PAÍS RELATO

Autores

carlos abin

al ángulo superior derecho

Volvimos a casa explorando el ambiente desde lejos. La calle estaba tranquila y no había señales de que nada extraordinario hubiera ocurrido. Yuyo me preguntó si habrían llamado a la policía. Le dije que no creía que Amelia hiciera eso, ella se consideraba medio parienta de papá. La ventana de Amelia tenía un parche de papel de embalar pegado con engrudo. Habíamos calculado bien el tiempo, papá ya había regresado del trabajo. Desde el portón oímos la voz de mamá, que estaba llenándole la cabeza con el relato del incidente. Cerramos el portón con cuidado para que no chirriara y nos demoramos escuchando. Mamá, como siempre, hablaba a gritos. No se oía a papá, pero era fácil imaginarlo sentado en el comedor, mirándola con sus ojos mansos mientras escuchaba la perorata, de vez en cuando levantaría la mano y le haría señas de que hablara más despacio o más bajo. Entramos con aire despreocupado y cara de inocentes, aunque supongo que no se les escaparía la lucecita de alerta en nuestros ojos, que nunca aprendimos a disimular.
Mamá se detuvo para tomar aire, su mano derecha sosteniéndole la garganta y preguntó:
- “¿Se puede saber dónde se habían metido?” -una nota histérica vibró en aquel “dónde” y mordió nuestros oídos.
- “Fuimos a visitar al Tata” - contesté con naturalidad y la miré a los ojos
- “Nos convidó con candeal”, agregó Yuyo, “… y le puso vino Garnacha… Después le ayudamos a acomodar la leña…” Papá sonrió apaciblemente mientras mamá tomaba carrera para una nueva andanada:
- “¡Ustedes saben perfectamente el disparate que hicieron… no vengan a hacerse los angelitos! ¡Cuántas veces les dije… cuántas veces, que tuvieran cuidado! ¡Me van a matar con los disgustos!” y girando hacia el viejo agregó: “Juan Pedro, deciles algo, ¡no puede ser que te quedes así! ¡Qué barbaridad!” -ahora de regreso sobre nosotros- ¡Ustedes no tienen arreglo! Y encima, armar este lío con una parienta de su padre…!
- “No es parienta”
Mis ojos espantados se clavaron en la cara de mi hermano. Papa adoptó un aire de sorpresa y se quedó mirándolo.
Pareció que a mamá se le atragantaba el resto de la arenga:
- “¿Qué dijiste vos mequetrefe? ¿Qué dijiste?”
La sangre fría o la inconciencia de Yuyo me aterrorizaban. “Que no es parienta, mamá, nunca fue parienta. Estuvo de novia con un primo segundo de papá que la dejó plantada porque era una pesada y una metida…”
- “¿De dónde sacaste eso?”
- “Me lo contó la tía Cuca, a mí y a Mario”´
- “¿Te das cuenta, Juan Pedro? ¿Cuántas veces te lo he dicho?¡La loca de la Cuca siempre contando disparates a los chiquilines! ¡Hay que hacer algo con esa mujer! ¡A dónde vamos a parar! Pero no te quedes ahí callado, ¿no te das cuenta…?”
La intuición de Yuyo había sido exacta; sus resultados, inmediatos. La atención de mamá cambió de objeto, ahora era la tía Cuca -un blanco antiguo y predilecto de sus broncas. Salimos por un momento del foco y eso fue un alivio. Se abría un espacio para la intervención conciliadora del viejo.
La tía Cuca era uno de los personajes más admirados de nuestra niñez. Hermana de la abuela Pía, se había quedado soltera y sin duda estaba medio chiflada. Pero en el fondo era un espíritu libre que se reía de la pacatería familiar, tenía una imaginación inagotable, nos contaba unos cuentos delirantes y magníficos y, sobre todo, disfrutaba revelando a sus sobrinos nietos todos los secretos de los mayores, los que aparecían en las conversaciones en voz baja, en código, aderezadas con gestos de inteligencia, alusiones incomprensibles, y frases como “sabés de quién te hablo, ¿no?” o “la amiga del señor del gorro” o “el que tuvo el lío con aquella señora tan importante, ¿me entendés?”. Nosotros habíamos aprendido a no preguntar. Al principio levantábamos la cabeza y parábamos la oreja para tratar de pescar en el aire lo que evidentemente se nos quería ocultar, pero pronto aprendimos que era mejor hacerse el idiota, porque los mayores, creyéndonos ausentes en nuestros juegos, se cuidaban un poco menos y soltaban más información. Después, todo lo que había que hacer, era recordar bien y contarle a Cuca. Y ella, con fruición, se despachaba a gusto con historias truculentas o divertidísimas, que nunca podíamos entender por qué se nos ocultaban. Los niños teníamos un estatuto de idiotez consagrada, en parte por el dudoso privilegio de la “inocencia”, o para que no dejáramos escapar comentarios inoportunos delante de algún vecino o algún pariente equivocado, y en parte porque así los mayores se sentían importantes, miembros de una fraternidad que se complacía en excluirnos.
