PAÍS RELATO

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dagney major

los monstruos

Un rugido, mitad de furia mitad de dolor, resonó en la tienda.
Joshua Bob, propietario del Circo de las Maravillas, introdujo la cabeza por la abertura de la tienda y miró furioso a la extraña colección de deformes criaturas.
Al ver su rostro, oyóse un rumor de inquietud.
—¡Menos ruido, malditos! —gruñó, amenazando con el puño a un hombre alto, enteramente azul, que era conocido por Sorpresa Azul—. ¿Es que no puedes mantener el orden entre las bestias?
—No es culpa mía, señor; de veras no tengo yo la culpa —replicó la Sorpresa Azul con una voz tan débil como su rostro—. El Enano les está haciendo reír y ¿Quién es él? se enfadó con el Huevo Humano. ¿No ha reído usted nunca, señor Joshua? —inquirió, sonriente, la Sorpresa Azul.
Una mueca cruel contrajo el rostro del empresario.
—No intentes bromear conmigo si no quieres exponerte a... una caricia de mis dedos.
Los concurrentes al circo habían notado que todos los monstruos llevaban guantes. Ignoraban que los llevaban para ocultar las «caricias» de los dedos de Joshua.
—Ahora, mis beldades —prosiguió el empresario—, basta de hacer ruido. Ya es hora de meterse en la cama. La función empieza mañana a las once, y si estáis adormilados y no contestáis cortésmente a los visitantes cuando os hablen os azotaré hasta haceros saltar la piel de la espalda. Que tengáis unos sueños hermosos —añadió con una sarcástica risita, y se marchó al vagón, donde tenía el dormitorio y el despacho.
Una vez allí sirvióse numerosos vasos de ginebra mientras hacía el arqueo de los beneficios de la jornada.
Su marcha de la Tienda del Dolor fue la señal para la reanudación, en voz baja, de la charla entre los monstruos.
Oyóse un arrastrar de cadenas.
Había los suficientes eslabones para permitir a los cautivos tenderse sobre la paja. Aquel cuadro era muy distinto del que el público veía durante el día, cuando cada uno de aquellos seres deformes estaba sentado a una mesita llena de objetos de su «propiedad», periódicos, cigarros y cigarrillos, que indicaban con qué amor cuidaba el señor Joshua Bob a su «familia».
La única luz que en aquel momento brillaba en la Tienda del Dolor era la suministrada por los rayos de la luna que, cuando no eran velados por las nubes, filtrábanse por entre las rasgaduras de la tela.
—Es una vergüenza, una indignante vergüenza que Joshua nos trate de la manera que lo hace —gimió ¿Quién es él?
—Si no te diese tanto miedo Joshua podrías hacer algo por sacarnos de aquí —dijo el Misterio, dirigiéndose al hombre teñido de azul.
—No le tengo ningún miedo a Joshua —replicó la Sorpresa Azul—. Lo único que temo son las consecuencias de obrar con prisas.
—Dejadme a mí. Tengo un plan —dijo el Huevo Humano.
—¡Bravo! —chilló el Enano con su aguda vocecilla.
—No veo por qué Joshua ha de hacerse rico a costa de nuestra desgracia —murmuró el Misterio.
—Esto se va a terminar —anunció enfáticamente el Huevo Humano, dentro de cuya enorme cabeza había un gran cerebro—. Amigos míos —prosiguió el Huevo, apoyando afectuosamente una mano en algo que se movía en un rincón—. Si sois pacientes os explicaré él plan que se me ha, ocurrido para librarnos de ese repugnante y canallesco empresario.
—¡Matémosle! —chilló el Enano, aunque enseguida se estremeció al pensar en la horca.
—Amigo mío, esta es una, reunión de personas sensatas —protestó el Huevo Humano.
Al oír la respuesta de su compañero, el Enano se sintió infinitamente más pequeño.
—¿Crees que ese hombre solo merece que se le asesine? No. Tengo proyectada una venganza mucho más refinada. Mi amigo —y de nuevo el Huevo apoyó suavemente una mano en aquella extraña, forma tendida en el suelo— ha logrado hacer que uno de los empleados fuera a buscar un paquete que llegó ayer para mí. En ese paquete está nuestra salvación.
Hubo un inquieto arrastrar de cadenas.
Un gruñido brotó de la forma que estaba tendida junto al Huevo y un ser que no parecía nada humano arrastróse por el suelo.
—Mi compañero —continuó el Huevo— ha logrado librarse de sus hierros con una lima que llegó dentro del paquete. Nos libertará a todos. Para mayor seguridad ha estado sentado encima del paquete desde que lo recibió.
Todas las infortunadas criaturas de la Tienda del Dolor dominaban su ansiedad, tirando de sus cadenas.
Uno tras otro, lenta, pero seguramente, fueron liberados por el amigo del Huevo Humano.
—¿Qué debemos hacer ahora? —preguntó la Sorpresa Azul.
—De momento que nadie se mueva. Y que todos callen.
Al instante se hizo el mayor silencio.
El Huevo Humano empezó a hablar.
—Hace demasiado tiempo que soportamos las burlas y las crueldades de Joshua. Bob. Es hora ya de que terminen sus martirios y humillaciones y de que tomemos la ofensiva.
Hubo un leve murmullo de unánime asentimiento.
—¡Matémosle! —casi gritó el Misterio.
