PAÍS RELATO

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camilo debans

navidad terrible

I
Una tarde de abril, dos veleros entraban, favorecidos por blanda brisa, en la bahía de Arica. Uno, que llevaba en la popa el pabellón británico, era un navío de ochocientas toneladas, algo pesado, pero sólidamente plantado sobre su casco. Adelantaba con la gravedad de un alderman3, obedeciendo a la ola, pero sin perder nada de su fisonomía altanera, estirada y gruñona.
El otro era un bergantín-goleta, fino, coquetón, elegante, con blancas velas, palos lustrados y ensebados, puente lavado, cordajes alquitranados y brillantes, costados recién pintados, como si saliese del astillero. Maniobraba con gracia de pájaro, y no se sabía qué admirar más, si su buen aspecto o su incomparable ligereza.
El sol se hundía en el mar, allá en el horizonte, enviando un postrer beso a las cumbres nevadas de la cordillera.
La noche se extendió bruscamente sobre la bahía. A lo lejos se adivinaba Arica por las escasas luces que comenzaban a salpicar la oscuridad. Las montañas se pusieron sombrías, y en cada cúspide de las olas encendiéronse fulgores fosforescentes que parecían, con sus saltos, millares de fuegos fatuos. Hubiérase jurado que el cielo de los trópicos acababa de sacudir sobre el mar el polvo de oro de sus innumerables estrellas.
Los dos navíos trazaban su estela a través de aquel brasero. En la proa producíase un desbordamiento de maravillosas pedrerías. A veces un espumarajo saltaba, lleno de chispas, para ir a caer sobre el puente, que iluminaba.
El inglés marchaba majestuosamente a su objeto. El Albatros, el francés, bajo la mano de su capitán, que se había puesto al timón, saltaba con la elegancia y la docilidad de un caballo de raza.
Como para burlarse de la pesadez del insular, se divertía en pasar, con impertinente precisión, bajo el mismo bauprés de su compañero de camino, y le daba la vuelta, jugando. A veces el capitán llegaba hasta lanzar su barco recto sobre el inglés, y en el momento psicológico, merced a un golpe de timón, lo ponía sobre la misma línea, a un cable de distancia, como si tratara de tomarlo al abordaje.
El Mary-Ann llegó al fondeadero, dejó caer sus anclas y se quedó inmóvil. El Albatros rozó la popa del inglés, y se oyó a su capitán decir en alta voz:
—¡Atención, hijos! ¡Exactitud y corrección! ¡Demostremos a estos english que sabemos el oficio tan bien como un comodoro!
Y el ligero barco avanzó entre el Mary-Ann y un vapor norteamericano, anclado a estribor. Y se oyó gritar:
—¡Fondo!
Sonó un ruido de cadenas. El mar se entreabrió bajo el ancla, que se hundió con estrépito, y cuando se cobraron las velas, las proas de los tres navíos estaban exactamente sobre la misma línea. Un ¡hurra! de admiración salió del americano.
Y precisamente en aquel momento, la luna, que ascendía por el cielo, apareció detrás del pico más alto de les Andes, inundando con su melancólica luz la ciudad casi dormida, la bahía y los navíos que danzaban sobre las olas de plata y oro.
II
Era en la época en que los marinos franceses alimentaban un odio feroz contra los ingleses, nuestros excelentes amigos de ayer, de mañana quizá.
En las cestas de Bretaña y en nuestros puertos del Océano, las cabezas se exasperaban al solo nombre de Inglaterra.
Más de un viejo lobo de mar siente aún hoy arder su sangre y saltarle el corazón a la vista de un goddam, la mano le hace cosquillas, y de sus ojos brotan chispas cuando recuerda los combates que se trababan en otro tiempo en los puertos extranjeros, naturales campes de batalla de esos enemigos que se creían irreconciliables.
