Nubes como elefantes desganados bajaban hacia el horizonte. Tumbada sobre la hierba del bosque, Emily las contemplaba. Sentía en su rostro la caricia de la limpia brisa que barría el valle, las montañas, los árboles. Unas pequeñas gotas de lluvia comenzaron a puntearle la cara y, como una rosa roja que se prepara a recibir el agua de la primavera, su boca se abrió: «Susan». Un regusto de miel le recorrió la garganta.
Hacía apenas una hora, o quizás era solo un minuto, que Susan se había marchado, y aquella tarde sus labios no habían necesitado pronunciar una sola palabra. Sus ojos susurraron aquello que no se podía decir, y sus cuerpos, sin rozarse, se sintieron amados. Cerró los ojos por miedo a que su mirada la delatara. Los cielos no pueden guardar un secreto, se lo dicen a las colinas, y las colinas a los huertos, y los huertos a los narcisos, y cuando los narcisos están adornando los salones de las casas sus pequeños estambres no conocen el silencio.
«Susan», repitió, y emergieron en su mente los ojos negros de Susan, rasgados hacia arriba, sus labios dibujados con un lápiz perfecto, el cabello de brillo azabache atado con un lazo que le colgaba indolente. Emergió su cuerpo, seguro de poseer el mundo, y esa forma de caminar, tan suya; y emergió también su mirada mostrando la criatura rebelde, tierna y misteriosa, hasta cuyas profundidades ella se disponía a bucear. Un calor dulce y suave le inundó todo el cuerpo.
A lo lejos se oyó el trote alocado de Carlo, su perro.
«Tarda, tarda un poco, Carlo, déjame recrear a mi amada, quiero pasar con ella todas las horas del día».
Carlo volvía de recorrer el bosque. Siempre el mismo ritual cuando salían a pasear. Como el más perfecto de los vigilantes, se marchaba a inspeccionar el entorno, y cuando estaba seguro de que ningún peligro acechaba, regresaba fiel al lado de su dueña.
Llegó jadeando y con el morro empujó con fuerza a Emily. Al ver que no se movía, le mordió el vestido, tiró tan fuerte de ella hacia arriba que le desgarró el delantal. Ella entonces, viéndose vencida, se sentó y lo apretó contra su pecho; luego, dando un salto, se puso en pie y bailó, bailó bajo la lluvia. Dio varias vueltas sobre sí misma con los brazos extendidos, atrapando en su giro el bosque, las praderas, el atardecer. Todo lo que sus ojos podían alcanzar.
«Amor, amor es todo lo que hay», dijo deteniéndose de golpe, abrazándose a Carlo, que trataba con su lengua de alcanzarle la cara. «Y mi tarea es amar».
De pronto, con sorpresa, descubrió que llevaba el vestido empapado, y que el cabello chorreaba por su espalda. Corrió a casa.
Entró por la puerta principal ocultándose de Maggie y su hermana Vinnie, que preparaban la cena en la cocina. No podían verla en ese estado. Hacía apenas tres días que la fiebre le había permitido levantarse de la cama, después de un ataque de bronquitis, y temerían una recaída.
Subió a su habitación, se quitó rápidamente la ropa y la puso a secar cerca del fuego; después se vistió y se envolvió en un chal de lana. Su cabellera cobriza se incendiaba a la luz de la chimenea. Sentía un calor intenso, un ligero temblor frío en los labios y una presión insoportable en la cabeza. Pero aquello no era el anuncio de un nuevo brote de la enfermedad. Aquella sensación física tan violenta, que ella reconocía al instante, pertenecía a un estado febril de la imaginación, del sentimiento. La ola del amor de Susan había provocado que todo su ser se agolpara como el trueno, desmigajándose a lo lejos, al tiempo que lo creado se escondía, y en ese silencio, como un volcán, estallaban sus versos.
Sentada frente al crepúsculo violeta que a pesar de la niebla iluminaba su paisaje, abrió el pequeño cuaderno que siempre llevaba en el bolsillo y escribió: «Ningún hombre o mujer es ella misma hasta que ha amado».
Descuidadamente extendió el brazo y tocó a Carlo, que seguía a su lado. Lo acercó al fuego. Tendría que esperar a que el último pelo de su perro estuviera seco para que nadie pudiese sospechar que había infringido las órdenes del médico con su salida al bosque aquella tarde húmeda y desapacible. Sin embargo, estaba decidida a cumplir estrictamente otra de las normas del doctor. No viajaría a Chicago a visitar a su hermano Austin. Y mientras Maggie sirviese la cena aquella noche y su padre, su madre y Vinnie estuviesen distraídas con la comida, comentaría que había pedido a Susan que la acompañara durante los días de ausencia de la familia. Su padre no se iba a negar, celebraría la idea de que la prometida de Austin se quedara con ella a guardar la casa, pero temía que la emoción se le trenzara en la voz, subiera hasta sus ojos y acudieran las lágrimas. Entonces Vinnie creería que tenía miedo de quedarse sola por la enfermedad y se negaría a marchar.
