El arte de perder salpica tus paredes con los jirones fantasmagóricos del eco de una voz que te seguirá a todas partes. La mía.
Elizabeth despierta. De nuevo la misma voz. Con unas cuantas bocanadas desesperadas consigue reestablecer su respiración pero rebusca en la superficie de la mesilla hasta dar con la cortisona por si de nuevo el flujo respiratorio se anima con otra de sus danzas. Le asusta enfermar, le aterra enfrentarse a las salas de hospital, a toda una estancia plagada de un mar de extraños. Se acuerda entonces de la mansión de sus abuelos y, aun sin ser capaz de darle atrezo a sus recuerdos, incapaz de concebir una imagen, aunque sea confusa y reinventada, le sobreviene una sensación remota y anclada que achanta su ánimo. Se incorpora de la cama y da paso a un ritual. Su ritual. Podrá perderlo todo, cualquier cosa, menos eso.
La ciudad se pone en marcha pero ella cierra las cortinas y se acomoda en su sofá. El bourbon no siempre acalla las voces, pero disipa la angustia.
El primer trago es pausado. Saborea el encuentro con la idea de prostituir su mente y vender sus pensamientos al absurdo. Tal vez así le nazcan las ideas para un nuevo poema.
Porque su cerebro, abotargado, naufraga en el Atlántico, a las orillas de Brasil.
Escucha un graznido de Suzanne.
—Hoy has empezado pronto.
Temía que sería mala idea viajar con ella, pero no siguió su instinto y ahora se encuentra hastiada.
Suzanne tiene una mirada intensa, procesa la información con particular inmediatez y absorbe de la experiencia cada pálpito que sospeche que pueda ser un engranaje de su vida en el futuro. Su pasión o, tal vez, la osadía con la que manifiesta sus pasiones es el aire que necesitaban sus velas. Y con ella se embarcó mar abierto hasta volver a convertirse en una náufraga.
—Claro que sí. Es culpa de este maldito país que no dispensa anfetaminas. Sabes que es o una cosa u otra.
Suzanne asoma su joven cuerpo y se hace un hueco en el sofá.
—¡Ya estás bebida!, ¡ni siquiera me ha dado tiempo a despertarme!
—No me culpes si necesitas tantas horas de sueño.
—No me culpes a mí por tu insomnio.
Reproches.
—Nunca espero algo de ti, así que tengo derecho a que tú tampoco esperes algo.
—Tú sí que esperas. ¡Esperas que soporte tus borracheras!
Portazo.
Tras el portazo, con el pensamiento ya acelerado, tiene una sola intención: encontrar más alcohol y seguir con ello el protocolo de su adicción.
Sale al pueblo. Entra en la misma tasca de siempre. El camarero no es amable con ella. Desde que testimonió sus primeras borracheras atiende, altivo, a las peticiones de la clienta. Sin mediar palabra sirve el bourbon y se retira a la otra esquina. Elizabeth percibe su desprecio, pero en absoluto altera su ánimo. Pocos bares había en Ouro Prêto y le ocurría lo mismo en todos ellos. A esas alturas es inmune a la reprobación. Una mujer y lesbiana y alcohólica y extranjera no puede esperar lisonjas en el entorno de un bello pero remoto pueblo de Brasil.
No quiere regresar a casa. No quiere encontrarse con Suzanne.
Lamenta su propia naturaleza, caprichosa e incontrolable. La voluptuosidad de sus pasiones. El arranque es glorioso siempre y celebra conservar esa capacidad de entusiasmo y toda la sensualidad ardiente que conlleva. Pero termina por cansarse y las rupturas siempre han sido abruptas y dolorosas. Se conoce ya el proceso y sabe que el declive es inevitable en aquella relación. Se le han despertado pequeñas manías como síntoma irrefutable. Por ejemplo, cuando Suzanne traga hace un ruidito que para Elizabeth ya es insoportable. Lo que antes eran particularidades adorables empiezan a convertirse en malos modales.
La puerta se abre con determinación. Adelina enfoca rápidamente su mirada en su novio que, en ese momento, se encuentra fregando unos platos. Con grandes zancadas se aproxima, lo agarra del pelo y lo besa.
—¡Tengo que irme! —anuncia, tras separar sus labios, mientras se encuentra de vuelta hacia la puerta.
El camarero, enfrascado en la sorpresa, tratando de asimilar el torbellino que había desmantelado el sosiego que reinaba en el local, mantiene la mirada en la puerta, ya sin rastro de Adelina.
Elizabeth, instantáneamente, recuerda a Lota. Así era Lota, desconcertante, hiperactiva, decidida e impetuosa. A todos fascinaba aquel caudal de energía y Elizabeth podía pasar horas entretenida en la mera labor de observarla, igual que si estuviera en el teatro, curiosa frente a sus idas y venidas. Las peculiaridades de Lota nunca tornaron en manías dentro de la mente de Elizabeth, pero sí se convirtieron en el yugo que terminaría por distanciarlas. Sobre todo cuando inició el proyecto del parque de Río de Janeiro. Con su naturaleza entregada y obsesiva no cabía en la mente de Lota cualquier otra cosa que no fueran las obras y los reveses políticos en torno al parque. Elizabeth padeció un insondable sentimiento de soledad durante los últimos años en su compañía y aquella era la razón por la que justificaba sus engaños.
Tenías que haberme dejado. Mis suspicacias ante tus traiciones fueron abatiendo mi cordura.
No era sencillo. Elizabeth quiso a Carlota hasta el día en que encontró su cuerpo inerte en el suelo, junto a su habitación, y el estómago lleno de pastillas. La culpa dentelleaba en ocasiones el sosiego de Elizabeth. Había sido egoísta, se había acomodado, había dejado de ceder, de saber amar, de ofrecer su compromiso. Lo había hecho a sabiendas, arrollada por el ímpetu de nuevas ilusiones.