Las tripulaciones mercantes eran, sobre todo, las que se hacían pedazos a cada instante, tanto más cuanto que, en la mayoría de los casos, eran incitadas secretamente por sus oficiales.
Había que ver con qué ojos se medían estos últimos cuando el azar de los negocios les ponía frente a frente en casa de algún consignatario o proveedor.
Así, pues, al siguiente día de su llegada, cinco o seis marineros del Albatros fueron atacados, sobre el mismo muelle, por una decena de marineros del Mary-Ann, y recibieron una de las más venerables sobas de que se haya oído hablar en la costa del Pacífico, desde el mismo Pizarro.
Al saber este incidente, el capitán francés, el joven que hemos visto al timón de su navío, tascó el freno y aguardó.
El domingo siguiente, al alba, ya estaba sobre el puente de su buque, atento a lo que pasaba a bordo del inglés. A eso de las nueve el bote grande del Mary-Ann embarcó diez hombres.
Volviéndose a su tripulación, el capitán dijo entonces:
—¡Hijos míos! Hoy irá a la ciudad el turno grande. ¿Cuántos hombres tiene el turno grande?
—Nueve, capitán.
—Es suficiente. Os permito llevar los bastones. Y divertíos.
Los marineros se embarcaron riendo. Más de uno había tomado su cuchillo de gaviero.
El negocio fue arduo. Pero aquella vez los ingleses volvieron aplastados. Cinco fueron recogidos en el terreno: los demás no estaban mucho mejor...
Había sido un encuentro espantoso. Unos y otros, armados de palos, que más hubieran debido llamarse mazas que bastones, habían luchado sin retroceder durante más de una hora.
Uno de los hombres del Albatros, especie de gigante, había tomado, él solo, a dos ingleses por adversarios. Los echó a rodar y, una vez fuera de combate, fue para él juguete terminar la derrota de Albión.
Guillermo Clarkson, capitán del MaryAnn, se puso verde de cólera cuando le llevaron los restos de su tripulación.
Así es que, al día siguiente, se arregló de modo que se encontrase con Ivo Bannalec, amo, después de Dios, del Albatros.
—Señor —le dijo—: vuestros marineros han atacado traidoramente ayer...
—Perdonad —se apresuró a interrumpir Bannalec—: si traidores hay, no lo son mis hombres; serán los que la semana pasada se pusieron cobardemente diez contra seis...
Una conversación iniciada en este tono no podía dejar de acabarse con una ruptura de negociaciones.
De modo que, pocos minutos después, hubiera podido oírse que Ivo Bannalec decía con el acento de la cortesía más perfecta:
—Un oficial de mi país, señor, considera un placer cualquier encuentro con los oficiales del vuestro.
—¿Eso es una provocación?
—Ya me parecía que tardabais demasiado en daros cuenta de ello.
—Sea, pues. Mañana, a las siete, os aguardaré con vuestros testigos en el muelle.
—Allí estaré. ¡Y cuidado! No será un combate naval y las probabilidades están a mi favor.
Guillermo Clarkson volvió la espalda al francés y se marchó a sus negocios.
Dos horas después, ambos capitanes se embarcaban casi al mismo tiempo, en sus respectivas lanchas, para volver a su bordo.
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El mar estaba inquieto. Aunque en apariencia no hubiera mal tiempo que temer, las olas se sucedían más ásperas y cóncavas cada vez. Las lanchas avanzaban con dificultad.
Sin embargo, todo anduvo bien hasta que llegaron cerca de los navíos. Pero, en el mismo instante en que la embarcación del Mary-Ann atracaba a la escala de comando, una ola sorda la levantó por estribor y en un abrir y cerrar de ojos todos los que la tripulaban fueron lanzados al mar.
—¡Boga a los náufragos, muchachos! —dijo tranquilamente Bannalec, dando un ligero golpe de timón —y aprieta un poco para no llegar demasiado tarde.
En tres o cuatro bogadas los franceses estuvieron en el teatro del desastre.