Después del barullo de maletas y equipajes que había asolado la casa los últimos días, antes de la partida a Chicago, ahora la calma se deslizaba por todos los rincones de Homestead. En medio de aquella quietud, iluminada por la luna que inundaba el salón principal, Emily esperaba a Susan. Los diez dedos de los pies la empujaban para que se pusiese a danzar y ella hacía grandes esfuerzos para no obedecerles. Había pedido una limosna y estaba a punto de recibir un reino. A cada instante, se volvía con codicia hacia el reloj gritándole que acelerara sus agujas holgazanas.
Siete días llevaba contemplando el gotear de los atardeceres en la montaña. Siete días con sus horas, minutos y segundos. Siete días de niebla, de rocío helado, de silencio de Susan, que se había marchado, sin dejar una nota, a visitar a su hermana. Hasta que por fin, la noche anterior al día esperado, supo de su retorno; y la mañana siguiente irrumpió nítida, con un amanecer más ancho que la aurora; por la tarde, el sol comenzó a agacharse hasta que las colinas lo atraparon y llegó el gran momento.
Carlo dio un salto, corrió hacia la puerta. Susan se aproximaba dulcemente, hollando con sus pies amados la hierba del camino que conducía a la casa. Todo el paisaje escuchaba conteniendo la respiración. Emily abrió la puerta y no hubo saludos efusivos, ni miradas tiernas, solo algunas tímidas sonrisas.
Maggie sirvió té y pastel de arroz que Emily había preparado aquella mañana. Ese era el plato favorito de Susan y sus labios, sus dientes blanquísimos, su lengua, saboreaban cada granito con deleite. Se observaban sigilosas. Tanto que habían hablado y ahora parecía que alguna bruja les hubiese arrebatado las palabras. Emily no osaba decirle lo que sentía, pero percibía que, como ella, Susan conocía aquello que las dos tenían atrapado en la garganta.
Cuando Maggie retiró los platos, contemplaron desde la ventana, lo suficientemente alejadas para no rozarse, cómo las estrellas se balanceaban en sus hilos dorados. Hasta que Emily, decidida a que nada le robara el tiempo, tomó a Susan de la mano. Subieron despacio las escaleras. El mundo parecía haber desaparecido, y en el pasillo se duplicaban horizontalmente sus figuras. Emily se volvió hacia Susan. Sus pupilas brillaban desde el fondo de sus ojos, pero la palidez de sus labios expresaba el mismo temor que ella reconocía en su interior. Se dieron las buenas noches y se alejaron sin esbozar ni una sola sonrisa.
Se tumbó en la cama. Al poco tiempo le pareció oír unos pies descalzos al otro lado de la puerta. Conteniendo la respiración se acercó sin hacer ruido. Sintió que el temblor de sus cuerpos se comunicaba por la madera. Emily dijo bajito «Susan», pero nadie respondió. Sujetando el estremecimiento que la invadía se asomó al pasillo. Solo el silencio al otro lado. Volvió a la cama. Al instante se puso en pie de nuevo. Experimentaba una sensación que se parecía a la embriaguez. ¿Estaba dispuesta su alma a lanzar los dados y jugarse el cielo? La felicidad se le dibujaba sobre un abismo en el que un paso en falso la precipitaría al vacío.
El corazón la empujaba, su cuerpo se resistía, y el deseo parecía querer arriesgarlo todo. Al fin, salió. La oscuridad invadía el distribuidor y el pasillo, pero sus pies no necesitaban luz para llegar a donde se dirigían. La hoja entreabierta la dejó pasar sin resistirse. Se deslizó en la cama a tientas. Susan se agitó, titubeó, balbuceó, y cuando las palabras se deshicieron en su boca, ofreció sin límites su pecho de perlas. No tardó la rosa en retozar en su mejilla y su corpiño subió y bajó. Frente a ella, otra mejilla llevaba otra rosa, y otro corpiño bailó al son de la melodía inmortal. Y, como dos nadadoras, lucharon a brazo partido sobre el mástil, danzando como leopardas hasta que el sol de la mañana ardió en oro y, exhaustas y embelesadas, juntaron sus caras para morir a los pies del viejo horizonte.
