—¿Qué haces?
No le contesto, es obvio. Obvio mi silencio porque obvio es lo que estoy haciendo. No es que Marimar no sepa interpretar qué se hace con la cabeza inclinada sobre un libro entre las manos, Marimar es una chica lista, pero también la reina de las preguntas retóricas. «Tenemos sed, ¿eh?», te suelta cuando te ve trasegar agua como un camello tras atravesar cinco desiertos, o «Uf, ¿duele?», cuando te ve tirada en el suelo retorciéndote de dolor tras un encontronazo con una jugadora rival.
Marimar, que es lista, se inclina para levantar ligeramente la tapa del libro con el dorso del índice y pregunta:
—¿Carol?
Y de nuevo es retórica, porque sí, es Carol. Marimar es lo suficientemente avispada como para, a sus dieciocho años, saber leer. Las dos somos compañeras en el equipo de balonmano de nuestra ciudad. Hoy estamos a más de trescientos kilómetros de allí, concentradas. Mañana tenemos partido. Ambas compartimos habitación, lo hacemos desde que jugábamos en alevín, con diez años. Marimar dice que si tuviera que compartir habitación con otra compañera sería como si el mundo se diese la vuelta, convertido en un triángulo. Eso no es que lo comprenda muy bien, hay ciertas cosas de Marimar que no comprendo nada, nada bien. Lo de las preguntas retóricas, sí. Todos tenemos manías.
—No parece de asesinatos —dice, leyendo el nombre de la autora.
Marimar es tan lista no solo como para saber leer y también que la Highsmith es una reconocida autora de novela negra, sino igualmente observadora como para interpretar en la portada amarilla el cuadro de dos chicas con pose abandonada, nada propensas, al parecer, a matar o ser asesinadas. Es la edición publicada en 1991, encontré el ejemplar en una feria de libros de segunda mano un par de semanas atrás. Es la tercera vez que lo leo. Mamá dice que se me van a caer los ojos de tanto leer. Mamá piensa que el libro me dura mucho, cuando es todo lo contrario.
Marimar se deja caer en la silla de plástico junto a la mía y levanta las piernas para apoyar los talones sobre la barandilla del balcón. Hay una rotonda enorme como vista principal, una monstruosa lenteja que, estoy segura, se verá perfectamente desde la estación espacial sin necesidad de telescopios. Conectada a ella, la carretera nacional y, más allá, los lomos trasquilados de las achaparradas montañas de la zona. Estamos en un hostal, el presupuesto del equipo no da para hoteles, pero Gloria, la secretaria/enfermera/ psicóloga, es un hacha encontrando hostales decentes. En este, las habitaciones cuentan hasta con un pack de artículos de baño, del que forman parte unas diminutas esponjitas de colores. Marimar dice que la suya se la guardará a su hermana pequeña, para que bañe a su Hulk de treinta centímetros. La hermana de Marimar tiene un concepto muy particular de la realidad: cree que Hulk es Shrek y no hay quien la saque de ahí. Tiene los siete años más creativos, incansables y tercos del mundo. A Marimar le encanta. A mí también. No he visto una niña más destroyer en mi vida. Llegará lejos, esta niña.
—Pedazo rotonda, ¿eh? —dice Marimar, y tampoco le contesto en esta ocasión.
Ella sabe, yo sé, que la rotonda es una bestialidad, la madre de todas las rotondas, el infierno de infiernos para el conductor indeciso.
—¿Fumando otra vez? —inquiere, girándose hacia mí y levantando una ceja interrogante, mientras se mete las manos bajo las axilas y se balancea precariamente sobre las patas traseras de la silla.
Se la va a cargar, la silla, pero paso de decirle nada. Es otra de sus manías, como lo de las preguntitas retóricas. El cigarrillo me cuelga indolente de los labios, mientras las virutas de humo ascienden, perezosas, caracoleando sobre mi cabeza.
Claro que estoy fumando otra vez.
—Fumas demasiado —dice—. Y eres deportista, hostia, Eva. ¿Tú no ves que eso es una contradicción?
Dejo de leer, la miro, el movimiento hace que una punta de ceniza caiga sobre el libro, deshaciéndose sobre sus páginas. Digo «¡Joder!», y limpio las hojas soplando sobre ellas con delicadeza.
