Mientras seguía el herboso sendero que, a través del bosque de Averoigne conducía a Vyones, Gerard de l’Automne meditaba las rimas de una nueva balada en honor a Fleurette. A medida que se iba acercando al punto donde esta, como cualquier campesina, le había citado entre los añosos robles y hayas, Gerard hacía menos progresos con la balada. Su amor había llegado a un punto en que, hasta para un trovador profesional, distraía más que inspiraba y, a menudo, el joven se sumía en meditaciones sobre una dicha que no era precisamente verbal.
La hierba y los árboles habían adquirido el fresco tinte de un mes de mayo medieval; el césped, como oriental tapiz, aparecía salpicado de mil azuladas, blancas y amarillas florecillas. A poca distancia, discurría un riachuelo, que al resbalar sobre los guijarros de su fondo producía un murmullo que hacía pensar que bajo sus aguas habitaban parlanchínas y deliciosas ondinas.
El aire estaba cargado de una fragancia juvenil y amorosa; y las ansias que brotaban del corazón de Gerard parecían mezclarse místicamente con el bálsamo del bosque.
Gerard era un trovador cuyos escasos años y numerosas aventuras le habían valido cierto renombre. Como todos los de su clase, rodaba de corte en corte y de castillo en castillo, siendo en aquellos momentos huésped del conde de la Fresnaie, cuyo alto castillo rubricaba el dominio de su dueño sobre la mitad del bosque. Visitando Vyones, pueblecillo próximo al bosque de Averoigne, Gerard había visto un día a Fleurette, hija del acomodado comerciante Guillaume Cochin. Al momento quedó enamorado de su belleza, con una pasión infinitamente mayor de la que podía esperarse de un hombre tan habituado a dichos lances. Habíaselas compuesto de manera que sus sentimientos llegaran a conocimiento de la joven, y un mes de dulces esquelas, baladas y fugaces entrevistas conseguidas merced a la ayuda de una complaciente dueña, Fleurette, consintió en acudir a aquella cita, aprovechando la ausencia, de su padre.
Acompañada de su dueña y de un criado, la joven debía encontrarse aquella tarde con su señor adorador bajo una vieja y enorme encina. Entonces los sirvientes se retirarían hasta una discreta distancia, y los enamorados quedarían solos para todo. No era probable que nadie les viese ni interrumpiera, pues el bosque gozaba de bastante mala fama entre los campesinos. En algún punto de Averoigne se hallaba el ruinoso y encantado castillo de Faussesflames y la doble tumba donde el señor Hugh du Malinbois y su esposa, famosos en su tiempo por sus brujerías, yacían sin bendecir desde hacía más de doscientos años. Acerca de ellos y de sus fantasmas circulaban numerosas leyendas. También se hablaba de hombres lobos y duendes, brujas, diablos y vampiros que infestaban el bosque. Gerard no daba la menor importancia a dichos relatos, pues no creía que las citadas criaturas se atrevieran a mostrarse a la luz del día; y, por su parte, tampoco los tenía en consideración la alocada Fleurette; en cambio, fue necesario prometer una elevada recompensa a los servidores, ya que ellos creían a pies juntillas en las supersticiones locales.
Mientras se apresuraba por el soleado sendero, Gerard había olvidado por completo las leyendas de Averoigne. Se aproximaba a la encina de la cita, que un recodo del sendero no tardaría en descubrir. El pulso le latía aceleradamente mientras se preguntaba si Fleurette habría llegado ya al punto de reunión. Abandonó todo esfuerzo para continuar la balada que en la legua recorrida desde la Fresnaie no había progresado más allá de los primeros versos.
Los pensamientos del trovador eran los lógicos en un amador ardiente y lleno de impaciencia. De pronto fueron interrumpidos por un agudo alarido de terror que alcanzó una increíble intensidad y duración, brotando de entre los pinos que bordeaban el sendero. Sobresaltado, Gerard trató de penetrar con la mirada la espesura, y al apagarse el alarido oyó un rumor de pasos seguido de ruido de lucha. Nuevamente volvió a oírse el alarido y esta vez Gerard tuvo la certeza de que brotaba de unos labios femeninos.
