PAÍS RELATO

Autores

carmen samit

la vida oscura

Entras y dejas tus cosas en la percha. Como el agua que fluye inexorable hacia el mar llegas a una habitación que te sorprende. Sí. Es tu estudio-taller-refugio. Pero pareces no reconocerlo. Margot sale a tu encuentro pero se detiene expectante. Miras los objetos que te rodean. Una vida de recuerdos y caprichos que ahora no significan nada. Casi no puedes respirar. Tu pecho se hunde y abres la boca. ¿Vas a molestar a alguien? Ni siquiera, ahora, con el pánico apoderándose de ti eres capaz de gritar. Tu mente te ha abandonado y el instinto de huida es lo único que queda. ¿Huir? ¿Adónde? Vuelves a mirar a tu alrededor. Tiemblas, sudas, tus tripas se encogen. ¿Adónde? Miras. Miras. Miras.
Por fin, te desplomas en tu butaca preferida y un golpe de aire abre tus pulmones y tus lágrimas. Llora, déjate mecer por tus fluidos. Nunca te han fallado. Tu cuerpo convulso empieza a recobrar la compostura. Ya tú, te yergues, respiras profundamente y la exhalación te trae el reconocimiento y con él la seguridad de tu guarida. Acaricias los brazos de piel desgastada y las horas pasadas en ella te llenan la memoria. Margot se relaja y se acerca a ti. Ya no existe posibilidad de lucha. Has llegado al punto en el cual debes decidir. La mujer solitaria que reconocía sinapsis y colores en el ordenador se tiene que retirar. Ya no tendrás más cabezas para abrir, cerebros para cortar, para cauterizar… No habrá más pruebas que interpretar. Has perdido tu láser y con él tu poder. Tanto esfuerzo, tantos años de dejarte la vista, tantas novelas sin leer, tantas amantes sin atender para que todo acabe en la oscuridad. ¿Qué harás, pobre mujercita solitaria, sin tu poder? Estás sola. Nunca te importó, te bastabas y, ¿ahora? Quizá esa manía tuya de andar a oscuras por la casa fuera premonitoria.
Las sombras te acechan y ninguna medicina puede conjurarlas. Quizá, por fin, entiendas al puto Jung y sus putas sombras.
Tu magia ha muerto. Va a morir. Y tú, ¿serás capaz de vivir en la negrura? Un atisbo de furia asoma pero la mujer solitaria aún rige tu mente. Te tranquilizas, te dominas. Eso es realmente lo tuyo: el dominio. El poder del conocimiento selecto. La magia de unos pocos elegidos y tú estabas entre ellos. Distante y ajena pero estabas. Reina-maga de un mundo absurdo. Todo tu saber reducido a nada.
Margot observa.
Te levantas y coges tu cerebro de colores. Sonríes maliciosa recordando. Lo desmontas para mirar la amígdala. ¡Cuántos disgustos te ha dado la tuya! Pero aprendiste a dominarla. Control. Poder. Y en un salto acrobático tu memoria asocia el cerebro de colores con tu amor más fiel. Al único que le has sido fiel. Esa palabra que te da repelús, pero no encuentras otra para aplicarla a tu Zenón.
Enamorarse de un personaje. Qué patética has sido siempre y encima un ¡hombre! El hombre de tu triste vida. Marguerite, maggaguite, uf, qué puñeta de nombre, siempre te ha costado pronunciarlo, con tu francés oxidado de París aún te suena mal. Gggggg. ¿Por qué no llamarla Sophie, Monique, Anna, incluso Camille? Noooo, Maggaguite. Qué irritación palatal te produce. Vas derecha a la estantería de tus amores, entre Adriano y Fuegos está Zenón. Viejo y gastado pero tan deseado como siempre. Lo tomas entre tus manos como a un amante. Es la edición de Alfaguara del 85. Su portada está deslucida y los bordes del libro redondeados y amarillentos. Examinas el lomo como si fuera el TAC del mismísimo Zenón. Los recuerdos de la historia se mezclan con la historia de cómo conseguiste el libro. Un robo de amor o mejor dicho de fin de amor. Herencias de finales compartidos. Divisiones que se desvían y Zenón se quedó contigo. Podías haber comprado otro libro pero era ese, justo ese el que sentías tuyo. El amor perdido hacia tu amante se mezcló con el amor encontrado en Zenón y la magia impregnó ese ejemplar.