—Solo es uno de vez en cuando —me defiendo.
—Eso ya es uno de más.
—¿Desde cuándo eres mi madre?
—No lo soy, no habría forma de explicar por qué mi hija tiene exactamente mi misma edad.
Es cierto, tenemos, exactamente, la misma edad. Nacimos el mismo día, con veintitrés minutos de diferencia, en el mismo hospital, separadas por tres habitaciones de distancia. Lo más marciano de todo: nuestras familias eran vecinas de urbanización, en las afueras, hasta que mis padres se separaron cuando yo tenía doce años y mamá y yo nos trasladamos a un piso de alquiler en la ciudad. Crecimos juntas y en el instituto nos llamaban marimaryeva, todo de una tacada, como un hashtag. No recuerdo mi vida sin ella, y a ella parece que le pasa lo mismo. El día que nos mudamos fue como si mamá y yo partiéramos al exilio. Marimar no quería llorar, pero era peor. Se puso feísima, con toda la cara arrugada como si fuese una anciana, los labios tan curvados hacia abajo, tanto, que parecía un bulldog. Yo sí lo hice, lloré. Lloré como una magdalena. No tenía el aguante de Marimar. Y me sentía como si me hubiesen arrancado un brazo. Nunca me ha pasado eso, que me arranquen un brazo, pero cierto como que el sol sale cada día que debe de doler, así que como tal lloré cuando dejamos de ser vecinas. Como si me hubieran arrancado un brazo de cuajo.
Con el tiempo, el disgusto se fue suavizando. Seguíamos viéndonos en clase y en los entrenamientos, ella se quedaba a dormir en casa y yo en la urba. Mamá decía que éramos como siamesas, pero separadas. Que, si te fijabas bien, se nos podía ver el pespunte en la piel de los costados. Marimar y yo nos pasábamos horas, de pequeñas, examinándonos la una a la otra los flancos con una lupa, en busca de las costuras. Juro que hasta creíamos verlas. Mamá se reía y murmuraba algo así como «Dios mío, espero que el hervor que les falta les llegue con el tiempo».
Pero no nos parecemos en nada, Marimar y yo, y cuando digo nada es nada. Ella es rubia, de tono pajizo, pelo largo, algo más bajita que yo, tiene la manía de hacer preguntas retóricas, apenas lee y no fuma. Yo soy más alta, mucho más, no tanto como para haberme equivocado de disciplina deportiva, pero sí en comparación con Marimar. Soy de complexión más fuerte que ella, morena y de pelo corto. Fumo, no mucho, y leo, muchísimo.
Cuando tenía catorce años le dije que me gustaban las chicas y le pareció bien. «¿Ah, sí? Mira tú por dónde», fue lo único que me dijo. Después me preguntó si ella me gustaba de ese modo y le dije que no y frunció el ceño. Creo que no le convencía la idea de que hubiera algo de ella que no me gustara, del modo que fuese, pero se le pasó pronto. Supongo que a los catorce años no era tan lista como ahora a los dieciocho, cuando logra la increíble hazaña de leer los títulos de los libros.
—¿De qué va? —pregunta, pasando caprichosamente de un tema a otro.
Marimar es así. Yo soy muy pausada y ella un polvorín. Yo un bloc de notas y ella un taquígrafo. De pequeña era el cerebro pensante detrás de todas nuestras travesuras. No había barbaridad infantil que se le pasara por alto a esta mujer, y ya os digo yo que Marimar ha llegado a los dieciocho porque tiene un ángel de la guarda clase A+, el puto amo de los ángeles de la guarda: a los seis se rompió una ceja al lanzarse de un columpio en su impulso más alto, a los ocho se despellejó las rodillas al hacer un derrape bestial con la bicicleta y, por supuesto, a los once perdió un diente al caer desde la rama de un árbol al que había trepado.
Pero, mira, la que fuma soy yo.
—Dos mujeres se enamoran —explico.
—¿Y…? —me anima a seguir.
—Y una es joven y la otra casada. Y son los años cincuenta y todo es una mierda.
—¿Por qué?