Después de comprobar que la daga que llevaba a la cintura salía con facilidad de la vaina, y apretando con fuerza un pesado y fuerte bastón que había Llevado consigo para protegerse de las víboras, que se decía infestaban el bosque de Averoigne, metióse sin vacilar ni reflexionar entre los árboles hacia donde parecía haber sonado la voz.
En un pequeño claro detrás de los árboles vio a una mujer que estaba luchando con tres rufianes de un aspecto excepcionalmente brutal y diabólico. A pesar de la prisa y vehemencia del momento, Gerard se dio cuenta de que jamás había visto mujer ni hombres semejantes. La primera vestía un traje color esmeralda que hacía juego con sus ojos; su rostro tenía la palidez de una muerta y la belleza de las hadas de los cuentos; sus labios estaban teñidos por la grana de la sangre fresca. Los hombres eran morenos como africanos, con ojos que parecían llamas bajo cejas erizadas como las de una fiera. Había algo muy peculiar en la forma de su pies; pero Gerard no se dio cuenta de ello hasta mucho después. Fue entonces cuando recordó que más que pies eran pesuñas, a pesar de lo cual podían moverse con sorprendente rapidez. Lo que jamás pudo recordar era la clase de trajes que vestían.
La mujer dirigió una suplicante mirada a Gerard cuando este salió de entre los árboles. En cambio, los hombres no parecieron notar su llegada; aunque uno de ellos cogió entre sus peludas manos las de la mujer, que trataba de ir hacia su auxiliador.
Levantando su vara, Gerard precipitóse contra los rufianes. Con todas sus fuerzas descargó un terrible golpe a la cabeza de uno de ellos, un golpe que debiera haber dado en tierra con el hombre. Pero la vara solo encontró el vacío, y Gerard vaciló y estuvo a punto de caer al suelo. Al recobrar el equilibrio vio, asombrado, que los hombres habían desaparecido. Solo detrás de las ramas de un frondoso pino le sonreía la cadavérica palidez de la mujer. La sonrisa duró un instante, desvaneciéndose enseguida entre las agujas del pino.
Gerard comprendió lo ocurrido, y se estremeció, santiguándose presuroso. Habíase dejado engañar por unos fantasmas o demonios, indudablemente con ningún fin bueno. Era evidente que había algo de verdad en las leyendas que le habían relatado y en la mala fama que tenía el bosque de Averoigne.
Retrocedió por el camino que siguiera para acudir en socorro de la mujer. Más, cuando creía haber llegado al sitio desde donde escuchara el ultraterreno alarido no encontró ningún sendero. No podía recordar el menor detalle del bosque que le rodeaba, todo era nuevo para él. Las hojas no tenían ya su brillante verdor de antes, su aspecto era triste y fúnebre. Los árboles tenían la tristeza del ciprés y sobre todos se notaba la huella del otoño o de la putrefacción. En lugar del cristalino arroyuelo tenía ante sí una charca de aguas densas y oscuras, en cuyo fondo se veían numerosas matas de juncos, que parecían cabelleras de suicidas junto a los esqueletos de grandes haces de podridas cañas.
Gerard dióse cuenta, al fin, de que era víctima de un diabólico encantamiento. Al responder a aquella llamada de socorro había sido apresado en las mallas del hechizo, siendo arrastrado dentro del círculo de su fuerza. No conocía cuáles eran las fuerzas mágicas o demoníacas que le arrastraran hasta allí; pero se daba perfecta cuenta de que le amenazaban poderosas fuerzas sobrenaturales. Apretó con más fuerza el bastón y rogó a todos los santos que pudo recordar, sin dejar por ello de vigilar si se aproximaba alguna encarnación corpórea del espíritu del mal.