—¡Hola! Pero no veo a mi english —dijo Bannalec, levantándose—. ¿No sabrá nadar? Pero no tiene derecho de ahogarse antes de mañana a la tarde. En todo caso no se lo permitiré. ¡Eh, vosotros! Pescadme a esos lobillos mientras yo voy a recoger al capitán.
Y, sin más ni más, el joven bretón se tiró al agua, diciendo:
—¡Vamos! Ya le veo.
Los marineros del Albatros no tardaron en recoger a derecha e izquierda a los cuatro remeros del Mary-Ann. Bannalec, entretanto, se zambulló dos o tres veces, y a pesar del mal estado del mar, logró salvar a Clarkson, que había perdido totalmente el conocimiento.
III
Tres horas después el capitán inglés se hacía anunciar a bordo— del Albatros. Bannalec se levantó, adelantándose a su encuentro con galantería, y le recibió a la puerta de la cámara.
—Capitán —dijo Clarkson, tendiendo la mano al marino francés—: permitidme comenzar por daros las gracias.
—¿Por qué? —preguntó, muy sorprendido, el joven comandante.
—Pues, simplemente —dijo Clarkson por haberme salvado la vida.
—¡Ah, vaya! Eso no vale la pena; no me creáis mejor de lo que soy. Si os he pescado es porque tenemos que cortarnos el pescuezo mañana.
—¡Ah! ¡Es verdad!
—¿Lo habíais olvidado? ¡Pues yo no! Y si mi lancha hubiese naufragado en lugar de la vuestra, hubiera sentido muchísimo ahogarme antes del duelo. Supuse que vos también os fastidiaríais de que una ola imbécil os privara del placer que debéis experimente mañana, y por eso me zambullí. Pero lo que es agradecimiento no me lo debéis en manera alguna.
—¡Vaya, capitán!
—Es como tengo el honor de deciros —agregó Bannalec, poniéndose ambas manos en los bolsillos, como para no sentir la tentación de estrechar la que le tendía el inglés.
—¿De modo que os empeñáis en batiros conmigo? —repuso Clarkson.
—Seguramente que sí.
—Sea, pero no podéis obligarme a daros satisfacción antes de haber aceptado el apretón de manos que os ofrezco. Por otra parte, no me batiré si no recibís mi agradecimiento.
—¡Vos también sois un curioso tipo! —exclamó Bannalec—. Vaya, estrechadme la mano, ya que os empeñáis tanto, y hemos concluido. Pero os batiréis.
—¡Vaya si me batiré! —exclamó el inglés, lanzándose sobre Bannalec, a quién dio un caluroso abrazo.
A pesar del tono burlón que afectaba, el capitán francés se sintió conmovido por el vigoroso abrazo de su adversario. No podía dejar de pensar que cada minuto, cada segundo, un accidente semejante al de Clarkson podía exponerle a perecer y que, después de todo, la vida era aún bastante hermosa para agradecer a un hombre, aunque fuera inglés, el haberla conservado.
Al día siguiente, en el terreno, Clarkson fue favorecido por la suerte, que le designó para disparar primero. No vaciló y tiró al aire.
Enseguida, arrojando la pistola, cruzó los brazos sobre el pecho y aguardó.
—¡Ah, eso no! —gritó Bannalec—. Ese no es modo de batirse, caballero; quizá no lo sepáis, porque en vuestro país no se conoce el duelo; pero no es así.
—He tirado, capitán, y nada tenéis que decir. Os toca a vos —contestó Clarkson con el tono más flemático del —mundo.
—¡Pero debíais de haber hecho fuego contra mí!
—No hay ley de honor que me obligue a ello.
—¡Sin embargo, yo no puedo matar a un hombre que se niega a romperme la cabeza! Señor Clarkson, van a cargar de nuevo vuestra pistola, y volveremos a empezar.