No tengo muy claro si se trata de una de sus preguntas retóricas. Pero no, no lo es. Me mira con genuina curiosidad.
—¿En los años cincuenta, Marimar? ¿Dos mujeres que se quieren?
Levanto las cejas en arco. No sé si me ha salido el tono lo suficientemente sarcástico. Ella se encoge de hombros. La silla cruje y ya me veo recogiéndola del suelo, no sería la primera vez, con un señor espaldarazo. Pero reacciona a tiempo y se endereza. Bien. Cráneo de Marimar 1 - Ley de la Gravedad 0.
—Bueno, podían disimular —dice—. Es más fácil para las chicas, ¿no? Pasar por compañeras de piso, cogerse de la manita para ir de compras, que si vamos a empolvarnos la nariz juntas, ¿te mido la copa del sujetador, prenda?… — Sonríe elevando solo un lado de la boca.
—No es tan fácil como lo pintas, ni siquiera hoy en día. Todavía hay miedo, y represión.
Me mira, frunciendo el ceño con una mezcla de preocupación y curiosidad.
—¿Tú los tienes? Esas dos cosas, miedo y represión.
Marimar y yo nos lo hemos contado casi todo en la vida. Cuando eres un hashtag no hay mucho espacio para ocultarse cosas, ¿sabéis?
Aunque lo hay.
—A veces.
—¿Como cuando lo de Lorena? —pregunta.
Expulso largamente el humo de la última calada, aplasto el cigarrillo en el cenicero y suspiro.
—Como cuando lo de Lorena, sí.
Lorena fue mi primer gran frustración/chasco, el 2 × 1 de las ofertas de los desengaños sentimentales. Yo vi a Lorena un día en el patio con quince años y me pasé todo un trimestre colgada absurdamente de ella, en un crush de lo más, más tonto. Marimar me decía «Díselo». Y yo, «No». Y ella, «¿Por qué?». Y yo, «¡Pues porque no, cojones!», y zanjaba la cuestión. Pero era obvio: tenía quince años y estaba muerta de miedo, y lo estaba porque lo que estaba sintiendo lo sentía por una chica. Si hubiese sido un chico, Pastor mismo, el pelirrojo guaperas de 3º B, pues habría hecho lo que todas, aplicar los tres verbos de la primera conjugación preceptivos para estos casos: suspirar, tontear y tal vez intentar. No, no habría tenido problemas con eso, lo sé. No se trataba de timidez, sino de un mecanismo instintivo de supervivencia, puro y duro. No eran los años cincuenta, estábamos en pleno siglo XXI y, en teoría, muchas cosas deberían haber quedado atrás. Pero no era así. Tal vez no fuese lo mismo, pero se le parecía demasiado. Declararse a la hembra alfa de las it girl del instituto no habría sido una buena idea, os lo aseguro. Y yo quería sobrevivir a mi adolescencia. Llamadlo intuición femenina o tonta una no es. Además, yo no le gustaba a Lorena, no creo que hubiese mujer en el mundo que le pudiera gustar, esa chica tenía unos objetivos erótico-sentimentales muy claros. Sin embargo, fíjate, Lorena, un día, me pilló en los vestuarios, ya hacia finales de ese trimestre, después de la clase de gimnasia, una vez que nos habíamos quedado solas, y me acorraló contra las taquillas y me metió la lengua hasta donde no querríais saber y después se apartó de mí, con cara de asco, y me dijo: «Como me sigas mirando con cara de gilipollas le digo al Doraemon que te la parta, ¿te enteras?». El Doraemon era un alumno repetidor, de escasas luces, grande como un armario, muy cabezón, que bebía los vientos por ella. Y si Lorena le decía que me partiera la cara, ya podía ir despidiéndome de ella.
—Sigo sin entender por qué hizo eso, por qué te besó — dijo Marimar.
—Esa es la parte frustración de la historia.
—Y chasco.
—Sí, todo en uno.
—Yo creo que fue una prueba, ¿sabes?
—¿Una prueba?
—Sí, hostia, una cata.
—¿Una cata?
—Sí, mujer, tipo: «Busque, compare y, si encuentra algo mejor, métale la lengua hasta el fondo».