Quizá, piensa ahora, sus bases éticas eran extravagantes desde el comienzo, desde el momento en que Lota dejó a Mary por Elizabeth y decidió amparar económicamente las necesidades de una mujer resentida y engañada. Con una mentalidad imperialista, Lota mantuvo su conquista en la casa de enfrente, adoptó niños para Mary e incluyó su nombre en la herencia. Elizabeth tardó años en acostumbrarse a tan atípica relación. Dentro de su idea del romance era incuestionable la exclusividad como elemento indispensable. Pero esa batalla la tuvo perdida, así que recordaba tan incómoda situación cada vez que le sobrevenía la culpa por sus propias deslealtades.
Tal vez estaba condenada a la contaminación de las mentiras y de una vida de ocultaciones. La propia Suzanne tenía marido y un hijo. ¿Acaso ella erraba tanto en un universo en el que todas las mujeres lo hacían?
Y a pesar de Mary, Lota era excepcional. Era un revoltijo de pasiones. Era una garantía de proyectos. Lota, toda ella, era un proyecto. Pero enfocaba su luz siempre hacia el mismo lugar. Siempre dirigía sus anhelos hacia sus inseguridades. Y crecieron con ello los enanos de su fatal vanidad, porque se hizo esclava de los méritos.
También ella cargaba con otra culpa porque el alcohol había ahogado toda esperanza de estabilidad en aquella pareja cuando a Lota dejaron de entretenerle sus borracheras.
Con serias dificultades consigue introducir la llave en la cerradura. Se le ha ocurrido una idea brillante para uno de sus poemas. Suzanne espera al otro lado de la puerta.
—¿Dónde estabas? —inquiere.
—Buscando ideas para mi próximo poema —balbucea Elizabeth.
—Hay nueva información sobre el viaje a la Luna.
—Pues muy bien. Me voy a escribir al estudio.
Entra en la sala, cierra el pestillo y saca del cajón del escritorio su libreta. Suzanne golpea la puerta cada vez con más brío. También grita. Elizabeth agarra la pluma que un día le regaló Lota. La aprieta con fuerza y desvía su mirada al impoluto papel en blanco. Empieza a escribir. ¿Qué es la Tierra?
Amanece abrazada al cuerpo de Suzanne. Sus discusiones, aunque acaloradas, son fútiles. Por otra parte, Suzanne se prostituye y fuerza su intención de tregua, impulsada por un desesperado sentimiento de dependencia.
—¿Mucha resaca?
Elizabeth entorna los ojos. No recuerda cómo acabó en la cama. Ni siquiera recuerda cómo llegó a casa. Su última imagen retenida es la estrepitosa entrada de la joven Adelina en la taberna. Por lo menos, el ánimo de Suzanne parece estar contenido.
Al incorporarse le sobreviene un acceso de tos. Tras dar un par de manotazos consigue palpar la cortisona que siempre reina la superficie de su mesilla. Suzanne, que había salido del cuarto para preparar el desayuno, se asoma alarmada y solícita.
—Ya estoy bien, ya estoy bien, gracias.
Con un hambre voraz se desenvuelve espléndidamente para llevarse al estómago todo el contenido de los platos que se lucen sobre la mesita del porche, mientras ojea las páginas de O Globo. Una foto de Neil Armstrong encabeza la primera página.
—Más sobre la llegada del hombre a la Luna…
—Sí, te lo comenté anoche.
—Y nosotras no llegamos al centro del pueblo sin que quieran apedrearnos.
—Pero a la cama podemos llegar sin objeciones.
Insatisfecha y ya desapasionada tolera los encuentros lascivos con Suzanne, orquestados por el ímpetu de la enérgica admiración de una mujer joven que anhela los logros de otra mujer más madura.
Piensa en Lota. Piensa en ella otra vez. No quiso engañarla, pero la propia Lota abrió un hueco en el que se coló Suzanne. Finalmente, Suzanne se perdió en el hueco y Elizabeth perdió a Suzanne. Y a Lota.
§
Elizabeth clava su mirada en un cedro. Una perdiz emprende el vuelo y remueve las hojas, ya casi secas.
Contempla, sosegada, mientras piensa. Nada en concreto y todo al mismo tiempo.
A la llegada del atardecer la ansiedad visita su estudio y, rápidamente, se hace con el cuerpo menudo de la anfitriona. Indolente, esquiva sus resistencias para conducir su impulso hasta la cocina. De entre unas cajas de galletas rescata una bien escondida botella. Se mira las manos, intenta darse una oportunidad para frenarlo. Las venas irrumpen, poderosas, bajo la piel arrugada de su dorso, abultándola por tramos. Muchas manchas organizan allí un festival de formas, tonalidades y texturas. Es ya casi una anciana. No debería.
Suzanne está paseando. Pronto regresará a casa. Tiene poco tiempo para darse un atracón.
Entonces se convence. De uno de los armarios saca un vaso y es generosa al servirse. Caerá inconsciente y será entonces cuando pueda esconderse, dejar por unas horas el lacerante efecto de su vaciedad. Y hasta alcanzar esa inconsciencia etílica tendrá bocanadas de apasionamiento y energía. Tendrá un plan, un propósito.
A estas alturas una copa es suficiente para causar el embrujo. Cierta hiperactividad arrasa la presa del recato con el que vive siempre sus emociones. Y la tristeza resignada se torna en una desesperación acuciante, anhelante de ser compensada.
Una y otra vez. ¿Y mañana? Mañana la culpa. En este tiovivo de emociones adulteradas por tu maldito alcohol ahora ven tus ojos vivos colores para mañana contemplar tan solo una gris y obsesiva culpa. ¡Corre! Sal corriendo como corre un roedor dentro de su rueda. ¿Y todavía te preguntas a dónde te conduce esta carrera?
§
Con la llegada de noviembre llegó también el calor. Suzanne había traído a su hijo. El niño, sentado sobre un manto de césped, jugaba en el jardín a hacer guerras entre dos de sus muñecos. La otra guerra se batía en el porche. Las manías que a Elizabeth consumían enfocadas en los actos cotidianos de su pareja estaban creciendo. Brotaban, multiplicándose igual que el sarampión. Como reacción, evitaba su presencia en la medida en que le era posible.