El lugar era terriblemente desolado, parecía carecer de vida, como si allí acudieran los muertos a entrevistarse con los demonios. Ni una hoja seca se movía; no se escuchaba el roce de la hierba y de las hojas, ni el canto de los pájaros ni el zumbar de las abejas, ni siquiera el murmurar de las aguas. El plomizo cielo que se descubría entre las copas de los árboles no parecía haber albergado jamás el sol; no era posible descubrir de dónde procedía la luz, siempre igual, helada, que no daba sombras ni tonalidades.
Gerard observó atentamente lo que le rodeaba, y cuanto más lo miraba menos le gustaba, pues a cada mirada descubría algún nuevo y desagradable detalle. Había en el bosque movibles luces que se apagaban si las miraba fijamente; en el fondo de la charca flotaban rostros de ahogados, que aparecían y desaparecían antes de que el trovador pudiera hacerse cargo del detalle de sus caras. Y al fijarse en el otro lado del lago, se preguntó cómo no se había fijado antes en el enorme castillo cuyas numerosas torres y graníticas murallas se elevaban al borde de las muertas aguas. Era tan gris, y parecía tan solitario, que daba la impresión de que hacía varias centurias que estaba allí, entre las corrompidas aguas y el fúnebre cielo. Era más antiguo que el mundo y más viejo que la luz; parecía hermano del miedo y de las tinieblas; y por sus bastiones se deslizaba, rampante, invisible, pero palpable, un indecible horror.
No se notaba la menor señal de vida en la fortaleza; ninguna bandera ondeaba sobre sus murallas ni en la torre del homenaje. Sin embargo, Gerard sabía, con la misma seguridad que si una voz le hubiera hablado para advertirle del peligro, que allí se encontraba la fuente de la hechicería que le había capturado. Un creciente pánico penetró hasta su cerebro, le pareció oír el roce de malignas plumas, el susurro de diabólicas amenazas. Dando media vuelta, echó a correr por entre los fúnebres árboles.
Mientras huía iba pensando en Fleurette, preguntándose si aún le estaría esperando en el lugar de la cita o si ella y sus acompañantes habrían sido también arrastrados hasta el reino de las malditas irrealidades. Renovó sus plegarias y pidió a los santos la salvación de ella y la suya.
El bosque era un laberinto, sin caminos ni senderos; no se encontraban huellas de pasos humanos ni de animales y los cipreses y otoñales árboles se iban haciendo cada vez más densos, como si algún maligno poder los amontonara ante el trovador, para impedir su avance. Los arbustos eran como implacables brazos que luchaban para detenerle; y más de una vez se enroscaron como vegetales serpientes alrededor de sus piernas. Gerard luchó como un demente con ellos, y cuando al fin logró liberarse, llegó hasta él una diabólica carcajada. Por fin, lanzando un sollozo de alivio, llegó a una especie de caminejo. Y como si huyera de algún enemigo que le persiguiese, el joven corrió alocadamente por el sendero y, al cabo de unos minutos, se encontró nuevamente al borde de la laguna dominada por las altas torres del castillo.
De nuevo volvióse y huyó, y otra vez, después de similares aventuras, regresó junto a la inevitable laguna.
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Como una losa de plomo en el corazón, desesperando ya no poder salir de allí, dominado por el más profundo terror, se resignó y no hizo ya ningún esfuerzo más para huir. Tenía atrofiada la voluntad, y por ello no pudo resistir a la fuerte y odiosa potencia que le obligó a levantarse y avanzar por el borde del lago hacia el poderoso castillo.
Cuando llegó cerca de él descubrió que el edificio estaba rodeado por un profundo foso cuyas aguas estaban tan muertas y corrompidas como las de la laguna. El puente levadizo estaba bajado y las puertas se hallaban abiertas como para recibir a algún esperado huésped. Sin embargo, en las murallas y almenas de la sepulcral fortaleza no se veía el menor signo de vida humana. Y, dominándolo todo, más fúnebre y sepulcral que el resto del castillo, se alzaba hasta el cielo la cuadrada torre del homenaje.