Suelta una carcajada. Pero a mí no me hace gracia. No me gustó el asalto de Lorena, me puso mal cuerpo, me hizo sentir sucia. Marimar lo sabe, por eso, cuando me mira, se calla de golpe y se pone seria.
—Lo siento. No debería haberme reído.
—No pasa nada.
—Sí que pasa, Eva, estuviste mal un tiempo por aquello y no es justo. ¿Me perdonas?
—Claro que te perdono.
No habría cosa en el mundo que no le perdonara a Marimar. Y le puso pescado podrido a Lorena en la mochila. Sé que fue ella, aunque nunca lo reconoció. Lo hizo por mí, Marimar. Le puso un lomo de merluza pasada a la hembra alfa del instituto. Cuando alguna vez pienso en ello, en cómo me robaron el primer beso con una chica, recuerdo la mochila apestosa de Lorena. No me hace recuperar lo perdido, pero me río hasta que me duelen los costados y pienso: Bueno, algo es algo. Y lo hizo Marimar. Por mí.
Y es suficiente.
—Pero es que ya no son los años cincuenta, Eva —insiste ella, retomando el tema.
Lo hace mucho eso, zarandear las conversaciones, Marimar. Tienes que estar muy despierta para seguirle el hilo y, aun así, más de una vez te descoloca. De la merluza podrida al miedo y la represión de nuevo. Ok, lo tengo.
—Pero sigue habiendo muchos Richard por ahí —digo.
—¿Quién es Richard?
—Un personaje, el novio de la chica más joven. Califica su amor por Carol de sórdido, patológico y enfermizo.
—Joder. Tiraba con bala el tío, ¿eh?
—Hay otro personaje masculino que es todo lo contrario. No le da importancia cuando Therese se lo cuenta.
—¿Therese es la chica joven?
—Ajá. Y le dice algo así como que cada uno debe vivir su vida.
Marimar silba con admiración.
—Fíjate, en los cincuenta. —Arruga la nariz—. ¿Y por qué te lees un libro tan deprimente?
—Porque no lo es, todo lo contrario. Fue el primero de aquella época que acababa bien, ¿sabes? Y a la escritora le siguieron llegando durante muchos años cartas de lectores que se identificaban con la historia, que le daban las gracias por haberla escrito.
—Pero esta mujer escribía novela negra, ¿no?
—Fue una excepción. La única que escribió de ese tipo.
—¿Por qué lo hizo?
Me encojo de hombros.
—Porque no lo pudo evitar, supongo.
—Como cuando paso de Yolanda.
Y se ríe a carcajadas. Marimar, mi Marimar, es una capulla. No le pasa la mitad de las veces la bola a Yolanda, la otra lateral del equipo, pero la entrenadora hace la vista gorda porque la pelota casi siempre acaba en el fondo de la red. Marimar es la máxima anotadora de la liga. Yo soy portera.
—¿Y tuvo éxito el libro? —pregunta.
—Mucho, y más con el paso del tiempo.
—Ya te digo, tengo una bollera a mi lado que se lo está leyendo sesenta años después. ¿Te gusta?
—Mucho.
—Pero, ¿follan? —La miro entrecerrando los ojos, pero ella no se amilana—. ¿Qué? —pregunta, agitando los hombros—. Tía, que en la mitad de los libros que me dejas las protagonistas se la pasan en la cama.
A Marimar le gusta leerse todos los libros de literatura lésbica que leo, no me preguntéis por qué. Solo los libros bollos. De los otros que también leo, nada. Cuando se lo pregunté, por qué lo hacía, me dijo:
—Quiero entenderlo.
—¿El qué?
—Eso, lo de ser lesbiana.
Recuerdo que resoplé con fuerza y la risa me salió por la nariz.
—Por favor, Mari —le dije—, ¿quieres entenderlo leyendo historias de tías que se pasan follando cien páginas? Pues vas mal, muy mal, ya te lo digo yo.
—Pues explícamelo tú —me dijo.
—No hay mucho que explicar. Te gustan las chicas. Ya.
—Tal y como lo cuentas, pareces la bollera menos traumatizada del planeta.
—Solo la segunda. Ellen DeGeneres me supera en eso. Y no es tanto así. —Recuerdo que suspiré—. Algo de miedo siempre hay.
