambrienta por lo que él tenga que ofrecer. Él le llena la boca. Su lengua está caliente y húmeda. Ella necesita más.
Se aparta, le desliza la lengua por la garganta y le arranca un pequeño gemido. Su cuerpo late como respuesta. Mueve la lengua y lame el tatuaje de su hombro, y desliza la lengua por el dibujo. Sal. La sal del sudor y del mar. Y algo más, algo casi dulce como la vainilla, bajo la sal. Algo que es parte de él. Él entrelaza vainilla, bajo la sal. Algo que es parte de él. Él entrelaza los dedos en su pelo y encoge los dedos, pero deja que ella se mueva libremente.
Ella retrocede para ver su cuerpo. Lo acaricia, y nota que sus pezones están duros. Quiere tirar de ellos con la boca, y lo hace, mientras la fuerza del océano los mece.
Él pasa las manos por sus costados y las mete por debajo de su biquini. Encuentra los pezones con las yemas de los dedos y se los acaricia, se los pellizca y juega con ellos hasta que ella siente el dolor del deseo.
Ella vuelve a su boca y le lame el labio inferior, y lo atrapa para succionarlo. Él le pellizca los pezones con fuerza, y ella susurra:
–Acaríciame.
Entonces él le pasa el brazo por la cintura y la atrae hacia sí. Mete la mano entre sus cuerpos, y después, por debajo de la braguita del biquini. Se hunde entre sus pliegues hinchados. Ella casi no puede soportarlo, pero él mueve los dedos por encima de su clítoris, que está duro y vivo. Entonces, él empieza a frotarlo.
Ella siente tanto deseo que le duele. Mete la mano en el agua y saca su miembro del bañador, y se el agua y saca su miembro del bañador, y se entusiasma al notar su tamaño y su peso. Y se entusiasma aún más al notar que tiene un anillo justo debajo del extremo. Siente fascinación y pasa las yemas de los dedos por el metal frío. Juguetea con el anillo y tira suavemente de él.
Lo acaricia al mismo ritmo que él la acaricia a ella. Él le guía las piernas y se las coloca alrededor de la cintura para sujetarla, flotando, en el agua.
Las sensaciones aumentan cuando él succiona la carne de su garganta. Ella tiene su miembro en la mano, y se deleita al notar cómo le llena la palma, y con el hecho de que no pueda abarcar su grosor con los dedos. Pero no quiere que penetre en su cuerpo todavía. Primero quiere que tengan un orgasmo uno en las manos del otro.
Cuando él le introduce un dedo, ella está a punto de perder el control. Agarra con más fuerza su miembro, y se lo acaricia hasta que le arranca un gemido de placer.
Ella mueve las caderas y tiembla cuando él le acaricia el clítoris, llevándola hacia el éxtasis. Entonces, él comienza a mover la mano con más rapidez, y el placer la invade. Siente un orgasmo y, al mismo tiempo, acaricia su miembro hasta que nota la calidez de su simiente en la mano. Sus cuerpos se arquean de placer.
Pronto, el agua del océano le limpia la simiente cálida de la mano, y ella se siente un poco triste. Se aferra a él; su sexo sigue latiendo y ardiendo, y ella tiene la respiración entrecortada.
A su alrededor, el océano se mueve con su ritmo eterno.
Él le aparta el pelo mojado de la cara. Es un gesto muy tierno para un extraño, pero ella tiene su miembro relajándose en la mano, así que él ya no es precisamente un extraño, ¿no?
Permanecen juntos en el agua, dejándose mecer por las olas. Ella tiene la cabeza apoyada en su pecho, y siguen así hasta que el cielo comienza a volverse rosa y ámbar. Ninguno de los dos quiere terminar con aquella experiencia.
Finalmente, él le pregunta: –¿Estás cansada?
–No, en absoluto.
Y, por primera vez desde hace días, se da cuenta de que es cierto. Siente la energía en el cuerpo, como si fuera un fuego casi extinguido que él ha vuelto a avivar.
Él se queda callado durante un momento, y después le susurra suavemente:
–Llévame a tu habitación.