Después de tantos años de estudiar el cerebro y aún te sorprende el amor. ¿Se vuelve loco tu sistema límbico y activa la ínsula al tocar el libro? O… qué importa. Lo amas. Le amas. Solamente una vez cometiste el sacrilegio de leer a tu Zenón en otro ejemplar. L’oevre au noir de Folio. No podías resistir la tentación de leer a Zenón en su idioma. El esfuerzo mereció la pena pero inmediatamente tuviste que releer tu libro. Compensación de una amante poco atenta. Otras te hubieran agradecido semejante consideración.
Madame Yourcenar tardó en parir a Zenón casi medio siglo, lo llevó consigo hasta su muerte. ¿Hasta dónde lo llevarás tú contigo?
Cuando piensas en ella, tus sentimientos se confunden. Sientes admiración y rabia a partes iguales. Podía haber usado su genialidad para crear un personaje femenino de la talla y complejidad de Zenón. Ni siquiera se molestó en desarrollar el personaje de la Dama de Fröso, quizá la más interesante, pero con el defectillo de querer ser madre. Todas sus mujeres son tristes, desgraciadas, cornudas, sumisas o virtuosas señoras de su casa. Ninguna controla su destino. Su anhelo siempre es el amor. Te cabrea que ni una mujer le inspirase a la altura de Adriano o de Zenón. Apenas tienen voz, presencia, son meras sombras que viven a través de los hombres. La vida y muerte de Hilzonde en Münster muestra una crueldad dolorosa. ¿Tenía que morir así la madre de Zenón, en una masacre de fanatismo religioso, sexo y poder? Desde Fuegos apuntaba maneras. Pobres mujercitas. El señor del mostacho se hubiera sentido muy orgulloso del provecho que le dio a su educación la Caballera de la Legión de Honor.
Ay, si Foucault hubiera deconstruido a tiempo. Madame Yourcenar como epítome de la misoginia de vetustos académicos. Vaya burla, era como uno de ellos. Si hubiera escrito sobre grandes mujeres, ¿los señores académicos la hubieran aceptado? ¡Un ejemplo para las feministas! Te resulta indignante que ni siquiera la mujer que convivió con ella durante cuarenta años y a la que cuidó hasta su muerte, renunciando a sus imprescindibles viajes, mereciera un reconocimiento público por su parte. Quizá le resultaba insignificante amar a una mujer. Grace. Frick. Su amiga, su apoyo, su traductora, sa famille fue lo más cariñoso que dijo de ella. Te reconcomes pensando que ya no estarás viva cuando se puedan abrir sus documentos privados. ¿Qué intimidades guardó alguien que dejó cientos de cartas? El tema de la homosexualidad y bisexualidad es constante en su obra y, sin embargo, en su vida solo reconoció amar a dos hombres. O eso dicen sus estudiosos. Ambos convenientemente gais.
Caíste en la seducción yourcenariana y leíste su biografía. Nunca antes te había interesado leer ese género. De hecho, nunca te ha interesado. ¿Quién mejor que una novelista para entrar en el alma de un ser humano? C’est toujours de soi-même qu’on parle. Jajajaja, Yourcenar lo pone en boca de su Alexis. Seguramente, con socarronería se lo aplicaría sin dudar a la propia Savigneau. Envuelta en sus mantos amplios, sonreiría ante el tocho que escribió sobre ella. O más probablemente se enfurecería con tantas insinuaciones o deducciones simplonas. Había creado un personaje y se ajustaba a él con fruición. Tanta sabiduría condensada en ella, no podía más que destilar maravillas. No mostró su alma, salvo a través de su literatura. Siempre esquiva. Una diosa de las palabras.
Sonríes. ¿Por qué? Ya, imaginas a tu diosa y a su amante retozando juntas y riéndose de sus pobres editores. Hombres pacientes que luchaban contra las minucias de una perfeccionista. Estaba en su derecho, ¿no? Si tardas décadas en escribir un libro, bien puedes permitirte enloquecer a tus editores. Madame Yourcenar, la adoras, te da rabia pero lo haces. Siempre la imaginas con una máscara. Qué gran personaje hizo de sí misma. Recuerdas sus imágenes caminando alrededor de Petite Plaisance, dirigiendo la escena. Debajo de sus ropas anchas se adivina una mujer generosa. Caderas anchas, pechos grandes. Una matrona deliciosa, de mirada penetrante y voz segura.