Y tarde tras tarde, después del crepúsculo, sus bocas viciadas de rocío bebían todo el néctar que los cielos les brindaban en vasijas de nácar. En la oscuridad, florecían sus sonrisas mientras con dedos incansables recorrían cada uno de los poros que, como pequeñas flores, se abrían al paso del arroyo que se desbordaba sobre sus pechos.
Emily se despertaba de madrugada y tal era la locura que se agolpaba en su interior que dudaba de su propia existencia. ¿Había algo más dichoso que cerrar su vida sobre la aterciopelada mesa de su amada?
Pasaron los días embriagadas de felicidad. Maggie las dejaba tranquilas y solo aparecía a las horas de las comidas, Carlo las acompañaba en los paseos y luego, ignorado y aburrido, se tumbaba en la cocina. El tiempo se deslizaba fácil y liviano, interrumpido en ciertos instantes por el desasosiego de Susan en cuanto a su compromiso de matrimonio. No comprendía el pacto que Emily decía haber arrancado a su hermano, no la calmaba la promesa de Austin de respetar la amistad, tan profunda, que había entre ellas, tenía miedo de que la boda las separara. Emily entonces le juraba que Dios las protegería. Después, mientras velaba el sueño de Susan, temerosa de que se agotara aquel tiempo, conjuraba a todos los fantasmas de la casa para que amordazaran el tictac del reloj.
Una mañana la aurora amaneció cubierta con un enorme lienzo. La tempestad aplastaba el aire. Emily sintió que el alma se le detenía. Se había dormido con una gema en los dedos y ahora la joya no estaba. Saltó de la cama, bajó corriendo las escaleras. La puerta abierta mostraba un sendero solitario. Carlo salió a su encuentro y le reprendió por no haber sabido guardar su tesoro. Maggie fue tras ella, la obligó a ponerse los zapatos, la llevó dentro de la casa. Sentada junto a la chimenea, el calor le llegaba como un frío de nieve. «Susan», dijo, y se besó las manos para saborear el perfume de la deliciosa piel que había acariciado.
De repente le pareció oír los ansiados pasos en la escalera. Se volvió bruscamente. Carlo, que dormitaba a sus pies, corrió hacia donde ella miraba y ladró como si tuviese que proteger a su dueña de un gran peligro. Pero la quietud era profunda a ese lado de la casa, y el perro regresó junto a Emily moviendo la cola, feliz de haber cumplido su misión.
El día transcurrió sin noticias. Tampoco la mañana siguiente supo nada de ella; y al anochecer, hambrienta de la tibieza del cuerpo de su amada, decidió ir a visitarla. Sin embargo, mientras se ajustaba el sombrero, temió que Susan arrojara de su presencia su rostro implorante. Sintiéndose cobarde, oyendo sus propias palabras, acusándola, golpeándole la conciencia, tiró el chal sobre la cama y, sentándose a la mesa, le escribió una larga nota.
Maggie llegó a tiempo para entregar la carta, pero regresó con las manos vacías. Incrédula, Emily buscó en el bolsillo del delantal, en los del vestido, en el fondo del sombrero. Susan se había marchado de Amherst de forma intempestiva, como era habitual en ella.
Se arrepentía de haberla acercado a Austin, de haber transmitido a su hermano la fascinación que sentía por su amiga, de fundir su deseo con el de él; de juntar sus vidas hasta convertirlas en un mismo ser para ir en busca de idéntico destino. Creyó que, al saber Austin de su secreto, el círculo íntimo que les vinculaba se ensancharía para envolver también a Susan y, de esa forma, su amada siempre permanecería a su lado. No le importaría perderla durante un tiempo porque siempre la volvería a encontrar. Creyó que el trozo de felicidad que le pertenecía estaba asegurado por el pacto fraternal. Sin embargo, ahora, una sombra alargada se extendía sobre el césped del jardín inundando su espíritu de incertidumbre.
Algunos días después de la marcha de Susan, la familia regresó de Chicago, y la cotidianidad se volvió a instalar sobre la casa, pero ya nada era como antes. Los huecos, los intersticios de Homestead, no los cubrían la luz del día, la de los atardeceres, ahora era la desesperanza la que se había adueñado de ellos. El ángel había volado al mismo tiempo que le arrancaba la vida, y el reino poderoso que le había sido entregado, deshabitado, sucumbía.
Durante el día Emily vagaba por los senderos por los que habían paseado juntas, buscando un bálsamo para su aflicción en los pensativos árboles, en las margaritas que crecían con su llanto. Los caminos que le salían al encuentro se le antojaban rugosos y tristes, las flores que adornaban el jardín descoloridas, la vasta hondonada de la inmensidad agujereada. De noche, sus nostálgicos pies recorrían las ruinas del cielo desmantelado.