Pero la distancia y el desdén que mostraba Elizabeth acuciaba la inseguridad de Suzanne que, en ocasiones, perseguía a Elizabeth por toda la casa mendigando algún gesto amable. En el arranque, su solicitud era afectuosa y serena. Con bromas y zalamerías procuraba su atención y Elizabeth condescendía hasta un nivel de superficialidad que a Suzanne insatisfacía. Era entonces cuando estallaba en un abrupto caudal de reproches, sin poder contener los gritos ni los llantos.
—Tienes que terminar con esta situación.
Robert es siempre rotundo con Elizabeth. Había llegado aquella mañana para visitar a su amiga. Sentados, uno frente al otro, oyen como el agua de la lluvia bate los finos cristales de la taberna que Elizabeth siempre frecuenta. Tras sus gafas, la mirada de Robert se muestra cálida y comprensiva.
—No es tan fácil.
—¿Y qué vas a hacer?, ¿aguantar así el resto de tu vida? Siempre buscas mujeres perturbadas, creo que eso tendrías que cambiarlo.
—Pienso tanto en Lota. ¿Y si manifiesto mi voluntad de terminar con ella y aparece una mañana muerta en el suelo de mi casa?
—Suzanne no es Lota. Además, no te matas por desamor. Te matas porque no has aprendido a perder las cosas. Y Lota, que nunca estaba dispuesta a perder, lo perdió todo de golpe.
—Es difícil aprender a perder, eso es todo un arte. Aun así no es consuelo. La culpa es caprichosa y la escena desgarradora.
—Elizabeth, aunque tengas ya casi sesenta años y esa niña no haya llegado a cumplir treinta, no es de tu responsabilidad. Pero si temes tan remoto desenlace, entonces ¿por qué no le pides que siga un tratamiento? Así, cuando Suzanne se muestre más estable, podrás dejarlo sin riesgos.
La vehemencia de Robert conquistaba siempre la voluntad de Elizabeth. Su sensatez ofrecía opciones que el sentido común no podía pasar por alto.
Adelina se acerca a la pareja. Su novio está enfermo y esa tarde se hace cargo ella de la taberna. Lleva una camisa holgada con margaritas estampadas en la pechera y en las mangas. Un blanco e impoluto pantalón, también holgado, cubre sus nerviosas piernecillas.
—¿Os pongo otra? —pregunta con la botella de bourbon sujeta. En su mano la botella, aunque está llena a rebosar, parece un material ligero, se pierden las leyes de la física y da la impresión de que a Adelina nada le pesa, todo es fácil y liviano. Todo está hecho para ella porque Adelina pasa por la vida pero la vida no pasa por ella. Lo mismo que todas las mujeres que han conquistado a Elizabeth. Tras servir sonríe y se vuelve hacia la barra con rápidos pasitos mientras tararea At San Quentin. Todo es acción en Adelina. ¿Para qué pensar y poner con ello en riesgo tan buena predisposición?
—¿Se escucha country en Brasil? —pregunta Robert también fascinado por la energía de la joven.
—Cal, querido, si quieres llevarte una impresión adecuada de las costumbres locales, no cometas el error de fijarte en Adelina.
§
Los dedos de Bishop tamborilean sobre la mesa del comedor. Robert partió a Nueva York varios días atrás. El sol se asoma y se esconde tras blanquísimas nubes que surcan el cielo con agilidad aquella tarde.
Suzanne está sentada sobre uno de los sofás. Se incorpora para encenderse un cigarrillo y vuelve a recostarse para proseguir con la lectura de un libro que sostiene apasionada.
Elizabeth carraspea para aclarar su voz que, con tono dulce y sosegado, emplea para realizar, por fin, su sugerencia.
—Suzanne, mi amor, creo que no estás atravesando un buen momento y yo no encuentro forma de ayudarte. ¿Qué te parece si buscamos ayuda de afuera?
Suzanne levanta la mirada, que clava con determinación en los ojos de Elizabeth. El entrecejo fruncido, los labios prietos. No le parece a Elizabeth que la propuesta sea de su agrado.
—¡De ninguna manera!, ¿por qué no te internas tú y así dejas de beber?
Se recoloca en el sofá, se enciende otro cigarro y vuelve a abrir el libro echando por tierra las esperanzas de Elizabeth que, desde que se fue Robert, pasa los días obsesionada con la idea de que aquella es una resolución necesaria y tremendamente urgente.
Elizabeth se retira a su estudio. Escucha las risotadas del hijo de Suzanne, que está jugando en el jardín. Esa pequeña criatura se convierte en un argumento más que alimenta la fuerza de su obsesión. Desde su escritorio observa cómo Suzanne se asoma al jardín con un cigarro entre sus dedos. El niño corre a su encuentro con una sonrisa ingenua, radiante.
Súbitamente rescata el enmarañado y disperso recuerdo de haber vivido la misma sensación. Correr con inocencia, anhelando la atención de un ser supremo, de un ser todopoderoso que responda con soltura a toda demanda afectiva. En esa mente infantil no cabe el rechazo. No cabe la ausencia. Hasta que llega el día en el que, tras la carrera, encuentra a su madre sentada, con la mirada fija en alguna parte, otra parte que no es ella. A aquella vez le sucedió otra, y después otra, hasta que dejó de iniciar tan fútiles carreras hacia un destino impenetrable.
De la estantería, tras un bloque de libros, se asoma el cuello de una botella.
Sentada en el suelo, duerme Elizabeth apoyada contra un lateral de su escritorio, con un cuadernillo entre sus manos. Unos gritos irrumpen su etílico sueño. Abre los ojos y se encuentra con una Suzanne enloquecida, que gesticula con todo el cuerpo acelerado, acompañando sus palabras sin sentido con los movimientos de unos brazos que parecen tener las articulaciones dislocadas. Elizabeth, con penoso esfuerzo, consigue levantarse.
—Tranquila —balbucea.
Algo increpa Suzanne sobre una nota de Lota que Elizabeth guardaba entre su ropa.
—¡Lota está muerta! No tiene sentido esta escena de celos.