—Miedo, ¿a qué? —me preguntó.
—Al rechazo.
La conversación se quedó ahí. Se lo cuento casi todo a Marimar. Casi todo.
—Pues no, aquí no —digo, respondiendo a su pregunta sobre la inclusión de sexo en la novela—. Hay una escena, pero muy sutil.
—Pero follar, follarían en los cincuenta, ¿no? —replica, divertida.
—Que sí, pesada.
—Eh —dice, alargando la mano y revolviéndome el pelo—, no me seas mojigata.
—No lo soy —rezongo.
Pero es mentira, sí lo soy. Mojigata y embustera, la mejor que os hayáis echado a la cara. Se lo cuentocasi todo a Marimar. El «casi» es que estoy enamorada de ella desde los once años. Ya sé, YA SÉ. «Qué típico, enamorada de tu mejor amiga». Podéis resoplar, poner los ojos en blanco y chasquear la lenguatoodo lo que queráis. Pero mira, no sé hacerlo mejor. Supongo que nací para cliché. Pero de verdad que estoy enamorada. Hasta los once, «eso» que sentía por ella no tenía nombre. Era sol, y aventura, y risas, sangre caliente en las mejillas, tsunamis en el estómago y pegajosas onzas de chocolate sacadas del bolsillo trasero de los vaqueros. Era respirar hondo, muy hondo, como si el pecho no tuviera límites, y expulsar ese aire y sentirse estupendamente bien. Era hacer visera con la mano para observarla a contraluz, o entornar los ojos para hacerlo en la penumbra, y de lejos, y de cerca, y donde y como fuera. Era aguantar despierta hasta que ella se dormía, cuando nos quedábamos a pasar la noche juntas, solo para escuchar su respiración y acompasar la mía.
Todas las demás chicas, todas las Lorenas que hubo desde el momento que le puse nombre a «eso», no fueron más que espejismos, intentos de desactivar el imán de mis sentimientos por ella. Cuando a los catorce le dije «Me gustan las chicas» y ella me miró y creí ver cómo le temblaban las pupilas y algo la voz, cuando a su vez preguntó «¿Y yo te gusto de ese modo?», le dije «No», porque no querría, por nada del mundo, ni de este ni de cualquier otro que haya en el universo, que su mirada temblara por mí.
#Marimaryeva está bien para mí, puedo vivir con eso. Con lo que no podría es con mi otro cincuenta por ciento lejos de mi vida. Y si tiene que ser así, así será. Marimar no tiene que temer que yo lo estropee todo con mis estúpidos sentimientos. Conoceré a alguien, el campo magnético virará hacia otro elemento y ambas seremos trending topic el resto de nuestra vida. Ella le pondrá mi nombre a su primera hija y yo haré lo mismo con la mía. Y si mi primer descendiente no es una niña, pariré como una loca hasta tener una. Y, aunque se lleven años de diferencia, su madre y yo les diremos que nacieron siamesas y les daremos un par de lupas y nos sentaremos en el porche y la vida pasará.
Así será.
—Pues qué bien, ¿no? —dice Marimar—. Que escribiera ese libro la Highsmith.
—Si todavía viviera, yo misma le escribiría una carta.
Me mira con curiosidad.
—¿Y qué le dirías?
Sonrío.
—Gracias por la última frase.
—¿La última frase?
Abro el libro, busco la última página y le señalo con el índice las últimas cuatro palabras.
—Qué bonito —dice—. Qué bonito, fíjate —repite en un susurro y suspira y toma aire de súbito, como si acabara de acordarse de que le debía una exhalación a sus pulmones, y mira hacia la rotonda, pero sin verla, que ya es difícil eso, y vuelve a mirarme y es curioso, porque el eje del planeta acaba de desplazarse justo en ese instante que Marimar me mira, justo entonces, y resulta que yo estoy tan tonta que no me doy cuenta—. Tú nunca has hecho eso —dice, devolviendo en otro susurro el aire que había tomado prestado segundos antes.
Frunzo el ceño y sacudo la cabeza, sonriendo.
—¿Entrar en un bar buscando a alguien? —pregunto, divertida.
—Sabes a qué me refiero.