A veces se preguntaba por qué no se había dejado morir cuando se consumía en ese fuego de oro, la hubieran amortajado de rojo escarlata con una corona de perlas en la frente; ahora, en cambio, solo envuelto en un paño negro podría descansar su corazón hecho jirones.
Susan, mientras tanto, callaba. Por Vinnie sabía que había enfermado, que sus hermanos la habían llevado al Lago Michigan para que descansara y se curase; y que, desde su reposo, iba posponiendo, una a una, las fechas que Austin le marcaba para la boda.
Aquellas noticias, aunque le apenaban por el estado de su amada, se le posaban en su espíritu como una ternura que entonaba una música sin palabras. Estaba segura de que Susan, de la misma manera que ella lo gritaba, debía clamar en su interior que quería ser el único Rey para su Reina. Este pensamiento la afligía aún más, le amolaba todo el cuerpo como una piedra rasposa y dura. Y cuando creía que estaba sola, las lágrimas le ahogaban la voz mientras gritaba contra los culpables que se interponían en su camino.
Una tarde que Vinnie la sorprendió, le preguntó por el motivo de tanto llanto. Emily respondió hablándole de la enfermedad de Susan, y del temor a que su matrimonio con Austin la alejara de su amiga. Con dulzura maternal, Vinnie la condujo hasta The Evergreens, donde los obreros daban los últimos retoques a la futura casa de Austin y Susan, y contó, enumerándolos en voz alta, los escasos pasos que separaban las dos viviendas. Después la sentó junto al fuego, le preparó una tisana muy caliente y un ungüento frío para los ojos. Solo Carlo parecía comprenderla, el animal le lamía las manos, permanecía manso y solícito a su lado.
Entre tanta añoranza, tanta tristeza, tanta locura, una idea comenzó a pincharle la conciencia como una espina que, infectada, cada día aumentase su grosor. Susan podía ser solo suya si su padre la admitía en Homestead como a una hija. A partir de entonces, después del desayuno, se dirigía hacia la biblioteca donde trabajaba su padre. Y mañana tras mañana regresaba a su habitación y golpeaba con fuerza las paredes con las manos que no habían sido capaces de llamar a la puerta.
La espina supuraba sin tregua su infección, y cada vez se le hacía más insoportable el dolor que le provocaba. La amenazaba con hacerle perder la razón. Hasta que una noche su alma, espoleada por los acordes del mudo cántico de Susan, la condujo hacia la biblioteca. La mano, que tantas mañanas había sido cobarde, se posó con fuerza sobre el pomo y empujó a Emily hacia el interior. No sorprendió al abogado Dickinson ver entrar a su hija sin haber avisado su presencia. Ella tenía sus propias reglas para relacionarse con el mundo. En cambio, le preocupó que interpretara la enfermedad de Susan como un rechazo al compromiso de matrimonio con Austin y, sobre todo, que quisiera incorporarla a la familia como una hermana más. El señor Dickinson dejó sobre la mesa los legajos que leía en ese momento y, como hacía en los juicios en los que la sentencia estaba decidida, miró a su hija incisivamente y prosiguió con su tarea. Aquel silencio rompió en los oídos de Emily como un océano. Aturdida y humillada, corrió a su habitación.
Sentada frente a la ventana en la que la noche se acodaba sin dejar traslucir una sola estrella, repitió las palabras que había dirigido a su padre. Concluyó que no había cometido ningún error, que todo era correcto. ¿Por qué entonces el dictamen se inclinaba a favor de Austin? Su alma no aceptaba aquella decisión, se retorcía desesperada. Emily, tomándola en sus brazos, la acunó y la arrulló hasta tranquilizarla.
Como si el veredicto hubiese llegado también a oídos de Susan, Austin escribió anunciando la fecha del matrimonio. El alborozo desbordó Homestead y todo eran prisas para que The Evergreens estuviera terminada el día que llegaran. Hasta Carlo parecía contagiado de la alegría y se escurría entre el seto que separaba las dos viviendas y corría de una a otra haciendo cabriolas. Emily también participaba de aquel regocijo familiar. Aceptada su situación, ahora solo ansiaba la llegada de su amada.
A solas, cuando no había nadie en la biblioteca, acariciaba en un mapa las líneas dibujadas que los caballos recorrerían sin vacilar atravesando los pueblos y las ciudades hasta conducir a Susan a Amherst. Y las comparaba con las veredas del dolor, angostas y llenas de curvas por las que vagaba su espíritu.