A Suzanne no le basta el argumento. Abre uno de sus puños y le muestra a Bishop el pedazo de papel que conserva el rastro de Lota.
—¿Te has vuelto loca?
Restriega el papel por la cara de Elizabeth, que se intenta zafar de la agresión con torpes movimientos. Suzanne golpea el brazo de Elizabeth repetidamente hasta hacerle perder el equilibrio.
—¡Maldita sea! —se queja Elizabeth desde el suelo.
Suzanne detiene su verborrea y, con sus llorosos ojos, muy abiertos, mira el cuerpo tendido de Elizabeth. Se da la vuelta y se aleja.
§
A esas alturas de su vida Elizabeth había comprobado cuán caprichosa era la fisiología y los variados designios a los que conducían las borracheras. Las resacas no siempre atendían directa y proporcionalmente al nivel de ebriedad alcanzado antes del sueño y, aunque con los años Elizabeth las encontrara, por lo general, más difíciles de sobrellevar, aquella mañana despierta como si no corriera el bourbon por sus venas. Ni siquiera precisa deambular hasta el baño para dejar correr el agua por el grifo e inclinarse para atrapar a bocanadas ingentes cantidades de tan natural remedio. Hidratada, por lo visto, se incorpora. Mira el reloj que reposa sobre el aparador. Las doce y media. Le sorprende que su compañera no la haya despertado para tomar el desayuno, como hace cada mañana.
La luz del sol vence los obstáculos y se cuela en la habitación ofreciendo sobre el suelo un mosaico luminoso que cosquillea el ánimo de Elizabeth, que últimamente tiene replegado.
La casa está en silencio, lo cual permite que el sonido del canto de las aves que habitan fuera se perciba con nitidez.
Ni rastro de Suzanne. Trata de hacer memoria y consigue recordar la discusión que mantuvieron en su estudio. Suzanne se dio la vuelta y después, hecha un manojo de ansiedad, Elizabeth volvió a abrir la botella de bourbon. No recuerda más allá.
Alguien llama a la puerta. Elizabeth acude con una taza de té entre sus manos. Es uno de sus amigos, un doctor que no vive muy lejos de allí. Bishop le da paso y le ofrece un té.
Aún hay suficiente agua caliente en la tetera, la vierte sobre otra taza, añade un saquito y se dirige a la sala de estar, donde su amigo la espera.
—¿No me preguntas nada?, ¿no quieres saber?
—No sé a qué te refieres.
—Lo de anoche. Finalmente todo salió bien.
—Sigo sin entender.
—¿No recuerdas que estuve aquí?
—No.
—Está bien. Me llamaste desesperada por la actitud de Suzanne y me preocupé, así que vine con mi hermano. Atestiguamos el estado de desequilibrio que padece esta joven, por lo que consideramos conveniente llevarla a Belo Horizonte, a la clínica de un colega.
—¿Así de fácil?
—Por supuesto que no, ella no quería, así que tuvimos que sujetarla entre los dos para meterla en el coche.
—¡Dios mío!
—Pero, ¿no era eso lo que querías?
—Sí, pero así no.
—Lo importante es que ahora está en buenas manos y hemos hecho lo correcto. Está internada y, según me ha comentado mi colega esta mañana, ha empezado ya un tratamiento psiquiátrico.
—¿Y el niño?
—Estabas demasiado borracha, así que llamamos a la puerta de tus vecinos, quienes, muy amablemente, aceptaron hacerse cargo de su cuidado.
§
Cambridge es un lugar que Elizabeth considera aceptable. Aun cargando con la nostalgia que le producía alejarse de sus bucólicos rincones de Brasil, Samambaia dejó de tener sentido tras la muerte de Lota y, por otra parte, la soledad que vivía en Ouro Prêto tras la partida de Suzanne multiplicaba su impulso adictivo, que empezaba a causar estragos en su debilitada salud.
La Universidad paga buenos honorarios por las clases que imparte. Ya ha agotado el legado que recibió en su juventud y que le permitió vivir sin trabajar durante tantos años. Y aunque sus poemas sean reconocidos, no son fuente de recursos suficiente para su sustento.
Suzanne regresó a Seattle con su hijo y acabó aceptando la ruptura. Canalizó su desasosiego y lo transformó en una ilusión cuando se propuso el empeño de estudiar Medicina.
Elizabeth camina por el campus con paso sereno. Todavía hace calor y los jardines de Harvard, espléndidos, lucen un verde rabioso que atrae sin remedio el canto de pequeños pájaros.
Atraviesa uno de los solemnes umbrales y recorre unos pasillos hasta dar con el despacho que busca.
—Buenos días —saluda.
Una joven se levanta de una silla de un respingo.
—¡Qué susto!, no la he oído entrar. Esperaba su llegada y es un inmenso honor poder conocerla, señora Bishop.
Sus ojos, grandes y profundamente azules, observan a Elizabeth con manifiesta admiración.
—Es posible que tenga treinta años más que usted pero si nos tuteamos me hará sentir menos vieja, menos fea y menos señora.
—Será un placer, Elizabeth. Mi nombre es Alice. Ahora, si te parece bien, puedo acompañarte a tu habitación de Kirkland House.
—Será un agradable paseo en buena compañía.
Alice mantiene una actitud jovial mientras atraviesa Harvard Yard junto a Elizabeth. Con cierta indiscreción, la administrativa quiere saciar su curiosidad sobre la autora, impulsada por una juvenil naturaleza apasionada y candorosa. Agradecida por su interés, Elizabeth se desprende de su timidez habitual y contesta con detalle y sinceridad a cada pregunta.
El paseo se hace corto. Un imponente y bello edificio se levanta frente a sus pies.
—Voilà, llegamos —anuncia Alice—. Ven, que te enseño la habitación. —Coge la mano de Elizabeth y juntas suben unas escaleras.
Contagiada por el enérgico espíritu de Alice, Elizabeth da grandes zancadas, al ritmo de aquella adorable desconocida que la ha recibido tan afectuosamente.