Ella lo mira fijamente, y asiente. Lentamente, se desengancha de su cuerpo como si fuera la larga rama de un alga. Pese a que se siente relajada y liberada, también nota una tensión nueva y exquisita al oír su voz. Ante la perspectiva de lo que va a suceder aquella noche.
Él la toma de la mano y la sigue hacia la orilla. En la playa, ella recoge la toalla, el sombrero y el libro de la arena, y juntos caminan hacia su cabaña.
Cuando están junto a la puerta, se vuelve a mirarlo.
Él tiene la piel cubierta de gotas de agua, y ella le ofrece la toalla. Él la toma, pero en vez de secarse, comienza a secarla a ella: le frota los hombros, los brazos, el estómago. Cuando se agacha para secarle las pantorrillas y asciende por sus muslos, a ella se le contrae el sexo.
Sí…
En un segundo, él está en pie de nuevo, y se seca.
Después alza la barbilla para señalar la puerta. Ella Después alza la barbilla para señalar la puerta. Ella hace una pausa, y él sonríe.
Su sonrisa es resplandeciente. Es tan bella como el resto de su cuerpo.
Ella abre la cerradura, y entran. Deja el libro y el sombrero sobre una mesita, y él mira a su alrededor y deja la toalla húmeda en el respaldo de una silla. Ella se estremece un poco al notar el aire fresco de la cabaña.
Da un paso hacia él.
–Espera –le dice él–. Quiero mirarte un momento.
Ella se detiene y espera. Él se pasa una mano por el estómago; la desliza por una estrecha franja de vello oscuro que conduce desde su ombligo al interior de la cintura de su bañador negro y rojo. Sí, ella quiere mirarlo también, quiere ver su carne desnuda y el piercing de su miembro. Nota que se le endurecen los pezones una vez más, y que se le hinchan los labios del sexo.
Cuando él se aprieta con la mano la parte delantera del bañador, ella ve la forma de su miembro endurecido bajo la tela húmeda.
Oh, sí…
Y entonces, él se baja el bañador y queda desnudo Y entonces, él se baja el bañador y queda desnudo ante ella. Su cuerpo es una maravilla, todo músculo duro y piel bronceada. Su miembro es tan bello que ella siente ganas de tocarlo, y siente también la necesidad de tenerlo dentro. Y aquel anillo de metal que brilla con los rayos del sol que se filtran por las persianas… tiene un aspecto perverso.
A ella se le seca la garganta, y se le humedece el sexo. Aprieta los muslos.
–Te toca a ti –dice él.
Bajo la mirada de sus ojos oscuros, ella se quita los triángulos de tela azul que le cubren los pechos y después se pellizca los pezones, se tira de ellos y siente el placer extendiéndosele por el cuerpo. Todo se amplifica bajo los ojos castaños de aquel extraño, que tiene el deseo reflejado en la cara.
Él gime suavemente, y susurra: –Preciosa.
Hace mucho tiempo que ella no se siente preciosa. Pero ahora, con él, sí. Y es un alivio que no sabe explicarse ni siquiera a sí misma.
Sin embargo, en este momento no quiere pensar. Solo necesita sentir.
Él tiene los ojos brillantes y se está acariciando el miembro, moviendo los dedos, ligeramente, sobre la carne rígida.
Ella no había visto nada tan excitante en toda su vida.
Se desliza el biquini por las caderas y se lo quita, y da un paso hacia él.
–Acaríciate para que yo te vea –le pide el extraño.
Ella sonríe y se pasa los dedos por los pezones una vez más, y después se mueve hacia abajo y roza su vello. Cuando se pasa dos dedos por la hendidura del sexo, se da cuenta de que está húmeda y resbaladiza, como el mar. Todavía puede oír el sonido de las olas y percibir el olor de la sal, y todo eso es parte del momento. Es el poder del océano, y aquel extraño es la tierra, y entre ellos hay un fuego que se aviva a cada momento.
–Mete los dedos en tu cuerpo –le dice él, y ella lo hace. Abre los muslos y se hunde en aquel hueco húmedo.
Siente placer al tocarse a sí misma bajo su mirada oscura, y al ver que él se aprieta el miembro.