Ahora los días ya eran solo de espera. Hasta que llegó aquella mañana que vino lenta; luego, a partir de las cinco, el firmamento se cubrió de un trajín púrpura. Y como si esa fuese la señal, la tarde se precipitó, y la casa del Oeste se inundó de maletas, de palabras, de risas.
Todos los poros de su cuerpo temblaron ante el abrazo de Susan, todos los momentos vividos se lanzaron sobre su persona como una ola que al fin encuentra la bahía ansiada para romper. Sin embargo, no había arena en aquella playa, sino piedras y unos ojos que no eran los que la habían mirado en aquellas noches en las que sus corazones ardían en oro.
Ver a Susan junto a Austin en aquella casa que no le pertenecía, en aquel hogar que no sería el suyo, la trastornaba. La sonrisa de ella, sus palabras amables, la herían como cuchillas. Hasta del aire se sentía separada y simulaba la respiración para seguir oyendo la protesta de su corazón que le gritaba que no iba a conformarse con una caricia oculta, con un beso furtivo; que su amor atrincherado durante tantos días detrás del dolor saltaría de su refugio, rompería la puerta carnal de aquella unión que la excluía, para ir a recuperar lo que una vez había sido suyo. Su mente enloquecida buscaba la fórmula que le permitiese pasar la noche en The Evergreens, su alma a la deriva suplicaba una veleta piadosa que le mostrase la senda hacia la amada. Pero no existía ningún camino que atravesara la sentencia que la arrojaba del cielo, y retomó su exilio hacia el Este ante la mirada atenta y compasiva de toda la creación.
Recluida en su habitación, cuanto había entregado, su propia persona, se encogía lastimosamente en esa estancia amplia donde sus vivencias yacían como desechos. Reprochaba a su corazón que no se hubiese roto ya. Pasó la noche sentada frente a la ventana. Sus ojos desguarnecidos buscaban en la oscuridad una migaja de todo lo que había perdido.
La aurora irrumpió con el trino de los pájaros, que sonaba como melodía de plomo. La luz se amontonaba en la ventana alardeando de una alegría que a Emily le rompía las entrañas.
Varios días permaneció postrada en su habitación. Hasta que un amanecer de rocíos gélidos sintió como si largos dedos buscaran a tientas en sus adentros las teclas para entonar una música de muerte. ¿O no estaba muerta si había perdido a Susan? Su respirar aterido apenas tuvo tiempo de enderezarse. El sufrimiento recorría su cerebro sin escatimar ningún espacio, ni una sola célula quedaba a salvo de las agujas punzantes. Aquel cántico tan sobrecogedor que coreaban la soledad, la angustia, la muerte, estaba por encima del horror. Sin embargo, su alma, segura de que ya conocía lo peor, decidió forcejear con el fantasma y brincar como un ciervo herido por encima de todos los obstáculos para conseguir vadear la aflicción.
Emily sintió que el frío se le acumulaba en los huesos sin que ningún fuego pudiese vencerlo. Reconoció la presión en la frente, la cabeza a punto de reventar, la sensación física que precedía al estallido de sus versos. Si no había espacios púrpuras ni leopardas enloquecidas danzando, recibiría a las enemigas como hermanas, prepararía una habitación oscura, con sillón cubierto de tela de catafalco para la muerte, un recinto frío para la soledad, pétalos ahogados para la angustia. Y una vez acogidas en la estancia, acariciaría sus cabellos helados, les daría de beber de sus labios y dejaría que sus besos de escarcha la cortejaran.
Se vistió de blanco para jurar fidelidad, amor, la entrega total de su vida a la más pura de las amantes, a la más excelente de las esposas. La poesía. El barquito que se había hundido en el mar inclinando sus dóciles velas podía enderezar ahora sus mástiles y comenzar a avanzar exultante abriendo la inmensa lona de la palabra. Su amor guiaba la mano que una noche fue atrevida y una mañana cobarde. Su corazón se vaciaba en versos que, como perlas, engarzaba en hilos de seda.
Al anochecer, la luna emergió en el horizonte como una cabeza que, guillotinada tras las colinas, rodase por el cielo manchando las nubes escarlatas. Emily esperó a que se detuviera frente a la ventana e impregnara sus poemas de aquel fulgor. Luego los envolvió delicadamente. Todo su ser aleteaba como una mariposa que temiese romper sus alas, mientras con dedos temblorosos escribía el nombre de la destinataria. Junto a él dejó, suplicante, una nota: «Ábreme con cuidado».