—¿Tienes hambre? —pregunta Alice desde el umbral de la puerta de la habitación.
—Sí. No como desde ayer.
—¿Cenamos juntas?
A la mesa de un restaurante acogedor, una frente a la otra, conversan animadamente. Alice sostiene una copa de vino.
—¿No bebes? —pregunta a Elizabeth.
—Ahora no. Me vuelvo insoportable con el alcohol. Sería terrible compañía.
—¿Existe una miss Hyde tras tan encantadora Jekyll? — bromea con el entrecejo muy fruncido, las alas de la nariz infladas y el rostro ladeado. Instantáneamente Elizabeth siente una punzada de deseo.
—No quieras saberlo.
§
En aquella época del año los bancos de Danehy Park no invitan a descansar sobre ellos pero Elizabeth, tras un largo paseo, hace un alto y se sienta. Es un día frío pero el cielo, despejado, permite que el sol haga llevadero su descanso.
Desde que inició su relación con Alice bebe con menos frecuencia y, para evitarlo, trata de estar en su habitación solo durante las horas de sueño.
Cuando ya creía perdida la posibilidad de ilusionarse otra vez, cuando dejaban de asistirle las ganas, la energía, la fe, cuando tan solo tenía en la mente una retahíla de estrepitosos fracasos, apareció aquella mágica mujer capaz de descomponer y recomponer sus voluntades. Fue su gracia salvadora.
Era para Elizabeth la mayor virtud de su sobriedad poder disfrutar de la presencia de Alice con impoluta consciencia. Su mirada maliciosa, siempre como preámbulo de alguna ocurrencia que despertaba en Elizabeth una oleada de carcajadas. Sus gestos, siempre generosos, que invitaban a ser arropados por caudales de ternura.
Pero el desfile de su sobriedad censura los tropiezos. Sin su té de verdad afronta con impecable aplomo, como una piedra seca, expuesta al sol, inamovible, su desdicha.
Mientras que anegada, la pequeña y bailarina piedra sucumbe a las embestidas de las corrientes etílicas sin oponer resistencia. En perfecta coreografía se une a esa danza impetuosa que arrastra su voluntad. En el fondo de ese mar de aguas arremolinadas, anegada, puede entonces reencontrarse con el suicidio de Lota. La culpa azota con nuevas corrientes, a la deriva de su autocompasión, buscando un puerto en el que secar al sol sus heridas. Anegada, esa piedra desnuda es lesbiana, es poeta, es la hija de una madre ausente. Y lo grita a viva voz porque, bajo el agua, todo desagua y acaba en los conductos del retrete. Al día siguiente todo lo olvida. Basta con tirar de la cadena. Pero repiquetea en su cabeza la culpa, un duro aguijón que genera un dolor abstracto que pretende castigar cualquier recorrido capaz de haber generado la mezquindad y torpeza de un cerebro adulterado y marchito. ¿Qué he podido decir?, ¿a quién se lo habré dicho? Curiosamente ese dolor, incontenible, inocula el veneno capaz de volver a arrancar el ciclo, de nuevo otra inmersión para comenzar igual al día siguiente. Y al siguiente.
§
—¡Y una mesa de ping-pong!
Alice deja caer el lápiz sobre el papel y mira a Elizabeth con los ojos entornados.
—Vamos, ¡escríbelo! —insiste Elizabeth.
—Te has vuelto loca de remate.
—¿No te gusta?
—¡Claro que me gusta! Pero, ¿dónde piensas meter una mesa de ping-pong?
Elizabeth toma asiento. Están en el apartamento de Alice, un agradable y pequeño lugar en Chauncy Street. En aquel espacio cada cosa encuentra su sitio y el hecho de que nada esté apretado hace que Elizabeth siempre se pregunte cómo se las arregla para acumular tanto en tan pocos metros. Coge la mano de Alice y le ofrece una traviesa sonrisa.
—Mi adorable Alice, ¿dónde va a ser?, ¡en el comedor!
§
Un pastel de fresas se exhibe flamante en el centro del lugar en el que acostumbra a reinar la redecilla que separa en dos la mesa de ping-pong. Alrededor del pastel que ha cocinado Elizabeth con esmero, los comensales parlotean. Alice mantiene la distancia. Ha leído todos los poemas del elenco reunido por Elizabeth en su salón pero reserva su opinión. Son todos tan mayores y tienen todos tantos premios que, en ocasiones, piensa que cualquier apreciación que venga de su parte hará que se miren entre ellos, descolocados, importunados ante el inevitable requerimiento de alterar el nivel de su conversación; aunque en otras ocasiones lo que muda su participación es el tremendo sopor que le provocan aquellas observaciones aparentemente ingeniosas que todos celebran con agradecidas risotadas, mientras que ella las encuentra insulsas, pretenciosas y, en muchos casos, cargadas de vanidad.
Interviene Elizabeth. Desde que se estableció en el apartamento de Battle Street parece mostrarse menos replegada en ella misma. Alice la observa atentamente. Siempre que arranca a hablar levanta ligera y tímidamente la voz para hacerse hueco en el debate. Con algunos gestos armoniosos acompasa el tono de su intervención. Elegante, modesta, rebosante de quietud y compostura es, al mismo tiempo, capaz de lanzar mordaces sentencias sobre cualquier tema, divertidas, meritorias, originales y audaces a juicio de una escéptica Alice que valora con dualidad las habilidades sociales de los otros compañeros. El júbilo que despierta su brillantez ensombrece el ánimo de Alice, que lamenta que no siempre sea de aquella manera.
Elizabeth y Alice cruzan sus miradas. Algo advierte Elizabeth que queda por unos instantes pensativa, suspendiendo sus pupilas en ese lugar en el que pueden reflejar la imagen de su Alice. Después retoma la naturalidad del momento, se desamarra de la distracción, le guiña un ojo y sonríe. Alice, poco acostumbrada a manifestaciones de complicidad en público, se sonroja y valora la ofrenda. Sus pensamientos se condensan en el presente de una mujer carismática que le brinda públicamente afectuosidad durante la cena.