Entonces, él le saca la mano de entre las piernas y se Entonces, él le saca la mano de entre las piernas y se lleva sus dedos a la boca. Un calor húmedo la envuelve.
Así debe de ser la sensación de recibir su miembro deslizándose en su cuerpo.
Su sexo se contrae.
–Necesito sentirte –le dice ella–. Quiero sentir tus manos en mi cuerpo. Tu boca. Tu miembro.
–Sí –susurra él, con una voz llena de necesidad.
Él la toma de la mano y la lleva hacia la cama. Las sábanas están revueltas, porque ella ha dormido una siesta aquella tarde. Él la tumba boca arriba y se arrodilla a su lado. Ella se estremece, esperando.
Él inclina la cabeza y la besa, y ella percibe el sabor de sus propios fluidos en sus labios. Entonces, él se mueve hacia abajo sin separar la boca de su piel, y le succiona un pezón rígido.
–¡Ah!
Ella no puede creer que esté ya tan cerca del clímax.
Él succiona con tanta fuerza que casi le hace daño, pero es demasiado gozoso como para que ella se preocupe.
«Sí, succiona más fuerte…».
El placer va desde su pecho a su sexo, y su clítoris está latiendo con fuerza.
–Acaríciame –le dice.
Él se mueve hacia abajo y le separa los muslos con las manos. Y entonces, posa la boca en ella y desliza la lengua por sus labios, y la introduce en su cuerpo. Ella se retuerce y jadea. El placer le causa escalofríos. Y cuando él toma su clítoris en la boca y lo succiona, ella llega al éxtasis y explota, y las caderas se le levantan de la cama.
–¡Ah, sí, hazme el amor!
Él introduce los dedos en su cuerpo, y ella siente una nueva ráfaga de placer tenso y caliente. Vuelve al clímax una y otra vez, moviendo las caderas contra su boca y su mano.
Todavía está temblando cuando él alza la cabeza con una sonrisa. Entonces, le pregunta: –¿Tienes preservativos?
Ella asiente, pero pasan unos segundos antes de que pueda hablar.
–Están en el neceser plateado que hay junto a mi maleta.
Ella lo ve acercarse a la maleta, que está en el suelo, y tomar el pequeño neceser. Él lo abre y, después de y tomar el pequeño neceser. Él lo abre y, después de rebuscar un momento, encuentra una ristra de paquetitos doblados uno sobre otro. Son los que quedaron del último viaje que ella había hecho con su ex, antes de…
No va a pensar en eso. Ahora no.
Él rasga uno de los paquetes con los dientes y se arrodilla sobre ella, en la cama, pero antes de que pueda penetrar en su cuerpo, ella toma el anillo plateado con los dedos, y tira suavemente.
Él gruñe.
–¿Este piercing se llama un «Príncipe Alberto»?
–Sí.
–No lo había visto nunca. ¿Te dolió?
Él se ríe.
–Sí, me dolió.
Ella sonríe.
–¿Y provoca sensaciones diferentes?
–Estás a punto de averiguarlo.
Él se pone el preservativo, y ella separa las piernas.
–Sí, así. Más –dice él, con la voz tensa y ahogada.
Ella le rodea los muslos con las piernas, y él pasa una mano por debajo de su trasero para alzarla, y después, entra en ella.
Se detiene un momento, y ella está casi segura de que puede sentir la curva del anillo de metal. Es algo delicioso. Su sexo late de placer; todo su cuerpo está latiendo. En el punto donde el anillo de metal, al extremo de su miembro, roza su cuerpo, ella siente un latido constante de lujuria.
Se mueve, intentando tomarlo más profundamente.
Él le acaricia la mejilla y la mandíbula, y después le sujeta la cara con algo de brusquedad. Y entonces se hunde en ella de un solo golpe, de una embestida dolorosa.
–¡Ay!
Todo su cuerpo se vuelve de fuego líquido. Cuando él se retira, ella siente placer y dolor a la vez, y él vuelve a embestirla. Sigue entrando y saliendo de ella con un ritmo furioso, causándole un dolor y un placer tan exquisitos que está a punto de llegar al éxtasis otra vez, en un momento.