Impelido por el mismo poder que hasta allí le llevara por la orilla del lago, Gerard cruzó el puente levadizo, penetró en la barbacana, llegando hasta un vacío patio. Enrejadas ventanas parecieron mirarle. En el otro extremo del patio se abría, dando paso a un misterioso vestíbulo, una puerta, hacia la cual se vio atraído el joven. Al acercarse, este vio, con sobresalto, un hombre que, de pie en el umbral, parecía aguardarle, a pesar de que un momento antes no había allí ningún ser humano.
Gerard había conservado en la mano su fuerte vara de fresno; y aunque la razón le decía que semejante arma de nada podía servirle contra las potencias sobrenaturales, un vago instinto le hizo cogerla con más fuerza a medida que se iba acercando al misterioso personaje.
El hombre era de una altura poco corriente y de una extraordinaria palidez, vestía enteramente de negro y el corte de sus ropas era sumamente anticuado. Sus labios eran de una extraña rojez, destacándose con gran intensidad de la azulada barba y cadavérica palidez del rostro. Eran como los labios de la mujer que, junto con sus atacantes, había desaparecido de una manera tan fantástica cuando Gerard acudió en su auxilio. Los ojos tenían la luminosidad de los fuegos fatuos; y Gerard se estremeció al notar sobre él la mirada que de ellos brotaba, y la fría e irónica sonrisa que curvaba los labios del desconocido, que parecía poseer un mundo de secretos terribles y repugnantes.
—Soy el señor de Malinbois —dijo el extraño personaje, con untuoso y helado acento que acrecentó la repugnancia que ya, sentía el joven trovador.
Y cuando, al hablar, sus labios se abrieron, descubrió Gerard unos dientes sumamente pequeños y agudos como los colmillos de los lobos.
—El Destino ha querido que usted sea mi huésped —prosiguió el hombre—. La hospitalidad que puedo ofrecerle es indigna, de usted; pero le aseguro que no por ello es menos sincera la bienvenida que le doy.
—Le doy las gracias por su amable ofrecimiento —replicó Gerard—; pero desgraciadamente tengo una cita, y al acudir a ella me he extraviado sin saber cómo. Le quedaría sumamente agradecido si tuviese usted la bondad de indicarme el camino que debo seguir para llegar a Vyones. No muy lejos de aquí debe de haber un sendero; pero he sido tan estúpido que por haberme desviado de él no he podido encontrado.
Sus mismas palabras sonaban vacías y desesperadas en los oídos del joven. El nombre que su fantástico huésped había pronunciado —el señor de Malinbois— hechizaba su mente como el funerario sonido de una campana tañendo el toque de ánimas. Y, no obstante, por más esfuerzos que hacía le era imposible recordar cuándo había oído el nombre aquel y a qué circunstancias iba unido.
—Desgraciadamente, desde mi castillo no hay ningún camino que conduzca a Vyones —replicó el señor de Malinbois—. Y en cuanto a la cita se verificará en otro momento y lugar que el convenido. Permítame insistir en que acepte mi hospitalidad. Le ruego que entre; pero sírvase dejar su bastón en la puerta. En mi castillo no tendrá usted necesidad de él.
A Gerard le pareció que el hombre hacía una mueca de disgusto y aversión al pronunciar las últimas palabras, y que su mirada se posaba inquieta en la vara de fresno. El extraño énfasis con que el castellano pronunció su invitación despertó otros fantasmales y macabros pensamientos en el cerebro del trovador, aunque este no pudo formularlos hasta mucho después. El resultado de todo ello fue que decidió conservar el bastón, a pesar de su supuesta ineficacia contra un enemigo especial o diabólico.
Por ello replicó:
—Le suplico me perdone si conservo esta vara. He hecho voto de llevarla conmigo, siempre en la mano derecha, o, cuando más, teniéndola al alcance de la mano, hasta que con ella haya matado dos víboras.