—¿A qué viene eso ahora? —Escurro el bulto, soy toda una profesional en eso. Si existiera esa categoría laboral, sería la capo di tutti capi de las escurridoras de bultos—. Tampoco tú lo has hecho.
Ella se encoge de hombros de forma indolente.
—Según tú, se supone que yo lo tendría más fácil, ¿no? Si algún día lo hago, vamos.
El cuchillo, ¡zas!, entra por mi espalda, atravesándome de parte a parte, se entretiene hurgando en mis entrañas, retorciéndose como un hurón, y después sigue sajando mi carne hasta partirme en dos.
Pero Marimar no lo ve. Marimar no lo ve porque no es real, solo es lo que siento siempre que pienso en algo así, en ella «yendo» hacia alguien. Todavía no he logrado el control necesario para asumirlo de forma que no me sienta morir de celos cada vez. Pero creo que voy mejorando. Al principio pensaba en mí misma reventando.
Todo muy gore, lo sé.
—Bueno —digo, removiéndome nerviosa mientras trato de pegar mi lado derecho con el izquierdo sin que se me desparramen las tripas—, todo llegará. Un día de estos.
—Un día de estos… —repite, murmurando, sin dejar de mirarme.
Conozco esa mirada, y lo que preludia. Marimar está a punto de tener uno de «esos momentos», esos en los que se pone críptica y hace y dice cosas raras. Como lo del mundo triangular, vamos.
No sé qué es peor, de verdad, si eso o sus preguntas retóricas.
—Me gustará verte haciéndolo —dice.
—¿El qué?
—Ir hacia alguien. Que tengas alguien a quien querer. Quiero verte feliz.
—Ya soy feliz, Mari.
—Completa. Feliz y completa. Y lo estarás cuando encuentres a alguien.
Sonrío. No digo nada. Como Therese, que encontró a su Carol, pienso. Pero yo ya la encontré, hace dieciocho años, a mi Carol, justo a los veintitrés minutos de nacer. Mamá nos tomaba el pelo con eso, pero os juro que a veces siento los pespuntes de la costura quemarme la piel.
Lo que me va a costar llegar a ese porche…
—Yo también quiero verte a ti feliz y completa —musito.
Y no ha ido del todo mal, el cuchillo no ha aparecido. Diminutos puñales, decenas, aguijoneando mi piel. Asumible, pienso.
—Fue valiente, ¿verdad? —dice de pronto, arrebatándome el libro y echando un vistazo a la contraportada—. Escribir este libro, publicarlo en aquella época.
—Mucho. Y lo mejor de todo es que fue consciente del bien que había hecho. Escribió un prólogo en los ochenta que habla de eso. Se alegraba de saber que el libro había servido de ayuda a muchas personas.
—Incluso ahora, tanto tiempo después.
—Incluso ahora, sí —digo—. Porque habla del ¿Por qué no?, ¿sabes? ¿Por qué no yo, por qué no a mí? De tener derecho a sentir lo que sientes. De dar el paso adelante, de seguir a tu corazón, de no ceder a las presiones ni los chantajes. De hacerlo pese a que casi todo el mundo te diga que está mal, cuando tú sabes que eso que sientes no puede estar mal de ninguna de las maneras.
Vale, me he puesto vehemente, pero no es para menos. Carol es el libro de libros para muchas lesbianas. Aquel que te lees una vez en la vida para que se quede siempre en ella. «Vivir contra mi propia naturaleza, eso es degeneración por definición». Un día me grabaré esa frase en la piel, para que así haga juego con el tatuaje de mi alma.
—¿Por qué no? —repite Marimar, desviando la mirada un instante al suelo—. ¿Por qué no a mí? —musita.
Y parece muy lejos de allí y yo muy tonta, pero así, así, es como gira el eje de un planeta, chicas y chicos. Atentos a la lección.
Me mira de repente, Marimar. Levanta la mirada y la clava en mis ojos. Creo que veo por un instante aquella mirada suya temblorosa cuando le dije que era lesbiana, pero otra, que no sé identificar, llega, empujándola sin miramientos, y ocupa su lugar, como diciendo: «Qué coño, este sitio es mío. Aparta». Lo que me faltaba, pienso, desconcertada. Ya no solo me cuesta comprender las cosas raras que dice, sino que ahora tampoco lo voy a tener fácil con lo que hacen sus ojos. Creo que son los veintitrés minutos que nos separan. Alguna ley universal, algún tipo de código, tuvo que cambiar en ese tiempo, estoy segura.