La primera oleada de placer le contrae las paredes del cuerpo alrededor del miembro hinchado del extraño.
–Eres tan ceñida… –murmura él.
Y entonces, él embiste más y más, y ella sigue sintiendo un clímax abrumador. Está perdida, ahogada en el placer, temblando.
Y él sigue acometiendo para prolongar su orgasmo.
Un momento más tarde, él se pone rígido y se estremece, y alcanza el éxtasis con un grito mientras le clava las uñas en el trasero. Con la otra mano sigue sujetándole la cara, así que ella está obligada a mirarlo.
Y ella se deleita con su forma de desmoronarse en el placer, entre gruñidos suaves, con los ojos cerrados y la cabeza inclinada hacia atrás.
Sus caderas no dejan de moverse, y su miembro sigue erecto. Y ella tiene otro orgasmo, y su cuerpo se tensa y se contrae. Él nota lo que está ocurriendo y mete la mano entre sus cuerpos, y le pellizca el clítoris, y tira de él. El placer es tan intenso que ella se queda debilitada, jadeante. Y más saciada de lo que nunca se ha sentido en la vida.
Él sale de su cuerpo, y ella espera que se aparte. Sin embargo, después de despojarse del preservativo, se tumba a su lado y la abraza. Con la cabeza sobre su pecho, ella oye los latidos de su corazón. Su cuerpo está pecho, ella oye los latidos de su corazón. Su cuerpo está caliente, y huele a mar, como el mismo océano.
Duermen. Cuando ella se despierta, ha oscurecido por completo. No tiene ni idea de qué hora es, pero no importa.
Se levanta a buscar una botella de vino tinto y la lleva a la cama, junto con una bandeja de fruta y algunos bollos que le ha comprado esa mañana a un vendedor de la playa.
La luz de la luna entra a través de las persianas e ilumina suavemente la habitación. Y ella ve que él está despierto, observándola.
–Hola –dice, con la voz ronca del sueño.
–Hola.
–¿Quieres que me marche?
–No. Quédate conmigo. ¿Tienes hambre?
–Me muero de hambre –dice él. Se sienta en la cama, toma el vino de sus manos y lo descorcha, y bebe directamente antes de pasarle la botella.
Ella ha puesto la fruta sobre la cama, y él toma el cuchillo que hay al borde de la bandeja y pela una manzana. Después la corta en pedazos, y le ofrece uno a ella. Ella muerde la manzana y siente que su dulzura le ella. Ella muerde la manzana y siente que su dulzura le llena la boca. Da un sorbo de vino. Todo le parece muy sensual: la fruta, el vino, el olor del sexo en el aire, el calor del cuerpo de él, tan cerca del suyo… Y fuera, el sonido de las olas del mar, que rompen contra la orilla.
Comen los bollos de miel, y beben vino. Y cuando ambos están llenos, él le vierte un poco de vino en la piel desnuda y después lo lame hasta que ella está otra vez húmeda y ansiosa, y le ruega que le haga el amor de nuevo.
Esta vez, él la tumba boca abajo y después la coloca de rodillas sobre el colchón. Ella está temblando, y él le separa los labios del sexo con los dedos. Se oye el sonido del paquetito rasgándose. Primero entra en ella con los dedos, y ella se echa hacia atrás, hacia su mano, ahíta de placer.
–Estás muy húmeda, muy preparada.
–Sí…
Él saca los dedos de su cuerpo, y al instante, el extremo de su miembro entra en ella. Es tan grande que la llena centímetro a centímetro, y el anillo se desliza contra su punto más erótico. Le rodea la cintura con un brazo, y con la otra mano la agarra por el pelo con fuerza y la obliga a elevar la cabeza. Ella se siente dominada. Y se abandona a él cuando empieza a embestirla, al principio lentamente, y después, cada vez más rápidamente, y con más fuerza. El placer inunda su organismo, su vientre, sus brazos y sus piernas. Y su sexo se contrae, se hincha, se prepara para explotar.