—Extraño voto —replicó el señor de Malinbois—. Sin embargo, conserve el bastón, ya que lo desea. No es asunto mío si prefiere embarazarse con ese palo siempre encima.
Volviéndose bruscamente, indicó a Gerard que le siguiera. El trovador obedeció de mala gana, lanzando una última mirada al vacío patio y al plomizo cielo. Sin excesiva sorpresa, notó que una súbita y furtiva oscuridad se había abatido sobre el castillo. Unas tinieblas, sin luna, ni estrellas, que parecían haber aguardado para descender sobre la tierra a que Gerard hubiera entrado en la fortaleza. Al entrar en Gerard notó una abrumadora opresión que le impedía respirar con facilidad.
Gruesos cirios ardían en la pared del vestíbulo donde su huésped le hizo pasar, aunque el trovador estaba seguro de que hacía un instante las más densas tinieblas reinaban allí.
Al final del corredor que a continuación siguieron, el señor de Malinbois abrió una pesada puerta de oscura madera que daba paso a una amplia pieza, sin ninguna duda, el comedor del castillo, que en aquellos momentos estaba ocupado por varias personas sentadas ante una larga mesa. A pesar de la penumbra que en la estancia reinaba, Gerard, con profunda sorpresa, no tardó en reconocer a sus ocupantes.
En un extremo de la mesa se veía a la mujer del traje verde esmeralda que tan fantásticamente habíase desvanecido entre los pinos cuando Gerard contestó a su llamada de auxilio. En uno de los lados, muy pálida y asustada, se hallaba Fleurette Cochin. En el otro extremo, reservado para los invitados de menor categoría, sentábanse la dueña y el criado que acompañaron a Fleurette hasta el bosque.
El señor de Malinbois volvióse hacia el trovador con una sardónica sonrisa.
—Creo que conoce usted a todos los aquí reunidos —dijo—. Permítame, sin embargo, que le presente a mi esposa Agatha. Agatha te presento a Gerard de l’Automne, uno de los más famosos trovadores de estos tiempos.
La mujer inclinó en silencio la cabeza y señaló una silla colocada, en el lado opuesto de la mesa, frente a Fleurette. Gerard se sentó, y el señor de Malinbois, siguiendo la costumbre feudal, ocupó la silla colocada en la cabecera de la mesa, junto a su mujer.
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Por primera vez notó Gerard la presencia de numerosos servidores, que iban de un lado a otro del comedor, sirviendo las diversas viandas y vinos, sin hacer el menor ruido. Hubiera sido difícil precisar cuáles eran sus rasgos ni el color y clase de sus ropas. Parecían hechos de sombras y luz, y el trovador notó, con cierta turbación, que tenían un notable parecido con los demoníacos rufianes que en el bosque desaparecieron a la vez que la castellana, cuando él acudió en ayuda de la mujer.
La comida que siguió fue fantástica y turbadora. La opresión y el horror abrumaban a Gerard; y aunque deseaba hacer a Fleurette un sinfín de preguntas acerca de ella y de sus fantasmales huéspedes, le fue imposible llegar a pronunciar palabra alguna. Solo podía mirar a la joven, en cuyos ojos leía el duplicado de sus mismas impresiones.
El señor de Malinbois y su esposa permanecían callados, cambiando tan solo miradas de secreta inteligencia. La dueña y el criado de Fleurette tampoco pronunciaban ni una palabra, siendo evidente que estaban paralizados por el terror, como pájaros bajo la magnética influencia de los ojos de una serpiente.
Los manjares eran excelentes y de extraño sabor; los vinos eran de una fabulosa vejez, pareciendo conservar en su color de topacio el inextinto fuego de pasadas centurias. No obstante, Gerard y Fleurette apenas los tocaron, notando que los castellanos no bebían ni comían en absoluto. La penumbra de la estancia se acentuó, los criados se hicieron más fantasmales en sus movimientos y, de pronto, Gerard, empezó a recordar las leyendas que sobre el bosque de Averoigne circulaban. Recordó la historia de un señor de Malinbois y su esposa, los últimos de su nombre, y los más diabólicos, que fueron enterrados en algún lugar de aquel bosque varios siglos antes; y cuya tumba era evitada por los campesinos desde que se dijo que los señores de Malinbois continuaban, después de muertos, sus hechicerías.