Cuca había inventado un personaje maravilloso: Policarpo. Era un niño como nosotros, que tenía la propiedad de perpetrar, en sus aventuras, desaguisados e infracciones a las reglas que imponían los mayores muy parecidos a nuestras propias obras y andanzas, bien que salpimentados por el humor irónico de la tía abuela, enriquecidos con los insumos de su extraordinaria imaginación, y siempre resueltos en beneficio de su autor, nuestro ídolo y redentor. La sabiduría de tía Cuca la llevaba aún más allá: a veces Policarpo encaraba alguna nueva empresa que en realidad encerraba una sugerencia pedagógica, una acción a imitar o una propuesta. Buenos entendedores, Yuyo y yo solíamos maquinar después alguna fechoría policarpeana que, llevada a la práctica, Cuca - maestra orgullosa y satisfecha- festejaba con unas risotadas tremendas y unos besos y abrazos de oso implacable. Hacer reír a Cuca era una de nuestras máximas aspiraciones.
Así había concebido la idea por la que ahora me disponía a pagar. Felipe -que entonces tenía cinco o seis años-, Yuyo, Janito -un vecino de la misma edad que Yuyo- y yo, jugábamos a la escondida durantes las difíciles siestas del verano, en que no estaba autorizado el fútbol que perturbaba el descanso de los vecinos. Janito era “medio pasmado” según la tía Cuca, y nuestra víctima universal. La verdad es que le hacíamos trampa en todo, y él se aguantaba o no se daba cuenta, nunca lo sabremos.
Esa tarde lo teníamos a mal traer. Hacía un buen rato que “la quedaba” él y sólo él. Habíamos inventado reglas y triquiñuelas que el pobre Janito no comprendía muy bien, pero cuyo resultado inevitable era que siempre le tocaba el papel más triste -salir a buscar a los escondidos- y a nosotros el más divertido -escondernos- y sobre todo, burlarlo una y otra vez. Janito, bobeta y todo, había empezado a cansarse y a protestar. En una nueva ronda, volvimos a embromarlo. Otra vez regresaba vencido al poste de “pica”, cuando desde atrás de las cortinas -que se suponía protegían su siesta sagradaoímos la voz estridente de la vieja Amelia
- “No juegues más Janito, ¿no ves que te hacen trampa?”
Allí se terminó la diversión. Respaldada por la opinión de un mayor que confirmaba sus sospechas, nuestra víctima se negó a seguir jugando. Tuvimos que volver a casa, mirando con odio la ventana de la delatora. Tenía razón la tía Cuca, Amelia era una pesada y sobre todo una metida. Por culpa de ella no nos dejaban jugar al fútbol a la hora de la siesta, y ahora venía a malograrnos la única diversión que nos quedaba. ¡Vieja podrida! Tirado en la cama, releyendo por enésima vez una revista de Hopalong Cassidy, empecé a pergeñar la venganza. Hubo que esperar más de una semana. El once de enero era el cumpleaños de Janito, y esa mañana apareció con una pelota nueva. Salimos a probarla, estaba buena, bien inflada y reluciente. El cuero, abundantemente engrasado olía a nuevo. Janito la picaba en las baldosas de la vereda y no nos permitía bajar a la calle, para que no se llenara de tierra. Armamos un “monito”. Con Yuyo nos entendíamos a la perfección. Al rato el mono era para siempre nuestro vecino, no se la dejábamos tocar. Lo salvó Mima, su madre, llamándolo a almorzar. Pero yo ya había encontrado la herramienta adecuada para ejecutar mi plan.
A las cuatro de la tarde terminaba oficialmente la siesta, y podíamos jugar al fútbol en la calle. Janito apareció con la pelota nueva e impusimos nuestras condiciones: si quería jugar, tenía que ser donde siempre. Era cuestión de ponerse a pelotear un rato, y ya irían apareciendo los otros jugadores: el grandote Bastor, los mellizos Vinca, la “chancha” Vicente y algún otro que pasara por ahí o se viera atraído por el picado. Entretanto, haríamos “jueguito”.
Me fui arrimando poco a poco a lo de la vieja Amelia. Yuyo se dio cuenta -me conocía de sobra- y me tiró algún pase largo para facilitarme el trabajo. Al fin quedé parado frente a la ventana. Devolví varios pases, tocando suave o haciendo un taquito. Yuyo la levantó y se la tiró a Janito al pecho. No la supo bajar -era un tronco- y la pelota volvió a los pies de mi hermano. Me miró a los ojos y me gritó “Va un centro, Mario”. Tiró un centro perfecto, y sabiendo que iba a pasar empezó a correr en la misma dirección que la pelota.