Cuando él baja la mano y le presiona el clítoris, ella tiene un orgasmo muy intenso. Las oleadas de placer arrasan su cuerpo, tan fuertes y rápidas como la corriente del océano. Y ella se echa a temblar, casi solloza por todo aquel poder.
Se queda sorprendida cuando él sale de su cuerpo y la deja vacía, abandonada. Pero su mano vuelve allí, y sus dedos recogen su humedad y la reparten por su sexo y más arriba, por su ano. Él se inclina hacia delante y le besa la espalda, y ella se arquea hacia aquella sensación. Está hipersensibilizada por sus caricias, por tanto placer. Él separa los labios y pasa la lengua por su cintura, al mismo tiempo que introduce uno de los dedos por su ano.
–Shh, relájate –le susurra.
Y ella se relaja. Es la primera vez que la penetran de esa forma, pero en este momento, es completamente esa forma, pero en este momento, es completamente sensual. Con la otra mano juguetea con su clítoris y lo convierte en un botón duro una vez más. Ella casi no puede creer que su cuerpo todavía sea capaz de sentir placer.
Él hunde más el dedo.
–Respira –le dice, con una voz calmante y suave.
Hay sexo en esa voz. Su propio deseo está contenido en ella.
Ella hace lo que él le ha pedido y respira profundamente, y él comienza a deslizar el dedo dentro y fuera de su cuerpo. Ella nunca ha sentido nada igual; está llena, pero quiere más.
–Házmelo ya, por favor.
Él sigue jugando unos minutos más, y ella se echa hacia atrás e intenta tomar todo lo posible de él.
–Por favor –le ruega una vez más.
Entonces, él aparta las manos, y ella nota el extremo de su miembro en la más ceñida de las entradas de su cuerpo. Él le abre las nalgas y empuja su miembro hacia dentro. Al mismo tiempo, le frota el clítoris, dibujando pequeños círculos con el pulgar, e introduce otros dedos en su sexo. Un placer salvaje la atraviesa como un en su sexo. Un placer salvaje la atraviesa como un cuchillo, y grita. Él responde hundiéndose más en ella, el miembro y los dedos a la vez, centímetro a centímetro, pidiéndole que respire, que se relaje.
Sin embargo, ella ya se ha vuelto líquida, y solo siente deseo por él. Por cualquier cosa que él quiera darle.
Él la toma lentamente, y parece que dura siempre.
Su miembro, abriéndose camino en su cuerpo, y su pulgar dibujándole círculos en el clítoris, y sus dedos entrando en ella.
Justo cuando ella empieza a pensar que él es demasiado cuidadoso, él acelera el ritmo y empieza a entrar y a salir de su cuerpo, llenándola y expandiéndola. Es algo doloroso y delicioso a la vez.
Está embriagada de sensaciones, y lo único que puede hacer es devolverle las acometidas hacia atrás. Su mente está vacía; ella no es nada más que aquellas sensaciones mientras su cuerpo es penetrado de todas las formas posibles. Y es libre como nunca lo había sido.
Eso era lo que necesitaba, lo que había estado buscando, piensa vagamente, aunque no lo había sabido hasta aquel momento.
El placer aumenta y recorre su cuerpo en oleadas, hasta que se hace tan pesado que la aplasta, y ella se desploma sobre el colchón. Él sigue penetrándola sin cesar, y ella vuelve a llegar al orgasmo. Los dardos del placer la atraviesan, y comienza a sollozar y a temblar.
Su éxtasis ha sido tan intenso que no puede pensar en otra cosa que en las exquisitas sensaciones que le recorren el cuerpo, un cuerpo que ya no le pertenece a ella, sino a él.
Él se pone rígido y sigue embistiéndola. Su miembro erecto le produce dolor, y también el hecho de saber que aquella experiencia está terminando.
Él se desploma sobre ella, temblando tanto como ella. Le seca las lágrimas de las mejillas sin decir una palabra. Se quedan allí tendidos durante un largo tiempo, y al final, duermen.
Amanece en la playa de Veracruz, y corre una brisa fría. Sin embargo, ella nota su calidez a su lado, y oye el sonido de un suspiro.