El joven se preguntó qué influencia había entorpecido su mente impidiéndole recordarlo todo cuando por primera vez el dueño del castillo le dijo su nombre. También recordó la superstición acerca de la importancia y valor de una estaca aguzada; y entonces comprendió el interés del señor de Malinbois en arrebatarle su vara de fresno. El trovador, al sentarse, había dejado junto a la silla su bastón, y, con un suspiro de alivio, comprobó que seguía allí. Sin hacer el menor ruido, apoyó un pie sobre él, para evitar que desapareciese misteriosamente.
Por fin, la pavorosa cena terminó, y el castellano y su esposa se levantaron.
—Ahora les conduciré a sus habitaciones —dijo el señor de Malinbois, abarcando a sus huéspedes en una oscura e inescrutable mirada—. Cada uno de ustedes puede ocupar una habitación separada, si lo desean; o, de lo contrario, Fleurette Cochin y su dueña, Angélica, pueden descansar juntos, y Raúl, el criado, y el señor Gerard, pueden ocupar juntos otro dormitorio.
La última proposición fue aceptada por Fleurette y Gerard. La idea de pasar la noche sin ninguna compañía en aquel fantástico castillo repugnaba a los dos.
Los cuatro huéspedes fueron conducidos a sus respectivas habitaciones, que se hallaban en los extremos opuestos de un pasillo cuya longitud era difícil de determinar. Fleurette y Gerard se dieron desmayadamente las buenas noches, bajo la vigilante mirada de su huésped. Su cita había sido muy distinta de lo que ambos esperaban.
Apenas se hubo separado de su amada, Gerard se maldijo por la cobardía, demostrada al no permanecer junto a la joven, maravillándose de su impotencia para dominar su voluntad.
La habitación destinada a Gerard y Raúl contenía un lecho corriente y una magnífica cama de columnas, con cortinas de antiguas y ricas telas. Estaba alumbrada por gruesos y funerarios hachones, que ardían débilmente en la pesada atmósfera del cuarto.
—Les deseo un sueño profundo —dijo el señor de Malinbois, con una sonrisa tan desagradable como el acento con que pronunció las palabras.
El trovador y el criado sintieron un profundo alivio al quedarse solos, pero este alivio sufrió cierta disminución al oír que el castellano cerraba con llave la puerta del aposento.
Gerard se apresuró a inspeccionar la habitación, acercándose a la única y enrejada ventana, a través de la cual solo pudo ver la abrumadora negrura de una noche verdaderamente sólida, como si todo el castillo se hallara sepultado bajo tierra. Al fin, dominado por la ira de su forzada separación de Fleurette, precipitóse contra la pesada puerta del cuarto, golpeándola con los puños hasta que, dándose cuenta de su locura, desistió y volvióse hacia Raúl.
—Bien, Raúl, ¿qué piensas de todo esto? —preguntó.
Antes de contestar, Raúl se persignó, mientras su rostro reflejaba un mortal terror.
—Creo, señor, que somos víctimas de un maligno embrujamiento, y que usted, yo, la señorita Fleurette y Angélica tenemos en peligro mortal nuestras almas y nuestros cuerpos.
—Lo mismo pienso yo —replicó Gerard—. Y creo que tú y yo tendríamos que dormir por turnos; debiendo, el que esté de guardia tener en las manos mi vara, cuya punta aguzaré con la daga. Seguramente, debes de conocer la manera de utilizar el palo si se presenta alguien en este cuarto, pues si algún visitante llegara hasta aquí, no cabría la menor duda acerca de sus intenciones. Estamos en un castillo que no tiene legítima existencia, somos huéspedes de unos seres que han muerto, o por lo menos eso se supone, hace más de doscientos años. Y cuando esos seres salen de sus tumbas lo hacen con unas intenciones que no será preciso te explique.