Bien sabes que esta noche ella tenía esa mirada que me descubriste a mí tantas veces. Tantas y tantas veces en las que brillabas y encontrabas mis ojos preguntándote por qué andabas buscando siempre un apagón siendo, como eras, de naturaleza incandescente.
§
También es tímida Elizabeth cuando se encuentra ante un público universitario, esperando a escuchar de su boca los poemas que ella misma ha publicado. Ojos de extraños que extrañamente admiran los versos ajenos de una extraña, enfocan en ella sus pretensiones ansiosas de amar u odiar, uno u otro extremo, ejerciendo sobre ella tan insoportable presión que se siente allí, en medio de aquella sala de una universidad más, rodeada por nuevas multitudes, impulsada por su necesidad más banal, una farsante.
Empieza. Cierra los ojos para volver a Samambaia. Lota, sentada sobre un viejo sillón junto al ventanal que muestra el inmenso y colorido jardín de su casa, con las piernas entrecruzadas y la mirada embelesada, aguarda a que Elizabeth se atreva, por fin, a leer alguno de sus últimos poemas inéditos. Así es más fácil, de este modo nunca se quiebra su voz. Abre los ojos solo cuando acaba y se encuentra con un público, en su mayoría, entregado y satisfecho. Se apresura a salir. Trabajo terminado. ¿No reconforta tu ego?, le preguntó Alice en una ocasión. Pero cuando ganas un Pulitzer se teme Elizabeth que no sea propio el criterio de los jóvenes devotos que le profesan admiración.
§
Una gaviota decelera el batir de sus alas para reposar el vuelo sobre la arena de las playas de Duxbury, cerca del lugar en el que Alice y Elizabeth se detienen. Con un relajante graznido a oídos de Elizabeth el pájaro camina en círculos buscando alguna sorpresa bajo la arena mientras entrega su mirada con bruscos y esporádicos giros del cuello a todas partes, a todos lados, pero a ningún sitio concreto. Y no obstante, aun con el pico de cara al mar, percibe que las dos mujeres retoman su paseo, así que levanta el vuelo y, por si acaso, se aleja.
Elizabeth enciende el fuego y saca de un armario una sartén. Alice aparece a sus espaldas, se acerca al fuego y se inclina para besar el hombro de Elizabeth.
—¿Cómo puedo ayudar a esta magnífica cocinera?
—Con muchos días como este.
Y en los días como aquel no surge la necesidad de zambullirse ni de dejarse llevar por otra corriente que no sea el camino que conduce hasta su habitación, para acabar el día apaciblemente abrazada al cuerpo de Alice.
La casa es de John Malcolm. De camino a la habitación, Elizabeth repara, una vez más, en todos aquellos detalles de la decoración que marcan y definen bien el estilo de su amigo.
—Adoro esta casa y también a John, pero podríamos tener nuestro propio refugio, ¿no crees? —Elizabeth hace su propuesta mientras se desviste sentada a un lado de la cama. Del otro lado, la respuesta se hace esperar.
—Claro.
—No hablo de comprar. Y menos ahora que a duras penas consigo pagar la hipoteca del nuevo apartamento. Pero quizá podamos alquilar una casa como esta un par de meses al año.
—Una casa como esta será cara.
—Haré más lecturas. —Elizabeth se desliza entre las sábanas. —Además, no quisiera abusar de la hospitalidad de John.
Despierta mientras Alice duerme. Cuando no bebe padece insomnio, su sueño es ligero y en su inconsciente le aguardan muy vívidas fantasías con finales acechantes, siempre acechantes, que resurgen del pasado o que amenazan su futuro inmediato.
Se incorpora lentamente, evitando despertar a su compañera, y con pasitos delicados se aproxima al baño para embutirse en una bata. Ha dormido pocas horas pero sin la resaca despierta siempre bienhumorada, con la mente despejada y rebosante de energía.
Ruge el viento. El sonido del silbido impetuoso se cuela en la casa. Elizabeth aprieta el lazo que cierra su bata y abre la puerta exterior para coger el periódico que reposa sobre uno de los peldaños. Deja caer el diario sobre la mesa de la cocina, abre la nevera y saca un par de huevos.
Para cuando Alice se asoma a la cocina, el desayuno ya está servido sobre la mesa. Mientras se lleva a la boca una rebanada de pan con mermelada de arándanos, con la otra mano levanta el periódico y se lo acerca para leer los titulares. Un folleto publicitario queda al descubierto. Elizabeth lo ojea sin interés hasta que encuentra la imagen de una granja en alquiler en North Haven Island. La fotografía muestra una casa cercada y rodeada por plantas en un espacio que parece aislado y en un lugar que, por su localización geográfica, Elizabeth deduce que debe encontrarse muy próximo al mar.
§
A la casa de North Haven es capaz de ofrecerle Elizabeth todos los tributos de sus lecturas. Pagar su alquiler durante el verano mientras tiene que afrontar las mensualidades de la hipoteca de la casa de Boston demanda de ella el esfuerzo de celebrar al año un par de lecturas más de lo que antes precisaba. Pero cuando habita en ella olvida todo lo requerido.
Durante el atardecer de un día soleado, Elizabeth se encuentra inmersa en el cultivo de un tomatero. Aparece Alice con un té helado, se sienta junto a ella y se lo ofrece.
—Deberíamos plantar un bastón del emperador —dice Elizabeth antes de llevarse la taza a los labios.
Alice se tumba sobre la hierba. Una bandada de pájaros irrumpe en el azul del cielo. Cierra los ojos. Se siente bien allí.
—¿Qué planta es esa?
—Una flor tropical. Crece mucho y es majestuosa.
Alice, con los ojos aún cerrados, se sonríe.
—¿Quieres plantar una flor tropical en Maine?
Elizabeth, de cuclillas, se gira para mirar a Alice. Sus ojos cerrados, enmarcados por una piel tersa que almendra los contornos. Sus pecas, aún muy lejos de estallar en vastas manchas devenidas por la edad, salpican los prominentes pómulos que adelantan su cara hacia la belleza. Su pelo lacio, brillante y desbaratado serpentea el césped añadiendo al manto un bonito contraste de luminosidad y colorido.