—Me lo tienes que dejar, quiero leerlo —dice, dando vueltas al libro entre sus manos.
—Quédatelo. Me lo sé prácticamente de memoria.
Pasa la yema del pulgar sobre el lomo del libro y me sonríe.
—Algún día tu nombre también estará en una portada.
Sonrío yo a mi vez. Qué maja es mi Marimar. Mi amiga del alma confía ciegamente en que algún día mis torpes encadenamientos de palabras se convertirán, milagrosamente, en algo digno de ser leído. Es a la única a la que le dejo leer mis cosas. Pero no creo que llegue nunca a escribir un Carol. Si lo hiciera, me iría a una playa, me descalzaría y dejaría que el mar lamiera mis pies desnudos durante el resto de mi vida, mientras le concedería al sol la licencia eterna sobre mi piel. Creo que así es como debió de sentirse Patricia cuando vio todo el bien que había hecho.
—¿En qué piensas? —me pregunta.
—En pies descalzos.
Sonríe brevemente, diría que casi con melancolía. Abre el libro por la última página y lee.
—Lo siento —digo—, te destripé el final.
—No importa, lo prefiero. Así no sufriré tanto al leerlo.
—¿Y por qué tendrías que sufrir?
—Me gustan los finales felices. Me gusta que las cosas acaben bien.
—Bueno, no siempre es así.
—No, no lo es —dice, cerrando el libro y perdiendo la mirada más allá de la colosal rotonda—. ¿Qué es lo que haría que tú tuvieras un final feliz, Eva? —pregunta de pronto sin mirarme.
Ladeo la cabeza, observándola con curiosidad.
—No sé, Mari, no estoy al final de nada. No lo necesito por ahora.
Se gira hacia mí y vuelve a clavar su mirada, más intensa ahora, sobre la mía. No es la que antes ha apartado a empujones a la otra, pero me es igual de desconcertante. Yo nunca le he visto esa mirada a Marimar y creía habérselas visto todas. Por un instante, una milésima de segundo, pienso, con vértigo: ¿No soy la única que deja huecos en el ‘hashtag’ o qué?
—¿No hay nada en este mundo que te haría feliz? — insiste, ahora con tanta intensidad en su voz como la que impregna sus pupilas—. Feliz más allá de parar balones o pensar en pies descalzos.
Sí, tú, pienso sin vacilar, tú más allá de lo que ahora eres, de lo que somos.
Pero cómo le voy a decir eso, por favor. Parece mentira que le resultara más fácil dar ese paso a una chica hace más de medio siglo que a una ahora, joder.
Marimar no espera mi respuesta. No sé qué le pasa, pero hasta mí llegan los ecos de su inquietud. La siento en el inexistente remiendo de mi costado, que se retuerce, vibrante.
—Es verdad eso que has dicho, no puede estar mal de ninguna de las maneras —dice, pero creo que no se dirige exactamente a mí, creo que se lo ha dicho a algo dentro de ella. La veo parpadear, y una tímida sonrisa asoma a sus labios—. Nunca lo he hecho, ¿sabes? —dice—. Por puro miedo. Por miedo a lo mismo que tú.
Vale, las cosas raras de Marimar, episodio trigésimo octavo.
—¿El qué? ¿A qué te refieres? —pregunto.
Se calla, me mira, con mayor intensidad si cabe, por espacio de largos segundos, muchos. No sé por qué, pero creo que Marimar me está mirando como tendría que haberlo hecho siempre, como si quisiera ponerse al día en el apartado «Miradas para Eva». Al final de ese tiempo, justo entonces, es cuando el eje culmina el giro. Aunque yo siga igual de tonta como para percatarme, os lo digo para que culminéis la lección.
Marimar sonríe tenue, muy tenuemente, pero es una de esas sonrisas que prometen el sol.