—Sí, señor —replicó Raúl, estremeciéndose, mientras seguía con la mirada el aguzamiento de la vara.
Gerard convirtió el extremo de ella en una verdadera punta de lanza, escondiendo cuidadosamente los traeos de madera y las virutas qué sobraron. En medio del largo palo grabó, además, con el cuchillo, una pequeña cruz, pensando que tal vez con ello aumentaría su eficacia o, por lo menos, evitaría se lo robaran. Luego se metió en la cama, por entre cuyas cortinas podía vigilar la habitación.
—Duerme tú primero. Raúl —dijo, señalando el lecho colocado cerca de la puerta.
Durante unos minutos los dos hombres estuvieron hablando de los sucesos del día. Gerard se enteró de cómo Fleurette, la dueña y el criado se habían desviado del camino, atraídos por los sollozos de una mujer, siéndoles imposible luego volver sobre sus pasos.
Poco a poco las palabras del criado se fueron haciendo más vagas hasta que, de pronto, cesaron. Estaba dormido. Gerard, notando que le invadía un irresistible sopor, quiso luchar en vano para mantenerse despierto, y unos minutos más tarde dormía profundamente.
Cuando se despertó, los hachones se habían consumido por completo y una triste luz matinal se filtraba por la ventana. Tenía aún la vara en la mano; y aunque sus sentidos estaban embotados por el extraño sopor al que había sucumbido, se notó sin herida alguna. Al mirar a Raúl le vio tendido sobre el lecho, mortalmente pálido y con el aspecto de un moribundo.
Rápidamente, el trovador saltó del lecho y, atravesando la estancia, inclinóse sobre el criado. En el cuello de Raúl se veía una pequeña y roja herida; el pulso le latía lenta y débilmente, como el de una persona que hubiese perdido una gran cantidad de sangre. Como un fantasma, del lecho se elevaba, muy tenue, el perfume de la castellana Agatha.
Por fin consiguió Gerard despertar al criado. Este, muy débil y algo atontado, no podía recordar nada en absoluto de lo que había ocurrido durante la noche.
—La próxima vez le tocará a usted, señor —murmuró—. Esos vampiros quieren tenernos encadenados por medio de sus hechizos hasta que nos hayan quitado nuestra última gota de sangre.
Gerard se acercó a la puerta y, con gran asombro, vio que estaba abierta. En el letargo de su hartura, la vampiresa se olvidó, descuidadamente, de cerrar tras ella. En el castillo reinaba un profundo silencio, y a Gerard le pareció que el aura de diabólica maldad se había esfumado; que las sombrías alas del horror, los hechiceros y sus fantasmales familiares, estaban en momentáneo reposo.
Abrió la puerta y, de puntillas, recorrió el desierto pasillo y fue a llamar a la puerta de la estancia de Fleurette y su dueña. La joven, completamente vestida, contestó enseguida a la llamada, y Gerard la estrechó entre sus brazos. Mientras la abrazaba, el trovador vio, tendida sobre el lecho, a la dueña Angélica, con una herida en el cuello, similar a la de Raúl.
Antes de que Fleurette empezara a explicarlas, comprendió Gerard que las aventuras nocturnas de las dos mujeres habían sido idénticas a las suyas.
Y, mientras trataba de tranquilizar a Fleurette, su cerebro estaba ocupado en la solución de un curioso problema. Aparte de ellos, ningún ser animado ocupaba el castillo; y era lo más probable que el señor de Malinbois y su esposa estuvieran descansando en su sepulcro después de su nocturno banquete, Gerard se imaginó el lugar y la forma del descanso de aquellos dos seres diabólicos Y, a medida que se le iban ocurriendo diversas posibilidades de solución, se sumía en más hondas reflexiones.
—¡Alégrate, amor mío! —dijo a Fleurette—. Me parece que pronto nos será posible escapar de este abominable lugar de hechicerías. Tendré que dejarte durante unos momentos, pues he de hablar con Raúl, cuya ayuda me es necesaria.