—Será nuestro reto.
§
El sonido del timbre las despierta. Alice lanza un murmullo y Elizabeth besa su mejilla.
—No te preocupes, querida, me ocupo yo.
Se viste la bata y se encamina hacia la puerta, aprovechando el paseo para restregarse los ojos repetidamente.
Tras el umbral visiona la estampa de una joven que sostiene un cubo. Con un gorro y un vestido devastado por la acción de las polillas se presenta como amiga de la dueña de la floristería del centro del pueblo. Que si ya le han contado, que si está entusiasmada con la presencia de una poeta, que si para ella es fácil conseguir plantas y flores de todo tipo, que si tiene sus trapicheos por todas partes. Con las manos gesticula y en varias ocasiones está a punto de hacer volcar el cubo.
—Por cierto, me llamo Sandrine. Y te traigo tu no sé qué del Emperador.
Extiende su brazo y ofrece el mango del cubo. Elizabeth tarda en reaccionar hasta que lo recoge.
—Pues eso, que aquí tienes.
—¿Cuánto te debo?
—Nada. Regalo de la casa.
—¿Quieres tomar algo?
Sandrine duda. Tritura una uña con sus dientes, mira el reloj, mira hacia atrás, mira a Elizabeth.
—No puedo, tengo mucho lío. Encantada.
Se da la vuelta y emprende el galope hacia algún lugar. Elizabeth recuerda a Adelina y sus idas y venidas dentro de aquel bar de Brasil. Las flores de Lota en todas partes.
§
Apremiada por su falta de recursos acepta un trabajo que, en principio, le resulta apasionante: escribir sobre las cartas que una poeta congénere destinó a su madre. Más para ella, que no la tiene, que no la tuvo.
Se sienta en su casa de Boston y, frente a la ventana que da al puerto, establece su despacho. Todo proyecto incentivador es una promesa que mantiene alejada su sed de huida. Enciende la lamparita de su escritorio y comienza a leer las cartas. Pero las cartas son personales. Las cartas no son material de poesía, ni de prosa. Son cartas que a cualquiera podrían pertenecer, sin genialidades, sin galeradas ni pretensiones. Son los sentimientos de una mujer que se comunica en su intimidad, sin tener que pensar en el efecto de sus frases.
Sale de casa. Los barcos se apilan en el pequeño embarcadero. La ansiedad toma la forma de una roca y se instala en la boca de su estómago. Aprieta y se contonea hasta conseguir que Elizabeth tenga dificultades con su respiración. De cara al Atlántico intenta respirar pausadamente.
¿Qué esperabas?, ¡son cartas a una madre!
Vuelve a casa y se sirve una limonada, que bebe compulsivamente. Se sienta de nuevo frente a su escritorio y lee el fragmento de otra carta. La roca se retuerce con tamaño creciente. Se asoma a la nevera y saca unas patatas. Con un cuchillo empieza a pelarlas. Sus dedos tiemblan, por lo que tiene que frenar la celeridad con la que arrancó el propósito. Hace una pausa, cierra los ojos y procura sosegar su respiración agitada. Acostumbrada a la poesía confesional de la autora, esperaba un contenido más profundo, una cantera repleta de vastos recursos dignos del análisis. Deja las patatas sobre la encimera y vuelve al escritorio. A un lado de la mesa se burla de ella la montaña de cartas. Mira a través de la ventana. El mar está calmado y apenas hay actividad marítima.
A las pocas horas se debate entre la ansiedad y el tedio. Coge una libreta y se sienta en el sofá. Nada. Toda ocurrencia es sarcástica y no quiere cargar contra la autora. Cierra la libreta y con determinación se levanta y va hasta la cocina. Debajo del fregadero, junto a un par de botes de limpieza, aguarda una botella de vodka que desde hace horas emite cantos de sirena. Con tremendos esfuerzos Elizabeth ha procurado desoír tan clamorosa llamada, pero finalmente es incapaz de resistirse. Intenta escapar de las cartas, de su compromiso, de su frustración y de su aislamiento. Tan huecas siente las horas cuando no está entregada a algún quehacer reconfortante, tan insondable es el vacío del silencio en ausencia de alguna, cualquiera, compañía, que invita a rellenar su pulcritud con ruidosos recuerdos ahogados que cantan sus sirenas. Se sirve y lo hace guiada por una fuerza ajena, una mano de dedos temblorosos que exigen firmeza, un estómago de paredes delicadas que no quiere piedras y un escenario repleto de actores anhelantes de que suban el telón para que empiece su escena.
Lota deambula por el apartamento mientras Elizabeth duerme. Saca de su bolso de viaje el terrible bote de pastillas. Se siente desamparada, desesperanzada, abandonada y Elizabeth duerme. Duerme. Abre la puerta y observa el bulto que forma el cuerpo de Elizabeth bajo las sábanas, presa de un sueño profundo inducido por las cervezas. Llora Lota. Solloza bajo el umbral del dormitorio mientras observa cómo Elizabeth duerme. Duerme. Duerme. En la cocina saca un vaso del armario, que llena de agua. Abre el bote de pastillas mientras Elizabeth duerme.
—Despierta.
Abre los ojos y se encuentra con un vaso de agua en la mano de Alice. Su cuerpo yace sobre el sofá y trata de incorporarse mientras Alice permanece de pie junto a ella.
—Mi querida Alice. Ven, siéntate a mi lado.
—Apestas a alcohol.
—Vamos, si solo tomé un par de copas.
Alice toma asiento y Elizabeth repara en que tiene los ojos rojos y los párpados hinchados. Su mirada es esquiva y permanece cabizbaja.
—¿Qué pasa? —se alarma Elizabeth.
Alice calla y el temor azota a Elizabeth porque sospecha el guion venidero.
—No puedo más —pronuncia y comienza a sollozar.
Elizabeth la abraza y Alice reposa su cabeza sobre su hombro durante unos instantes hasta que, después, se aparta y mira fijamente a Elizabeth con un gesto dulce. Se sosiega, paraliza su llanto, coge la mano de Elizabeth y habla.