—Pero tienes que dejar de fumar, Eva —dice—. ¿O te crees tú que yo besaría un cenicero?
Fíjate, cómo puede cambiar el universo con el simple giro del eje de un planeta, ¿eh? Ahora sí que estoy descolocada. Descolocada de narices. Mierda, pienso, con el corazón agarrotado y los ojos como platos. ¿Es una de sus preguntas retóricas? Y no bien termino de procesar eso en mi cabeza cuando le oigo decir:
—Voy a buscar una lupa. —Y yo pongo cara de «¿Qué?» y ella, tan campante, añade—: No voy a parar hasta encontrar esos malditos pespuntes.
Y está haciéndolo, acaba de hacerlo, y yo todavía no me lo termino de creer. Marimar está saltando del columpio cuando más alto está, y se está subiendo a la rama del árbol pese a saber que se puede hacer daño. Marimar lo está haciendo e intuyo, muy dentro de mí, que lo está haciendo sobre todo por mí; por ella, sí, pero sobre todo por mí. Y yo siento tsunamis estomacales, sangre hirviendo en mis mejillas y hasta noto el sabor dulzón del chocolate que Marimar se sacaba, pegajoso, del bolsillo, el que hurtaba a escondidas porque sabía que me gustaba, el puro con avellanas, y que me ofrecía con una sonrisa de oreja a oreja.
—Pero Mari… —digo, vacilante, y no sé cómo seguir. Y como no sé cómo seguir, oye, un reflejo recurrente para estos casos: me levanto de la silla como si alguien hubiese gritado «¡Fuego!» y hundo mis manos, repentinamente húmedas, en los bolsillos del pantalón del chándal, mientras le ofrezco una aturdida mirada—. Pero…
Y ahí me quedo. Joder, si algún día quiero ganarme la vida con las palabras, mejor que me vaya espabilando. Es un pensamiento tonto, lo sé. ¡Pero es que a Marimar acaba de salirle una segunda cabeza!
Mi querida bicéfala se levanta y yo doy un par de pasos atrás. Vale, no sé hacerlo mejor. Es la primera vez que estoy a punto de cumplir un sueño… o no. No lo sé. Porque Marimar está haciendo una de sus cosas raras, y ya no son solo palabras o miradas, es todo. Todo, joder, todo.
—Es que, ¿sabes? —me dice, sonriendo y alzando las manos—. Tú me dijiste que yo no te gustaba así, de ese modo.
—Pero…
Por favor, que alguien me patee la cara si vuelvo a decir un «Pero…» más.
—Y, claro, después la gilipollas esa de la Lore… —Hace un gesto rápido con la mano, como si la apartara de un manotazo. Porque Lorena no cabe aquí, en este paisaje de balcón con rotonda al fondo—. El mío será el primero de verdad, ¿vale? Porque lo será, ¿no? Eso no te lo habrás callado…
Y vacila, se le quiebra en ese instante un trocito de su aparente valor, dejando asomar la incertidumbre y el miedo. Pasa rápidamente la lengua por sus labios, en un gesto nervioso típico en ella, y parpadea varias veces, mirándome indecisa.
Y ya está, es justo lo que necesito para saber qué hacer o qué decir. Se acabó el desconcierto, la incredulidad y la humedad palmar. Me tiro del columpio, me subo a la rama, ¡mirad cómo derrapo! No, le voy a decir, tajante pero suave, para que no se me asuste más de lo que ya está. No me lo he callado, no forma parte de ese casi que siempre te he ocultado. Si me besas, ¡si me besas!, sí, será el primero, el único que importe, el que siempre recordaré. Cierro los ojos un segundo y los vuelvo a abrir. Debería estar tan nerviosa como lo estaba hace unos instantes, pero todo temor se ha evaporado como por ensalmo. Es Marimar, me digo. Mi Marimar. Mi cincuenta por ciento. Y en ese momento sé que todo irá bien, lo sé. Frente a esa rotonda monstruosa y la nerviosa mujer de mi vida y la agonizante colilla del último puto cigarrillo que fumaré.
Y pienso que, si algún día escribiera una novela como la de Patricia Highsmith, la plagiaría sin pudor: «Eva avanzó hacia Marimar».
Y sé que a ella le gustaría.