—El crimen es innecesariamente brutal y no tiene nada de artístico —replicó el Huevo Humano—. No debemos limitarnos a una cosa tan baja.
—No, no —murmuró la Sorpresa Azul, que tenía esposa e hijos en alguna parte del mundo y se estremecía ante la idea de la pena capital.
—¿Por qué debemos seguir aumentando la cuenta corriente de Joshua Bob? —continuó el Huevo—. Tenemos que vivir nuestras vidas como caballeros. ¿Por qué un aborto del infierno nos ha de robar el derecho a la libertad? Creo que también nosotros tenemos nuestro puesto en el mundo.
—¡Muy bien! —exclamó el Enano—. Hace mucho tiempo me dijeron que Dios lo había previsto todo y que cada uno tenía un lugar destinado en la marcha de la Humanidad.
—He leído y aprendido mucho —prosiguió el Huevo Humano—. Y mi hermano es un cirujano muy hábil que trabaja en el East End de Londres, entre otros hijos del dolor. Él es quien me ha enviado el paquete. En otros tiempos más felices me enseñó gran parte de las maravillas de la cirugía moderna y el uso de los instrumentes necesarios. Esto —y levantó una cartera de piel— contiene una colección de instrumentos de cirugía.
En los rostros de los monstruos brilló una comprensiva lucecilla.
El profundo silencio que siguió fue quebrado por el Huevo.
—Que todos los que estén de acuerdo conmigo levanten la mano —murmuró.
Doce manos se elevaron, agitándose frenéticamente.
—Veo que hay absoluta unanimidad.
—¿Están preparados tus planes sin dejar nada a la casualidad? —preguntó el Enano.
—Lo tengo todo pensado.
—¿Cloroformo? —inquirió la Sorpresa Azul.
El Huevo Humano miró con desprecio al hombre teñido.
—La anestesia es para quien se la merece —dijo.
—Estoy de acuerdo contigo —asintió el Misterio.
Un gruñido brotó de la «cosa» que se arrastraba por el suelo.
—¿Y si nos descubren fuera de la tienda? —musitó el Enano, temiendo dar con sus huesos en la cárcel.
—Dentro de media hora, cuando todos los empleados duerman, las luces del pueblo hayan sido apagadas y Joshua Bob esté borracho, saldremos de aquí, protegidos por la oscuridad. No he dejado nada al azar. Que nadie tema que quebrantemos el onceno mandamiento.
—¿Y luego? —preguntó el Misterio.
—Regresaremos y esperaremos una semana o más, hasta que el suceso haya sido olvidado.
—¿Y la cartera de los instrumentos? —quiso saber el enano.
—La enterraremos.
—Supón que alguien nos ve arrastrarnos hacia el vagón de Joshua —dijo la Sorpresa Azul.
—La noche es de nubes. La luna no lucirá y enviaremos al Enano como explorador. Su minúscula estatura nos prestará un señalado servicio. Por otra parte, sus ojos son muy agudos... Y, además, caballeros, nada de verdadero valor se ha conseguido nunca sin algún riesgo.
* * *
Una hora más tarde, después de haber cumplido su misión, el Enano regresó anunciando que la costa era libre. Entonces los infelices abandonaron la tienda.
Rápida y silenciosamente, las deformes criaturas llegaron al vagón que servía de alojamiento a Joshua Bob.
Con el mayor cuidado, la Sorpresa Azul la puerta, por la cual salió una nubecilla de humo de tabaco y los agrios vapores de la ginebra. Enseguida entraron los seis, cerrando con todo cuidado detrás de ellos. El Huevo Humano guardóse en un bolsillo todo el dinero que había sobre la mesa. Más tarde podría ser útil.
De súbito, Joshua abrió los ojos, mirando con profundo asombro a aquellos seres deformes que él creyó hijos del alcohol.
Con gran destreza el Huevo y el Misterio ahogaron el grito de terror que iba a lanzar el empresario. Luego le ataron a una pata de la mesa.
—Joshua Bob —dijo el Huevo Humano—. Estás por completo en nuestras manos. No puedes ni moverte ni gritar. Te ruego que tomes las cosas con calma. No intentes luchar ni librarte de la mordaza. Si lo hicieras conocerías el dolor, el dolor semejante al que nos hacías sufrir.
Algo parecido a ¡Piedad! brotó de los amordazados labios de Joshua.
—No estoy seguro de si te mataremos o no —mintió el Huevo, que sabía perfectamente lo que iba a hacer—. Hemos echado a suertes quién debe realizar la operación. Confieso que no somos cirujanos hábiles y por ello debemos permitir que el azar desempeñe un papel bastante importante. Jamás podrás explicar a nadie este episodio porque ni tu cerebro ni tu lengua volverán a funcionar. En fin, Joshua, si todo va bien, mañana por la mañana serás un ejemplar más de la raza de los monstruos y sin duda tendrás un gran valor como espectáculo de circo.
Luego, remangándose los brazos, el Huevo Humano, escogió un bisturí.
* * *
Los campos y prados donde estaba instalado el Circo de las Maravillas tenían un aspecto delicioso al ser bañados por los primeros rayos del sol.
Dentro de la Tienda del Dolor todo aparecía tranquilo.
Cada uno de los monstruos dormía apaciblemente, encadenado a su respectivo poste.
Pero uno de los empleados y un policía contemplaban horrorizados y con incredulidad a la monstruosa figura que tenía cierto parecido con Joshua Bob, el empresario.