—Te quiero. Eres la mujer más divertida y entrañable que he conocido nunca. Te admiro además con arrobo y he aprendido muchas cosas que no hubiera conocido jamás de no ser por ti. Me fascina tu ingenio y me ilusiona todo proyecto de viaje que hacemos desde que estamos juntas. Pero no puedo más, Elizabeth.
—¿Qué puedo hacer?, hago lo que quieras, lo que quieras.
—No tienes que hacer nada. Solo quiero que me entiendas. Tengo treinta años y vivo como si estuviera en mi senectud. No es por tu edad, es por la responsabilidad que demanda mi amor por ti, cuidarte, prevenirte, tolerarte. Y de un tiempo a esta parte siento que necesito estabilidad, centrarme en mí, en mis cosas.
—¿No te doy yo esa estabilidad?
—Es imprecisa y quiero certezas. Algo definido, etiquetado, vociferado, público. Algo que no suscite vergüenza.
—No nos escondemos.
—Pero tampoco nos pronunciamos.
—Podemos hacerlo si lo deseas.
—No basta.
—Haré que baste. No puedes dejarme. Me hundiría sin ti.
—También ese es el problema. Que no es tanto lo que me quieres como lo mucho que me necesitas.
El temblor de su barbilla anuncia el estallido de otra llorera. Suelta la mano de Elizabeth, se levanta de un respingo y arranca a andar. Lo siento, dice mientras se aleja, dejando atrás a una Elizabeth estupefacta, que es incapaz de reaccionar.
Es el miedo al abandono una de las raíces que merman su equilibrio y su autoconfianza. Empieza a sentir el terror de la pérdida en todo el cuerpo, como un ligero hormigueo que anunciara el despertar de un dolor imbatible. Sentada, frente al vaso, quieta, con la mano todavía en la misma posición en que estaba mientras tomaba contacto con la mano de Alice, Elizabeth se siente muy pequeña en aquel salón. Escucha el rugir lejano de las zancadas de una ansiedad que se aproxima para devorarla. Desesperada, entiende que no podrá escapar de esta gesta.
§
Las horas contemplan a Elizabeth mientras escribe en el escritorio, blandiendo la pluma que años atrás le regaló Lota. Tras haber padecido un bloqueo creativo de varios meses de duración, básicamente inducido por los requerimientos del duelo y sus esfuerzos por asumir tan dura pérdida, desde que estalló el dolor dentro de su primera villanelle parece que fluyen solas las palabras.
Atardece en North Haven. Es verano y el cielo anaranjado escupe gajos de color sobre la superficie de la isla mientras se abarrotan en las orillas los graznidos de las aves que dan por terminada su pesca del día. Como recompensa a su trabajo y como remedio a su soledad, Elizabeth se sirve una copa de vino para degustarla mientras se dispone a leer un libro.
Despierta temprano y con la mente despejada. Hay días en los que parece existir en el aire de North Haven una pócima que la mantiene invulnerable frente al alcohol y sus efectos, aunque bien es cierto que en aquel lugar bebe menos copiosamente. También se disipa su naturaleza depresiva en cuanto pone un pie en la isla.
El cielo está cubierto y el color de las nubes presagia la inminencia de una tormenta. Elizabeth sale al porche sosteniendo una bandeja que porta su desayuno y una vieja libreta. Se sienta y comienza a escribir una carta a su amigo Robert. Hace una pausa para recoger con el tenedor una dosis de huevos revueltos y en el camino del plato a la boca su mirada se desvía y se centra en el amasijo de ramas que se descompone alrededor de un tallo muerto. Su bastón del emperador. Parpadea y devuelve su atención a la carta y al cúmulo de anécdotas que quiere compartir con Cal. La brisa alborota su melena mientras intenta secuenciar el relato de todos los acontecimientos acaecidos desde su última carta. Hace otra pausa para dar un sorbo de té y de nuevo el tallo muerto atrapa su mirada con una atracción creciente. El resto de flores y plantas se lucen a lo ancho del jardín, pavoneando sus aromas y reventándose en colores, pero es el fallecido bastón del emperador quien acapara el protagonismo.
Arrecia el viento y unas gotas de lluvia caen tímidamente. Elizabeth se levanta con ímpetu, entra en la casa, coge su bolso y vuelve a salir. La lluvia va perdiendo su vergüenza y empapa a lametazos la ropa de Elizabeth que, perseguida por la angustia, corre a grandes zancadas por caminos que se empiezan a embarrar. Un pitido la alerta. El malhumorado propietario de una camioneta vocifera unas palabras que acalla el ensordecedor ruido del agua batiendo el suelo, mientras se aleja después de haber sorprendido a Elizabeth cruzando imprudentemente la carretera.
Casi sin aliento abre la puerta de la floristería y, triunfal, se apoya contra una de las paredes para reponerse.
—¡Qué alegría!
Sandrine se asoma por encima de unos geranios y sonríe con franqueza. Acude a atender a Elizabeth mientras aprovecha el recorrido para colocar algunas plantas, regar otras y cambiar de sitio unas macetas. Se frota las manos en la tela de su peto vaquero, se retira el pelo de la cara, resopla y vuelve a ofrecerle a Elizabeth su sonrisa más sincera.
—Ann está enferma así que estoy echando una mano en la tienda. ¿Vienes a pedir otra flor tropical?
—No, no, justamente vengo a pedir alguna flor local.
—Menos mal, porque esas cosas no duran aquí. ¿Qué pasó con tu bastón del emperador?
Elizabeth sonríe.
—No duró. Ni aquí ni en ninguna parte.
—No te voy a decir que te lo dije porque no te lo dije. Pero lo siento.
—Tranquila, no es ningún desastre.
Escampa. Los vecinos de North Haven retoman su actividad y se dejan ver por las calles. Elizabeth recorre el camino de vuelta dispuesta a arrancar el bastón del emperador para plantar en su lugar una nueva flor. Otra flor de Lota.