Yo la ví venir, perfecta, a la altura adecuada, y cuando llegó a mí salté, giré la cabeza un cuarto de vuelta, como había visto hacer al Mingo en cancha del Federación y la golpeé con el parietal. La ventana de Amelia estaba dividida en cuatro por una cruz de madera. El balón entró exacto, como una exhalación, por el cuadrado de más arriba, del lado derecho. El ruido de los vidrios quebrados estranguló mi grito victorioso: “¡Goool… golazo!”
Salí corriendo a toda velocidad detrás de Yuyo que ya me llevaba como media cuadra de ventaja. Cuando nos juzgamos a salvo miramos para atrás. Janito estaba petrificado en medio de la calle, creo que había empezado a llorar. Amelia a los gritos en la puerta, todavía no había entendido bien lo sucedido, y no nos vio. Seguimos corriendo hasta llegar al borde del pueblo y en la avenida de hormigón doblamos hacia el chalet del Tata.
El abuelo estaba atareado en el jardín y nos vio recién cuando franqueamos el portón de hierro. Su cara se iluminó con aquella sonrisa que me hacía sentir tan bien, y mientras levantaba un poco su legendario sombrero de paja y se secaba la frente con el antebrazo nos saludó:
- “¡Qué sorpresa mis amigos! ¿Vienen a visitar al Tata?” - “Salimos a dar una vuelta abuelo, mamá estaba renegando y pensamos que mejor…”
El viejo frunció la boca y movió la cabeza en un gesto de incredulidad. “Siempre igual” alcancé a oír que murmuraba.
“Siempre la misma”
Nos miró complacido: ¿Tomaron la leche?
Yuyo me ganó de mano: “No, todavía no”
- “¿Qué les parece un candeal? Vamos a prepararlo.”
Entramos a la cocina y nos sentamos en las sillas de totora mientras el abuelo preparaba los candeales. Adentro estaba fresco, y una gozosa penumbra parecía ponernos al abrigo de todo mal. El abuelo batió las yemas, agregó la cantidad justa de azúcar y después, sonriendo con picardía se dirigió al armario verde: “¿Le ponemos un poco de vino Garnacha?” Los candeales del Tata eran fenomenales, y con el agregado del vino aromático lograba un toque mágico que los hacía inimitables. Los devoramos bajo su mirada de aprobación y después regresamos al jardín. Por el momento estábamos a salvo.
El ataque a Cuca llevó unos minutos pero llegó a su fin. Papá ya había hablado, tratando de apaciguar a mamá. Todos sabíamos que era inútil. Los primeros tres o cuatro intentos siempre fallaban. Al final, papá lo lograba, pero llevaba su tiempo. Entretanto Yuyo y yo calculábamos la penitencia y, más secretamente, el regocijo de Cuca. Yuyo me miraba expectante. Yo era el mayor y además el autor directo de la barrabasada, me correspondía asumir la defensa. Había que esperar el momento, ya sabía que cuando amainara el chaparrón, papá iba a hacer preguntas: la hora de los alegatos.
Mamá seguía con la cantilena, ahora el tema era el gasto. Había que pagarle el vidrio a Amelia, más lo que cobraba el vidriero, sin contar con la vergüenza y la humillación que había soportado. Amelia había cruzado la calle a los gritos: “¡Martinaaa…Martinaaa..! ¡Mirá tus hijos… mirá la que me hicieron!” Todo el barrio se había enterado, y la vieja se había despachado a gusto contra nosotros y de paso, manifestado de viva voz sus discrepancias con la educación que nos estaban dando. Comentada luego en una prolongada tertulia de zaguanes con doña Cata y la Nena, enemigas de siempre, pero aliadas circunstanciales ante el ataque de los vándalos.
Entonces papá asumió la dirección de los acontecimientos. “Tranquila, Martina, calmate un poco. Vamos a ver bien qué pasó.” Me miró desde su eterna paz, como para darme confianza: “A ver Mario, contame cómo fue, m’hijo”
Yo me había quedado mudo. Me daba pena que mamá hubiera pagado el pato, y me daba más rabia todavía con la vieja de mierda y las otras vecinas, siempre dispuestas a hablar mal de todo el mundo. Yuyo esperaba que dijera algo en defensa de ambos, pero yo no podía articular palabra. Miré a papá sin saber qué hacer, sentía que mis pies se hundían en las baldosas. Mamá esperaba respirando con fuerza, apenas contenidas sus ganas de seguir con la rezongadera.
Empecé a balbucear una explicación y me detuve, no encontraba qué decir. Felipe se había arrimado a mí y me agarraba de una pierna. Mi silencio llegaba ya al límite de lo tolerable. Entonces Yuyo soltó:
- “Papá, le tiré un centro al Mario y la clavó en el ángulo superior derecho.”
El viejo abrió la boca para decir algo, mamá parecía a punto de saltar, yo no me animaba a pestañear. Magistral, Yuyo liquidó el asunto para siempre. Antes que nadie pudiera hacer o decir algo más, agregó:
¡Te juro que fue el mejor cabezazo que vi en mi vida! ¡Te lo juro!”