Está tumbada boca arriba. De repente, recuerda por qué tiene que marcharse de Corpus Christi. Recuerda qué tiene que marcharse de Corpus Christi. Recuerda que tenía el corazón roto, pero que ya se ha curado.
Aquel extraño la ha curado, de algún modo. Es como una criatura mágica, salvo que su presencia física es demasiado real. Él abre los ojos mientras ella lo está observando, y ella le acaricia las olas que tiene tatuadas en el hombro, detrás del tigre. Él es de tierra, pero también de agua. El tiempo que han pasado juntos está hecho de esos elementos, y de repente, ella necesita volver al océano con él. Está desesperada y un poco triste.
–Ven conmigo –susurra.
Él asiente y se incorpora. Le sonríe. Y ella sabe que todo se va a arreglar.
Salen juntos a la playa, desnudos, y se acercan a la orilla. El sol está saliendo por el horizonte mientras entran al mar. Las olas les acarician el cuerpo y el sexo desnudo. Cuando el agua les llega por la cintura, se detienen, y él la abraza allí, mete la mano entre sus piernas y los dedos en su sexo. Ella se abre para él, y toma su miembro en la mano para atormentarlo. Le pasa los dedos por el metal frío del piercing, y tira suavemente del anillo.
Él gime y esconde la cara entre su pelo, y empuja contra su mano. Y flotan en el agua, como hicieron la primera vez. Salvo que parece que el día de ayer ocurrió hace miles de años.
Él la masturba con la mano, le hunde los dedos en el cuerpo, le presiona el clítoris con el dedo pulgar. Sigue empujando con las caderas dentro de su mano, y ella le aprieta el sexo con los dedos. Se mueven juntos, respiran juntos, jadean mientras se dirigen al clímax.
Un placer rápido y seguro recorre su cuerpo femenino, y la lleva cada vez más alto. El mar se mueve a su alrededor y los balancea, y les llena con su olor a sal.
Cuando ella nota la primera de las deliciosas contracciones del placer, él murmura: –Voy a tener un orgasmo.
–Sí –susurra ella.
Y sus cuerpos se mueven y se retuercen con aquel deseo desencadenado, tan salvaje como el mar. La simiente de él se derrama en su cuerpo, caliente y espesa como la miel, y ella la recibe mientras se desmorona. Laxa, entre estremecimientos, siente que el placer la recorre como las olas. Es tan poderoso como las mareas que se mueven en la Tierra.
Le rodea la cintura con las piernas. Él le besa las mejillas y la frente. Y se quedan allí mientras sale el sol e ilumina el cielo azul. Permanecen en silencio mientras el mundo despierta. Ella solo oye el océano, y el sonido de la respiración de él en el oído.
Finalmente, él se separa de ella y le dice: –Hoy me marcho hacia Cozumel para bucear.
–Tengo entendido que es muy bonito.
–Sí, lo es –dice él, y hace una pausa–. Ven conmigo.
Ella sonríe, pero niega con la cabeza.
–No puedo. Tengo que volver a casa. Necesito recuperar… mi vida. Resolver algunas cosas.
Él asiente.
–¿Ni siquiera quieres saber mi nombre?
–No. Lo siento, pero…
–No pasa nada.
–¿No estás enfadado?
–¿Qué ha pasado, en este tiempo que he estado contigo, para que tenga que enfadarme? –le pregunta él, y le acaricia la mejilla con los dedos–. Es como si hubieras salido de un sueño. Tal vez es mejor que las cosas sean así. Como un sueño.
–Sí.
Eso es, exactamente. Él lo entiende.
Una ola rompe contra ellos y los salpica. Ella pestañea para sacarse el agua de los ojos, y lo mira. Él se inclina y le lame el agua salada del labio inferior, mirándola con languidez. Parece que ve su alma. Ella se estremece de nuevo, pero en aquella ocasión no es por el placer físico, sino por algo más profundo.
Él la conoce; está segura. Y es algo reconfortante y terrorífico al mismo tiempo. Es el motivo por el que están juntos, como si una fuerza que está por encima de ellos hubiera determinado que tenía que suceder.
Ella no va a hacer más preguntas. Lo que pueda suceder después no importa. Se siente satisfecha con saber lo que sabe.