El trovador regresó a su cuarto, donde encontró al criado rezando con voz débil y haciendo repetidas veces la señal de la cruz.
—Raúl —dijo Gerard, con cierta rudeza—. Es necesario que pongas en juego todo tu vigor y me acompañes. En algún sitio, en medio de las murallas que nos rodean, hay una cosa, la única que tiene existencia real. Todo lo demás, muros, torres y bastiones, no son sino ilusión. Debemos encontrar esa realidad a que me refiero y luchar con ella como verdaderos cristianos. Ven, tenemos que registrar el castillo antes de que el señor de Malinbois y su mujer despierten de su vampiresco letargo.
El trovador salió del cuarto, siguiendo con gran rapidez los innumerables corredores, atravesando sin vacilar estancias y salones, como si de antemano hubiera estudiado ya el terreno, llegando por fin al pie de la soberbia torre del homenaje, situada en el centro de la fortaleza. Sin vacilar, penetró en ella, descendiendo, seguido de Raúl, hasta los sótanos.
Llegaron por fin a una amplia habitación, con suelo, techo y paredes de piedra, iluminada por estrechas saeteras. En el lugar reinaba una débil penumbra, pero Gerard pudo ver los brillantes contornos de una tumba de mármol blanco que se levantaba en medio del sótano. Al acercarse más, el trovador comprobó que la tumba aparecía bastante maltratada por los elementos, estando en gran parte cubierta por grises y amarillentos líquenes de los que solo nacen en sitios bañados por el sol. La losa que cubría el sepulcro era ancha, gruesa y muy pesada, y debía de requerir toda la fuerza de dos hombres para levantarla.
Raúl miraba estúpidamente la tumba.
—¿Qué hacemos ahora, señor? —preguntó.
—Pues violar el lugar de descanso de nuestros huéspedes, Raúl —replicó el trovador.
Y los dos hombres, haciendo un gran esfuerzo, consiguieron, al cabo de un rato, levantar la pesada losa de mármol, que fue echada a un lado, cayendo con gran estrépito junto a la tumba. Dentro, aparecieron dos ataúdes abiertos, uno de los cuales contenía el cuerpo del señor de Malinbois y el otro el de Agatha, su esposa. Ambos parecían dormir apaciblemente, como niños cansados de jugar. Sus malignos y diabólicos rostros reflejaban una tranquilidad y una paz que contrastaba con sus delgados labios, teñidos de una rojez más fresca y más intensa que la de doce horas antes.
Sin vacilar ni perder un momento, Gerard hundió el extremo de su vara de fresno en el pecho del señor de Malinbois. El cuerpo se deshizo como si se hubiera convertido en cenizas, y un leve olor a vejez y corrupción ascendió hasta Gerard. Después este atravesó de la misma manera el corazón de la castellana. Simultáneamente con su disolución, los muros y el suelo de la torre del homenaje se disolvieron en un denso vapor que se fue apartando a los lados. Presas de un indescriptible vértigo y confusión, Gerard y Raúl vieron que todo el castillo se había desvanecido como nubes borradas por el viento; que el lago y sus orillas no presentaban ya el maligno aspecto del día anterior. Se hallaban en medio del bosque, bañado por los rayos del sol, que caminaba ya hacia su ocaso. Todo cuanto quedaba del fantástico castillo era la abierta tumba donde reposaran los cuerpos de los señores de Malinbois. Fleurette y su dueña se hallaban a poca distancia, y Gerard corrió hacia su amada, estrechándola entre sus brazos. La joven miraba asombrada a su alrededor, incapaz de creer que todo había terminado sin daño irreparable.
—No creo que nuestra próxima cita sea interrumpida por el señor de Malinbois y su mujer, amor mío —dijo Gerard.
Pero Fleurette estaba aún demasiado asombrada para contestar de otra manera que con un largo y amoroso beso.