—¡Eso nunca! ¿Tengo acaso derecho de hacer fuego sobre vos?
—No solo el derecho, sino el deber también, puesto que habéis aceptado el encuentro.
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—¡Nunca! —repitió Clarkson.
—¡Yo sabré obligaros! —exclamó Bannalec, avanzando en línea recta sobre su adversario.
Este no se movió. Sus grandes ojos azules y límpidos, en los que se leía una resolución inquebrantable, se detuvieron tranquilos en los ojos de Bannalec. Luego, lentamente; dijo:
—Ni vos mismo tenéis el derecho de atentar contra mi vida...
—¡Trueno de Dios! —exclamó Bannalec, tirando su pistola al suelo—. ¡Tiene razón!
Y dio la espalda al inglés. Pero, casi enseguida, volviendo sobre sus pasos, le tendió la mano, diciendo:
—A mi vez, señor, permitidme que es dé las gracias. Con dos palabras me habéis impedido cometer más que un crimen...
¡Vaya! —dijo Clarkson... —¡Bien sabía yo que erais un hombre!
IV
Desde aquel momento, Bannalec y Clarkson se hicieron los mejores camaradas del mundo. Durante toda su estancia en la costa del Perú, tuvieron recíprocas atenciones que luego se tornaron en amistad. No pasaba día sin que el uno fuese a visitar al otro.
Y las tripulaciones fraternizaban, aunque no sin prometerse para su capote volver a zurrarse de lo lindo en cuanto las circunstancias les permitieran reanudar las hostilidades.
Pero la de los dos enemigos de la víspera era ya una amistad duradera. Cuando llegó el momento de la partida, se dieron cita en Europa y permanecieron abrazados largo rato.
Seis meses después, Bannalec llegaba a Newcastle, y corría a sorprender a Guillermo, que no sabía cómo demostrar la satisfacción que experimentaba.
—¡Me quedo aquí quince días —declaró Ivo después del primer abrazo —y después os conduzco a casa de mamá Bannalec, que os aguarda con impaciencia! ¡Nada más tengo que deciros!
—Venid entonces a casa de papá Clarkson —contestó, riendo, el marino inglés —y veréis si se os quiere ya.
El señor Clarkson padre era un anciano alto, de larga barba blanca, que hizo a Bannalec la más calurosa de las acogidas, con las restricciones del caso, pues por parte de un marsellés el recibimiento hubiera podido pasar por glacial; pero cada uno según su temperamento.
La señorita María Clarkson, niña de catorce años, encantadora como lo son las inglesas cuando se proponen serlo, fue presentada a Bannalec, que le dijo con su acostumbrada brusquedad:
—Señorita María, voy a amaros como cuatro, y debíais esperarlo, primero porque sois hermana de Guillermo, después porque sois amable, y por último porque, si no fuerais rubia, os pareceríais, como se parecen dos perlas, a mi hermana Anita.
—Me alegro mucho, señor —contestó la niña con una seriedad completamente inglesa, de parecerme a la hermana de un hombre tan leal como vos.
Y tendió su manita rosada, que se perdió en la amplia y tibia mano del joven marino.
Aquellos quince días fueron un perpetuo encanto, y transcurrieron con tanta rapidez, que los dos amigos creían haberse encontrado la víspera, cuando ya fue necesario partir.
En Rennes, donde vivía la madre del capitán del Albatros, la recepción fue más franca, es decir, más exteriorizada, pero no fue ni más ni menos cordial.
Anita, desde el segundo día, llamó a Guillermo su grande amigo. Contóle leyendas bretonas, le divirtió con su gracia infantil y su parloteo.
Allí, como en Newcastle, los días huyeron a todo vuelo, y cuando se separaron, la señorita Bannalec fue a tender graciosamente la frente al amigo de su hermano, que, feliz y confuso, depositó en ella un beso.