Cuando conociste a Zenón, Madame Yourcenar acababa de morir y una pena inmensa llenó tu corazón. Durante días sentiste la pérdida de lo irreparable. Devoraste su obra y seguiste hambrienta.
Ahora comprendes mejor. La edad, supones. Imaginas al alquimista en su tosco laboratorio. El cuerpo de Madame Yourcenar está sobre la mesa de autopsias. Con maestría sierra la bóveda craneal desde el hueso frontal y reverencialmente extrae el cerebro de su exquisita progenitora.
El atanor ya está preparado. La materia que al disolverse liberará el espíritu de su creadora, madre, diosa está en sus manos. Deposita el preciado material dentro de la cámara. Y espera. La criatura libera a la creadora. Opus Nigrum. El alquimista concluye la primera fase, quizá la Historia concluya la Opus Magnum.
Te quedas abstraída mirando el título del último capítulo. Recuerdas perfectamente la descripción, el dominio de un médico que experimenta en sí mismo todo su conocimiento condensado en los últimos momentos de su vida. Un cirujano, un filósofo, escéptico y solitario. Zenón ha sido un ejemplo para tus años de profesión, le has admirado más allá de lo estético. Has pensado en él tantas veces que para ti es alguien real. Admiras su arrogancia y su valentía. Su coherencia, su hambre de saber. La generosidad con la que ejerció su oficio. Piensas en tus pacientes. A muchos les salvaste la vida. A otros casi toda. Estos eran los más complicados. Les hablabas con calma sobre sus limitaciones y el aprendizaje de habilidades perdidas. Era fácil, ¿no? Ánimo, estás vivo, solo tienes que empezar de nuevo. Cualquier necia puede dar consejos. Pero no era así. Tú sentías su miedo, su dolor. Tus palabras eran auténticas. Conocías a todas las personas que depositaban sus esperanzas en ti. Las escuchabas, tratabas de calmar sus miedos. Trabajabas sin descanso para ser la mejor, no para ti, sino para ellos. El nombre de cada persona que perdiste quedó grabado en tu cabeza. Nadie desapareció. Les pedías perdón por fallarles, por no matar a la muerte con tu cuchillo de diamante. Recuerdas sus miradas asustadas buscando un milagro. Tú has acudido a otros con esa misma mirada y te devolvían su lástima, tú nunca te permitiste sentir eso. Tú no. «Has esperado demasiado». Rebotan por todo tu cuerpo. Estallan en tu cabeza. Tu coup de grâce.
A menudo te preguntas si Zenón hoy en día buscaría las esquivas verdades del cerebro humano o sería astrofísico. Un viajero-explorador intentando calmar sus inquietudes. Él leía mapas astronómicos, tú mapas cerebrales. Él intentó transmutar el alma, tú te perdiste entre circunvoluciones.
Margot sigue sentada con la mirada fija en ti, empieza a inquietarse.
Y ahora, ¿te rindes? Tanta dedicación a otras personas te llevó a abandonarte. Vas a pagar un precio alto, muy alto. Sientes que el último capítulo de Zenón no es la respuesta. Abrazas tu viejo ejemplar y lloras en silencio. Agua como principio de vida.
Empiezas a preparar la mesa de trabajo. Este será el último homenaje a tu amor. Le recubrirás con la calidez de una piel que nunca tuvo. La eliges con esmero. Chagren envejecida y roja. Guardas de agua hechas a mano. La cabezada roja y negra. Como tu corazón. Buscas el cartón, cola, engrudo, cordel de cáñamo e hilo de lino y reúnes sobre la mesa todas tus herramientas: plegadera, reglas, agujas, telar, chapa de risclar, punzón, martillo, rejón, serrucho, pinceles, lápiz, tijeras, compás… El telar y las dos prensas están ya en la mesa auxiliar.
De un salto Margot tumba su esbelto y negro cuerpo en el rincón de la mesa que has dejado libre para ella. Acercas tus labios a su cabeza y las orejas puntiagudas parecen separarse para dejar más espacio a tus besos. Ronronea tranquila y limpia su retaguardia con la cola.
Mientras esperas a que la plancha se caliente para despegar el lomo, cierras los ojos y lentamente reposas las manos sobre la superficie de la mesa, la acaricias suavemente y, a pesar del cuidado con el que siempre trabajas, sientes las pequeñas cicatrices de su larga vida a través de las yemas de tus huesudos dedos. Las reconoces. La descarga de la emoción te inunda.
Sabes que la oscuridad se va acercando y sonríes. Empiezas un nuevo viaje.