Y los viajes volvieron a empezar. Pero los dos amigos se prometieron no bajar a tierra una sola vez sin verse. Y cuando, por casualidad, sus navíos debían encontrarse en el mar, dábanse citas en algún puerto de arribada, donde, en medio de interminables festines, estrechaban inter pocula los lazos de su fraternal compañerismo.
Tanto y tan bien, que un buen día trataron de hacerse hermanos de veras, lo que no era muy difícil, pues María no conocía en el mundo gentleman tan seductor como el señor Bannalec, y Anita no había encontrado nunca un joven tan completamente distinguido como Guillermo Clarkson.
Hablando con franqueza, toda aquella gente se adoraba, y se convino, en presencia de los padres, que a la vuelta del viaje que Ivo y Guillermo iban a emprender, se celebrarían las dos bodas.
Bannalec regresaba al Perú, y Clarkson, por su parte, iba a Nueva York, de donde se dirigía a El Cabo. Ambos marinos convinieron, después de hacer sus cálculos, que podrían estrecharse la mano siete meses más tarde en la isla de Santa Catalina, donde el primero que llegase aguardaría al otro, y que Guillermo se apresuraría a terminar su viaje para ir a casarse en Rennes.
V
Así, pues, siete u ocho— meses más tarde, el Mary-Ann, con tiempo fresco, corría bordadas a doscientas millas de la isla de Santa Catalina. Era el 25 de diciembre.
Como buen inglés, Clarkson se preparaba a festejar el Christmas, y su tripulación había recibido aviso de que, aquella misma tarde, habría distribución suplementaria de víveres y quintuple ración de gin.
En cuanto a los oficiales, el ganso tradicional los aguardaba. El desdichado pájaro había sido conservado cuidadosamente vivo, y fue cebado para la circunstancia. El maestro cook se había entregado a un desborde de imaginación, desarrollando cuantos talentos culinarios poseía.
Un plum-pudding colosal debía acompañar al palmípedo y habíanse prodigado las conservas de carne. Agregad a esto cuanto podáis imaginar en materia de pastelería a la pimienta, al gengibre, al ruibardo y a la angélica... Figuraos, en fin, un batallón cuadrado compuesto de botellas de scotch-ale, de paleale, de porter, de sherry, de champaña y de aguardiente, y tendréis una vaga idea de lo que se preparaba a bordo— del buque inglés.
A las siete en punto se pusieron a la mesa. Guillermo Clarkson, antes de sentarse, llenó los vasos, y levantando el suyo, dijo:
—A estas horas, nuestros peritajes de Newcastle y nuestros amigos de Rennes beben a la salud de los marinos y les desean buen viaje. Bebamos, pues, por su felicidad, y lamentemos no haber llegado antes a Santa Catalina, donde hubiéramos festejado el Christmas con mi hermano Banalec.
Todos vaciaron su copa, y el festín comenzó acto seguido.
Si hay algo que sorprenda más a un francés que ver lo que puede comer un inglés, será, sin duda, calcular lo que puede beber.
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Aquella fue una noche de Navidad bien empleada... El ganso, la carne, los pasteles, el plum-pudding y los accesorios fueron religiosa e íntegramente absorbidos. Luego comenzó a vaciarse las botellas.
Hasta aquel momento la comilona había sido tal, que seguramente era necesario beber hasta más allá de la embriaguez para inundar todos aquellos alimentos. ¡Y qué alimentos...!
A medianoche, la fiesta se había convertido en orgía.
Aunque el cielo se viera cargado de nubes espesas que bogaban hacia el Norte, el mar estaba bastante hermoso y la brisa vigorosa. No había luna. La noche era tan oscura como un sótano.
Lo mismo en el puente que en la cámara de oficiales, la embriaguez subía como una matea. La quintuple ración de los marineros no hubiera bastado para emborracharles, si previendo el caso, no hubieran hecho economías desde tiempo atrás sobre su ración diaria para beber a gusto en el gran día de Navidad.
Tanto, que al cuarto de medianoche, todo el mundo convino en dejar para el día siguiente todos los asuntos serios: ¡amárrese sólidamente la rueda del timón, para que el navío no se desvíe de su rumbo, y ande la galera!
—¡Ah, sí una borrasca llega a caer sobre esta arboladura cargada de trapo! ¡Qué despertar! —murmuró un viejo contramaestre menos ebrio que los demás.
—¡Bah! ¡Si nunca se hiciera una locura, el oficio de marino sería demasiado monótono también! —replicó el midshipman.
Y volviendo a beber, ¡pero de qué modo! los marineros en su sollado, los oficiales en su cámara, con todas las escotillas cerradas.
—No estaría de más que Dios, cuyo nacimiento festejamos, velara por nosotros... —dijo riendo el carpintero.
Fueron las últimas palabras algo sensatas que se pronunciaron aquella noche a bordo del Mary-Ann. La orgía tomó pronto proporciones espantosas. Canciones horribles, con coros más espantosos todavía, resonaron aquí y allí. Un teniente contó sus amores, ¡y qué relato aquel! El segundo quiso bailar una guiga, tropezó y se tendió para no volver a levantarse, sobre una cama de botellas, que se rompieron con el peso.
Los demás siguieron bebiendo sin interrupción. Ya no quedaba cerveza, ni Oporto, ni champaña. El aguardiente era lo que circulaba, y servíase a vasos llenos, entre risotadas groseras.
Y se hacían apuestas insensatas y hazañas más locas todavía. Era un milagro que todo el mundo no estuviese ya borracho perdido.
Clarkson, que era el más determinado bebedor del puerto de Newcastle, se mantenía, y solo le quedaba el primer teniente como partner.
Pero la atmósfera de la cámara en que pasaba aquella orgía estaba tan espesa, que sintieron necesidad de salir a tomar aire.
Subieron al puente. La noche estaba más negra que nunca. El viento cantaba en los cordajes su eólica canción. El Mary-Ann se quejaba sordamente, y de su casco salían gemidos...
El aire de la noche acarició suave la frente del capitán, que permaneció un instante gozando de aquella frescura.
Pero de pronto, y sin que ningún ruido preliminar le hubiese anunciado la cercanía inmediata de un navío, oyóse una voz tonante que gritó:
—¡Vira en redondo! ¡Abajo todo...!
Pero la voz de mando no había terminado cuando se produjo un desgarramiento horrible. Nada puede describir aquel ruido. Figuraos el efecto de una potencia desconocida derribando un rincón de bosque, y os daréis una idea del crujido que se dejó oír. En la noche profunda, aquello era espantoso.
Si las cosas pudieran lanzar alaridos, esta palabra sería la exacta para definir el grito de supremo dolor que lanzó el navío partido, cortado en dos, cuyos mástiles cayeron con estrépito.
Ante aquel siniestro estruendo, toda la tripulación del Mary-Ann se halló en un momento sobre el puente, salvo los que no— podían tenerse en pie.
Los marineros corrieron a proa.
Oyéronse juramentos, blasfemias, llamamientos desesperados.
—¡Socorro! ¡Malditos ingleses!
Y una carcajada salió de una boca avinada.
—French ship! —dijo otro con tono burlón.
—¡No es más que un buque francés!
—Avante, avante! —gritó Guillermo Clarkson, a quién no había quitado la borrachera aquella horrible aventura.
Y el Mary-Ann continuó su camino, sin detenerse un minuto para salvar a los infelices que se ahogaban.
VI
Al día siguiente, de mañana, cuando asomó el alba, uno de los obenques del navío naufragado colgaba de la serviola de estribor. Al extremo de un largo cable que arrastraba por el mar, veíase una tabla, uno de los espejos de popa, en la que estaba grabado este nombre en letras de oro:
¡ALBATROS...!